bian1375.jpg

6803.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Kathy Garner

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Al otro lado del amor, n.º 1375 - julio 2015

Título original: The Doctor’s Secret Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6765-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

La casa le pareció más pequeña y pobre de lo que recordaba, pero el sedán azul oscuro que estaba aparcado fuera era nuevo y caro. Aun así, nunca hubiera creído que pertenecía a Dan Cordell. Demasiado conservador y práctico. No le iba en absoluto. Él era más de Harley, el diablo en dos ruedas.

Sin embargo, la voz que la saludó al entrar en casa de su madre era, sin duda, la suya, grave y suave.

–Por fin te has dignado a venir.

Molly se preguntó si la impresión se le notaría en la cara tanto como lo había notado ella en el cuerpo.

–Por supuesto –contestó aferrándose al pomo con la esperanza de que el frío metal la hiciera olvidar cómo ardía su corazón–. Me han dicho que mi madre está mal y necesita que alguien se haga cargo de ella, así que nunca me planteé no volver.

Dan se encogió de hombros y miró a Ariel.

–¿Y ella…?

Molly sabía que, tarde o temprano, iba a tener que contestar a aquella pregunta, pero no había creído que fuera a ser tan pronto.

–Es mi hija –dijo, rezando para que nunca se enterara de la verdad.

–Eso ya me lo imagino –dijo Dan sonriendo levemente con aquella sonrisa que en el pasado la hizo olvidar todo rastro de la educación puritana que había recibido de su padre–. Te iba a preguntar cómo se llama.

–Ariel –contestó Molly apretando a su hija contra sí.

Su mirada, tan azul y directa como once años atrás, pero más tierna se posó en la niña.

–Un nombre muy bonito, como quien lo lleva.

Ariel sonrió encantada y Molly sintió una punzada de pánico en el corazón. ¿Y si veía algo en los rasgos de la niña que a ella se le hubiera pasado? ¿Y si algún tipo de corazonada le decía que tenía ante sí a carne de su carne y sangre de su sangre?

Molly hizo pasar a la niña hacia la cocina.

–Ve a ver qué hay en la nevera. A lo mejor tenemos que ir a la tienda. Mira si hay leche, pan, huevos y zumo.

Dan observó cómo la niña se alejaba por el pasillo.

–No sabía que ibas a venir con tu familia –dijo Dan.

–Y yo no sabía que tuvieras las llaves de casa de mi madre –le espetó ella–. ¿O es que has entrado por la ventana?

–Soy el médico de tu madre –contestó él– y suelo llamar antes de venir, a la antigua usanza.

Molly se quedó con la boca abierta. ¿Dan Cordell, cuya afición preferida once años atrás había sido correr detrás de las mujeres y coleccionar multas por exceso de velocidad, era médico? ¿Y se comportaba a la vieja usanza?

–¡Sí, claro! ¡Y yo soy Anna, la cuidadora de los hijos del rey de Siam!

–No, Molly. Tú eres la hija que nunca está, la hija que se avergüenza de sus padres, que eligió olvidarlos en cuanto cazó a un marido rico. No confundas la realidad con la ficción.

Su boca soltaba insultos tan fácilmente como en el pasado le había dicho cosas bonitas. Aquello la dejó helada. Lo del marido rico estuvo a punto de hacerla explotar en carcajadas, pero se controló. ¿Quién habría inventado aquello?

–¡Muy bien! Si es cierto que eres el médico de mi madre, ¿me puedes decir cómo está?

–Lo suficientemente mal como para que no quiera que esté sin ayuda. Si se cae de la cama o por las escaleras, podría ser el fin. Ya antes del accidente estaba mal.

–¿Cómo de mal?

Dan la observó con mirada clínica. Llevaba unas botas de cuero y un jersey de cachemir con un abrigo de cuello de piel.

–Me parece increíble que me lo tengas que preguntar. Si hubieras…

–Si no hubiera sido tan mala hija, no tendría que preguntar, ¿verdad? –lo interrumpió–. No dejes que la ropa te confunda. Debajo sigo siendo la misma chica desvergonzada y rebelde que no se merecía a sus padres.

–Eso lo dices tú, Molly, no yo.

–Eso lo dijo todo el pueblo. Por eso me tuve que ir antes de cumplir los dieciocho. Supongo que, ahora que he vuelto, lo volveré a oír.

–¿Por eso no has vuelto en todos estos años?

Molly se resistió a suspirar. ¿Cómo decirle la verdad? ¿Cómo contarle que, cuando la dejó después de su secreta aventura de verano, se había enterado de que estaba embarazada, que no había podido contar con su madre porque ella no tuvo el valor de oponerse a la tiranía de su padre y que, temiendo que él la medio matara, se había visto forzada a irse? ¿Y cómo decirle que los odiaba a todos por lo que había pagado por ello?

–Olvídate de mí. Te he preguntado por mi madre. Sé que mis padres tuvieron un accidente de coche en un paso a nivel, que mi padre murió en el acto y que mi madre no salió bien parada tampoco. Lo que quiero saber es la gravedad de sus lesiones y si se puede recuperar.

Vio un brillo en los ojos de Dan. Como de decepción.

–Has cambiado mucho, Molly. No eres la chica que yo conocía.

–¡Eso espero!

–Has perdido tu dulzura.

–He perdido mis ilusiones juveniles, doctor. Si tú siguieras fiel a las tuyas, no sé si serías el médico de mi madre. Eso me hace pensar en otra cosa. ¿Por qué no se está ocupando tu padre, que es nuestro médico de toda la vida?

–Se jubiló el año pasado, así que si quieres una segunda opinión, él no te la dará. Te puedo dar el teléfono de algún colega, pero, si quieres un especialista, tendrás que irte a buscarlo fuera de Harmony Cove. Yo ya he consultado con el cirujano ortopédico de aquí y están de acuerdo con mi modesta opinión.

–Puede que lo haga, sí –contestó golpeando el suelo nerviosa–. Entretanto, me gustaría que me respondieras a la pregunta que te he hecho. ¿Cómo está mi madre? Y no me lo edulcores. Si no crees que se vaya a recuperar, si crees que se va a quedar inválida de por vida, dímelo.

–Como lleva mucho tiempo tomando esteroides para el asma, tiene una fuerte osteoporosis. Eso unido a su edad, una dieta pobre y una falta general de cuidados sanitarios. Tienes a una mujer a la que, si abrazas demasiado fuerte, le podrías romper las costillas. En el accidente, se rompió una cadera. Le pusieron unos clavos. Es posible que vuelva a andar, pero, seguramente, con un andador. Podríamos mejorar la calidad de sus huesos, pero solo si se toma la medicación. El problema es que se olvida, está deprimida. Me parece que no se quiere poner bien. Me atrevería a decir que se quiere morir. ¿He sido suficientemente claro, Molly?

¿Suficientemente? Aquellos datos habían dejado a Molly hecha un flan. Sintió un doloroso nudo en la garganta.

–Bastante –contestó abriendo la puerta–. Gracias por venir.

Dan se tomó su tiempo para abrocharse la chaqueta.

–No tengas tanta prisa por perderme de vista. No me voy a ir hasta que esté seguro de que entiendes las limitaciones de tu madre y cómo la tienes que cuidar.

–El asistente social que se puso en contacto conmigo a instancias tuyas me lo puso muy clarito. En cuanto a los cuidados, no hace falta que me enseñes a cambiar unas sábanas o a poner una cuña.

–No creo que estés preparada. Hace años que no ves a tu madre y ha cambiado. Prefiero quedarme para darte apoyo moral.

–No. Prefiero no tenerte cerca todo el rato. Así que, si no hay una medicación o un tratamiento específico…

–Ambos –contestó Dan–, pero hay una enfermera que viene dos veces al día para ocuparse de eso.

–Bien. Entonces, si tengo más preguntas, hablaré contigo… o con otro médico… esta semana.

–Puedes estar segura de que las tendrás y, a no ser que tu madre decida cambiar de médico, me las harás a mí. Es más, me las harás mañana. Que te den hora para mediodía. No estoy en la consulta de mi padre sino en la Clínica Eastside, en la calle Waverley. Cadie Boudelet, la vecina, se quedará con Hilda mientras tú no estés.

–¿Qué te hace pensar que Cadie Boudelet estará dispuesta a quedarse con mi madre? No se llevaban muy bien.

–Lleva cuidándola desde el accidente. Prácticamente ha vivido con ella desde que le dieron el alta en el hospital.

–¡Estará de lo más ocupada con eso y metiéndose en la vida de todos los demás!

–Bueno, alguien tenía que hacer de buena samaritana y, como tú no estabas…

Molly cerró los ojos para no ver la censura que había en los de Dan. Cuando los volvió a abrir, Dan avanzaba por el camino, de espaldas a ella, con el pelo negro cubierto de copos de nieve. Sin darse la vuelta, se subió al coche y se fue.

Molly observó a los pescadores de langostas reparando las redes. Solo faltaban tres meses para que llegara la primavera, desapareciera la nieve y llegaran los turistas. Sin embargo, de momento, el triste gris lo cubría todo. Molly odiaba todos y cada uno de los rincones de aquel pueblo porque la hacían recordar cómo eran sus habitantes, estrechos de miras, malpensados y cabezotas.

Cerró la puerta y se giró hacia Ariel, que salía de la cocina.

–No hace falta que vayamos a la compra, mami. La nevera está llena.

–Sí, pero puede que lo que hay dentro lleve ahí meses y habrá que tirarlo.

–No, he mirado las fechas de caducidad y, por ejemplo, la leche y los huevos son frescos.

Si Ariel lo decía, así era. A pesar de tener nada más que diez años, al tener solo a su madre, se había visto obligada a madurar antes que los niños de su edad. Su hija la había consolado en los malos momentos, que habían sido muchos al principio.

–¡Eres una chica grande! –le dijo chocando los cinco–. ¿Qué haría yo sin ti?

Se solía hacer aquella pregunta a menudo, pero aquel día tomó un nuevo y sombrío significado. ¿Qué haría si Dan se enterara de la verdad y le quitara a Ariel?

Apartó aquel horrible pensamiento de su cabeza.

–Vamos a subir tu maleta. Ve a saludar a tu abuela. A lo mejor, conocerte la alegra.

Molly miró las escaleras, estrechas y oscuras, que le recordaban su minúscula habitación. Siendo más pequeña que Ariel, aquella casa le parecía llena de amenazas, de monstruos que podían salir de cualquier sitio para castigarla por haber cometido pecados que nunca llegó a comprender. Por primera vez estaba viéndola como era en realidad: una caja cerrada, severa y silenciosa, como el hombre que la llevaba con mano de hierro.

La puerta del dormitorio de sus padres estaba entreabierta. Molly la abrió y miró dentro. Inmediatamente, la asaltaron otros recuerdos. El mismo linóleo marrón en el suelo, las mismas cortinas beis en las ventanas y el mismo crucifijo sobre la cama.

Cuando tenía pesadillas, su padre nunca le había permitido tumbarse en aquella cama con ellos. Ni siquiera la típica mañana de domingo. Nunca le había contado un cuento. En su mente de niña, aquella habitación era tan espartana como una cárcel y, viéndola con ojos de adulta, la impresión seguía siendo la misma.

–Cadie, ¿eres tú? –dijo la mujer incorporándose con un brazo escayolado.

Sorprendida por aquella voz tan débil, Molly se acercó y comprobó que Dan no había exagerado. Hilga Paget no había sido nunca una mujer grande, pero las heridas, la enfermedad y las dificultades la habían dejado hecha un pellejo.

–No, mamá, soy yo –contestó sintiéndose de lo más culpable.

–¿Molly? –dijo la mujer intentando incorporarse con un gruñido de dolor–. ¡Hija, no deberías haber venido! La gente empezará a hablar de nuevo.

Molly se tragó el nudo de dolor y le dio un beso en la mejilla.

–Déjales que hablen. Yo he venido a cuidarte y eso es lo único que me importa.

–Pero si ya me cuidan. Viene una enfermera dos veces al día y Cadie, la vecina, viene por las mañanas, por las noches y me hace la compra. Alice Livingston me trae sopa por las tardes… –a pesar de las protestas, le tenía agarrada la mano como si no se la quisiera soltar nunca–. ¿Cómo te has enterado de que estoy mal, Moll? ¿Quién te lo ha dicho?

–Tu nuevo médico le dijo a un asistente social del hospital que se pusiera en contacto conmigo. ¿Por qué no me llamaste tú, mamá? ¿Creías que no me iba a importar? ¿Creías que te iba a dar la espalda?

–Porque sé lo mucho que odias este lugar y lo mucho que te iba a costar volver.

–Lo odio, sí, y creo que lo odiaré toda la vida.

–Entonces, ¿por qué vienes a cuidar de una mujer que nunca te cuidó a ti como una madre debe?

–Porque, aun así, sigues siendo mi madre y, ahora que mi padre no está…

No terminó la frase. No añadió «ya nada me impide volver». No había necesidad de hacer leña del árbol caído. John Paget la había echado de casa varias veces y la había insultado a voz en grito. Todo el mundo sabía que padre e hija se llevaban fatal.

¡Cuántas noches de invierno había pasado a la intemperie con unas zapatillas y un jerseicito! ¡Cuántas noches de verano se había escondido en el bosque que había detrás de la casa esperando a que él se acostara para poder colarse en su habitación!

A pesar de que todo el mundo sabía lo que pasaba, nadie había mostrado compasión con ella. En lugar de eso, se habían quedado mirando sin hacer nada. «¡Pobre John Paget! ¡Menuda hija tiene y, encima, cojo! Ha nacido salvaje y morirá salvaje».

Seguro que, cuando se enteraran de que había vuelto, irían al cementerio a ver si la encontraban bailando encima de la tumba de su padre. ¡No merecía la pena! Se alegraba de que hubiera muerto y no lo negaba. Había sido un monstruo y el mundo estaba mejor sin él.

–No creas que no he pagado por lo que dejé que ocurriera cuando eras pequeña –dijo Hilda Paget con un dolor insoportable en los ojos–. Dejé que tu padre te tratara mal y eso me atormenta. Me estaría bien empleado que me dejaras morir en su cama.

–¿Y dejar que todos esos malpensados dijeran que tenían razón sobre mí? ¿Para que digan «ya te lo dije»? ¡Ni hablar! –rio Molly intentando olvidar el pasado–. Lo siento, mamá, pero he venido para quedarme todo el tiempo que me necesites y no he venido sola.

Su madre miró hacia la puerta, donde estaba Ariel.

–¿Has traído a la niña? –dijo con la voz quebrada–. ¡Oh, Moll, creí que me iba a morir sin verla!

Molly sintió que se le rompía el corazón, pero se repuso.

–Ven a saludar a tu abuela, cariño.

Ariel se acercó al borde de la cama.

–Hola, abuelita. Siento mucho que a tu coche se lo llevara el tren por delante.

A Hilda se le llenaron los ojos de lágrimas.

–¡Dios bendito! –dijo agarrando a la niña de la mano–. ¡Es como volver dieciocho años atrás! Eres igual que tu madre. Los mismos ojos marrones, tu mismo pelo, Molly. Menos mal que no se parece a mí.

–Ve a deshacer el equipaje –le dijo Molly a su hija–. Vamos a dejar que la abuela descanse un poco y, luego, cenamos aquí, ¿de acuerdo? ¿Te parece bien, mamá?

–Me parece muy bien –contestó Hilda con una gran sonrisa a pesar del cansancio que la invadía–. Nunca pude cenar en la cama, tu padre no me dejaba. Ayer, a estas horas, no creí que tuviera nada por lo que luchar, pero ahora es diferente.

 

 

Molly consiguió salir de la habitación y bajar las escaleras sin estallar en sollozos. Al llegar abajo, se desahogó.

«Un poco tarde para ponerse a llorar, Molly Paget. Eras lo único que había entre esa pobre mujer y el bestia de su marido y te fuiste, la dejaste sola ante el peligro. Eres una mala hija y te mereces todas las críticas que viertan sobre ti. ¿Cómo te sentirías si Ariel te abandonara como tú abandonaste a tu madre?», se fustigó.

Destrozada. Así se sentiría, porque Molly para ella era lo más importante del mundo.