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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Carole Mortimer

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Compromisos familiares, n.º 1372 - julio 2015

Título original: To Marry McKenzie

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6764-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

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Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Hubo un sonido de cristales rotos.

–¡Maldición! –siguió una voz femenina.

Logan levantó la vista de la carta que estaba firmando.

–¿Qué…?

El mismo ruido volvió a sonar.

–¡Maldición y maldición!

Logan dejó la pluma sobre la mesa y se dirigió hacia el lugar de donde procedía aquello: la sala de reuniones anexa a su despacho.

Él y un par de asociados habían estado allí discutiendo unos contratos mientras comían. La mesa estaba todavía llena de restos de comida, pero no parecía haber nadie en la habitación.

–Maldición y maldición y maldición –dijo una voz impaciente–. Ahora tendré que reemplazar esos dos vasos. ¡Ay! –la última onomatopeya fue una expresión de dolor.

Cada vez más intrigado, Logan rodeó la mesa hasta dar con una cabeza toda cubierta de pelo rojo. El misterio estaba resuelto: era la camarera que les había servido, una empleada del chef Simon. Logan no le había prestado mucha atención durante la comida, centrado como estaba en su discusión de negocios.

La chica se miró con el ceño fruncido la mano manchada de sangre.

–¿Se ha cortado? –le preguntó Logan.

La chica se levantó a toda prisa, sobresaltada, golpeando por tercera vez un vaso de cristal y lanzándolo por los aires.

Logan se las arregló para cazarlo al vuelo y volverlo a dejar en su sitio.

–Mejor evitar que sean tres los que tenga que comprar –murmuró él y extendió la mano para agarrar la de ella–. ¿Es un corte profundo?

La chica retiró el brazo y se lo escondió detrás de la espalda.

–Siento haberlo molestado, señor McKenzie –dijo ella–. Estaba recogiendo y se me han caído dos vasos. Y… y…

Fuera lo que fuera lo que iba a decir se vio disuelto en un mar de lágrimas.

Logan se apartó de la chica atemorizado por aquel desatinado despliegue de emociones.

–Dos vasos no son para ponerse así. Seguro que el chef Simon no es un ogro tan terrible.

Logan llevaba un año trabajando con aquella compañía de catering, y no tenía la impresión de que el chef Simon fuera un hombre particularmente difícil.

Claro que no había visto a aquella chica antes, por lo que pensaba que, quizás, fuera nueva y temiera perder su trabajo.

–Puede decirle a su jefe que los he roto yo –dijo él en un intento de consolarla. No soportaba ver a las mujeres llorar.

Hacía solo un par de semanas había tenido que soportar el llanto rabioso y desesperado de Gloria, que se había tomado muy mal la noticia del final de su relación. Incluso le había lanzado un jarrón a la cabeza.

–No podría hacer eso –dijo la chica–. Se los pondría en la cuenta y eso no sería justo.

«Justo» no era una palabra que Logan oía muy a menudo, ni en los negocios ni en su vida personal. Además, el coste de un par de vasos no iba a arruinar a su multimillonaria compañía.

La chica se pasó la mano para quitarse las lágrimas y, sin darse cuenta, dejó un reguero de sangre sobre su rostro.

–¡Maldición! –murmuró frustrada al darse cuenta de lo que había hecho. Comenzó a rebuscarse en los bolsillos tratando de encontrar un pañuelo. No tuvo mucho éxito.

–Te gusta esa palabra, ¿verdad? –murmuró Logan y se detuvo a observarla por primera vez.

Era muy pequeña, apenas si le llegaba a la altura del hombro. Llevaba unos pantalones negros y una blusa color crema que enfatizaba su pelo rojo y largo. A primera vista parecía tener el rostro lleno de pecas, pero al mirarla con más detenimiento se observaba que solo tenía en las mejillas y en la nariz. Sus ojos eran grandes y grises, con espesas pestañas.

De pronto, la chica sonrió y la idea que se había hecho de que la muchacha no tenía ningún atractivo especial, cambió por completo. Cuando sonreía, sus ojos se volvían luminosos, unos atractivos hoyuelos aparecían en sus mejillas y sus dientes blancos resaltaban haciendo de la suya una boca de ensueño.

Logan la miró confuso. Se había quedado sin respiración.

–Es una expresión mejor que otras –dijo ella–. Le agradezco mucho su oferta respecto a los vasos, pero, la verdad es que no son un motivo para ponerse así.

–Entonces, ¿por qué lloraba? –le preguntó Logan repentinamente furioso por el efecto que aquella mujer tenía en él.

La sonrisa se desvaneció de su rostro y la confusión de Logan creció. ¡Aquella chica era de lo más vulgar! ¿Qué demonios había visto en ella?

Ella lo miraba con un gesto de reproche.

–Me… me he cortado.

–Pero ya no sangra –dijo–. Y además no parece muy serio.

Decidió, de pronto, que ya había malgastado demasiado tiempo en aquella estúpida situación.

–Mi secretaria le traerá una tirita. Mientras tanto, le sugeriría que se enjuagara el dedo y la cara –le recomendó, mirando nerviosamente a la sangre que manchaba su rostro.

Ella se llevó la mano a la mejilla.

–Ya le he pedido disculpas por haberlo molestado –ella frunció el ceño como si estuviera a punto de echarse a llorar otra vez.

–¿Cómo se llama?

–Darcy.

–Pues bien, señorita Darcy…

–Darcy es mi nombre, no mi apellido –lo corrigió ella, gimoteando.

¡Cielo santo, iba a llorar de nuevo! Darcy era, además, un nombre de chico.

–Su padre quería un niño, ¿verdad? –murmuró él con sorna.

–Lo que quería y lo que obtuvo son dos cosas completamente distintas.

–Eso suele ocurrir cuando hay mujeres por medio –dijo Logan.

Darcy lo miró fijamente.

–¿Está usted casado, señor McKenzie?

A Logan le sorprendió la pregunta.

–Pues no –respondió.

Ella asintió, dando a entender que se lo había imaginado.

–Las mujeres generalmente responden de un modo u otro según el carácter del hombre con el que están. Por ejemplo…

–Darcy, según creo está aquí para servir comidas no para psicoanalizar a su cliente –la cortó Logan.

Hasta hacía unos minutos se había sentido muy complacido con cómo habían transcurrido las cosas aquel día. Pero, de pronto, todo se había estropeado. Su paz interior se había transformado en un creciente deseo de estrangular a aquella mujer.

Darcy lo miró confusa.

–Lo siento… Yo… yo no sé qué me pasa hoy –una vez más hundió el rostro entre las manos y se echó a llorar.

Logan, totalmente desconcertado, se aproximó y la tomó en sus brazos.

–¡Por favor, deje de llorar!

La sintió muy pequeña al apretarla contra su poderoso torso. Su pelo era suave como la seda, sus hombros frágiles. Tenía la sensación de estar abrazando a un pequeño pajarillo…

¿Qué demonios estaba haciendo? ¡Aquella no era más que una camarera que había ido allí a servirle la comida! Cualquiera podía entrar en aquel momento y mal interpretar lo que estaba sucediendo.

Se removió incómodo.

–Darcy…

Su única respuesta fue hundir aún más el rostro en el pecho de él.

Logan se sintió totalmente desconcertado y empezó a pensar que lo mejor sería que llegara alguien y los interrumpiera, sin importarle su interpretación de los hechos.

–Tome –dijo Logan y se sacó un pañuelo blanco del bolsillo de la camisa.

Ella se apartó ligeramente de él para sonarse la nariz.

Al verla pensó que no le extrañaba que las mujeres generalmente no lloraran en su presencia; se ponían espantosas. Desde luego, Darcy lo estaba.

–De verdad que lo siento –le dijo ella con inmensa tristeza y los ojos y las mejillas enrojecidos–. Es que esta misma mañana he recibido una mala noticia. No suelo llorar delante de extraños, se lo aseguro.

La muchacha trató de sonreír y Logan respondió con un esbozo de mueca.

–No se preocupe. Tampoco yo soy perfecto –bromeó él, preguntándose qué tipo de noticia puede recibir una joven para que la deje reducida a aquello–. Si puedo ayudarla en algo… –Logan se sorprendió ante su inesperado interés por los problemas de una extraña.

Logan procedía de una enorme familia escocesa, con un abuelo, una madre, un par de tías y varios primos. Por eso mismo le resultaba fácil distanciarse de los innumerables problemas que surgían continuamente. Para eso, precisamente, pasaba la mayor parte de su tiempo en su apartamento de Londres.

Por qué mostraba aquel repentino interés por una extraña era todo un misterio. Encima, la chica en cuestión le había dejado toda la camisa manchada de sangre.

Se sintió francamente irritado, porque, encima, no parecía dispuesta a contarle qué era lo que la perturbaba.

–Cuando se comparte un problema, ya no resulta tan grave –dijo él.

–Dudo que pueda interesarle –dijo ella.

–Pruebe a ver qué pasa –respondió Logan.

Darcy se encogió de hombros.

–Es que… No, realmente no puedo –dijo firmemente–. A Da… quiero decir al chef Simon no le gustaría que hablara de su vida personal con un cliente.

¿El chef Simon? ¿El problema tenía que ver con Daniel Simon? Aquella chica había estado a punto de citarlo por su nombre. ¿Significaba eso que había entre ella y ese hombre una relación más personal que la de empleada y jefe?

¿Daniel Simon tenía algo con aquella chica?

Logan no pudo ocultar su sorpresa. La mujer parecía tener veinte años escasos. El hombre debía de andar por los cincuenta y tantos. Otoño y primavera. Tampoco resultaba tan extraño, pero no se le había ocurrido pensarlo. La verdad era que no se había puesto a pensar en absoluto sobre la vida privada del chef Simon.

¡Y visto lo visto, prefería no hacerlo!

–Sí, probablemente tenga usted razón. Le enviaré a Karen para que le dé una tirita –añadió antes de darse la vuelta, dispuesto a salir.

–Señor McKenzie…

Él se detuvo.

–¿Sí, Darcy?

–Gracias –dijo, con una de esas sonrisas devastadoras para él y provocándole aquel extraño efecto.

Cuanto antes saliera de allí, mejor.

–De nada –respondió él y se escapó a toda prisa hacia su oficina.

¿Escaparse? ¿De aquella chica? Era ridículo.

Aunque ya había tenido suficiente llanto de mujer para un solo día y, encima, se había quedado sin una de sus mejores camisas de seda.

 

 

¿Qué habría pensado el señor McKenzie de ella?

Había intentado con todas sus fuerzas mantener la calma durante toda la mañana y concentrarse en servir la comida a su cliente.

Pero no había sido capaz de controlar todos aquellos pensamientos caóticos que se le habían venido encima cuando se había puesto a recoger. Al tirar aquellos dos vasos se había colmado la taza de la contención y todo se le había caído encima.

A pesar de todo, no debería haber llorado sobre la impecable camisa de Logan McKenzie. ¡Dudaba mucho que lograra quitar aquellas manchas de sangre!

Todavía tenía su pañuelo en la mano. Claro que no se lo podía dar en aquellas condiciones. Tampoco es que pensara que Logan McKenzie fuera a echar de menos algo tan insignificante. Pero era una cuestión de principios devolverle lo que era suyo.

–Ya estoy aquí –dijo la brillante voz femenina de Karen Hill, secretaria de Logan McKenzie, mientras dejaba el desinfectante y las tiritas en la mesa–. Logan me ha dicho que has tenido un accidente.

–No es nada –respondió ella–. Una tirita será suficiente –ciertamente el corte ya no sangraba. Era más bien su orgullo el que estaba herido, después de lo que había hecho delante de aquel hombre–. Gracias –dijo cuando recibió la tirita–. ¿Tiene usted idea de la talla de camisa que usa el señor Logan?

La secretaria levantó las cejas sorprendida.

–¿Su talla de camisa?

Acababa de cometer otro nuevo error. Si realmente quería averiguar la talla de Logan McKenzie tendría que buscar otro modo de descubrirla.

–No importa –le dijo a la mujer, tratando de evitar su mirada interrogante–. Terminaré de recoger aquí.

–Bien –respondió la secretaria distraídamente, todavía confusa por la pregunta de Darcy.

En cuanto se quedó sola limpió a toda prisa, ansiosa por salir de allí,

Pero, por desgracia, volvió a encontrarse con Logan McKenzie a la salida, esperando al ascensor, mientras ella se peleaba con las dos inmensas cestas en las que había metido todo.

Al volverse y reconocer de quien se trataba, él frunció ceño.

A Darcy no la sorprendió.

–Hola –lo saludó ella.

–Hola –asintió él, mirando impaciente a las luces del ascensor.

Estaba ansioso por huir de ella y era patente. Seguramente le pediría a Daniel Simon que no volviera a enviársela jamás. Bueno, no tenía por qué preocuparse. Estaba allí solo porque era un día complicado y les faltaba personal.

El restaurante que Daniel Simon, había inaugurado en Londres hacía cinco años, había tenido tanto éxito que, en muchas ocasiones, los clientes le pedían que les preparara caterings para sus casas u oficinas. Por eso había abierto un segundo negocio especializado en aquel tipo de servicios.

En aquellos momentos, una parte de los empleados estaban de baja con gripe, por lo que Darcy había tenido que ocupar su puesto.

Después del desastre que había organizado, se arrepentía de no haber alegado tener un compromiso anterior.

–Permítame que la ayude –dijo Logan McKenzie en un tono impaciente.

Darcy lo miró sorprendida.

–Gracias –respondió–. Pero no hace falta.

Ella se aproximó para quitarle la cesta. Pero él no parecía dispuesto a ceder.

–Déjeme –dijo él aún más impaciente.

El ascensor llegó en aquel momento y él se apartó para que ella pasara primero.

Darcy así lo hizo y pulsó el botón de la planta baja.

Por un momento, se permitió observarlo.

Debía de tener unos treinta y cinco años. Era muy atractivo, a pesar de su aire austero y arrogante. Tenía el pelo oscuro y liso, y lo llevaba muy corto. Sus ojos tenía el color azul del Mediterráneo. Alto y musculoso, tenía más aspecto de granjero que de ejecutivo, aunque reconocía que le quedaba muy bien el traje y la camisa de seda.

Camisa de seda…

De pronto recordó de nuevo las manchas en su impoluta tela blanca. Dudaba que consiguiera quitarlas.

Darcy se sintió aliviada cuando el ascensor llegó a su destino. El silencio que se había creado entre ellos le estaba resultando muy desagradable.

–Gracias –dijo ella y tomó la cesta que él había agarrado, quedándose en el ascensor.

–¿Dónde se baja usted?

–En el sótano –respondió ella.

–En tal caso –él volvió a entrar en el ascensor.

–No es necesario –le dijo Darcy una vez más, realmente sorprendida al ver que el propietario de aquella inmensa empresa multinacional se dignaba a ayudarla.

–Claro que lo es. Una mujer tan frágil como usted no debería estar llevando cestas tan pesadas. Y, si no me equivoco, solo estaba usted sirviendo hoy.

–Sí –dijo Darcy, quedándose con las ganas de protestar por haber sido llamada «frágil»–. Resulta que hoy nos hemos quedado cortos de personal y como verá…

–Yo no veo nada –dijo Logan interrumpiéndola, mientras salían del ascensor al aparcamiento de McKenzie Industries–. Aunque estén cortos de personal no puede pretenderse que todo lo haga usted. Eso es algo que le diré al señor Simon en cuanto tenga oportunidad.

–¡No, por favor, no haga eso! –dijo Darcy dejando de cargar la furgoneta durante unos segundos–. ¿Tiene alguna queja con respecto a la comida?

–No –respondió él.

–Entonces no ha habido ningún problema, ¿verdad?

Él la miró pensativo.

–¿Sabe, Darcy? Si no le tuviera tanto miedo a Daniel Simon, no estaría tan obsesionada con agradarlo.

Darcy lo miró, pero las luces de un coche la deslumbraron y no pudo distinguir la expresión que él tenía claramente. Así que se quedó sin entender a qué se refería.

–Bueno, no ha sido más que una comida informal después de todo –dijo ella cerrando la puerta trasera de la furgoneta.

–No me estaba refiriendo a la comida en sí –dijo él.

Entonces, ¿de qué estaba hablando?

Bueno, tenía que admitir que ella podría haber recogido los restos del catering con un poco más de discreción.

Logan McKenzie respondió al gesto desconcertado de ella.

–Lo único que estoy haciendo es ofrecerle un consejo desde el punto de vista masculino, Darcy –respondió él–. Depende de usted aceptarlo o no.

Terminó abruptamente como si estuviera impaciente por irse.

–Pues… gracias –farfulló Darcy, aún sin tener ni idea de a qué se estaba refiriendo.

Logan McKenzie asintió antes de darse la vuelta y dirigirse al ascensor.

Era un hombre extraño. Pasaba de la amabilidad a la impaciencia sin motivo aparente y en cuestión de segundos. Luego, sin saber por qué, le ofrecía un paternal consejo.

Aunque la verdad era que Logan McKenzie no era un motivo de preocupación.

Su verdadero problema era Daniel Simon y la noticia que le había dado aquella misma mañana: que tenía intención de casarse con una mujer que había conocido hacía tan solo tres semanas.