La canción pop

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

La canción pop

 

Raúl Portero

 

 

 

 

Primera edición: junio de 2017

 

LA CANCIÓN POP © Raúl Portero

 

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

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isbn: 978-84-946824-3-8

 

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

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Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

 

 

 

Piensa en las canciones que has querido cantar, las ciudades donde has querido vivir, los idiomas que pudiste aprender. En los conciertos a los que no pudiste ir y a los que fuiste a darlo todo. En las noches que no se acababan, en las veces que pensabas que no podías parar de reír o cuando no lograste dejar de llorar. Piensa en todas las veces que escuchaste a tus amigos hablar de lo que querían ser de mayor, en las veces que creíste que estabas enamorado y en esas otras en que tu corazón estuvo tan roto que apenas conseguías mantener el equilibrio al andar. Piensa si la frase «En el fondo todo lo que quiero es verte amanecer» tiene algún significado para ti, si te has sentido traicionado, si puedes mirarte en un espejo y ver que tu rostro permanece intacto. Piensa cuántas veces le quitaste a tu madre mil pesetas del monedero, en los primeros viajes en moto, en la gente que se mira reflejada en los escaparates al pasar por delante, en aquellos que en el tren, de buena mañana, ponen cara de bienestar al ver el sol al otro lado de la ventana, en las veces que has intentado adivinar el color de los ojos que se esconden detrás de unas gafas oscuras. El mundo que conoces será completamente distinto para cuando tengas hijos. Piensa que sí, que la muerte es algo que irremediablemente vamos a vivir en primera persona. Piensa en los libros que has prestado y has perdido, en las horas que has pasado escudriñando bibliotecas, en lo mucho que te gustaba caminar bajo la lluvia. Piensa si crees que has hecho todo lo posible por ser un buen hijo, en las veces que has dicho en voz alta que tus padres no han estado a la altura, que tu piel se quedaba inflamada cuando te tatuabas y olía a tinta durante días, en las veces que has hecho cosas sin sentido o en las que te has preguntado si valía la pena hacer algo con lo que no estabas de acuerdo. Piensa en qué momento empezaste a sentirte diferente a los demás, cuándo te sobrevino la sospecha de que te habías convertido en una persona que no querías ser. Piensa en la angustia de saber que no vas a tener un trabajo para toda la vida, que vas a ganar cada vez menos dinero, que tu salud te hará cada vez más vulnerable, que esto era algo que no tenías previsto, que cuando alguien te dijo que te quería lo estaba diciendo en serio y que cuando nadabas todo era más sencillo porque tenías un objetivo claro (seguir hacia delante). Piensa en los peluches que tenías de pequeño y que las carcajadas de los niños te entristecen porque no soportas mirarles y saber que su inocencia no durará para siempre. Piensa que la expresión neutra de tu cara es la de alguien a quien le está pasando de todo. Recuerda los recitales de poesía que organizabais en el instituto, que querías dirigir películas, que la tartamudez apenas te permitía hablar con desconocidos, que tu risa es tan contagiosa que es imposible no adorarla, recuerda que en verano María y tú os dedicabais a beber después del trabajo e ir al cine a ver la peor película que hubiera en cartelera. Piensa que el último tren nocturno siempre te pareció el que más promesas cargaba.

 

Londres

 

 

 

—Simón, tienes que venir a España.

No era la primera vez que se lo pedía; María lo hacía a menudo. Simón iba muy poco a Barcelona desde que no vivía allí, desde luego menos de lo que querían los demás. «Solo un verano más y vuelvo de una vez por todas», se decía cuando se sumergía en la melancolía por estar fuera de casa y lejos de sus amigos. Y continuaba pensando que Londres ya no podía ofrecerle más pero, sin embargo, ahí seguía. En una ciudad que no le gustaba en absoluto pero que empezaba a sentir como suya.

En el bar se habían marchado ya los clientes y Simón había entrado en el almacén a fumarse un cigarrillo y a cargar unas cajas de cerveza. Cuando vio las tres llamadas perdidas de María decidió responder enseguida, con la intuición de que algo grave pasaba. De lo contrario ella no habría insistido tanto, hablaban prácticamente cada día y se mensajeaban a cada rato.

—Quiero decir ahora mismo —insistió María—. Tienes que venir ahora.

—Sabes de sobra que no puedo —dijo Simón, pacientemente—. Tengo el dinero justo para los vuelos de Navidad, y nada más.

—Carlos se ha muerto.

Si ella hubiera estado delante, habría comprobado que los labios de Simón dibujaban una sonrisa de incredulidad que no tardaría en borrarse, dando paso a una expresión estupefacta que lo llenaba todo. El silencio solo torció más las cosas.

—Se ha tirado por un puente —añadió María al ver que Simón no reaccionaba.

Él pudo imaginarse la caída sin hacer grandes esfuerzos: un hombre se agarra a la barandilla y salta como quien pretende colarse en el metro, salvo que en la otra parte no hay andén sino el vacío. El cuerpo se desploma y la cabeza revienta al tocar el suelo. Sangre y vísceras se esparcen en quince metros a la redonda, como si dentro del hombre hubiera estallado una bomba.

Carlos.

De pronto a Simón le fue imposible acordarse de él de otro modo que no fuera viéndolo reír, de esa forma tan escandalosa que tenía de hacerlo y que a menudo avergonzaba a los demás. Carlos, claro que sí, siempre dispuesto a trasnochar y, a pesar de todo, tan hondo en su tristeza.

En cierta manera, Simón siempre supo que acabaría así.

—¿Cuándo? —preguntó. La voz le temblaba.

—Esta misma tarde. Me ha llamado su hermano hace un rato.

—¿Cómo está?

—¿Javier? Bastante entero.

Teniendo en cuenta que Carlos acababa de matarse al lanzarse por un puente, Simón no pudo evitar reírse. «Entero», había dicho María.

La ironía nunca había sido su fuerte. El cinismo, mucho menos, pero aquella había terminado siendo una respuesta brillante. Simón notó que al otro lado del teléfono María se irritaba por su falta de tacto porque la escuchó mascullar algo que no consiguió entender. María, claro que sí, la pasiva-agresiva.

En cierta manera, Simón supo que nunca dejaría de comportarse así.

—¿Has ido al tanatorio? —le preguntó.

—No, ya iré mañana —respondió María. Simón oyó como se encendía un cigarrillo—. Hoy no estoy preparada.

—No sé, la verdad —balbuceó Simón—. No sé si podré ir.

—Simón, haces mogollón de horas extras. Te deben días de vacaciones, tú mismo me lo has dicho. Y por el dinero no te preocupes, si hace falta te lo presto. Pero es necesario que estés aquí para el entierro, al menos para el entierro sí que deberías venir.

Simón sabía que tenía razón. Probablemente no sería capaz de mirarse a la cara en unos años si se quedaba en Londres en una situación así, pero en aquel momento hubiera deseado poder esgrimir cualquier argucia para evitar tomar decisiones.

 

Cuando salió del trabajo, a las once de la noche, llovía. Típico. La lluvia no mojaba a simple vista pero empapaba las calles y embravecía la superficie del río. Simón vivía muy lejos del Támesis y solo lo veía a través de las ventanas de un autobús que nunca cogían los turistas para moverse por la ciudad porque enseguida abandonaba los monumentos y las calles limpias del centro. Se bajó en Liverpool Street. Entonces había cesado de llover pero las aceras aún resbalaban. Echó a caminar y dejó atrás la City en un par de minutos; se adentró en Shoreditch pasando por debajo del puente, contraído para mantener el calor en el cuerpo y con la vista clavada en el suelo para esquivar los charcos. Allí los agujeros eran tan hondos que uno podía mojarse hasta los tobillos.

Dirk abrió la puerta nada más escuchar el timbre. Era un par de ojos azules y una mata de pelo negro como el tizón, enclaustrados en un hombre de un metro noventa nacido en Alemania treinta y siete años atrás.

No hacía mucho que se conocían, él y Simón, y no se habían dado cuenta del proceso que les había llevado a necesitarse el uno al otro.

Tumbado en la cama, Dirk se liaba un cigarrillo mientras Simón volcaba dos cucharadas de café en polvo en una taza. Mientras calentaba el agua, le explicó lo que había pasado y por qué debía ir a España con carácter urgente.

—¿Lo conocías mucho?

Simón se sentó a la mesa, asintiendo. Aún no se había parado a pensar, sencillamente se estaba dejando llevar por los acontecimientos y creyó que su comportamiento resultaba bastante impostado, teatral. Si había ido a ver a Dirk era porque sabía que no le convenía irse a casa, que las paredes se le iban a echar encima. Se encogió de hombros y removió el café en silencio, mirando el apartamento. En España todo el mundo se preguntaría cómo alguien podía vivir en un cuchitril como aquel, pero en todo caso era mejor que la casa que compartía en Forest Gate con siete rumanos.

—Estudiamos juntos la carrera. Después cada uno tomó un camino diferente, pero teníamos muchos amigos en común y seguíamos en contacto sin querer.

Dirk se encendió el cigarrillo y estiró el brazo para ofrecérselo a Simón. Este se levantó, lo cogió y se sentó en la cama, dejando la taza en el suelo.

—¿Necesitas dinero? —le preguntó el alemán.

Simón empezó a toser después de la primera calada y escuchó como Dirk se reía. Le había puesto maría y él no se había dado ni cuenta. El humo le había raspado la tráquea.

—¿Estás bien? ¿Te has mareado?

—Casi me destrozo la garganta. Por la pasta no te preocupes, tengo un poco ahorrado.

Simón le devolvió el porro. Dirk se tumbó de nuevo, con las piernas cruzadas y una mano en la nuca, despreocupado, como si no hubiera nadie más en la habitación. A menudo, apenas se dirigían la palabra: no les hacía falta hablar, estaban bien así. Ambos conocían a mucha gente en la ciudad pero seguramente solo se tenían el uno al otro. A Simón le gustaba haber encontrado en Londres a alguien así.

—Entonces, ¿cuándo te vas?

—Hay un vuelo barato que sale mañana a las once y media de la noche desde Gatwick. Sí que necesitaría unos zapatos y algo de ropa formal para el entierro, no tengo ni una corbata.

Dirk asintió y aplastó el porro contra el cenicero. Después agarró a Simón del brazo y lo atrajo hacia él.

—Ahora miramos qué puedo dejarte —le dijo a Simón, al que tenía tan cerca que hasta podía olerlo.

Le gustaba cómo olía Simón, que siempre usaba la misma fragancia. Sabía que era un presumido aunque lo negase taxativamente; solo uno era capaz de llevar en la mochila el bote de perfume, por si acaso. Se acercó más y lo abrazó. Simón le correspondió, como de costumbre, pero se mostraba ausente, cansado. A Dirk no le resultaba extraño considerando la situación y no le importó. Le soltó y Simón se levantó.

—Vete a Barcelona, tienes cosas importantes que hacer —dijo Dirk—. Pero vuelve, esta ciudad no sería la misma sin ti. Sería una ciudad peor.

 

Barcelona