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clases de machete

Mucho macho

Franz Muller sudaba en un comedor ubicado justo a orillas del río La Pasión. Quería viajar en lancha desde Sayaxché a las ruinas mayas de Aguateca, atravesando una parte del río y luego casi la extensión completa de la laguna Petexbatún. Pero todos los lancheros del pueblo estaban almorzando. Franz debía esperar.

Ya se había tomado dos vasos de cerveza demasiado tibia, quizás diluida con un poco de agua, cuando la misma señorita descalza y morena le colocó enfrente otro vaso de cerveza y un platillo con lo que parecían ser bolitas de carne. Franz le sonrió, recordando que sus amigos austriacos le habían advertido que nunca comiera la carne, que tuviese cuidado con el dengue y la malaria, que el calor de Petén era como estar permanentemente de pie ante las brasas de una caldera. Desabotonó su camisa y, limpiándose la frente con un pañuelo empapado, se imaginó pudorosamente su rostro de langosta hervida.

En la mesa más esquinada, un anciano había terminado ya con su almuerzo de mojarras sudadas y arroz hervido y daba sorbitos continuos a un pote de café. Tenía la piel curtida, la mirada opaca y ausente. Había colocado su machete envainado a la par de la silla. En otra mesa, tres jóvenes con sombreros de palma estaban compartiendo un litro de cerveza Cabro. Susurraban, como con pena. Franz creyó entenderles discutir algo sobre el ganado o quizás sobre el narcotráfico que de allí se dirigía por el río La Pasión hacia la frontera mexicana, pero su español era aún muy rudimentario y no habría podido asegurarlo. Tomó un trago de cerveza. Volvió la mirada hacia fuera, a través de la ventana de cedazo, y se sintió encandilado por el brillo del sol en las aguas sosegadas del río. No soplaba brisa alguna.

—Oiga, señor, ¿usté no quiere comer algo? —le dijo de pronto la señorita descalza, parada a su lado. A Franz le pareció que jamás había visto pies tan sucios, ni ojos tan negros—. Hay tepezcuintle de hembra, chicharrones, huevitos a la ranchera, tortillas con queso y loroco.

—No, no —sonriéndole mientras levantaba el vaso mitad lleno de cerveza.

—¿Le traigo otra?

—No, no.

Y ella, al ver que entraba al comedor un hombre alto y macizo, rápidamente se escabulló.

El hombre pareció taconear dos veces el suelo de madera con sus botas de cuero azabache, como participando a todos de su llegada, y caminó hacia la última mesa disponible. Uno de los jóvenes lo saludó sin levantarse y el hombre le respondió con un movimiento ligero de barbilla. Colocó sobre la mesa su sombrero de mimbre y un largo revólver negro y, aun antes de haberse sentado, la señorita ya le traía una bandeja con un blanco a la plancha, un octavito de ron Quetzalteca y un vaso pequeño. En silencio, el hombre empezó a salpicar jugo de limón sobre todo el pescado.

Observándolo con modestia, Franz se preguntó dónde comerían todas las mujeres de Sayaxché. A pesar del bochorno, encendió un cigarrillo. Tomó su mochila color púrpura del suelo y sacó un gastado mapa del territorio guatemalteco. Mientras se terminaba su cerveza, verificó una vez más la ubicación de las ruinas, como si estas se hubiesen podido desplazar mágicamente en las últimas horas. Dobló el mapa y lo dejó sobre la mesa. Luego, con cautela, cogió su cámara del interior de la mochila: una vieja Contax con lente Zeiss que había sido de su abuelo materno, ingeniero ferroviario de Salzburgo que, hasta su muerte, mantuvo impecables todas sus insignias del Tercer Reich. El humo subiéndole por el rostro sudado, Franz insertó en la cámara un nuevo rollo de película en blanco y negro.

Pensó en tomarle una foto al anciano, a los tres jóvenes discutiendo, al hombre de las botas azabache que, con dedos mofletudos y grasientos, espulgaba las espinas del blanco. Volvió la cámara hacia fuera, pero el cedazo lo oscurecía todo.

Franz se puso de pie. Machacó su cigarrillo en el cenicero. Limpiándose la frente con el mismo pañuelo humedecido, se colgó la mochila de un hombro. Llegó la señorita a cobrarle los tres vasos de cerveza. Franz le entregó unos cuantos billetes y, al tiempo que la veía contarlos —adormecida, ausente—, aprovechó para tomar una foto rápida de sus pies sucios. Ambos sonrieron.

Cámara en mano y con la camisa aún medio abierta, Franz avanzó por la ladera arenosa del río. Era época seca. Tomó una foto del niño que quiso venderle pulseritas de plata y anillos de jade falso. Tomó una foto del tipo que pescaba con una larga caña de bambú. Tomó una foto de los muchachos descamisados que subían sacos de frijol a una larguísima lancha de madera roja y amarilla y cubierta con techo de guano. Tomó una foto de la señora muy gorda que pasó sosteniendo una gallina viva en cada mano. Tomó una foto de otra señora que, en tacones altos y traje típico, llevaba puesta una playera de colores neón con el dibujo sombreado del rostro de Jerry García, en greñas y feliz. Se colgó la cámara del cuello y encendió un cigarrillo, pensando en el imperialismo accidental de la música psicodélica.

Justo a un costado del río se detuvo un hombre bigotudo, moreno y chaparro, acompañado por una niña de tal vez seis o siete años. Padre e hija, supuso Franz. Él iba en pantalones de lona y sombrero de palma seca y botas de cuero y tenía una gran pistola visiblemente enfundada en el costado del pantalón. Ella, con moñitas celestes estrelladas por toda la cabellera negra, llevaba puesto un floreado vestido blanco. Como si viniera de hacer su primera comunión, pensó Franz. La niña se adelantó unos pasos, dejando al hombre de perfil, con la mitad de la pistola saliéndole del pantalón, perfectamente enmarcado frente al brutal paisaje petenero. Franz tomó la foto.

—¡Bueno, gringo, qué hacés!

Franz tardó algunos instantes en comprender que, en este caso, el gringo era él.

—¡Qué mierdas hacés! —volvió a gritar el hombre, la frente fruncida, caminando despacio hacia Franz.

—Una foto —logró balbucear, alzando la vieja cámara que ya temblaba un poco en sus manos.

La niña había corrido de vuelta hacia el hombre y, con un frágil bracito color aceituna, estaba abrazándole fuerte la pierna derecha.

—Solo una foto —volvió a decir Franz.

—¿Y para qué querés mi foto, gringo de mierda?

Franz midió bien sus palabras:

—Me gusta su pistola.

—¿Esta? —sacándosela.

—Sí.

El hombre sostenía la pistola en el aire, su índice siempre sobre el gatillo, y la contemplaba como por primera vez.

—Mucho macho.

—Oíste, hija. Dice el gringo que mucho macho.

—Mucho macho —repitió Franz.

La niña soltó una risita.

—¿Puedo? —preguntó Franz mostrándole la cámara.

—Qué, otra foto.

Franz se hizo dos pasos hacia atrás y, acuclillándose, levantó la cámara hacia su rostro enrojecido. A través del lente, notó que la niña, aún aferrada con ímpetu a la pierna derecha de su padre, sonreía emocionada. Luego, enfocando mejor la imagen, observó al hombre que también sonreía emocionado, algunos dientes de oro resplandeciendo en el sol salvaje del mediodía, mientras acariciaba la cabeza de la niña con una mano y, con la otra, le apuntaba a él la inmensa pistola negra. Encañonándolo. De pronto, con un sordo jalón del martillo, el hombre dejó de sonreír. Franz percibió una gota de sudor que se deslizaba lánguidamente por su espalda.

Sacerdote

El libanés Salim Mussa llevaba más de medio siglo vendiendo telas en el Portal del Comercio, frente a la plaza central. Hacía ya años que los demás textileros árabes habían sacado sus tiendas de esa derruida zona de la ciudad, en busca de nuevas y lujosas áreas comerciales. Pero Mussa gritaba que El Paje lo había abierto con su Alexandra al recién llegar de Beirut, y que ella trabajó y sudó allí hasta el día de su muerte. Gritaba que El Paje había sido en su época la tienda de telas más importante del país, la preferida de cuatro presidentes (Árbenz salía del Palacio Nacional, cruzaba la plaza central y llegaba a escoger sus telas en persona), la preferida de Fidel Castro y del Che Guevara, que en los cincuentas, exilados en Guatemala, pasaban casi todas las tardes a platicarle mientras él les preparaba un café turco con semillitas de cardamomo. Gritaba Mussa que no le importaba que la tienda se hubiese ido reduciendo en tamaño: a la mitad en el año ochenta, otra vez a la mitad en el año noventa y uno, y otra vez a la mitad el año anterior. Que no le importaba tener ahora como vecinos a joyeros falsos y cambistas de dólares y hasta a una olvidada numismática. Y que tampoco le importaba haber sido asaltado en múltiples ocasiones, tantas ocasiones que ya ninguna agencia aseguradora aceptaba venderle una póliza contra robo. Estas cosas solía gritarle Salim Mussa a cualquiera que las escuchase, con los puños en el aire y las canas electrizadas y la mirada blanca de un hombre que sigue esperando algo que ya jamás llegará.

—A cuánto la yarda de tafetán, don Salim.

Juana era la única de sus empleadas que había estado con él desde el inicio. Era chaparra y seria. De pocas palabras. Ya medio ciega. A causa de sus várices tenía que trabajar sentada en un banquito.

—Veinte.

—Dice que a veinte la yarda, joven —le dijo Juana al cliente que continuaba inspeccionando un retazo con los dedos.

Mussa la observó desde su viejo escritorio en la entrada del local, un cigarrillo sin encender entre los labios, el gran libro de cifras azules abierto ante él.

—Es de importación —dijo ella—, nos acaba de entrar.

Mussa bajó la mirada. Ese tafetán llevaba acumulando polvo desde hacía dos años.

—¿No estaba reservado este rollo, don Salim?

—Deme tres yardas —dijo rápido el cliente.

Juana se rascó la cabeza.

—Creo que estaba reservado este rollo. Fíjese, joven. Las diez yardas enteritas.

Mussa cruzó los brazos y recordó a Juana durante el entierro de su esposa. Había llegado vestida en su mismo uniforme gris y gabacha azul marino, como si ese fuera el luto correcto para una empleada de toda la vida. Su rostro jamás expresó nada. Ninguna emoción. Ninguna tristeza. Pero a la salida del cementerio, entre tantas otras personas, Juana se le había acercado al viejo libanés y le había colocado una mano en el antebrazo, brevemente, sin verlo y sin decir palabra alguna. Nunca antes lo había tocado.

—Pero le puedo mostrar el tafetán nacional, joven.

No había tafetán nacional.

—¿Y si me llevo yo las diez yardas? —balbuceó el cliente.

Juana no dijo nada. Seguía rascándose la cabeza.

—¿Don Salim? —preguntó ella finalmente.

Él ya conocía aquel teatro. Se tomó de un solo trago su primer café turco de la mañana. Subió los hombros y ofreció su aprobación espantando una mosca invisible con la mano.

—Aracely, empáquele esto al joven —le dijo Juana a otra de las empleadas, contando y guardando los billetes sin dejar su banquito.

Mussa gritó que alguien le llevara otro café turco. Levantó la vista hacia la plaza central y masticó con los labios su cigarrillo sin encender. Afuera estaba gris, pastoso. A través del vidrio pintado de la vitrina, se quedó viendo a un anciano de barba blanca parado descalzo sobre una pesa de suelo, un gran letrero colgándole de la nuca: por un peso controle su peso y viva una vida mejor. A su lado un muchacho estaba vendiendo todo tipo de machetes. Más allá había un niño muy flaco sentado sobre la banqueta de la plaza central. No tenía camisa. Un cachorro negro dormía entre sus piernas. Cada vez que alguien le pasaba enfrente, el niño levantaba al cachorro y gritaba algo, acaso el precio, y luego lo volvía a poner sobre sus piernas y le daba un beso en la nuca y seguía acariciándole las orejitas con demasiada fuerza.

—¿Hay gabardina negra?

El viejo libanés sintió de pronto que le ardía el pecho. Se le apretó la garganta. Se le nubló la vista.

Lanzó al suelo su cigarrillo intacto y lo machucó mientras se frotaba las lágrimas con la palma de una mano. Se puso de pie. Tuvo que esquivar a la muchacha compradora.

—Oiga, señor, ¿hay gabardina negra?

Somató con ímpetu la puerta del baño. Jaló la cadenita que colgaba del techo y la bombilla ya casi no alumbró nada de ambarino. Olía mal. Siempre olía mal. Mussa se inclinó sobre el lavamanos y agarró ambos costados de la cerámica fría. Respiró hondo. Encendió el grifo y se pasó agua por el rostro y el cuello. Le temblaba el pulso. Subió la mirada. En el espejo mugriento su rostro le pareció mucho más viejo. Se dio asco a sí mismo. Se maldijo a sí mismo. No entendía por qué había llorado. Por qué seguía llorando. Estaba solo. Se sentía solo. Seguía aferrándose a algo, a cualquier cosa, a una tienda que ya suplicaba morir, que ya necesitaba morir. Extrañaba a su Alexandra. La fuerte respiración nocturna de su Alexandra. El dulce aroma a tomillo y aceite de oliva que siempre emanaban las manos de su Alexandra. Los juegos de shesh besh con su Alexandra. Si solo sus amigos libaneses no estuvieran ya todos muertos. Si solo tuviese un hijo, un hijo varón, si solo su Alexandra le hubiese podido dar un hijo varón, para que la tienda continuara, para que el apellido continuara, para que no se sintiera tan solo en las noches. Le escupió a su rostro en el espejo. Al instante lo limpió con un trocito rosado de papel higiénico.

Sentado ante su escritorio, Mussa terminó de almorzar el medio pollo rostizado y el arroz con maíz y arbejas y el pan francés que, como todos los días, le habían llevado de la cafetería sin nombre en medio del pasaje Savoy. Se echó hacia atrás en su antigua silla de cuero negro. Encendió un cigarrillo y tosió hasta que el humo se fue acomodando en sus pulmones.