Carolina Alzate

Soledad Acosta de Samper
y el discurso letrado de género, 1853-1881

JUEGO DE DADOS

Latinoamérica y su Cultura en el XIX

4

De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América”

CONSEJO EDITORIAL

WILLIAM ACREE

Washington University in St. Louis

CHRISTOPHER CONWAY

University of Texas at Arlington

PURA FERNÁNDEZ

Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid

BEATRIZ GONZÁLEZ STEPHAN

Rice University, Houston

FRANCINE MASIELLO

University of California, Berkeley

ALEJANDRO MEJÍAS-LÓPEZ

University of Indiana, Bloomington

GRACIELA MONTALDO

Columbia University, New York

ANDREA PAGNI

Universität Erlangen-Nürnberg

ANA PELUFFO

University of California, Davis

Carolina Alzate

Soledad Acosta de Samper y el discurso letrado de género, 1853-1881

Iberoamericana - Vervuert - 2015

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)

De los textos:

© Carolina Alzate

© Iberoamericana, 2015

Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid

Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97

© Vervuert, 2015

Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main

Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43

info@iberoamericanalibros.com

www.ibero-americana.net

ISBN 978-84-8489-909-9 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-95487-379-1 (Vervuert)

E-ISBN 978-3-95487-846-8

Diseño de cubierta: Marcela López Parada

Imagen cubierta: © lynea - Fotolia.com, Hairstyle

Para Jorge
Para Felipe y Emilio

ÍNDICE

Agradecimientos

Introducción

Soledad Acosta de Samper en la escena política de la escritura

El Diario íntimo o el comienzo de una escritura

La corresponsalía de París: primera incursión en lo público

Las novelas psicológicas, o cómo no morir de amor

Novelas y cuadros de la vida suramericana, 1869

Laura y Constancia, 1870 y 1871

Elisa y Una holandesa en América, dos novelas de 1876

El proyecto didáctico de la revista La Mujer: Doña Jerónima, novela de costumbres (1878)

Doña Jerónima

“Un crimen”. Una voz femenina subalterna en los cuadros de costumbres

Conclusiones

Bibliografía

Otro modo de ser, quería Rosario,

meditando en el umbral.

Otro modo de ser humano y libre,

no sabemos aún cómo y dónde,

porque no, no hay solución, decía,

pensando en Teresa, en Juana,

en Jane y Emily,

en Emma, en Ana.

Montserrat Ordóñez, “Iris”

De piel en piel, 2000, 2014

AGRADECIMIENTOS

Este libro recoge mi investigación de los últimos quince años. Está compuesto por una versión revisada y actualizada de artículos y capítulos aparecidos desde 2004, así como de textos inéditos. Los capítulos aparecieron en libros publicados por Ediciones Uniandes, Iberoamericana Editorial Vervuert, Instituto Caro y Cuervo, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Pontificia Universidad Javeriana, Universidad Nacional de Colombia, Siglo del Hombre Editores, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana-IILI y Editora Aguilar. Los artículos, por su parte, fueron publicados en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (Lima-Hanover, New Hampshire), la Revista de Estudios Sociales (Bogotá, Universidad de los Andes) y la Revista de Lingüística y Literatura (Medellín, Universidad de Antioquia). Este trabajo se nutre también de los cursos que he dictado en la Universidad de los Andes (Colombia) a lo largo de estos años: de mis discusiones con los estudiantes y de la lectura cuidadosa de muchos de ellos, así como del intercambio de ideas con colegas de dentro y de fuera de la Universidad que se han reunido en torno de Soledad Acosta y de otras escritoras y escritores del siglo XIX, y cuyos nombres resultarán evidentes a medida que avance el libro. A todos ellos, a las revistas y a las editoriales, mis más sinceros agradecimientos.

Los proyectos de investigación que dan origen a esta publicación fueron desarrollados dentro de la Universidad de los Andes (Colombia) y su Facultad de Artes y Humanidades, mi casa desde 1998: agradezco por ello a la decana Claudia Montilla y a los vicerrectores Carl Langebaek y Silvia Restrepo por su apoyo decidido y constante. Los directores del Departamento de Humanidades y Literatura a lo largo de estos años, Adolfo L. Caicedo, María Luisa Ortega y Hugo H. Ramírez, fueron también propicios a esta labor. Los proyectos fueron financiados por esta Universidad y por Colciencias, el Ministerio de Cultura, el Instituto Distrital de Cultura y Turismo y el DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico). Gracias a ellos por haber participado en el apoyo sostenido al estudio y recuperación de la obra de Soledad Acosta de Samper.

Agradezco también a Iberoamericana Editorial Vervuert y a sus evaluadores por su interés en el libro. También por la lectura atenta y las sugerencia atinadas que lo hicieron moverse en la dirección de su forma final.

A Jorge, mi esposo, y a Felipe y Emilio, mis hijos, les debo el cuidado y el buen humor sin los cuales ninguna empresa es posible. Teresa y José, mis padres, siempre han estado ahí. Gracias a los cinco por su capacidad de asombro y su complicidad.

INTRODUCCIÓN

Este libro es una aproximación a la escritura narrativa de Soledad Acosta de Samper (Bogotá, 1833-1913), específicamente a su obra escrita entre los años 1853 y 1878. La lectura de su obra de ese período permite observar un proceso: durante esos veinticinco años la autora emerge como escritora en su diario íntimo (1853-1855) y comienza su escritura pública como corresponsal de dos periódicos hispanoamericanos (1859-1863), construyendo una voz autorial que le permite presentarse como novelista desde 1867 y finalmente fundar su propio proyecto editorial en 1878 con su periódico La Mujer (1878-1881). El libro aborda este extenso y complejo proceso, y lo caracteriza con respecto a su obra general y a su contexto cultural.

Soledad Acosta escribió sin cesar hasta el año de su muerte. Dentro de esta larga historia de escritura, propongo que su narrativa de ficción aparecida entre 1864 y 1878 se lea como un período temprano dedicado a lo que he llamado relato letrado de género. Se trata de un período muy prolífico en su novelística en el cual predominan las protagonistas de la clase letrada: a través de ellas la autora reflexiona sobre la subjetividad femenina de su clase y problematiza el modelo republicano burgués y romántico que se le propone. El año de 1878, con la fundación de su revista La Mujer, inaugura un nuevo proyecto escritural, como espero mostrar.

El libro que aquí presento recoge mi investigación de los últimos quince años. De tal manera, incorpora una reflexión sostenida y decantada, pero refiere también hallazgos hechos durante mis proyectos de investigación y edición de manuscritos, rescate de publicaciones hemerográficas y reedición de libros aparecidos solo en el siglo XIX. En la reflexión que presento aquí, si bien retomo resultados parciales aparecidos ya en capítulos de libro y artículos de revista, vuelvo a ellos con el objetivo de mirarlos en su conjunto y desde una nueva perspectiva, alimentada por nuevas lecturas de textos conocidos y por estudios de textos abordados en este libro por primera vez.

Cuando conocí a Soledad Acosta a través de Montserrat Ordóñez (1941-2001) y leí los trabajos de otros pioneros como Flor María Rodríguez-Arenas (1991) y Gilberto Gómez Ocampo (1988) —pues dos historiadores se habían ocupado de ella en los años 1930 y 1950 respectivamente: Gustavo Otero Muñoz y Bernardo Caycedo—, esta autora era casi desconocida: en cada artículo que escribíamos parecía que debíamos presentarla como si fuera la primera vez y sus textos podían identificarse y conseguirse solo pasando enormes dificultades. El trabajo hecho desde finales de la década de 1980, en el cual más tarde inscribí el mío propio y al cual se han incorporado numerosos investigadores de varias latitudes, ha logrado dar de nuevo a su nombre la relevancia que tuvo en vida dentro de su contexto cultural. Recuperada inicialmente desde los estudios literarios, y principalmente en lo relacionado con sus primeros años como novelista, en años más recientes su amplia obra periodística, incluida la histórica, la de tema religioso, sus ensayos de género y sus relatos de viaje, se ha hecho ya objeto de estudio. Las conversaciones entre sus estudiosos son cada vez más complejas e informadas, y se va pasando ya de la apología a la discusión más decantada, capaz observar su obra como un elemento más de ese mundo complejo y contradictorio que es el siglo XIX en Hispanoamérica, y en occidente en general.

El contexto académico más reciente de este libro es el de la celebración del año 2013 como Año Soledad Acosta de Samper por parte del Ministerio Colombiano de Cultura, en conmemoración de los cien años de muerte de la autora. Este hecho abrió un nuevo escenario institucional para visibilizar su amplísima producción y permitir que su nombre dejara de ser desconocido fuera del ámbito académico para comenzar a llenarse de significado y permitir su recuperación como parte del patrimonio colombiano y latinoamericano. En el marco del Año se celebró un simposio internacional y multidisciplinar en memoria de Montserrat Ordóñez (cuyos resultados serán recogidos pronto en un libro). En 1988 esta académica, intuyendo que en el siglo XIX colombiano no había solo escritores sino también escritoras, se propuso encontrarlas: así descubrió la obra de Acosta y comenzó a leerla, asombrada de que hasta ese momento no hubiera sabido nada sobre ella. En 1998 diseñó un proyecto de investigación, “Soledad Acosta de Samper y la construcción de una literatura nacional”, cofinanciado por Colciencias (Instituto Colombiano para el desarrollo de la Ciencia y la Tecnología) y la Universidad de los Andes, y creó un grupo de investigación que ha seguido activo después de su prematuro fallecimiento y que hoy es liderado por mí. En 2013 se cumplieron pues, no solo cien años del fallecimiento de Acosta de Samper sino, también, veinticinco años de un trabajo importante dentro de la recuperación y visibilización de la narrativa de esta autora.

Estas no son simples anécdotas. Los datos reseñados permiten observar que la comprensión de la obra de Soledad Acosta parece no haber sido posible sino hasta la década de 1980. En esos años, la teoría crítica en general, y en particular la feminista, hizo posible un nuevo acercamiento a los estudios literarios: permitió volver a abordar los contextos de producción y de recepción de los textos, ahora a partir de herramientas sofisticadas de análisis literario que permitieran estudiar la historia en sentido amplio atendiendo a su vez a la opacidad del lenguaje y a su carácter performativo y político, en sentido fuerte.

En 1867, cuando apareció la novela María de Jorge Isaacs (1837-1895), Soledad Acosta estaba publicando sus primeras novelas por entregas en los periódicos. María recibió una atención crítica que nunca recibieron las novelas de la autora en la época. A esto podría responderse que muy pocas novelas, en general, recibieron atención crítica. Pero el silencio en torno a una escritora tan prolífica no deja de llamar la atención, ni cubre por igual a otras mujeres de su momento, como comentaré más adelante (capítulo 1). En 1867, el mismo año de publicación de María, apareció su novela Dolores, y dos años después apareció su primer libro, Novelas y cuadros de la vida suramericana. Cien años después, se habían publicado más de ciento cincuenta reediciones de María y ninguna del libro de Soledad Acosta: su primera reedición apareció en 2004, ciento treinta y cinco años después de la primera y única edición hasta entonces. Por esto Montserrat Ordóñez tituló “Cien años de escritura oculta” su artículo sobre Soledad Acosta, Elisa Mújica y Marvel Moreno (1995), en el cual incluye otras dos mujeres importantes de diferentes momentos de la literatura colombiana y que carecen de lugar claro en nuestra historiografía literaria, una de ellas contemporánea de García Márquez y la otra de la generación siguiente.

La edición de 2004 de Novelas y cuadros es un signo elocuente dentro de la historia de la recepción de la obra de la autora. Muchas mujeres de América y de Europa estaban escribiendo en la segunda mitad del siglo XIX. Cada país hispanoamericano tiene en ese momento al menos una escritora de la estatura de Soledad Acosta, o similar. Todas saben que otras mujeres están escribiendo en los países vecinos, considerados hermanos, y se leen entre ellas y promueven la lectura de sus obras, según puede leerse en las notas que publican unas sobre otras en los periódicos, o en los enormes catálogos de figuras femeninas que hacen algunas de ellas, incluida Soledad Acosta (La mujer en la sociedad moderna, 1895). Pura Fernández lo ha mostrado en detalle en su artículo de 2011. El movimiento editorial es importante. Pero algo diferente ocurre con la recepción crítica: además de imprevistas (las mujeres no deben escribir novelas), las obras de estas escritoras resultaron extrañas. Sus protagonistas son muchas y variadas, ninguna es la mujer en singular, ninguna de ellas es el ideal femenino republicano. Las mujeres de estas novelas se contradicen, son heterogéneas, y muchas tienen bibliotecas, leen y escriben, y se preguntan sobre el amor, el matrimonio y las condiciones sociales y económicas de las mujeres en la época. Los lectores especializados durante más de un siglo quizá no comprendieron sus proyectos escriturales: no supieron cómo situar a estas escritoras, ni a sus personajes ni sus novelas.

La voz de Soledad Acosta no circuló adecuadamente en su momento: me atrevo a afirmarlo atendiendo no solo a la escasez de escritos de sus contemporáneos sobre ella sino también al silencio que cubrió su obra después de su muerte. En vez de trenzas y delantales —como señaló Nina Scott (1999) al contrastar a sus personajes con la joven María de Isaacs—, Acosta dejaba libros y páginas en los periódicos, no seguía el modelo esperado. La suya es una voz inesperada, imprevista, y su existencia misma es irreverente. Quizá se la quiso ocultar, quizá simplemente pasó desapercibida, o hubo una mezcla de ambas cosas, además de incomprensión.1

Por esta razón la recepción adecuada de esa narrativa tuvo que esperar hasta la década de 1980, como señalé antes. En Colombia, y específicamente sobre Soledad Acosta, Montserrat Ordóñez y Aída Martínez publicaron juntas en 1989 una antología de relatos breves de la autora y que incluía también la novela Dolores; por esos mismos años Flor María Rodríguez-Arenas había comenzado también a estudiarla. Hubo que esperar hasta los años 1980 para tener nuevas herramientas críticas y teóricas que permitieran entender los proyectos narrativos de estas mujeres del siglo XIX. Estas nuevas lecturas permiten ver que la anomalía de sus novelas no es imperfección sino diferencia, obra de escritoras que, por supuesto, se hacían preguntas diferentes a los escritores: no podía ser de otra forma en medio de las circunstancias de analfabetismo y marginación en la cual desarrollaban sus vidas sus congéneres. Los estudios feministas —y el libro Las románticas de Susan Kirpatrick (1989) es un buen ejemplo— hicieron comprensibles estas novelas: la escritura en general, y la de ellas en particular, no puede entenderse dentro de marcos esteticistas, pues son novelas que exigen que se las lea dentro del campo literario en sentido amplio: hay que rastrear a sus lectores, las formas de circulación, la política, la economía, las relaciones sociales que las motivan y permean.2

Con esta publicación, enmarcada en este contexto, espero contribuir al estudio de las escritoras hispanoamericanas del siglo XIX: profundizar en la caracterización de una de sus voces y ampliar el corpus visible de esa narrativa llamando la atención sobre títulos poco conocidos e incluso desconocidos del todo. También abonar el terreno en el cual se desarrolla la valoración de la obra de esta prolífica y multifacética escritora, caracterizando las primeras décadas de su escritura y lo que propongo como su primera y más prolífica etapa narrativa.

El capítulo 1, titulado “Mujer y escritura en el siglo XIX”, busca situar a la autora y su obra en el contexto del discurso de género decimonónico: examina de forma preliminar —dado que el detalle es tema de los capítulos siguientes— la manera como Acosta inserta su escritura pública en un circuito predominantemente masculino y en un momento en el cual el acceso de las mujeres a la palabra escrita estaba muy restringido y regulado; también qué significa la inserción de esa voz en ese espacio tan político del siglo XIX que es la escritura. Los siguientes capítulos emprenden un recorrido cronológico por su escritura. El capítulo 2, “El diario íntimo o el comienzo de una escritura”, estudia el diario escrito por la joven Acosta entre los veinte y los veintidós años: se trata de un diario de amor y de lecturas que narra su vida en la cotidianidad de Bogotá y también durante los ocho meses de la dictadura de 1854. Es el diario de una joven patriota enamorada que comienza un poco a tientas la exploración del campo letrado y termina convertida en escritora. En el capítulo 3, “La corresponsalía desde París”, examino las primeras incursiones de Soledad Acosta en el periodismo y cómo ellas le permiten conformar una autoridad para comenzar a publicar relatos de ficción en 1864 ya de regreso en Bogotá. Sus primeras novelas aparecen por entregas a partir de 1867 y son recogidas en libro en 1869. Por esta razón el capítulo 4, “Las novelas psicológicas, o cómo no morir de amor”, aborda el examen de ese libro (en particular la novela Teresa la limeña) y estudia novelas posteriores que se conservaron solo en periódicos (Laura y Constancia) o que están incluso inéditas (Elisa o los corazones solitarios) pero que pertenecen a un mismo proyecto narrativo: ese en el cual predomina lo que he llamado relato letrado de género. Este corpus puede ubicarse dentro de un subgénero que la autora con frecuencia denomina “novela psicológica” (1867-1876) y que se aborda también en el capítulo. Mi reflexión me lleva a afirmar que Una holandesa en América, “novela psicológica y de costumbres” publicada por primera vez en 1876, cierra el período de reflexión de la autora sobre la subjetividad femenina letrada, dando paso a un proyecto de madurez más abarcador y nacional, y más conservador también (inscrito en el llamado feminismo liberal que caracterizaré en su momento). Ese nuevo proyecto, abordado en el capítulo 5, toma forma, según propongo, en la empresa editorial adelantada por ella en su revista La Mujer y cuyos rasgos, en lo que se relaciona con el relato de género, estudio en su novela Doña Jerónima, aparecida allí en 1878. En esta revista aparecen sus novelas de costumbres y comienza a predominar la novela histórica, género que marcará su producción de ficción hasta el final de sus días. En Doña Jerónima aparecen con mayor protagonismo las mujeres de clases subalternas, hecho que también será examinado y contrastado con personajes de este tipo de su narrativa temprana. Así, el estudio de esta narrativa se cierra con una reflexión sobre la manera en que la autora aborda la subjetividad femenina no letrada y lo que puede derivarse de allí.


1. En “Misión de la escritora en Hispanoamérica”, en su versión de 1895, afirma que “una mujer que escribe para la prensa no es mal mirada en la sociedad; al contrario se la atiende y respeta (cuando no se la envidia y se la hace la guerra bajo cuerda)” (80. Mi énfasis). Ese paréntesis irónico es curioso, y muy seguramente contiene una denuncia de su situación.

2. Los trabajos críticos sobre la autora escritos hasta 2004 quedaron en buena parte recogidos en el libro Soledad Acosta de Samper. Escritura, género y nación en el siglo XIX (Edición de Carolina Alzate y Montserrat Ordóñez. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2005).

SOLEDAD ACOSTA DE SAMPER EN LA ESCENA POLÍTICA DE LA ESCRITURA

La generación a la que pertenece Soledad Acosta (1833-1913) es una generación que trabaja con ahínco en fundar una nación. Los letrados de su momento pertenecen a la primera generación nacida después de la independencia. Muy comprometidos con su país, agudos, estudiosos y conocedores del contexto mundial, se empeñaron en convertir el territorio en una patria, como puede leerse en periódicos de la época (i.e. El Bien Público, Prospecto, nº 1, 1870). Fueron viajeros, periodistas, senadores, presidentes, profesores, directores de colegio, novelistas y poetas, editores, y con frecuencia todo eso a la vez. Como sabemos, no combinaron su trabajo en estos campos por diletantes: todavía no se habían definido las disciplinas como las conocemos y sentían que había además mucho por hacer.

Más que describir el país, esos letrados lo estaban escribiendo, como lo señaló Ángel Rama en La ciudad letrada (1984). Siguiendo con Rama, poder escribir y publicar lo escrito era detentar un poder. Eso lo sabía Soledad Acosta desde muy joven, y sabía también lo precaria que era la educación de las mujeres. La madre de su esposo, José María Samper (1828-1888), perteneciente a la élite criolla, aprendió a escribir cuando tenía alrededor de treinta años: su hijo de doce se iba a estudiar a Bogotá y ella quería poder escribirse con él. Según cuenta Samper en sus memorias, a su madre le habían enseñado a leer pero no a escribir, y podía leer solo letra impresa: quienes la educaron querían que pudiera leer catecismos e historias de santos, pero no leer “billeticos” (cartas de amores) ni escribir (Historia de una alma, 1880. 22). Esta situación no era poco frecuente, y las mujeres que sabían leer y escribir en su mayoría habían recibido una educación muy elemental.

Como señala Olga Lucía Zuluaga, en 1832 se fundó el primer colegio oficial femenino, el Colegio de La Merced, y se fundaron otros cuatro colegios privados. “Se impartió [lo que] por entonces se denominaba enseñanza elemental, adicionándole enseñanzas ‘propias a su sexo’” (178). Las cátedras del Colegio de La Merced eran cinco: “Enseñar a leer, escribir y contar; enseñar la gramática española y francesa; dibujo y labor propia del sexo; principios de moral, religión, urbanidad, economía doméstica; elementos de música instrumental y vocal” (44). Zuluaga señala que en 1821 se había promulgado la Ley 8 sobre creación de escuelas de primeras letras, cuyo artículo 17 afirma que la educación de las niñas es “de mucha importancia para la felicidad pública” (43). El Congreso de Cúcuta (1821) establece a la mujer como buena esposa y madre de familia: “Para la mujer, la familia es la institución moralizadora y en la madre se encuentra la maestra de la moral y buenas costumbres” (Zuluaga 43). Desde 1783 existía el colegio femenino religioso de La Enseñanza, y la fundación de cinco colegios más para niñas en 1832 señala que la educación de las mujeres era relevante en la época. Con todo, según datos del libro Historia de la educación en Bogotá (2002), en 1834 había en la ciudad sesenta escuelas para niños (dos mil seiscientos setenta y cuatro alumnos) y nueve para niñas (trescientas alumnas) (Historia 47): esto arroja la cifra de una niña escolarizada por casi diez niños, con un currículo además muy diferente para cada género. La educación de las futuras madres y esposas republicanas era importante pero restringida; dado que el discurso de la época las describía en infancia eterna, no se las educaba para la ciudadanía: su supuesta racionalidad precaria exigía que estuvieran bajo la tutela de los varones, ellos sí ciudadanos.

Así, definidas como hijas, esposas, madres o hermanas, eternas menores de edad, debían estar bajo la tutela de un varón. La mujer republicana, ese ideal femenino cuidadosamente caracterizado por Elizabeth Garrels (1989) entre otras, es responsable del bienestar de la familia y por esto el rol que se le asigna es muy importante: el hogar debía ser lugar de descanso del ciudadano que regresaba a él después de la lucha pública (el senado, el periódico, la imprenta, la universidad), y en ese hogar debían recibir los hijos su primera educación. Esta es la razón por la cual los letrados escriben prolíficamente sobre el deber ser femenino, hecho al cual también se ha referido Garrels para el caso argentino pero que se observa en todos los países hispanoamericanos en la época. Pero eran los hombres, en general, los que escribían sobre ellas, y con alguna frecuencia para ser leídos solo por hombres (Garrels); ellos escribieron decenas de tratados y de artículos sobre qué cosa debía ser una mujer en la república, qué se esperaba de ellas, cuál debía ser su lugar y su misión. Según se afirma en el libro mencionado sobre la historia de la educación en Bogotá, el proceso de escolarización femenino a lo largo del siglo corrió al margen de las reformas educativas oficiales que cobijaron la escolarización masculina (177): el “corazón del niño” fue objeto de disputa entre el Estado y la Iglesia, no así el de la niña; ambas instituciones “establecen una alianza moral para disputarlo a la imaginación, las pasiones, la ensoñación, etc.” (181). A partir de la década de 1870 la escolarización femenina recibió un nuevo impulso por parte del Estado y se crearon las primeras escuelas normales femeninas en el país (177). Dos décadas después, en 1890, se emprende una escolarización formal de las niñas (181).

Soledad Acosta sabía leer y escribir, pero en sentido fuerte, no a la manera de “leer, escribir y contar”, como rezaba una de las cátedras del Colegio de La Merced. Más aún, quería escribir para el público, quería manifestarse como sujeto pleno, contribuir formalmente a la construcción de la nación y a definir el papel de las mujeres dentro de ella. Ahora bien, si las colombianas del momento tienen una relación tan precaria con la cultura, ¿cómo es posible la escritura de Soledad Acosta? Ella no solo escribió, sino que es uno de los escritores más prolíficos de su momento, entre hombres y mujeres. Escribió veintiuna novelas, cuarenta y ocho cuentos, cuatro obras de teatro, cuarenta y tres estudios sociales y literarios, veintiún tratados de historia, y fundó y dirigió cinco periódicos; hizo además numerosas traducciones. Estas cifras están además incompletas, y son engañosas por la dificultad de la clasificación.1

Como he dicho, el analfabetismo femenino no era escaso en las clases altas (ni qué decir de las demás), en especial en las generaciones inmediatamente anteriores. La autora lo señala así en varios de sus ensayos (i.e. “Misión de la escritora en Hispanoamérica”, 1889). La educación formal y la escritura tampoco se promovían en los tratados sobre mujeres. Las heroínas de las novelas escritas por hombres tampoco escribían: los personajes femeninos del romanticismo, tan importante en esa época, no escriben, y casi no hablan; si lo hacen es a través de las flores, como la hacendosa y humilde María de la novela de Jorge Isaacs, que al morir deja solo unas trenzas envueltas en su delantal azul, flores secas y cartas de Efraín borradas por las lágrimas (Scott 2005). Las heroínas románticas en el mejor de los casos son musas inspiradoras, no escritoras (Kirkpatrick 1989). Son las amadas del poeta y las compañeras del ciudadano: nunca ciudadanas ellas mismas, nunca poetas.

Soledad Acosta no fue la única mujer que escribió en su momento: están también Josefa Acevedo de Gómez, de la generación anterior, y sus contemporáneas, las poetisas Agripina Samper de Ancízar y Silveria Espinoza de Rendón, por nombrar solo dos. Pero nuestra autora sí fue la única que asumió su oficio como una profesión, y fue de lejos la más prolífica. Ella no solo incursionó en literatura sino también en campos todavía más propios de los varones: veinticuatro de sus estudios sociales son sobre las mujeres, y mientras en los periódicos bogotanos se redactaban textos como “Misión de la madre de familia” (El Iris nº 8, 1866) o “Destino de la mujer sobre la tierra” (El Mosaico nº 8, 1859), Soledad Acosta publicaba ensayos con títulos del tipo “Misión de la escritora en Hispanoamérica” (1889) o “Aptitud de la mujer para ejercer todas las profesiones” (1895). La mujer, a secas, o la madre de familia, esos abstractos que permitieron al discurso patriarcal disertar sin matizar y sin situar en contextos, se convierten, por ejemplo, en escritora y en hispanoamericana, y más particularmente en un grupo al que pertenece ella misma y que no es solo de género sexual sino también de acción, y de acción situada. También fundó un periódico titulado La Mujer (1878-1881), en el cual solo admitió mujeres como colaboradoras buscando impulsar y visibilizar la escritura pública de las mujeres colombianas e hispanoamericanas (nº 1, 1878).2 Suzy Bermúdez señala que la educación escolar de las mujeres en la época, limitada en espectro y corta en el tiempo, continuaba en la prensa (157): podríamos, pues, afirmar que Soledad Acosta quiere intervenir en ese circuito y devenir ella misma educadora. Los periódicos son además, como lo advierte Bermúdez, un canal de comunicación para las mujeres de la clase letrada, cuya vida restringida transcurre mayormente entre las paredes de sus casas (160). Acosta pasó también de la literatura al campo de la historia, con tratados muy importantes en su producción que apenas ahora empiezan a estudiarse con cuidado. Todo esto lo hizo dentro de un contexto cultural que les recomendaba a las mujeres el temor del espacio público: no hablar ni dar de qué hablar.

¿Cómo puede la nuera de una mujer que aprendió a escribir a los treinta años convertirse en una escritora de esta envergadura? Sus circunstancias familiares son poco comunes: fue hija única de uno de los grandes sabios colombianos de la época, el general Joaquín Acosta, patriota, historiador y geógrafo —el discípulo de Humboldt en Colombia—, y su madre fue Carolina Kemble, una “dama inglesa” (José María Samper en Historia de una alma, 343) de quien no sabemos mucho más. Nuestra autora cuenta que su padre se empeñó en darle una educación que no era en absoluto la educación común de las niñas de la época. Por su madre, de otro lado, tuvo acceso al mundo sajón y a su lengua, y de esta manera a textos y contextos más propicios a la educación de las mujeres en la autonomía que el medio hispano católico, según afirma la autora en varios de sus ensayos (i.e. “Misión de la escritora en Hispanoamérica”, 79. 1889). Desde muy pequeña, además, viajó con sus padres siguiendo los destinos diplomáticos del general Acosta, que se mezclaban con el trabajo de este en las academias europeas de historia y de geografía. Soledad creció dentro de una gran biblioteca y recibiendo visitas de Humboldt, por ejemplo, cuando vivían en París y eran vecinos de Lamartine (Acosta, Biografía del general Joaquín Acosta. 1901). Vivió en París entre los doce y los diecisiete años, después de pasar varios meses con su abuela materna en Halifax, Nueva Escocia. A los diecisiete años regresó a Bogotá con su familia.

Soledad Acosta le dedicó su vida a la escritura. El texto más temprano que se conserva de ella es su diario íntimo (1853-1855), si bien en él menciona diarios anteriores escritos en París. Son escasos los diarios de mujeres del siglo XIX que han salido a la luz, y podríamos pensar que la escritura misma de diarios era escasa. Soledad Acosta era católica, pero su abuela materna y su madre eran protestantes.3 Escribir diarios íntimos es un gesto protestante, en especial para las mujeres de la época: el catolicismo promueve el púlpito y la confesión, no la autonomía ni el autoexamen —la escritura de diarios de monjas suele hacerse a petición de sus confesores y como documento base de estos para ejercer su guía espiritual; tal es el caso, por ejemplo, de la madre Francisca Josefa del Castillo y Guevara en el virreinato de la Nueva Granada (Navia 3). Ese diario de amor comienza a escribirlo una joven lectora de veinte años que al final, después de un año y ocho meses de escritura extensa y continua, queda convertida en escritora. En él comenta sobre su educación en la reflexión y la escritura, sobre sus lecturas en soledad, sobre la historia nacional y el espacio restringido de acción que tienen las mujeres (ver capítulo 2 de este libro).

Cuatro años después de cerrar su diario, en 1859, comienza su escritura pública como corresponsal de la Biblioteca de Señoritas de Bogotá (un periódico no tanto ‘femenino’ como dedicado a las mujeres, “urna que debe guardar la literatura de la patria”, como se lee en su Prospecto de 1858). Estaba otra vez en París, ahora con su esposo, su madre y sus dos primeras hijas, muy pequeñas. El prólogo a la correspondencia quincenal que enviará por varios meses describe su “Revista Parisiense” como un espacio que quiere atender a la necesidad de “comunicación i movimiento” que tienen las mujeres para desde allí abordar la pregunta por su ser y su misión (Biblioteca de Señoritas nº 38, 1-2) (ver capítulo 3 de este libro). En esos años fue también corresponsal de El Mosaico de Bogotá y de El Comercio de Lima.

De regreso en Bogotá, en 1864, comenzó a publicar relatos breves y novelas por entregas en varios periódicos bogotanos, y en 1869 apareció su primer libro: Novelas y cuadros de la vida suramericana. Son años en los cuales, como mencioné en la Introducción y mostraré en el capítulo 4, la autora en sus novelas reflexiona sobre el ideal femenino decimonónico, la subjetividad femenina de la clase letrada y el espacio restringido en que se desenvuelve. Hasta 1876 publicó ella sus textos en periódicos dirigidos por otros (Patricia D’Allemand ha estudiado esos espacios de publicación en tanto terrenos que la acogen de manera, claro, regulada. “El sitio que me es permitido llenar”. En prensa). Pero en 1878 fundó su primer periódico, como arriba señalé. Ya en 1870 había empezado a escribir novelas históricas, pero hacia 1880 comienza a predominar su escritura histórica, espacio especialmente masculinizado de la escritura pública decimonónica. Hacia fin de siglo la vemos principalmente como historiadora y escritora de ensayos, y siempre periodista, pues toda su obra publicada apareció originalmente en periódicos.

Soledad Acosta pues, inserta su escritura pública en un circuito predominantemente masculino y en un momento en el cual el acceso de las mujeres a la palabra, en especial a la palabra escrita, estaba muy restringido y regulado. Con esto en mente podemos ahora preguntar qué significa la inserción de esa voz en ese espacio tan político del siglo XIX que es la escritura.

Acosta vivió la mayor parte de su vida durante lo que se conoce como el Olimpo Radical, es decir, durante esa segunda mitad del siglo XIX colombiano en el cual el país estuvo regido por constituciones liberales y en continuos conflictos y guerras civiles entre los partidos. Hacia 1876 el liberalismo radical comenzó a debilitarse y el escenario empezó a cambiar, dando lugar a la autodenominada Regeneración: ese viraje ultraconservador que dio origen a la constitución de 1886 y que marcó el cambio de siglo y la historia colombiana desde entonces.4 Acosta vivió casi dos tercios de su vida dentro de ese escenario de predominio liberal y de conflictos bipartidistas, y dentro de él se hizo escritora sin ser ella misma liberal en términos de afiliación política.5

¿Qué puede significar pensar a esta escritora dentro de este contexto político? Se trata de una mujer conocida en general —hasta hace poco sin leerla— por su religiosidad y conservatismo, y, aunque referencia usual en las historia de la literatura colombiana, poco estudiada hasta años recientes, como hemos visto. Estudiosos contemporáneos nuestros, además muy justamente respetados, comenten errores como llamarla “poetisa” —al mencionarla como la poetisa esposa de José María Samper— aunque este sea quizá el único género en que no incursionó; o acusarla de falta de sensibilidad por no haber escrito literatura decadente en el fin de siglo, a ella, una mujer que no perteneció a la generación de José Asunción Silva sino a la de su padre Ricardo.6 El desconocimiento que señalan las referencias obligadas, pero incompletas o erradas, invita a estudiar también su carácter religioso y conservador. Acosta de Samper no es más religiosa que los liberales de su época: el discurso religioso que evidencia el conjunto de su obra no es de prédica eclesiástica ortodoxa, y ya esto matiza su conservatismo (Corpas, “Doble transgresión del espacio masculino y clerical”). Sin embargo mi intención no es hacerla liberal radical. Lo que intento más bien es señalar los límites que impondría a su lectura tratar de pensar su producción dentro de las coordenadas de los grandes mapas partidistas de nuestro siglo XIX. A este respecto hay que señalar que tanto en Europa como en América el grueso de la producción femenina de la época luchó por negociar un acceso al terreno de lo público, terreno que les era vedado a las mujeres tanto desde el conservatismo como desde el liberalismo: el discurso republicano, cualquiera sea su tinte político, no contempla la participación de su ángel del hogar fuera del ámbito de lo doméstico. El caso colombiano no es diferente.

Buena parte de la obra de Soledad Acosta propone y promueve el trabajo comprometido de las mujeres en la construcción de la nación y, con esto en mente, busca legitimar la actuación de las mujeres en el ámbito de lo público y una igualdad de derechos en lo relativo a la educación que la haga posible. Debemos, pues, rastrear el discurso que se teje sobre “la mujer” en la época y que busca recluirla en lo doméstico.