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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Cathy Williams

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El sabor de la tentación, n.º 2397 - julio 2015

Título original: To Sin with the Tycoon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6769-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Alice Morgan estaba empezando a hartarse. Llevaba hora y media en ese despacho y no sabía si tendría que quedarse allí todo el día. Parecía como si se hubiesen olvidado de ella. Le habían dicho que don Importante tenía sus propias reglas, que hacía lo que quería y cuando quería, que era impredecible. Todo eso se lo había contado una Barbie a pequeña escala mientras la llevaba a su despacho, donde no estaba su nuevo jefe.

—A lo mejor tiene una agenda —comentó Alice—. A lo mejor tenía un desayuno de trabajo y se ha olvidado de que yo iba a venir a las nueve. Si pudieras comprobarlo, yo podría saber hasta cuándo tendré que esperarlo.

No. Don Importante no organizaba su vida con agendas. Al parecer, no las necesitaba porque era tan inteligente que podía acordarse de todo sin necesidad de que se lo recordaran. Además, nadie podía entrar en su despacho cuando él no estaba. La Barbie ya se había asomado un par de veces, había sonreído como si quisiera disculparse y le había repetido lo que ya le había dicho, como si el retraso y la desconsideración fuesen puntos a favor de su jefe que todos los empleados aceptaban con alegría y que, por lo tanto, ella también tenía que aceptar. Miró por la separación de cristal al despacho de Gabriel Cabrera, que era mucho mayor y más impresionante que el de ella. Cuando le dijeron dónde era su trabajo temporal, se quedó atónita. La oficina estaba en el edificio más increíble de la ciudad. El Shard era un ejemplo de maestría arquitectónica con unas vistas magníficas de todo Londres.

Aunque su contrato era de solo seis semanas, le habían dicho que existía la posibilidad de que fuese permanente si lo hacía bien. La mujer de la agencia había añadido que él tenía fama de contratar y despedir sin tregua, pero ella hacía bien su trabajo, mejor que bien. Cuando llegó esa mañana al edificio, a las nueve menos cuarto en punto, se había propuesto hacer lo que hiciese falta para conseguir un puesto fijo allí.

Su empleo anterior había sido agradable y bien pagado, pero era en un sitio mediocre y no tenía ninguna posibilidad de progresar. Ese empleo, si lo conseguía, auguraba una carrera profesional ascendente. En ese momento, pensó que no iría a ninguna parte si su nuevo jefe no aparecía, salvo a la casa compartida de Shepherd’s Bush después de haber perdido todo un día. Además, ni siquiera la pagarían por ese día porque no había trabajado. Se preguntó si su fama de contratar y despedir no se debería a que sus secretarias lo abandonaban a las tres semanas cansadas de soportar esa supuesta inteligencia, si no sería que las secretarias lo despedían a él y no al revés.

Se vio reflejada en la pared de espejo que cubría una pared de su despacho y frunció el ceño. Su aspecto atildado e insulso no se parecía a la imagen glamurosa de los empleados que había visto mientras la acompañaban al piso de la dirección. Era como si estuviese en el decorado de una película. Los hombres llevaban trajes caros y elegantes y las mujeres eran rubias, guapas y refinadas. Jóvenes licenciados con empuje, ambición, belleza y cerebro. Hasta las secretarias y conserjes eran así de glamurosos, eran personas que se vestían acorde al entorno.

Ella en cambio… Tenía los ojos marrones, el pelo castaño lacio que le llegaba a los hombros y era demasiado alta, aunque llevara los mocasines negros sin tacón. Su traje gris y su blusa blanca carecían de todo atractivo, aunque esa mañana, cuando se los puso, se había quedado muy contenta con la imagen de profesionalidad que transmitían. Había sido un cambio considerable en comparación con la ropa más informal que había llevado en su empleo anterior, pero, en ese momento, se encontraba algo… mortecina. Por primera vez, se preguntaba si el deslumbrante currículum que llevaba en el bolso y la seguridad en sí misma serían suficientes. Un jefe excéntrico y chiflado que se rodeaba de modelos despampanantes podría encontrarla un poco insignificante. Dejó a un lado ese arrebato de inseguridad e intentó dar un paso adelante. No se hallaba en un desfile de moda ni estaba compitiendo con nadie por ser la más guapa. Eso era un empleo y ella lo hacía muy bien. Aprendía deprisa y tenía un cerebro ágil. Eso era lo importante cuando se trataba del trabajo.

Era casi mediodía y estaba preparándose para tener una conversación con algún empleado sobre el paradero del jefe cuando se abrió la puerta de su despacho y entró su nuevo jefe, Gabriel Cabrera. Nada ni nadie la había preparado para aquello. Medía casi dos metros y era el hombre más tentadoramente guapo que había visto en su vida. Llevaba el pelo un poco largo, lo que le daba cierto aire descuidado, y sus facciones perfectas eran casi insultantes. Irradiaba un poder y una energía que la dejó muda por un instante, hasta que se repuso y le tendió una mano.

—¿Quién es usted? —le preguntó Gabriel parándose delante de ella—. ¿Qué hace aquí?

Alice bajó la mano y sonrió con cortesía. Ese era el hombre para el que iba a trabajar y no quería empezar con mal pie, pero se dijo para sus adentros que, entre otras muchas cosas, era grosero y fatuo.

—Soy Alice Morgan… su nueva secretaria. La agencia que utiliza su empresa se puso en contacto conmigo. Tengo el currículum…

—No hace falta.

Él retrocedió y la miró con la cabeza ladeada. Se cruzó de brazos y la rodeó. Ella apretó los dientes por esa forma insolente y arrogante de observarla. ¿Así trataba a sus empleadas? Había captado el mensaje de que él hacía lo que quería sin importarle lo que dijeran los demás, pero eso era excesivo. Podía marcharse. Había estado esperando tres horas y la agencia lo entendería, pero iban a pagarle una barbaridad por ese empleo y le habían dado a entender que, si la hacían fija, la retribución sería descomunal. Ese hombre pagaba bien, aunque tuviese peculiaridades desagradables, y a ella le iría bien el dinero. Llevaba tres años de alquiler, desde que llegó a Londres desde Devon, donde vivía su madre. Tendría que seguir en alquiler, pero le encantaría tener la oportunidad de no compartir una casa. Además, tenía otros gastos que le mermaban los ingresos mensuales y que le dejaban lo justo para sobrevivir sin estrecheces. El sentido práctico se impuso y no se marchó.

—Mi nueva secretaria… —Gabriel arqueó las cejas—. Ahora que lo dice, estaba esperándola.

—Llevo aquí desde las nueve menos cuarto.

—Entonces, habrá tenido tiempo para leer y asimilar toda la información sobre mis distintas empresas.

Él señaló con la cabeza hacia un aparador de madera con libros legales e informes económicos de sus empresas, que ella, efectivamente, se había leído de cabo a rabo.

—Quizá podría hacerme un resumen de mis funciones —replicó ella en un tono pausado—. Lo normal es que la antigua secretaria le pase el relevo a la nueva, pero…

—No tengo tiempo para explicarle todo lo que espero que haga. Tendrá que aprenderlo sobre la marcha. Doy por supuesto que la agencia ha enviado a alguien competente que no necesita que la lleven de la mano.

Él observó que ella se sonrojaba levemente y que miraba hacia otro lado rígida como una tabla. No era la reacción que solía recibir del sexo contrario, pero era posible que la agencia hubiese acertado al mandarle a alguien que no acabaría encaprichándose fastidiosamente de él. Era evidente que la señorita Alice Morgan tenía la cabeza muy bien puesta sobre los hombros, y que parecía una «señorita» aunque no hubiese sabido que lo era.

—Lo primero es una taza de café. Comprobará que es una función esencial. Me gusta fuerte, solo y con dos azucarillos. Si se destensa un poco y mira a la izquierda, verá una puerta corredera. Allí encontrará todo lo necesario para hacer café.

Hasta el momento, todo lo que había dicho ese hombre la había puesto nerviosa y había captado el tono burlón al decirle que se destensara.

—De acuerdo.

—Luego, puede tomar su ordenador y venir a mi despacho. Tengo algunas operaciones en marcha. Podrá parecerle que se ha metido en un buen lío, pero también puede relajarse, señorita Morgan. No me como a las secretarias para desayunar.

Sus piernas empezaron a moverse por fin cuando él desapareció en su despacho. Hacer café era su primer cometido. No le había hecho café al jefe en el empleo anterior. Allí, todo el mundo colaboraba. Con cierta frecuencia, Tom Davis le había llevado una taza de café a ella. Estaba claro que Gabriel Cabrera no era igual de civilizado. Ella no era peleona por naturaleza, pero sí tenía un espíritu independiente que se rebelaba contra su actitud dictatorial. Le hervía la sangre mientras preparaba el café. Su imagen seguía dándole vueltas en la cabeza. Era increíblemente sexy y tenía una naturalidad asombrosa para dar por sentado que era el gran jefe y que podía hacer lo que quisiera aunque su actitud rozara la grosería. Cuando se quedó delante de ella, se sintió tan indefensa como un pececito frente a un tiburón. Tenía algo asfixiante. Llevaba un traje gris oscuro, pero ni eso podía disimular lo ancha que era su espalda y la musculatura fibrosa de su cuerpo. Era imponente.

—Siéntese —le dijo él en cuanto entró en su despacho.

Era un espacio muy amplio con ventanales desde el suelo hasta el techo. Unos estores gris claro tamizaban la luz y, un poco apartadas de la zona de trabajo, había unas butacas bajas alrededor de una mesa y unas plantas altas que creaban un espacio algo más íntimo.

—Resúmame muy deprisa los sistemas operativos que conoce.

Él tamborileó con el bolígrafo en la mesa de cristal y acero y la observó detenidamente. Era como un gorrión. Pulcra como una patena, con las piernas recatadamente juntas y no lo miraba a los ojos. Se preguntó si no debería devolverla para que la cambiaran por algo un poco más decorativo. Le gustaban decorativas, aunque también sabía que los inconvenientes siempre eran mayores que las ventajas. Sin embargo, era un hombre que podía conseguir lo que quisiera con solo chasquear los dedos y eso incluía secretarias intercambiables. Desde Gladys, la secretaria de sesenta años que se marchó a Australia sin ninguna consideración para estar con su hija, había cambiado de empleadas temporales como de camisa. Sabía que cualquier agencia lo habría borrado de su listado si fuese otra persona, pero también sabía que nunca lo borrarían a él. Pagaba tan bien que tendrían que despedirse de unas comisiones considerables.

Esbozó una sonrisa de burla. ¿Acaso no había nada que no pudiese conseguir? Naturalmente, poder conseguir todo lo que quería tenía sus ventajas… Las mujeres lo perseguían; los directores de las empresas se callaban cuando él hablaba; la prensa lo seguía para intentar atisbar la siguiente primicia financiera o para vislumbrar algo de su vida social. Estaba en la cresta de la ola, era el líder indiscutible y nada indicaba que fuese a dejar de serlo. Entonces, ¿por qué la vida podía ser tan insatisfactoria? Algunas veces se preguntaba si esa escalada hasta lo más alto lo habría dejado sin la capacidad de tener sentimientos sinceros. Quizá la gran aventura hubiese sido esa batalla en sí. En ese momento, cuando la partida ya se había jugado y la había ganado, ¿se había terminado la aventura? Ni siquiera la presión del trabajo le segregaba adrenalina como antes. ¿Qué sentido tenía intentarlo cuando podía conseguirlo todo sin esfuerzo? ¿Intentarlo era algo que le había importado y que ya no le importaba de la misma manera?

El gorrión no paraba de hablarle de su otro empleo y de todo lo que había hecho allí. Levantó una mano y la calló a mitad de una frase.

—No puede ser peor que la chica anterior. En algún momento, la agencia se olvidó de que lo que yo quería era alguien que supiera teclear con más de un dedo.

Alice sonrió con cortesía y pensó que quizá la agencia no tuviera muy claras sus prioridades porque parecía que lo que quería era que las candidatas fuesen guapas. Él frunció el ceño por esa sonrisa que le parecía que no encajaba en la apariencia sumisa que proyectaba.

—Encontrará el archivo sobre la operación Hammonds en su ordenador —comentó él centrándose otra vez—. Ábralo y le diré lo que tiene que hacer.

Alice estuvo pegada al ordenador durante las cuatro horas siguientes. No hubo descanso para comer porque él apareció cuando ya era casi la hora de almorzar y, evidentemente, había dado por supuesto que ella no tenía hambre. A las cuatro y media, levantó la mirada y se lo encontró delante de ella.

—Parece que sigue el ritmo. ¿Es un alarde para impresionarme o puedo esperar que mantenga esta eficiencia?

Ella se había olvidado de lo detestable que le parecía. Si ese era su modo de decirle que lo había hecho muy bien el primer día, tenía que haber alguna forma más amable de transmitirlo.

—Soy muy trabajadora, señor Cabrera. Normalmente, puedo con todo lo que me encargan.

Gabriel se sentó en la silla que había delante de la mesa de ella. Cada centímetro de su cuerpo irradiaba autoridad y seguridad en sí mismo, sabía que conseguiría lo que quisiera. Ella tenía que reconocer que era inteligente. Tenía la astucia de un abogado y la capacidad para analizar todos los detalles hasta que encontraba el que marcaba la diferencia entre el éxito o el fracaso.

—Muy encomiable —replicó él inexpresivamente.

—Gracias. Quizá pudiera decirme hasta qué hora espera que me quede hoy.

Al fin y al cabo, la había tenido esperando durante horas y ni siquiera se había molestado en darle un motivo.

—Hasta que me parezca que ha terminado el trabajo del día —contestó él con frialdad—. No me gustan los horarios rígidos, señorita Morgan. A no ser que tenga que salir ineludiblemente a las cinco, claro. ¿Tiene que hacerlo?

Alice se alisó nerviosamente la falda. Se había leído todo sobre la empresa durante las tres horas que había estado esperando y enseguida se había dado cuenta de que ese hombre era más que influyente. Era un multimillonario increíblemente guapo y a lo largo del día había comprobado que, como le había dicho la Barbie, hacía lo que quería. Por ejemplo, le había dicho tajantemente a una mujer, a la directora del departamento legal, que el fin de semana siguiente iba a tener que trabajar porque iba a cerrar una operación importante y que, por lo tanto, tendría que perderse la boda de su mejor amiga, y todo eso sin la más mínima disculpa. Gabriel Cabrera pagaba muy bien a sus empleados y ellos le entregaban su libertad a cambio. Ella no iba a pasar por ahí. En ese momento, solo era una ínfima trabajadora temporal y podía decirle lo que pensaba, poner algunos límites. Si por casualidad le ofrecían el empleo de forma permanente, ya no podría decirle lo que estaba dispuesta a hacer y lo que no. No estaba dispuesta a trabajar los fines de semana en la situación de su madre.

—No me aferro a los horarios, señor Cabrera, y trabajaré encantada el tiempo que haga falta, pero sí valoro mi vida privada y tendría que saber con cierta antelación si se espera que sacrifique mi tiempo libre.

—Mi empresa no funciona así —replicó él con los ojos entrecerrados.

Él no funcionaba así. Él no daba explicaciones. Él hacía lo que quería y todos lo aceptaban. Sintió otra punzada de escepticismo, pero la sofocó enseguida. Se había ganado el puesto en lo más alto derrotando a sus competidores. Había empezado de cero y lo tenía todo. No se justificaba ante nadie y mucho menos ante una secretaria que llevaba dos minutos con él.

—Si he entendido bien, le pagan el doble de lo que ganaría en otra empresa.

Ella estuvo tentada de añadir que con otro jefe, con un jefe normal.

—Eso es verdad —reconoció Alice.

—¿Va a decirme que no le gusta la sustanciosa retribución? Naturalmente, puedo recortarla si quiere empezar a imponer sus condiciones sobre el horario. Lleva cinco minutos aquí, ¿cree que puede empezar a dictar condiciones? —él dejó escapar una carcajada—. Es increíble.

—La agencia dio a entender que podrían ofrecerme un empleo permanente si superaba el período de prueba. Entiendo que no le ha ido muy bien con las otras secretarias que le mandaron.

—¿Cree que tiene algún poder porque ha cumplido bien el primer día?

Sin embargo, efectivamente, le había ido muy mal con las secretarias. Quizá hubiese debido buscar una anodina como la que tenía delante, pero también debería poder llevarse bien con la persona con la que acababa pasando casi todo el día. Sin embargo, también tenía que reconocer que algunas de las chicas que había empleado habían querido llevarse demasiado bien.

—Me parece que está excediéndose un poco, ¿no cree?

—No.

Alice tomó aliento y se preparó para mantener su postura porque veía claramente lo que le esperaba con ese hombre. Los ojos oscuros de él se clavaron en los castaños de ella y se quedó sin respiración. Lo encontraba inquietante, aunque ese día había sido el más estimulante desde hacía mucho tiempo. Había revivido con la presión del trabajo y había visto posibilidades de progresar y asumir más responsabilidades. ¿Quería poner en peligro seis semanas de algo seguro a cambio de imponer condiciones para un trabajo permanente que quizá no llegara a tener? Sí. No iba a permitir que nadie, por mucho que le pagara, dictara cómo tenía que ser su vida, y no solo su vida laboral. No parecía importarle a nadie en esa empresa. Seguramente, la mitad de las mujeres estarían deslumbradas por él, pero ella no lo estaba y necesitaba tiempo libre. Tenía que ir los fines de semana a Devon a ver a su madre y su vida ya era bastante complicada. No estaba dispuesta a que le privaran de sus preciadas tardes de los días laborables aunque le pagaran esas horas extra.

—¿Cómo ha dicho?

Gabriel no podía recordar cuándo fue la última vez que alguien le expresó una opinión que, evidentemente, no iba a ser bien recibida. Tener mucho dinero daba mucha libertad e imponía más respeto todavía. ¿Acaso no había sido eso lo que había buscado toda su vida? ¿Acaso no había querido dejar atrás los oscuros días que pasó en casas de acogida donde su opinión no valía para nada y otras personas controlaban su vida?

—Solo llevo un día aquí, señor Cabrera, y he tenido que esperar unas tres horas a que usted llegara. Efectivamente, tuve mucho tiempo para leer todo lo referente a su empresa, pero no sabía que iba a pasar la mañana así.

—¿Está pidiéndome que le dé explicaciones sobre dónde he estado esta mañana? —le preguntó él sin disimular la incredulidad.

Normalmente, en ese punto, ella habría perdido toda posibilidad de pasar otro día en su empresa y, mucho más, de conseguir el empleo permanente que parecía desear. Sin embargo, estaba fascinado y atónito por su temple y entereza.

—¡Claro que no! También me doy cuenta de que no puedo empezar a poner condiciones…

—Pero va a ponerlas en cualquier caso.

Si dominó la explosión de furia fue porque había trabajado muy bien, demasiado bien como para desecharla sin un recambio en la recámara.

—Me temo que no puedo sacrificar los fines de semana para trabajar con usted, señor Cabrera.

—Creo que no se lo he pedido.

—No, pero vi que le dejaba sin fin de semana a esa pobre chica. Se casa su mejor amiga y usted le dijo que tenía que trabajar a fondo los dos días.