Una barba para dos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

Una barba para dos

y otros 99 microrrelatos eróticos

Lawrence Schimel

 

 

 

 

 

 

 

 

Segunda edición: febrero de 2016

UNA BARBA PARA DOS © Lawrence Schimel

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

isbn: 978-84-943559-7-4

Depósito legal: M-331-2016

Impreso por Solana e hijos Artes Gráficas, s.a.u.

www.graficassolana.es

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

 

 

 

 

 

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

 

 

 

 

 

 

Precariedad

 

Dado el precio de los condones, decidimos cerrar la pareja. Por lo menos, hasta que uno de los dos encontrase trabajo.

 

Rapado

 

Me quejé a un amigo de que desde que me afeité la cabeza, solo me entran pasivos. Cuando le veo de nuevo, él también se ha rapado. Y por primera vez, me parece atractivo.

—Te hice caso —me dice.

—Funciona —le contesto. Pongo la mano encima de su muslo.

Me sonríe, y mueve mi mano.

La recoloco encima de su paquete.

 

Cuidador de mascotas

 

Hay que girar la llave hasta coger el punto exacto, pero al final consigo abrir la puerta. Uno de los gatos me está esperando justo al otro lado del rellano, pero al ver que soy yo y no mi amiga, su ama, se da la vuelta y desaparece por el piso. Entro y cierro. Dejo mis cosas en la mesa del recibidor.

Me siento raro, como si estuviera haciendo algo ilícito.

Pongo más comida seca en su cuenco, les cambio el agua, limpio la bandeja de arena que está en el baño.

Mi amiga me ha pedido que también les dé cariño —esa es la parte que me hace sentir más extraño—. Me siento en su cama, imaginando que vendrán. Supongo que se tomarán su tiempo. Mientras espero, echo un vistazo a la habitación. Tiene una cesta para la ropa sucia, y encima hay unos calzoncillos. Son de su novio, con quien está ahora de viaje en Palencia para pasar la Semana Santa con sus padres. Los gatos no acuden. Me pongo de pie y me acerco a la cesta. Cojo los calzoncillos, me los llevo a la nariz: sí, aún huelen a él. Ese olor agradable del sudor dulce de los huevos.

Tengo la polla tiesa. Inhalo de nuevo, tocándome el paquete.

Cuando abro los ojos, los dos gatos están delante, mirándome.

Menos mal que no podrán contarle nada a mi amiga.

 

Injerto

 

Lo que siempre quiere saber la gente es cómo nos repartimos a la hora de dormir.

La mayoría nos imagina a los tres juntos en una cama grande, turnándonos en penetrar o ser penetrados, o uno con la dicha de estar en el medio penetrando y siendo penetrado a la vez, o dos penetrando al tercero simultáneamente… y cada uno reparte nuestros roles según sus propias fantasías, qué cosas sueña hacer o que le hagan.

También los hay que piensan que la pareja sigue durmiendo junta y que yo duermo en un armario al lado de la cocina, como un sirviente, salvo cuando atiendo sus necesidades (sexuales u otras) como una geisha masculina.

O al contrario, los hay que imaginan a la pareja inicial, con fuertes lazos de afecto entre ellos pero ya sin morbo, durmiendo en dormitorios separados como en una película de Hollywood en blanco y negro de los años cincuenta, y que yo soy la solución para evitar su ruptura, satisfaciendo a uno o a los dos con mi virilidad juvenil.

Lo que más les cuesta a casi todos es concebir nuestra vida fuera de la cama. Una domesticidad a tres bandas. Coge mi mano e intenta imaginarlo ahora. Tú también, coge mi otra mano. Eso es. Ahora, cerremos los ojos e imaginemos juntos. Una vida de tres, sea como sea que nos hemos encontrado o en qué orden. Imaginemos una ausencia de celos. Apoyándonos. Celebrándonos. Cuánto poder tenemos juntos. Cuánto amor.

 

Un llanto partió la noche

 

Era la una pasada de una madrugada de entre semana, y yo estaba agachado en el vestíbulo de una casa ajena chupándosela a un vecino. No nos conocíamos, pero no podía dormir, así que había encendido el Grindr, que era perfecto para esos momentos en los que la proximidad primaba sobre casi cualquier otro factor. Esa noche me había tocado la lotería, porque el tipo vivía muy cerca y además la tenía gorda. Estaba esperándome en la puerta, con una mano metida dentro del chándal, tocándosela. No nos movimos de la entrada pero me dio igual. Pude entrever que la tenía morcillona y se me hizo la boca agua. No dijimos nada pero todo estaba ya dicho antes de venir. Me agaché y desvelé su polla suculenta, la agarré con una mano, palpándola, estirando hasta que el prepucio se deslizó y me reveló el glande. Abrí la boca y estuve en la gloría durante unos minutos, cascándomela mientras se la chupaba, sumido en ese espacio de sexo puro en el que no piensas en nada más, en el que olvidas las preocupaciones de la vida cotidiana, solo goce, absoluto y simple, disfrutando de lo que estaba haciendo, sin desear que me hiciera ni me pidiera hacer algo más.

De repente, un llanto partió la noche.

Cuando me di cuenta de que era el sollozo de algún bebé, tenía la boca vacía. El vecino se había marchado, cerrando detrás de él la puerta al resto de la casa.

¿Lo hizo para que yo no entrase a buscarle o para que los que estaban al otro lado no me vieran?

¿Habría más allá de esa puerta una esposa celosa que se enfadaría si le descubriera?

O quizás era una pareja gay que tenía un hijo, hoy en día era posible.

Se me puso flácida imaginando esas situaciones.

Me dolían las rodillas.

Durante el calentón, no me di cuenta, pero ahora, en frío, me sentía absurdo, allí agachado, solo, sin saber qué iba a pasar. Dudaba si cascármela, correrme y largarme, dejando una mancha en el suelo.

Pero para eso podría haberme quedado en casa.

Por fin, el llanto se detuvo.

Me lamí los labios. Todavía podía saborearle, y sabía que no me iba a quedar satisfecho hasta terminar de chupar —a él o a otro tío—, pero ponerme a buscar de nuevo, a esa hora, me daba una pereza monumental, por no hablar de la incertidumbre. Era ya lo suficientemente tarde para no estar seguro de pillar cacho.

La posibilidad de ser descubierto aumentaba el morbo.

Me quedé allí, arrodillado.

Estiré el cuello, me mecí atrás sobre los talones.

Por fin, la puerta se abrió.

El corazón en tensión: ¿era él o su pareja?

Había vuelto. Llevaba en sus brazos un bebé, chupando un biberón.

No había dudado de que yo seguiría allí, esperándole, esperando su polla.

—Tú puedes amamantar también.

Le bajé el chándal y empecé.

 

Después

 

Me pidió ducharse antes de irse.

Luego se vistió y se marchó, con un último beso y un «gracias», todo correcto pero nada más.

Por un lado me alegró, porque no me apetecía dormir acompañado esa noche y menos con un desconocido. Pero el polvo no había estado mal y no me hubiera importado volver a verle. Tampoco yo le dije nada. Pero era un golpe a mi autoestima. Aunque no quisiera verle de nuevo, quería que a él sí le apeteciese.

Entré al baño para mear antes de acostarme.

Y mientras tiraba de la cadena, empecé a reírme: había escrito su número de teléfono en el vaho de la mampara de la ducha.

 

Recital poético

 

—Virgen purísima de todo lo que es santa. Creo que acabo de descubrir la religión y ese tío es su único y verdadero Dios. ¿Has visto semejante belleza hecha carne?

Hugo giró la cabeza para mirar.

—¿Te refieres a Salva?

—¿Conoces a ese parangón de masculinidad?

—Le conozco hasta bíblicamente.

—Ahora sé que me estás tomando el pelo. Parece un actor porno.

—No sé si ha hecho alguna vez algún vídeo. Es gogó en el Space.

—¿Y de verdad has follado con él? ¿Cuánto te costó?

—No es chapero, o por lo menos no lo fue conmigo. Duró unas semanas. Ahora está con Luis Antonio.

—¿Qué pasa, su fetiche son los poetas?

—Al revés. Quiere ser el fetiche de los poetas.

—No jodas.

—En serio. Está buenísimo y lo sabe. Pero como quitarse la ropa cada noche en una discoteca es algo tan… efímero, quiere ser inmortalizado en verso.

—Yo le compongo unos endecasílabos ahora mismo, cantando las alabanzas de los músculos de esas piernas…

—Vas por mal camino. El secreto con Salva es ser distante. Deja que él te conquiste a ti. Que se esfuerce por volverte loco.

—No sé si sería capaz de no rendirme a sus pies si se dignase a hablarme…

—Bueno, tienes tiempo para cultivar el autocontrol. Lleva poco con Luis Antonio, y va a desear ser su muso unas semanas más. A Salva no le gusta la poesía, pero también sabe que nadie puede prever quién va a triunfar en este mundo de las letras. Él quiere sobrevivir a la posteridad, así que ha decidido probar a todos los poetas. Puede que no dure mucho, pero mientras está contigo es increíble. Ya verás. Lee algún poema sexy esta noche pero no le muestres demasiado interés. Tarde o temprano, llegará tu turno.

 

Madrugada

 

Sonó su despertador y me levanté. Por las mañanas es un zombi, capaz de poner sal al café en vez de azúcar (ya lo ha hecho), así que me fui a la cocina para encender la cafetera y endulzar la taza, dejándole todo listo para cuando saliera de la ducha.

Me tapo los ojos cuando entro al baño, no para no verle desnudo sino para que la luz no me despierte. Meo y vuelvo al dormitorio, cerrando la puerta detrás de mí. Han pasado dos minutos y la cama aún conserva su calor. Me acurruco en el hueco de su cuerpo en las sábanas, abrazándome a su almohada. Respirando profundamente, todo huele a él y empiezo a empalmarme. Qué dilema ahora, ¡masturbarme o volver a dormir!

 

Ir con segundas

 

Estaba duchándome antes de irme cuando apareció y se colocó debajo de la ducha contigua. No le había visto antes, cuando daba vueltas por los pasillos en busca de algo interesante. Al final, había echado un polvo olvidable con un tío mientras esperaba en una cabina, que era de lo mejor que vi durante varias rondas. Pero solo había sido un esfuerzo físico (incluso me costó algo de trabajo e imaginación animarme para la faena) y al final un poco de agua era suficiente para borrar de mi cuerpo y de mi memoria cualquier rastro del encuentro.

¡Pero cómo podría haberme divertido con este efebo si le hubiera visto antes!

Su cuerpo era esbelto, la piel tan blanca que casi podía atisbar las venas azules recorriéndola por debajo. Una piel que luciría las marcas rojas de mi mano, como si enmarcara cada azote…

No sabía si acababa de llegar, o si quizás estaba ocupado en alguna cabina y por eso no le vi cuando deambulaba al acecho. En cualquier caso, me deleité observándole acariciarse debajo de los chorros de agua, lavándose el pelo negro y corto pero más que nada frotando su cuerpo con la espuma del gel.

Había varias duchas libres, así que su decisión de usar la que estaba a mi lado no era una coincidencia. A mí me encanta cuando un chico sabe lo que quiere y no tiene tapujos en buscarlo. Le admiré abiertamente y fue obvio que mi interés crecía.

Aunque estaba limpio, el chico empezó a enjabonarse de nuevo, esta vez mirándome por encima del hombro, mientras sus manos y la espuma desaparecían entre sus nalgas blancas y lisas.

La invitación era clara, y decidí que no tenía que irme tan pronto, mi cuerpo listo para una segunda vez.

Extendí la mano hasta alcanzar uno de esos globos perfectos de su culo.

Me sonrió, así que avancé un paso y le acompañé debajo del chorro de su ducha.

 

Resultados

 

Se me puso súper dura cuando el doctor nos dijo: «Todo negativo». A veces me preguntaba si aún recordaría aquel polvo con otro que provocó estos tres meses de sexo con una barrera de látex entre nosotros. Pero ya daba igual. Ahora me pregunto si tenemos que esperar a llegar a casa o si me dejará chupársela en el baño de algún bar de camino hasta probar de nuevo el sabor de su placer.

 

 

 

 

 

 

Vendado

 

No solo intensificó mis otros sentidos, sino que me dio uno nuevo: ser un objeto de deseo.

Cuando pasó su mano por la espalda, el hombro, el muslo, no solo le sentía sino que imaginé cómo me estaba viendo él: sólido pero rendido, todo suyo.

La polla entumecida se meneó sola, llamando la atención, saludando a cualquiera que nos mirase allí delante de la ventana abierta.

 

Machos en el metro

 

Siempre estoy atento en el metro a quien está a mi alrededor. Por dos razones. Una es que me gusta sacar robados de los chulazos cuando no se dan cuenta. Mientras finjo estar escribiendo un SMS o leyendo Facebook, en realidad estoy capturando retratos de masculinidad ruda: una mejilla cuadrada sin afeitar, un bulto en la entrepierna de un chándal, el bíceps de un tío agarrado a la barra cuando frena el vagón. Y todo es más morboso porque ignoran mi admiración e idolatría.

La otra es porque suelo abrir el Manhunt mientras viajo, refrescando la pantalla en cada parada para ver las caras (y a menudo las pollas) de los tíos que el GPS detecta que están cerca. Y aunque estoy a favor de reclamar los espacios públicos para manifestaciones de afecto entre parejas homosexuales, dos tíos dándose un beso o agarrados de la mano son una cosa y una pantalla, aunque pequeña, con rabos erectos es otra. La verdad es que en público todos metemos la nariz en lo que están haciendo los de nuestro alrededor —solo hay que mirar mi archivo de chulazos, por ejemplo—.

También reconozco el placer de lo ilícito en mirar perfiles sexuales en un contexto supuestamente inocente, como es estar en el metro; me recuerda a lo furtivo que era ligar en vivo en la era pre-smartphone, cuando se empezaba con un cruce de miradas, una sonrisa, quizás un roce accidental, para indicar intenciones y sondear el terreno.

Y se complica en cada perfil por los flujos de gente que entra y sale, como un Tetris en vivo, con los que permanecemos a bordo recolocándonos en los huecos libres antes de la invasión de cuerpos nuevos.

Llegando a una estación, tenía abierto el Manhunt, ocultando la pantalla con el cuerpo para que nadie más la viera. Y en la danza del cambio, resultó que terminé casi apretado contra un maromo impresionante, un verdadero coloso cuya mera presencia hizo que me flojeasen las rodillas y que la boca se me hiciese agua. Quería sacarle una foto para recordarle mejor en casa… Pero estábamos apretados como sardinas, mi hombro y mi brazo rozaban la placa dura de su torso y sus abdominales, y no había distancia suficiente para retratar más que un detalle a quemarropa.

Así que solo respiré su presencia tan imponente, mirándole de reojo en esta intimidad forzada, hasta que llegamos a la siguiente estación, donde el tren se paró bruscamente y, como no estaba cerca de una barra, no tuve dónde agarrarme y empecé a caerme.

Pero el tío me sujetó de la mano que sostenía el móvil.

Y por un momento estuvimos en una imagen congelada, como si su inmensa fuerza hubiera detenido el tiempo, y no existió nada más que ese contacto de mi muñeca en su puño, el roce de piel con piel mientras me miraba a los ojos de forma fija e indescifrable. Me sentí delicado y a la vez bañado en el aura intensa de su masculinidad.

Entonces la puerta se abrió, y sin soltarme el brazo, giró la cabeza para mirar la pantalla, donde tenía abierto el Manhunt en un perfil de un tío con las fotos de su rabo.