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Introducción

 

Paso una página y por fin encuentro el primer artículo interesante del catálogo, casi al final del mismo. La chica que luce el conjunto está demasiado delgada para la prenda que lleva, pero el efecto push-up hace que sus pechos se redondeen y parezcan más grandes de lo que en realidad son. La parte inferior es una pieza ancha que le cubre las caderas, dotando a la delgaducha modelo de unas curvas que no posee: sus caderas parecen más anchas, su cintura más estrecha y sus pechos más elegantes, creando una sinuosa figura que ya quisiera para mí.

Me llamo Olivia y trabajo en una pequeña tienda de lencería, “Seda y Satén”, situada en un discreto rinconcito de un modesto barrio de la ciudad de Crownfield. Las paredes del establecimiento están pintadas de blanco y rosa pastel, tonalidades suaves porque no quiero que este lugar sea provocativo. Mi filosofía siempre ha sido que la discreción es mucho más sugerente que la provocación, por eso apenas tengo nada expuesto en las paredes y la decoración consta de un par de fotografías en blanco y negro de rascacielos y una exuberante planta junto a la puerta que riego religiosamente cuando es necesario. La luz tiende a ser cálida, iluminando las prendas colgadas de los estantes pero a la vez creando una sensación de confort para que los clientes no se sientan vergonzosos a la hora de venir a pedir prendas coquetas para sus parejas. Me encanta mi trabajo, adoro ayudar a que la gente se sienta sexy y atrevida, a la vez que me entusiasma todo lo relacionado con las prendas de ropa interior femenina, porque siempre quise ser diseñadora de moda.

Suena la campanita de la puerta anunciando un nuevo cliente. Escondo con rapidez el croissant que estaba merendando, apartando las migas que han caído sobre la revista y me pongo en pie detrás del mostrador, componiendo mi sonrisa de amable dependiente. Estoy a punto de doblarme un tobillo cuando mi nuevo cliente aparece recortado contra el umbral e iluminado bajo los cálidos focos de la entrada; tengo que contener un suspiro de asombro al contemplar la luz anaranjada recorriendo todo su cuerpo.

Tengo la impresión de que el increíble espécimen masculino que visita mi tienda ha entrado en el lugar equivocado, parece como salido de un catálogo de ropa, como la manifestación física de todos esos modelos que aparecen en revistas de lujo. A su espalda, a través del vidrio de la puerta, veo el cochazo del que ha salido, un impresionante vehículo de color negro aparcado junto a la acera. Estoy segura de que los cristales son blindados. Cierro la boca cuando me doy cuenta de que la tengo abierta y recuerdo que necesito aire para respirar, así que inspiro hondo y aguanto la respiración para soportar la inesperada tensión que empieza a apoderarse de mi pequeña tienda. La palabra atractivo se queda corta frente a este hombre. Digamos que si alguien busca la definición en el diccionario, encontraría una fotografía de él, de El Hombre. Es una de esas personas que solo nacen cuando los planetas se alinean de una forma concreta. Es guapo, pero no como suelen ser los hombres de rostro bonito; su belleza está más allá de toda comprensión humana. Y no solo es el hombre más bien parecido que he visto nunca, sino que además va vestido con un impresionante traje de tres piezas cortado a medida y se mueve con la elegancia de un gran felino. Tiene el pelo oscuro, un poco largo, peinado hacia atrás; la longitud es perfecta para enmarcar sus atractivos rasgos: nariz distinguida, ojos profundos, boca severa pero sensual.

En mis veintiocho años de vida no he visto nunca un hombre tan condenadamente buenorro. Y he visto muchísimos cuerpazos en los catálogos de ropa masculina, hombres que están por encima del resto de los mortales, bellos dioses con cuerpos recubiertos de músculos entrelazados junto a huesos y tendones.

El que acaba de entrar es uno de ellos. Un dios.

—Buenas tardes —saludo azorada.

Mi voz es ridículamente baja y carraspeo para recordar cómo debe hablar una persona normal, mientras busco el mando a distancia para suavizar la música que suena por el pequeño equipo que utilizo para ambientar, porque no me puedo concentrar bien.

—Buenas tardes —me responde El Hombre.

Tiene una voz bonita, cautivadora. Se nota que ha recibido una educación exquisita, con apenas esas dos palabras deja traslucir una herencia aristocrática. Tiene todo el aspecto de un poderoso hombre de negocios. No solo por su traje, inmensamente más caro que todo lo que tengo guardado en el almacén, sino por la forma en que camina, con seguridad, como si mi tienda fuese un lugar al que está acostumbrado a venir. Mientras se acerca al mostrador siento que él fuera el dueño de este lugar. El dueño del mundo.

Está claro que se ha perdido. Ha entrado aquí a preguntar una dirección; es normal, este barrio está lleno de callejuelas y está mal señalizada. Mi tienda solo es una más, tipos como él no entran en tiendas anodinas como estas, solo hay que ver su impresionante estampa para darse cuenta del contraste que supone verle entre cosas tan vulgares como las que tengo en las estanterías. Aun así, yo también soy una persona educada y siento que causar mala impresión a este hombre hará que me sienta muy mal conmigo misma.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunto.

Encuentro el valor para mirarle a la cara y entonces él me mira a mí. Directamente a los ojos. Un escalofrío me recorre de la cabeza a los pies, provocando un intenso rubor por todo mi cuerpo. Noto cómo mi piel se eriza, cómo mi vientre sufre una convulsión y cómo el corazón retumba en el pecho tan fuerte que creo que me va a romper una costilla. Entrelazo los dedos de la mano para tranquilizarme, mi cerebro se desconecta durante un segundo y me resulta difícil pensar ante la inesperada intensidad que desprenda la mirada de este hombre.

No dice nada, permanece pensativo sin dejar de mirarme. Finalmente, su ceño se arruga ligeramente y me dice con esa voz que parece de otro mundo:

—¿Por qué no hay nada en el escaparate?

Su pregunta me aturde, no solo porque no logro entenderla sino por el timbre rasposo que hay escondido bajo su voz y que me hace cosquillas en los pechos. Parpadeo un par de veces. Estoy intentando procesar una respuesta coherente mientras intento luchar contra las inesperadas y fulgurantes reacciones que tiene mi cuerpo ante la presencia de mi cliente.

—¿Nada? —Es lo único que puedo decir. No es la mejor pregunta de la historia de la humanidad, pero al menos consigo superar el bloqueo inicial.

—Nada que muestre lo que aquí se ofrece.

Ah. Eso. Dejo escapar el aire con un disimulado suspiro, parece que la tensión ya no es tan fuerte como antes. Compongo una sonrisa.

—Bueno, no me gusta poner bragas ni modelos en el escaparate. Los que pasan por delante solo ven mujeres ligeras de ropa y pechos, no prestan atención a lo importante: la moda íntima. No sé si me comprende —señalo con un guiño cómplice.

—Perfectamente.

Me ruborizo.

—¿Ah, sí?

Nunca espero que los hombres me entiendan en estas cosas, ellos suelen venir a buscar cosas sexys y mis ideales son excesivamente románticos para algo tan poco práctico como un tanga. Pero Él me entiende. Mi naturaleza femenina me grita desde el fondo de mi cerebro que Él sí comprende lo que acabo de decir, que él ve cosas más allá del encaje de unas bragas. Las mejillas me arden pero no puedo controlarlo y me sujeto con fuerza las manos para que no me tiemblen. El Hombre aparta por fin sus profundos ojos de mí y echa un vistazo a la tienda. A un lado tengo en los expositores una discreta colección pantis, medias y leggings; al otro, camisones y pijamas coquetos y sedosos. Tengo la sensación de que todo esto es muy vulgar al lado de alguien como Él, que parece decepcionado al no encontrar lo que busca. Su silencio me incomoda y, a la vez, me molesta.

—¿Puedo ayudarle en algo? —digo incapaz de soportar el incómodo silencio.

El Hombre me mira otra vez con esos ojos que parecen haber visto más cosas de lo que mi inocente alma de chica de pueblo puede soportar. Su rostro serio hace que me recorra un doloroso estremecimiento por toda la línea del espinazo y tengo que apretar los muslos. ¡Madre mía! ¿Qué rayos me pasa?

Se acerca de nuevo al mostrador, despacio. De pronto me siento como una presa, como si él fuese el depredador que busca comerme, porque observo sus movimientos como hipnotizada. La manera en que gira todo el cuerpo hacia mí, la forma en que saca la mano del bolsillo, el gesto de abrirse los botones de la chaqueta para revelar un fascinante chaleco de un negro muy pulido. Todo en él rezuma peligro, resulta significativo que siga teniendo un aspecto tan amenazador a pesar de ser tan guapo.

Es un hombre al que es mejor no hacer enfadar. Trago saliva.

—Sí. Usted es la única que puede ayudarme, señorita.

Apoya las manos sobre el mostrador, delante del catálogo que he dejado abierto. Por primera vez la fotografía de la modelo en ropa interior con pose provocativa hace que me sonroje. La vergüenza es tan grande que no soporto seguir mirándole a la cara y deslizo los ojos hacia sus manos. Error. Las manos del Hombre son grandes, de dedos elegantes y nudillos gruesos, esas manos que son fuertes y poderosas recorridas por gruesas y masculinas venas. Por debajo del puño de su camisa asoma un reloj de color plateado, de marca, pero nada ostentoso. Sus gemelos son dos aguamarinas, turquesa. Como sus ojos, de un profundo turquesa como un océano. Noto que se me levanta la piel de los brazos, lo tengo a una distancia igual que el ancho de mi mostrador; de repente me parece que la mesa que nos separa es muy pequeña y que el espacio que él ocupa es muy grande.

—Estoy buscando algo especial —revela al fin.

Reacciono a sus palabras con un temblor y me golpeo mentalmente. ¡Pues claro! Ha venido a buscar algo para una cita, alguna cosita sexy y atrevida para su amante. Me relajo un poco y le dedico mi mejor sonrisa.

—Entonces, ha venido al lugar indicado —digo un poco más calmada.

Estoy acostumbrada a tratar con gente que busca algo especial. De hecho es lo más emocionante que hago, sugerir especialidades, porque vender bragas y camisones no es muy divertido. Pero me encanta cuando vienen chicos a por ropa para sus novias o chicas un poco sonrojadas para pedirme consejo sobre ropa interior que las haga sentir bonitas y femeninas. Debería abrir un blog sobre eso.

Retiro el catálogo que estaba mirando y despejo el mostrador de revistas, papeles, cajas y demás cosas que amontono en los laterales. Miro fijamente al Hombre para hacerle una pregunta y me arrepiento de inmediato, porque no puedo pensar con claridad teniéndole tan cerca. Además, no deja de observarme con atención, como si en realidad no le interesara nada más de la tienda salvo yo. El valor que había conseguido se esfuma y tartamudeo cuando vuelvo a hablar:

—¿Ha pensado en algo en concreto?

—Quiero algo especial —insiste.

Intuyo que no me va a dar más información, es el tipo de hombre que prefiere mantener el misterioso. ¡Uf! Esto va a ser difícil. Muy bien, hora de trabajar.

 

Empezaremos enseñándole lo básico —> 1

Mostraré lo más especial ahora para deslumbrarle —> 2

1.

 

Saco el catálogo que siempre utilizo en estos casos, nunca falla, y eso me dará algunas pistas necesarias sobre lo que le gusta y sobre lo que busca. No es el primer hombre al que asesoro en estos temas aunque es el primero que viste con un traje de ese calibre, envuelto en apretada seda. Me encantan los hombres vestidos de traje, es una de mis debilidades, especialmente si bajo esa chaqueta de infarto lleva un ajustado chaleco amoldándose a su torso, estrechándole la cintura para dar paso a las caderas.

Paso unas páginas hasta encontrar lo que busco, una colección de primavera que siempre gusta. Le muestro unos conjuntos con estampados floreados y rayados, muy sexys, con toques juveniles. De inmediato sé que no es lo que busca por la forma en que se le marca la mandíbula cuando aprieta los dientes, pero comienza a pasar páginas por las distintas fotografías sin decir nada. Es demasiado caballeroso para decir algo inapropiado.

—Esta colección en tonos pastel consigue que ella se sienta más joven y más atrevida, es algo informal y desenfadado.

Mis palabras parecen sorprenderle, sus cejas dejan de estar apretadas y se elevan.

—Curioso adjetivo, desenfadado. Pero no estoy buscando nada desenfadado. Ni atrevido —explica—. Lo que busco es algo serio.

Lo suponía, a juzgar por su nivel adquisitivo, su traje impecable, su cochazo y el magnífico reloj. Busca algo de corte más clásico. Como Él. Algo refinado, elegante y muy atractivo.

—Nada atrevido, pero algo especial. ¿Arrebatador?

Pongo encima del catálogo otra revista, en esta ocasión una colección de otoño. Son modelos sencillos, de dos piezas, sin demasiados adornos. Un brillo de interés le cruza la mirada cuando señalo una fotografía donde una modelo luce un conjunto de color rojo apagado con ribetes carmesí, atrapando de inmediato la esencia de un atardecer de otoño en un parque de Nueva York.

—Me gusta el color —admite.

—Es un tono intenso pero no demasiado brillante, es sobrio y elegante.

Asiente, pero no dice nada más. Espera que yo haga todo el trabajo. Este es uno de esos clientes difíciles que no saben lo que buscan hasta que lo encuentran.

—¿Cuál es su color favorito? —pregunto de pronto.

—¿Qué importancia tiene eso?

—¿A quién tiene que gustarle lo “especial”, señor? ¿A usted o a ella? —le digo con una sonrisa.

Su mirada se suaviza, casi diría que amaga una sonrisa que no llega a aparecer del todo en sus perfectos labios. Al señor Traje le gusta mi actitud y me mira un poco más interesado que antes.

—El blanco.

—¿El blanco es su color favorito o el de ella? —insisto.

La sonrisa aparece, una ligera elevación que curva su boca. Arrebatador. Sus ojos observan directamente los míos antes de responder:

—El mío.

Eso significa que lo que tengo que encontrar tiene que ser digno para la mujer que lo va a llevar y, además, consiga que él se vuelva loco.

—No es un color muy común para que le guste a un hombre. Normalmente, ellos prefieren el negro o el rojo —le digo con total sinceridad.

—Eso es porque yo no soy un hombre común.

Sus palabras suenan tan rotundas que me da un vuelco el estómago y me trago la lengua.

 

Vamos a enseñarle lo especial —> 2

Seguiré investigando, le enseñaré algunas cosas que tengo en la trastienda —> 3

2.

 

Me meto en el almacén y salgo con una gran caja de cartón que deposito sobre el mostrador. Del interior de la caja, apartando el papel de seda, extraigo unas bolsas envasadas al vacío. Casi me da un poco de vergüenza enseñarle cómo conservo estas piezas de museo, parece que haya sacado paquetes de fiambre envasado, pero así puede comprobar que no lo estoy engañando y que lo que voy a mostrarle es totalmente auténtico.

Con unas tijeras corto una esquina y el aire entra en la primera de las bolsas. Con mucho cuidado saco del interior un corpiño blanco ribeteado con lazos turquesas en los hombros, en el pecho y en las caderas, una pieza antigua que se ve que no ha sido diseñada hoy en día. La pieza es lo bastante larga como para cubrir de los pechos a la mitad de los muslos, tiene una textura suave y la tela está brillante.

—Está hecha a mano —corroboro acariciando las curvas del corpiño—. Los adornos son en seda. Una vez puesta cubre hasta la pelvis y en las caderas tiene estas cintas para sujetar las medias. Se cierra con corchetes, pero también dispone de unos lazos para ajustarla a la medida del cuerpo —comento mostrándole la espalda—. Es una talla estándar.

—Disculpe mi ignorancia, parece sacado de un traje de novia —observa con algo de recelo.

—Casi todos los trajes de novia incorporan un corsé o un corpiño o las dos cosas. Pero esta pieza es única, no cumple más función que la de cubrir el cuerpo, no tiene ningún complemento más —digo con una enigmática sonrisa.

Un brillo de entendimiento aparece en los brillantes ojos del Hombre y me sonríe.

—El diseño parece antiguo —señala.

Buen ojo.

—Es de principios del siglo pasado.

Levanta las cejas, entre asombrado y receloso.

—¿Este corpiño tiene cien años?

—Así es. Lo tejió mi bisabuela. Era la costurera de una dama de la alta aristocracia de Crownfield. Mi bisabuelo era sastre, sus diseños vistieron a más de la mitad de los prohombres de la ciudad.

Le ofrezco la pieza para que pueda recrearse en las filigranas del diseño.

—Es sorprendente, sin duda —exclama con asombro y admiración—. Y arrebatador. —Parece que le gusta, me siento muy contenta por hacer bien mi trabajo—. ¿Tiene más cosas? No las desenvuelva, solo enséñemelas, por favor.

Aparto el corpiño, cubriéndolo con papel de seda mientras no le prestamos atención y de la caja voy sacando nuevos paquetes con distintas piezas, explicándole lo que contiene cada una. Llegamos a una que es de un blanco marfil, pequeña, y la describo para que pueda hacerse una idea de cómo es.

—Este corsé solo cubre desde la parte de debajo de los pechos hasta las caderas. ¿Ve cómo modela la cintura y se abre en las caderas? Casi todo está hecho a medida para la dama y para sus hijas. Ella era muy exigente y habituaba a descartar muchas cosas, por eso mi bisabuela guardó todo lo que no podía utilizar.

—¿Qué valor tienen estas prendas para usted? —pregunta de repente.

Me quedo callada un momento, pensando en la respuesta.

—Son piezas que jamás venderé a mis clientes habituales —digo al fin—. Pero usted buscaba algo especial y todo esto lo es.

—Sí, es muy especial, sin duda —dice mirando el corpiño con un brillo en la mirada—. Me gustaría verlo, ¿puede sacarlo de la bolsa, por favor?

Corto la bolsa y el aire entra. La pieza es muy rígida, de color marfil, atada con cintas a la espalda, y está reforzada con ballenas. Cualquier mujer se ahogaría con esta monstruosidad. La extiendo sobre el mostrador, acariciando las cintas, dejando que mi exquisito cliente observe todos los matices que esconde esta pieza única.

—Extraordinario —murmura—. La mujer que lo vista estará deslumbrante —dice acariciando la pieza por el borde superior, como si acariciase los pechos de una mujer invisible que ahora mismo llenase ese corsé. Su forma de tocarla provoca que me tiemblen las rodillas, durante un segundo la imagen de mi distinguido cliente aparece en mi imaginación, lo veo sentado en un exquisito sillón completamente vestido mientras contempla con esa mirada de intenso azul marino a una atractiva muchacha vestida solo con ese corsé, desnuda en cuerpo y alma.

Me sonrojo y aparto la mirada, luchando contra la fascinación que esa imagen supone para mí.

—Es justo lo que andaba buscando —dice con una exclamación de júbilo—. ¿Cuánto pide por ella?

Lo cierto es que no tengo ni idea. Son piezas que casi deberían estar en un museo, muchas personas querrían tenerlas, coleccionistas codiciosos que las guardarían para sí. Sin embargo Él no es así, estoy segura de que el Hombre sabe apreciar este artículo y algo tan clásico solo está al alcance de alguien como él. La pieza más cara que tengo en la tienda no vale ni la mitad que esta, aun así tengo que pensar en algo. Tampoco quiero engañarlo ni que piense que quiero su dinero solo porque parece rico, pero tampoco puedo hacer una rebaja por una pieza como esta.

—Estimo que seiscientos es un precio justo —digo mirándole a los ojos.

Sin dejar de sostenerme la mirada, saca un talonario del bolsillo interior de la chaqueta. ¿En serio va a pagarme con un talón? También saca una estilográfica del bolsillo de la camisa, ¡por supuesto! Me derrito. Literalmente. Solo le falta un sombrero, un reloj de bolsillo y un maletín de piel para que pierda la cabeza. A veces tengo tendencias fetichistas, fantaseo con tirar de una camisa masculina como la suya y escuchar como salen disparados los botones, rebotando por el suelo hasta desaparecer detrás de algún armario imposible de mover.

Mientras escribe, con una caligrafía que me hace temblar, envuelvo el corsé de color marfil en papel de seda y luego en un paquete bien sujeto. Me entrega el talón, que ni siquiera miro.

—He puesto dentro una nota con instrucciones para cuidarlo. Es muy delicado, si quiere conservarlo bien debe entregar esas instrucciones al encargado de su tintorería habitual y no habrá problema, sabrán cómo tratar una prenda tan especial.

El Hombre sonríe agradecido.

—Muchas gracias, señorita. Ha sido un placer visitar su tienda.

Se despide y se marcha, dejando tras de sí una estela similar a la que dejaría un tifón a su paso. Cojo el talón para ver su nombre y me doy cuenta de que hay más números de los que yo le he dicho en la casilla de pago ¡Joder! ¡Esto es como cinco veces más! Salgo corriendo de la tienda y lo pillo a punto de entrar en la parte trasera de su cochazo, un Lexus híbrido de color negro y cristales tintados. Por supuesto, ¿cómo alguien como él no iba a tener chófer? Al verme se detiene antes de entrar y me mira con una sonrisa.

—¿Sucede algo? ¿Se ha arrepentido de vendérmelo?

Freno en seco, sintiéndome un poco torpe.

—Le dije seiscientos —explico—. Se ha equivocado de número.

—¿Cuánto pone? —pregunta señalando el talón.

—Tres mil…

—Entonces no me he equivocado —me corta—. Considérelo una propina por su fantástico servicio, señorita. Volveremos a vernos.

Sin más, entra en el coche y el vehículo se incorpora a la carretera silencioso como una pantera.

Suspiro. ¿De dónde ha salido este tipo?

 

Ve a —> 4

3.

 

Voy a la trastienda sin decir una sola palabra para poder pensar, dejando al señor Traje con Chaleco consultando el catálogo de otoño. Necesito tenerlo alejado de mí un momento, no puedo pensar cuando noto las emanaciones de su jabón de baño envolviéndome como un afrodisíaco.

Quiere algo especial y blanco. ¿Acaso busca un camisón o un salto de cama? Lo dudo. Además, ¿qué hace un hombre así en mi tienda? No lo entiendo, seguro que puede permitirse cosas carísimas y lujosas en tiendas privadas, incluso podría pagar a cualquier diseñador para que le hiciera la ropa a medida, por no hablar de esas personal shopper que están ahora tan de moda. La gente rica ya no sabe en qué gastarse el dinero…

Recorro las estanterías buscando algo que mostrarle, bendito el día en que decidí ordenarlo todo por colores. Todo lo que tengo aquí es bastante modesto pero doy con algunas cosas que podrían ser de su interés. Vuelvo a la tienda y descubro que no se ha movido de dónde le dejé, de hecho parece entretenido con los catálogos.

Abro una caja y separo el papel para descubrir la primera de las prendas: una camisola blanca con bordados negros bajo los pechos, corta y muy holgada, de finos tirantes. Es una prenda mona para dormir.

—Es muy cómoda y está hecha de algodón natural, muy suave al tacto. —Acaricio los pliegues y le ofrezco el borde para que lo compruebe. Lo toca, entre sus dedos el color blanco resalta porque tiene la piel muy bronceada.

—No busco algo para dormir, pero me gusta la tela.

Deposito la prenda con cuidado en su caja y abro otro paquete, un conjunto clásico de lencería femenina: brassiere, tanga y ligueros, nada especial porque de este estilo los hay a montón. De inmediato cierro la caja.

—¿Por qué no me deja verlo? —pregunta con curiosidad.

—Porque esto no es lo que ha venido a buscar —respondo.

—¿Cómo está tan segura?

—¿Siempre es tan insistente? —digo sin pensar. Me sonrojo ligeramente, pero él me contesta de todos modos.

—Siempre que quiero algo. Sí.

Esa única sílaba contiene la potencia de una bomba nuclear. Me mira fijamente, serio, pero el brillo de sus ojos delata su diversión.

 

Demostrarle que esto no es lo que está buscando —> 7

Ignorarle y enseñarle otras cosas —> 15

4.

 

Días más tarde…

Es hora de cerrar. Tengo la caja con el nuevo pedido tirada en un rincón de la trastienda todavía sin abrir, pero primero tengo que hacer sitio para clasificarlo debidamente. Mañana a primera hora será lo que haga, ahora solo quiero irme a casa a darme un baño y pedir una pizza, porque hoy es mi día de pizza. Me encantan los momentos de tranquilidad, con una enorme pizza familiar de queso para mí sola y una película que nadie interrumpirá con sus críticas y sus comentarios estúpidos. ¿Es que nadie puede estar callado viendo una película? O quizá empiece un nuevo libro, alguno de aventuras o de ciencia ficción, para quitarme de tanta novela romántica que últimamente no dejan de recomendarme. ¿A quién le gustan esas cosas?

Apago el ordenador y recojo mis cosas. Estoy conectando la alarma cuando suena la campana de la puerta. ¿Ahora un cliente? ¡Pero si está cerrado! Vuelvo a la tienda para disculparme y decirle a quien haya venido que ya está cerrado, pero cuando veo de quién se trata de mi boca no sale ningún reproche. ¿Me he tragado la lengua? Sí.

Es el Hombre. El señor Traje con Chaleco. El señor Intenso. Es el cliente que no pega en mi tienda, el que en realidad no debería estar aquí para comprar sino para preguntar por una calle porque se ha perdido. Verle me produce la misma sensación de la semana anterior: mi piel se carga de electricidad, el corazón comienza a retumbarme los oídos y mi mente se queda en blanco durante unos segundos. Noto calor en las mejillas cuando un intenso rubor me cubre todo el cuerpo.

—Buenas noches —me saluda con ese tono de voz rasposo y autoritario del que está acostumbrado a mandar y que le obedezcan.

Lleva un traje de corte italiano, de seda, tres piezas, negro. Con chaleco. Chaleco. ¡Oh, Dios! Como si supiera que me gusta, se desabrocha los botones de la chaqueta y me muestra el chaleco. Apoyo una mano sobre el mostrador cuando se me doblan las rodillas. Durante su visita me sentí obligada a ser amable con él, no solo porque era otro cliente más sino porque irradiaba un magnetismo tan atrayente que sentía la necesidad de caerle bien. Además, venía buscando mi ayuda y la compasión es uno de mis defectos.

¿Qué querrá ahora?

—Buenas noches, señor. ¿Su compra resultó satisfactoria?

Sonríe, arrebatador. Parece más relajado que cuando le vi por primera vez, ya no se muestra tan hermético y su mirada ya no es tan dura. El brillo de sus ojos, en cambio, es más intenso.

—Resultó altamente satisfactoria.

Si me susurrase al oído una cosa como esa, me convertiría en un charco bajo sus pies.

—Me alegro por usted —consigo decir. Debió pasárselo en grande con lo que compró, un cliente satisfecho siempre vuelve—. ¿En qué puedo ayudarle esta vez? —tanteo.

Se queda callado un momento sopesando la respuesta. ¿Acaso ahora nos ha salido vergonzoso, el señor Intenso?

—El servicio que me prestó el otro día resultó muy beneficioso para mis intereses y estoy sumamente complacido con su trabajo. —Se me pone la cara como un tomate ante su halago—. Quiero darle las gracias por ello.

—No se merecen —susurro azorada.

—He venido a proponerle algo —dice a continuación—. Sé que es tarde, pero me gustaría contar con usted durante unas pocas horas. Esta noche quiero su opinión de experta y la quiero solo para mí —aclara.

Me tambaleo un poco, sus ojos se clavan en los míos con tanta fuerza que me provoca un repentino mareo. Sus palabras me calientan por dentro, es como si vertiera chocolate fundido en mis oídos y este se deslizara por todo mi cuerpo. ¿Qué me está diciendo? Casi suena a proposición, pensar en esa posibilidad hace que me sonroje todavía más.

—¿Qué es lo que me está pidiendo exactamente, señor?

—Quiero que trabaje para mí, que sea mi asesora. Hay un lugar al que me gustaría que me acompañara. Quisiera contar con su experta sensibilidad.

—Su propuesta es interesante, pero no puedo asesorarle porque no soy ninguna experta —replico con humildad.

—Es sincera y tiene buen gusto. El otro día me demostró tener una habilidad especial para estas cosas.

Vacilo. Este tipo podría tener la opinión de cualquiera y quiere exclusivamente la mía. ¿Por qué quiere que lo asesore alguien como yo? Debe tener expertos que han estudiado un Máster en Asesoramiento en Lencería y Ropa Interior en la Universidad. Yo solo soy una pequeña tendera.

 

Pero, nena, una propuesta como esta no te la van a hacer todos los días —> 5

Mejor me voy a casa —> 9

5.

 

—No me malinterprete, señor, pero ¿adónde quiere que lo acompañe?

—Mis intenciones son totalmente honestas, señorita —comenta con toda tranquilidad, no parece molesto por mi pregunta—. Quiero que me asesore, que ponga su conocimiento a mi disposición.

—Mi madre siempre me decía que no me fuese con desconocidos.

Sonríe con diversión y da unos pasos hacia mí. A medida que se acerca mi corazón se desboca. Me tiende la mano, grande, de nudillos gruesos. La piel está bronceada, tostada por el sol, y la manga de su camisa se encoge, dejando a la vista su magnífico reloj. Es un Omega. Las yemas de sus dedos parecen duras, estoy segura de que las notaré ásperas en cuanto le estreche la mano.

—Yo no soy ningún desconocido, señorita. Soy James Harrington.

Mi boca forma una “O” perfecta cuando relaciono, por fin, su cara con su nombre.

—¿El mismo James Harrington del Hotel Júpiter?

—Puede llamarme Júpiter si lo desea.

—Como al dios romano.

—En efecto.

La cabeza me da vueltas. Entiendo por qué quiere mi ayuda. No solo busca mi consejo, también busca mi discreción. A él lo conocen en todas partes pero a mí no.

—Yo soy Olivia.

Ve a —> 6