Conociéndonos

Tomás tenía por costumbre alimentar a Nerón, su perro bóxer, cada mañana a eso de las siete. Le gustaba iniciar el día con la energía que le entregaba ese afecto sincero. Fiel a ese hábito, cierto día de invierno del año dos mil quince, de aquellos fríos y brumosos que caracterizan el amanecer temuquense, mientras jugaba con el noble animal observó cómo, desde el amplio ventanal de la casa vecina, asomaba la silueta desnuda de una mujer que, al igual que él, debía bordear los cincuenta años de edad. La imagen era difusa, una densa neblina se esparcía por el aire, lo que dotaba a la escena de una estética angelical. Tomás intentó apartar sus ojos de aquel espectáculo, queriendo otorgar privacidad a lo que acontecía tras los vidrios, pero no lo consiguió.

Entonces las miradas se cruzaron. Instintivamente ella tendió a cubrirse, pero al penetrar en los ojos de Tomás no percibió el morbo de un voyerista, por lo que permaneció inmóvil, analizando a aquel hombre de varonil aspecto. El encuentro había sido casual y hermoso. Mágico. No hubo espacio para el ego o los prejuicios. Tras un par de minutos la mujer dio media vuelta y se perdió en una de las dependencias de la casa. Tomás quedó paralizado, cual estatua; pudo posarse una paloma sobre su cabeza y no lo habría notado. Nerón reclamaba su atención, sin encontrar respuesta, hasta que, rendido, se limitó a mover la cabeza y levantar las orejas con genuino desconcierto.

–¡Tomás!, ¡qué pasa allá afuera! ¡Vas a llegar atrasado al trabajo! –fueron los secos gritos que interrumpieron el aturdimiento del hombre.

–¡Todo bien, mi amor! –le respondió Tomás a su esposa.

Una vez dentro, Tomás contempló a Julia, su mujer, en una suerte de iluso ejercicio comparativo, sin sentir la conmoción que había experimentado recientemente.

–Me demoré porque me entretuve jugando con Nerón.

–Jugando con Nerón, qué mal Tomás. ¿Nerón te va a contratar si te despiden del trabajo? –le replicó Julia.

Tomás agachó la cabeza, se desnudó y ofreció su cuerpo al calor del agua tibia que caía en la ducha. Llevaba treinta años de duro entrenamiento para lograr soportar los ácidos comentarios de su esposa y, ahora, cuando la última de sus tres hijas daba sus primeros pasos en el mundo de la independencia, el eco del hogar vacío duplicaba el sonido de las quejas y el mal humor de su compañera. La abundancia de ropa, el exceso de viajes y el confort domiciliario no lograban suavizar el carácter dominante y agresivo de su mujer, quien además rehuía el contacto amoroso, argumentando que el romanticismo era cosa del pasado.

Aquella tarde Tomás estuvo algo más que distraído en la oficina. Sus motivaciones vitales guardaban casi estricta relación con el bienestar de sus hijas, pero como ellas ya labraban su propio camino, Nerón era no solo el foco de su atención, sino quien le daba el cariño que su mujer no estaba dispuesta a proporcionarle. Por eso aquel encuentro matutino, aunque breve y accidental, le devolvió buena parte de su energía emocional y alimentó su inquietud.

Al día siguiente, Tomás se levantó diez minutos más temprano de lo habitual. Quería aprovechar el tiempo extra y respetar los espacios de intimidad que había construido con Nerón. Además, guardaba la inconfesable expectativa de presenciar una nueva aparición de su vecina. Así ocurrió. Tras varios minutos de tanto ir y volver con un palo en el hocico, el animal cayó exhausto, entonces Tomás pensó que ya era tiempo de poner atención a la casa de al lado.

La mujer estaba ahí, observándolo, desnuda, en cuclillas frente a la ventana.

Sus miradas se conectaron nuevamente, pero esta vez con más intensidad. Parecían comunicarse a través de una fuerza extrasensorial, mediante la cual ambos transmitían con pasión y sin velos la belleza de sus historias, sus aciertos y desaciertos, sus triunfos y derrotas. Intercambiaban besos y caricias en una frecuencia única e imperceptible. Repentinamente ella se puso de pie, dejando a la vista su cuerpo, mientras apoyaba las manos en el vidrio, como queriendo entrar en una dimensión donde el contacto se hiciera más profundo. Tomás recibió el mensaje y contestó quitándose la parte superior de su pijama, arriesgándose a contraer un buen resfriado. La sonrisa de aquella enigmática mujer se acentuó, y con ello se dibujaron pequeños hoyuelos en sus mejillas. Un brillo de felicidad asomó en sus ojos. De pronto, algo pareció llamar su atención al interior de la casa y se retiró, pero no sin antes regalarle una última y sincera mirada.

Así transcurrieron los meses, seis, para ser más exactos. Se encontraban siempre a la misma hora, exhibiendo su piel ante el otro como una forma simbólica de transparentar su alma y mostrar, sin tapujos, lo que eran en realidad, en un universo que no abusaba de lo erótico. Cierto día, Tomás quiso dar un paso adelante en aquella peculiar, silenciosa y clandestina relación: se quitaría toda la ropa, igual que ella. Fue así como, en pleno baile de fantasías y franquezas, se desprendió de su atuendo matutino, sin advertir que Julia había salido a fumar un cigarrillo en el patio. Cuando su esposa lo vio, lanzó un grito de espanto.

–¡Tomás! ¿Qué estás haciendo?

Los pelos de Tomás se erizaron como si la temperatura hubiese descendido bruscamente. Pensó que había sido sorprendido en su realidad paralela, lo que le provocó, más que temor, una incómoda sensación de vergüenza. Como no tenía muchas opciones para justificar una conducta que, a todas luces, era inédita y sorpresiva, optó por utilizar el recurso de la molestia.

–¡Nada, qué me va a pasar! ¡Estoy meando!

–¿Cómo es eso? ¿Desde cuándo te pones a mear en el patio? ¿Te volviste loco o estás con Alzheimer? ¡Qué ordinario! –exclamó con furia Julia.

–Voy a cumplir cincuenta años y tengo todo el derecho a mear en mi patio. ¿Algún problema con eso?

La esposa de Tomás se retiró molesta. Él permaneció afuera, esperando una despedida que nunca llegó.

Luego de aquel incidente, los encuentros se suspendieron por más de quince días. No fue por falta de interés, pues todas las mañanas Tomás, tomando ciertos recaudos, llegaba puntualmente a la cita. Era ella quien había optado por desaparecer, quizá pensando en no perturbar la vida de su amante imaginario. Tomás la bautizó como Consuelo, porque representó, no solo un alivio, sino un estímulo para su aletargado corazón.

Cierto día viernes, cuando, religiosamente, Tomás y Julia realizaban el ritual de las compras semanales del supermercado, inesperadamente se toparon con Consuelo y su marido. Los furtivos amantes quedaron, por primera vez, frente a frente, sin vidrios de por medio, a un metro de distancia. Ambos se sonrojaron, situación que sus acompañantes advirtieron al instante. Movido por la fuerza de los acontecimientos, Tomás optó, con forzada naturalidad, por dirigirle un simple “hola” que Consuelo contestó de igual manera, pero con varios decibeles más bajos y ocultando su rostro de las miradas inquisidoras de Julia y de su propio esposo. Rompiendo sus hábitos, Tomás y Consuelo retomaron sus clandestinas posiciones en la noche de ese mismo día. Aquella vez no se desnudaron. Simplemente analizaron lo ocurrido, expresaron lo mucho que se habían extrañado y se prometieron continuar el interrumpido ritmo de sus encuentros. Todo ello sin hablarse, simplemente apelando a potentes señales, ondas y mensajes invisibles.

De regreso al lecho matrimonial, Tomás fijó la mirada en Julia. La contempló largamente, como intentando redescubrir alguna luz en aquel ser del que algún lejano día se sintió tan atraído y enamorado. La miró apelando a su memoria emotiva, fijando en su mente el recuerdo de felices batallas, navidades y nacimientos, pero nada de eso pudo traer de vuelta la armonía y paz del amor profundo y comprometido que herido por años de humillaciones y desdén lo habían hecho alejarse.

–¿Qué te pasa, Tomás? ¿Por qué me miras tanto?

–Nada, Julia, solo te observo. Eres linda y mereces que te contemple. Es solo eso.

–Qué raro eres. Mejor duerme, mañana tienes trabajo.

En ese mismo momento Tomás terminó de asumir la ruptura definitiva y el fin de largos años de matrimonio. No fue a causa de Consuelo, quien había sido acaso solo un síntoma de la compleja cadena de desaciertos que lo distanciaron de su mujer. El quiebre se venía fraguando desde hacía varios años y el final parecía haber llegado en el momento preciso, pues aún tenía tiempo de retomar el control sobre aquel último tramo de su vida y darle forma con los énfasis que siempre quiso acentuar.

La separación fue muy rápida y exenta de drama. Julia se quedó con la casa y Tomás tomó posesión de un departamento ubicado en el mismo sector. Las hijas, todas mayores y sabedoras de la realidad familiar, aceptaron la decisión sin reclamos ni reproches. Cada una, conforme la afinidad de sus caracteres, construyó un nuevo estilo de relación con sus padres, bajo el convencimiento de que ambos les habían regalado lo mejor de su amor, protección y guía.

Quizá lo más complejo para Tomás fue adiestrar a Nerón para que no regase el departamento con el producto de su digestión. El noble animal, comprendiendo la coyuntura de su amigo, todos los días le tendía una mano y esperaba, estoico, la llegada de su amo, quien solía invitarlo a recorrer el parque aledaño por las tardes.

Una vez habituado a su nueva realidad, Tomás concurrió al supermercado para abastecerse con frutas y verduras. Mientras seleccionaba unos duraznos, alzó la vista y se enfrentó cara a cara con una mujer que tomaba manzanas y peras. Era Consuelo. Aquella intempestiva situación los hizo palidecer y luego ruborizarse al mismo tiempo. A Consuelo se le cayó una manzana, que Tomás recogió lentamente. Permanecieron frente a frente por largos minutos. Todo el peso de su romance escondido e idílico viajó, repentinamente, al presente. Tomás repasó aquellas estimulantes y alegres jornadas, plagadas de códigos románticos de esperanza y armonía, de anónima e irreverente culpabilidad. Momentos en que el exclusivo testigo y fiel confidente había sido el mofletudo Nerón. Y así, entre aquel enjambre de miradas intensas y penetrantes, afianzaron la conjunción de sus vidas maduras.

Tras regalarse una sonrisa, ambos continuaron su camino hasta perderse en la gran masa de compradores. Ese frío e impersonal lugar desde ahora sería el punto de encuentro de dos almas coincidentes en la forma de conducir sus vidas. Así, aun sin nombres ni diálogos de por medio, la exquisita fragancia que emanaba de Consuelo consolidaba un renovado índice de cercanías, anulando sus fronteras.