Dedicatoria

A quienes aprendí a conocer y amar aún más escribiendo esto: mis padres.

A Leonor, porque es mi vida.

A Nora, compañera por quince años que me conoció perdido en el mundo. Agradezco retrasar tanto, tanto, tanto el final de este trabajo hasta hacerlo madurar (era su secreto objetivo, espero).

A Rodrigo, porque el silencio de ambos es sincero y nuestras palabras suficientes para querernos.

A Belén, por su infinita bondad.

A Carlos, por atarme a la música hasta el final de mis días.

A Nano, un amigo que tanto ama el fútbol que llegó hasta el insano límite de transformarse en árbitro.

A Emiliano Aguayo y a Claudio Medrano, por su apoyo inigualable en la presentación de Un año pelotudo.

A Alexis Devenín, por adelantarme en el fascinante mundo de la macroeconomía.

A Luciano Wernicke, por valorar mi trabajo sin conocerme, solo leyéndome. También por aportarme la atmosfera histórica sobre la Guerra de las Malvinas.

A Ceibo, por su completo apañe en el difícil proyecto anterior.

A Editorial Forja, por la eterna confianza.

A los funcionarios de la Biblioteca Nacional de Chile que fueron criteriosos y amables en las eternas jornadas de revisión, a los otros no.

A los pocos amigos y a los incontables cercanos.

A mis colegas, obreros de la educación.

A los futboleros que entienden al ocio como un verdadero derecho humano.

A los lectores en general, que difunden y alimentan la autoestima de quien escribe.

Una aclaración previa a la crítica:

El lenguaje utilizado corresponde al contexto temporal e histórico en que se sitúa el escrito, con términos y significados jerárquicos, sexistas y de humor burdo. En ningún caso existe intención de reverenciar lo anterior.

INTRODUCCIÓN

Se enciende un televisor el 11 de septiembre de 1980.

Desde la negritud de la pantalla emerge la imagen del Canal 7, Televisión Nacional de Chile, y el mensaje impostado de la periodista Carmen Puelma: “Como desde hace algún tiempo que no hemos sufragado, pienso que es interesante para ustedes recordar en detalle cómo, cuál será la forma, el procedimiento con que haremos uso de nuestro legítimo derecho a decidir lo que será Chile mañana”.

La señal televisiva se corta por microsegundos y aparece un señor de gafas, de tono y postura catedrática. Buena dicción la del caballero para asesorar a los participantes del Plebiscito. “Usted lo primero que tiene que hacer el día de hoy es tomar su carné de identidad, aunque esté vencido, aunque esté viejo, y concurrir a cualquier local que usted estime conveniente. Ya en el interior, usted recorra y mire cuál de todas las mesas de votación está más desocupada. Saque su carné de identidad, que lo ha tenido muy bien guardado, y se lo presenta al presidente de la mesa. Si no sabe cuál es el presidente, pregunte. Apenas usted haya firmado le entregarán su cédula (papeleta para votar)”.

Ahora, el caballero se pone más serio y va más al grano: “Frente al ‘Sí’ hay una estrella. Frente al ‘No’ hay un círculo. Para usted marcar su preferencia debe usted marcar una raya vertical sobre la raya que está al lado del ‘Sí’ o del ‘No’. No olvide que, si usted no marca ni el ‘Sí’, ni el ‘No’, está votando ‘en blanco’. Y el voto ‘en blanco’ se computa por el ‘Sí’”.

Comprendiendo las esquemáticas instrucciones dadas por la tele, “Raúl”, un hombre, un tipo cualquiera entre otros seis millones de chilenos, se despoja de su vida cotidiana y laboral para asumir una faceta cubierta de polvo por el desuso: la del ciudadano deliberante.

De súbito, Raúl, solo, encerrado en un cubículo de madera, con un lápiz grafito en la mano derecha y un papel en la izquierda, se aterra. Es el peso de la responsabilidad. El documento que sostiene entre sus manos tiene impresas solo dos palabras. Junto a cada una, una línea horizontal paralela y una figura. Y tal como dijo el señor del canal nacional, estrellita para el “Sí” y círculo para el “No”.

Parece sencillo, solo debe escoger tarjando una de las líneas.

Raúl lo ha pensado, reflexionado, analizado, estudiado. Está entre sus deseos marcar la línea del “No” a la nueva constitución. Aunque no son por las mismas razones que dijo el expresidente Frei Montalva el otro día por la radio.

Han sido siete años en el poder. Piensa Raúl: “Estaría bueno que Pinochet deje que otra gente mande, total, como dice el réclame del Gobierno que dan por la tele, ‘estamos bien, mañana mejor’. En la economía no hay problemas y, en general, salvo por uno que otro extremista, hay armonía y paz”.

No obstante, tales opiniones, Raúl se las guarda para la intimidad de su casa, de su pieza, del baño. ¿Para qué sacarlas de ahí? La publicidad es innecesaria aquí.

De vuelta al cubículo, el lápiz que el hombre con su mano derecha amordaza, circunda la raya del “No”, a punto de ratificar su decisión sellándola con otra línea perpendicular. De pronto, como un rayo, Raúl se pasa un rollo de película: ¿y si hay cámaras escondidas grabándolo? ¡Qué pavor, socio!

A la velocidad de la luz, el ciudadano cambia de opinión y con más seguridad que antes marca la opción “Sí”, bajo la tranquilidad que le da seguir al vulgo y pasar inadvertido. ¿Cargo de conciencia? Nada, es solo un voto… Un voto que se junta con otros 4 204 879, y que al final del día marcan la tendencia del 67 % a favor de la nueva constitución, en contra de la opción contraria que llega solo a 1 893 420 escuálidas preferencias.

Raúl mira la tele de noche y sonríe: “Casi”.

A kilómetros, brindan triunfalmente no solo en La Moneda, sino que también en dependencias del Estado y cuarteles. Hay funcionarios públicos que tanto les ha gustado la democracia, que durante el día pasaron a votar unas tres, cuatro y hasta cinco veces. ¡Eso es amor por la patria!

***

Ahí están. Las empanadas de pino que se repiten en gargantas y mesas, y el vino que acaba de ser desparramado lejos del vaso que lo sostenía. Todo ha sido por la emoción del hincha cuando el sol ya se ha ido. “¡Golazo!”, grita el hombre, aun cuando ni él ni ningún televidente ha podido ver el incidente. La imagen del aparato se quedó con la imagen intrascendente de Manolito Rojas levantándose del suelo, mientras lo interesante pasaba fuera del cuadro. Seguramente el director de televisión es argentino, y le ha salido del alma no mostrar un gol hermoso, de espaldas al arco, de “chilena” en el mismo día de las Fiestas Patrias; un puñal en la retaguardia trasandina que solo una cámara detrás del arco logra apenas testimoniar.

El chileno Sandrino Castec, con una pirueta que derrota al magistral Fillol, marca el empate frente a los actuales campeones del mundo, en su propia casa, en Mendoza, después de ir perdiendo por dos goles a cero. Desde sus respectivos lugares, Pasarella, Tarantini, Luque y el prometedor Diego Armando Maradona se sorprenden por el cambio de un resultado que parecía encementado en su orgullo. Habían olvidado los trasandinos que, si bien no son una potencia mundial, los rojos de camiseta Adidas son los actuales vicecampeones de América.

Si la selección de Santibáñez ha sido capaz de hacer esto a los campeones del mundo, no hay que ponerle techo al futuro, este se ve esplendoroso.

Adiós, Argentina, nos vemos en España 1982.