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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Maisey Yates

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce combate, n.º 2400 - julio 2015

Título original: His Diamond of Convenience

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6772-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Victoria odiaba ese tipo de gimnasios. Odiaba sus cuadriláteros, sus sacos de arena y su ambiente cargado de testosterona y sudor. Además, la iluminación le parecía demasiado tenue; aunque, puestos a elegir, prefería una luz que no enfatizara la suciedad y las manchas de las lonas, sangre incluida.

Definitivamente, no eran sitios que le gustara visitar. Pero Dimitri Markin estaba en uno de ellos, y necesitaba hablar con él.

Se pasó una mano por el pelo, entró en el local y lo cruzó entre el sonido de sus zapatos de tacón alto, que resonaban en el suelo de cemento. Notó las miradas de los presentes, pero hizo caso omiso. Los hombres musculosos solo le interesaban cuando tenía que levantar algo que pesaba mucho. Y apenas se inmutó cuando uno de ellos le dedicó un silbido de admiración. Se limitó a alzar la barbilla, agarrar el bolso con más fuerza y seguir caminando con tranquilidad.

Sabía que a los hombres les encantaba su actitud distante. Se lo tomaban como un desafío, y les gustaba más. Lo había comprobado muchas veces a lo largo de los años, y era uno de los motivos por los que no quería saber nada de ellos.

Sin embargo, la desconfianza de Victoria tenía raíces más profundas. Decidida a mantener la paz familiar y a recuperar el respeto de su padre, había llegado al extremo de admitir un matrimonio de conveniencia con un príncipe. Pero el noviazgo terminó de mala manera. Su prometido se enamoró de la persona que los había presentado, así que ella volvió a su vida de costumbre y se concentró en sus obras de caridad y en su papel de representante de la familia ante los medios de comunicación.

Hasta que se enteró de que Dimitri Markin tenía algo que ella quería. Y de que ella tenía algo que él quería.

Si su plan salía bien, sería mucho mejor que casarse con un aristócrata. Hasta conseguiría que su familia la perdonara por el dolor que les había causado. E iba a salir bien. No podía fracasar. No se podía permitir el lujo de un fracaso.

Al llegar al fondo de la enorme sala, abrió una puerta y entró en una más pequeña, donde dos hombres estaban luchando con tanta energía como si su vida dependiera de ello. Los dos iban desnudos de cintura para arriba y los dos llevaban calzones oscuros.

Reconoció a Dimitri en cuanto lo vio. Era más alto que su adversario, y tenía un brazo lleno de tatuajes. Victoria no sabía lo que significaban los símbolos que decoraban su piel, solo sabía que, según la prensa del corazón, formaban parte del encanto que había convertido a Dimitri en un hombre deseado por la mayoría de las mujeres. Pero ella no era como la mayoría. Solo le interesaban sus tatuajes porque la podían ayudar a encontrar lo que buscaba.

Se detuvo, cruzó los brazos y dijo:

–¿Dimitri Markin?

Él dejó de pelear y se giró hacia ella, jadeando. Su cuerpo estaba cubierto de sudor, y Victoria clavó la mirada en las gotas que descendían por sus perfectos abdominales, cada vez más cerca de los calzones, siguiendo una fina línea de vello que desaparecía bajo la tela.

Incómoda, subió la cabeza y lo miró a la cara, pero casi fue peor. Las fotografías de la prensa no le hacían justicia. Era tan inmensamente atractivo que se puso tensa al instante y, durante unos momentos, no supo qué hacer ni qué decir.

Dimitri Markin había recibido muchos golpes durante su larga carrera de luchador. Victoria suponía que le habrían dejado marcas en el rostro, y no se equivocaba. Tenía una cicatriz en el labio superior y una pequeña protuberancia en la nariz, como si se la hubieran roto en algún momento. Pero, en lugar de deformarlo, le daban un aire más interesante. Un aire rebelde y desenfadado a la vez.

Respiró hondo e hizo un esfuerzo por recobrar la compostura. Por muy guapo que fuera, estaba allí para hablar con él y llegar a un acuerdo. No se podía distraer con tonterías. Aquel hombre le podía dar lo que necesitaba para hacer las paces con su padre y seguir adelante con su vida.

Por desgracia, sus ojos parecían tener ideas propias. Después de admirar la cara de Dimitri, pasaron a admirar su ancho y fuerte pecho. ¿Qué le estaba pasando? Victoria le restó importancia y se dijo que era perfectamente natural. Estaba ante el cuerpo de un maestro en artes marciales. Y aunque todo el mundo sabía que llevaba más de una década fuera del circuito, era obvio que se mantenía en buena forma.

–Sí, soy yo –contestó él.

Victoria carraspeó, desconcertada con el efecto que había causado en ella.

–Soy Victoria –dijo–. Victoria Calder.

–No recuerdo haber oído tu nombre con anterioridad, y tampoco recuerdo que tuviéramos una cita –comentó Dimitri con su suave acento ruso–. ¿Has venido a retarme a un combate?

Ella lo miró con sorna.

–Dudo que recibas muchas visitas de mujeres dispuestas a luchar contigo.

Él sonrió de oreja a oreja y ella sintió un calor tan intenso como incómodo.

–Haces mal en dudar. Me ocurre con bastante frecuencia.

–Sí, bueno… –Victoria se puso nerviosa–. En cualquier caso, no he venido por eso.

–Si estás aquí por un asunto de negocios, será mejor que llames a mi secretaria y pidas una cita. Es lo que se suele hacer en esos casos –replicó Dimitri–. Y ahora, márchate y déjame en paz. O quítate la ropa, como prefieras.

Victoria intentó mantener el control de sus emociones. Era consciente de que Dimitri estaba esperando que se ruborizara, y no le quería dar esa satisfacción. Pero se ruborizó de todos modos.

–Prefiero seguir vestida, si no te importa –dijo–. ¿Podríamos hablar en un lugar más cómodo?

–¿Más cómodo? Yo me siento perfectamente cómodo.

–Al menos, dile a ese hombre que se marche…

–¿Por qué? ¿Porque te vas a desnudar?

Ella carraspeó y lo miró con desdén.

–Te vas a quedar con las ganas de que me desnude. Seguiré vestida hasta que llegue a casa, momento en que me daré un baño de agua caliente. He tenido un día difícil, y creo que me lo merezco –contestó, muy seria–. Pero, volviendo al asunto original, tengo que hablar contigo.

–¿De qué? No nos conocemos. Y no me he acostado contigo, así que tampoco te he causado ningún problema.

Victoria apretó los dientes. Aquello iba a ser más difícil de lo que había imaginado.

–O se va él o me voy yo –dijo con firmeza–. Y estoy segura de que querrás escuchar lo que tengo que decir.

Dimitri ladeó la cabeza y sonrió de nuevo.

–Nigel, ¿nos podrías dejar solos durante unos minutos?

El otro hombre asintió y se fue. Dimitri miró entonces a Victoria y dijo, con tono de orden:

–Habla.

–Yo no soy un perro. Si quieres que hable contigo, dirígete a mí con más respeto.

Dimitri rio.

–Muy bien, como quieras… Pero habla de una vez, porque necesito darme una ducha.

Victoria intentó mantener la calma. Estaba delante de un hombre semi desnudo y cubierto de sudor que, para empeorar las cosas, le gustaba mucho. No era precisamente la situación que había imaginado. Su plan no incluía la posibilidad de encapricharse de Dimitri.

–He venido a hacerte una pregunta.

–Te escucho.

–¿Te quieres casar conmigo?

 

 

Dimitri miró a la impresionante rubia que estaba ante él. Esbelta, pálida y de piernas largas, tenía una expresión que habría intimidado a muchos hombres. Y si su expresión no los hubiera intimidado, se habrían sentido pequeños ante su fuerte acento de aristócrata inglesa.

Pero él no era un hombre normal y corriente. Ni se dejaba intimidar ni se sentía menos que nadie, en ningún caso.

–Lo siento, pero tendrías más éxito con tu propuesta si te desnudaras antes.

Ella arqueó una ceja perfectamente depilada.

–Veo que te gustan las emociones baratas.

Él se cruzó de brazos y dijo, mientras admiraba sus curvas:

–Sí, me gustan mucho. Aunque, últimamente, también me puedo permitir las caras.

–Pues no te hagas ilusiones conmigo. Mi propuesta no incluye las relaciones sexuales.

–¿Ah, no? Pensaba que el sexo estaba incluido en el matrimonio… Aunque no se necesite estar casado para acostarse con nadie –declaró–. Yo lo sé muy bien. Me he acostado con muchas mujeres.

Victoria asintió.

–Lo sé. Y tu reputación de mujeriego te está complicando las cosas con la Fundación Colvin Davis.

–¿Cómo es posible que sepas eso?

Dimitri lo preguntó con interés. Sus planes no eran de dominio público. Solo se lo había dicho a unas cuantas personas, y todas eran dignas de confianza. Sin embargo, Victoria Calder tenía razón. Su reputación de mujeriego y el simple hecho de que se hubiera ganado la vida en el circuito de artes marciales le estaban cerrando demasiadas puertas. Y no podía fracasar.

Lamentablemente, Colvin había fallecido. Ya no tenía forma alguna de demostrarle su agradecimiento. Pero estaba decidido a dar al mundo lo que Colvin le había dado a él cuando lo encontró en Moscú: una oportunidad para los niños que habían nacido sin ninguna.

–Suelo estar bien informada –respondió Victoria–. Tengo muchos contactos en fundaciones y organizaciones no gubernamentales, que uso cuando me interesa.

–¿Insinúas que mi fundación te interesa? ¿Es que te beneficia de alguna manera?

Victoria clavó en él sus ojos azules.

–No, de ninguna. Pero te ayudaré por el bien de los niños.

Dimitri soltó una carcajada.

–Oh, sí, por supuesto… –dijo con ironía.

–¿No me crees?

–Sinceramente, me extraña que una princesa de hielo como tú se interese por el bienestar de niños que no tienen nada –dijo–. Pero me extrañaría menos si te mostraras más cálida.

Ella suspiró.

–Pues lo siento mucho. Hoy no estoy de humor para ese tipo de calidez. Además, prefiero dedicar mi pasión a mi trabajo, obras de caridad incluidas. Y ahora, volviendo a mi propuesta… Quiero que me devuelvas London Diva.

Dimitri frunció el ceño al oír el nombre de una de las empresas que le pertenecían.

–¿Cómo?

–London Diva –repitió ella–. Quiero que se la devuelvas a mi familia.

–¿A tu familia? London Diva era propiedad de Nathan Barrett cuando la compré. No pertenecía a ningún Calder.

–Pero la fundó un Calder.

–Ah, es verdad… –dijo él, recordándolo de repente–. Geoffrey Calder… ¿Quién eres tú? ¿Su hija?

–En efecto.

Dimitri asintió.

–Así que te presentas aquí, me ofreces que me case contigo y, a continuación, exiges una de mis empresas. ¿A cambio de qué, si se puede preguntar?

–A cambio de algo que yo tengo y que tú no puedes comprar.

Él la miró con ironía.

–Tengo tanto dinero que puedo comprar lo que quiera.

–Menos una buena reputación.

Victoria le lanzó una mirada tan cómicamente angelical que Dimitri estuvo a punto de sonreír. Tenía la sospecha de que aquella mujer era capaz de mostrarse inocente como una niña antes de degollar a un hombre.

–¿Y por qué piensas que necesito mejorar mi reputación?

–Porque, si lo que me han contado es cierto, quieres que esa fundación salga adelante. Pero nadie te va a apoyar en este caso. Se trata de niños, Dimitri. Y tú tienes fama de ser un hombre cascarrabias, malhablado, malhumorado y con tendencia al exceso. ¿He olvidado algo?

Él dio un paso adelante y sonrió al ver que ella se estremecía ligeramente.

–Sí, aunque ya lo habías dicho antes. Has olvidado que soy un mujeriego, y que eso no ayuda precisamente a mi causa.

–Pero sería irrelevante si no te hubieras acostado con demasiadas mujeres casadas, algunas de las cuales tenían niños. Y ahora te acusan de destruir familias.

–Supongo que te refieres a Lavinia… –dijo él, refiriéndose al último de sus escándalos–. Yo no sabía nada cuando me acosté con ella.

–¿No sabías que estaba casada?

–No me preocupa el estado civil de mis amantes. Si están casadas y se quieren acostar conmigo, es asunto suyo. Ellas sabrán lo que hacen –respondió–. Pero no me refiero a eso, sino al hecho de que Lavinia tuviera hijos.

A decir verdad, Dimitri prefería hacer el amor con mujeres que estaban comprometidas con otros hombres y que solo buscaban sexo. Era la única forma más o menos segura de evitar posibles complicaciones emocionales.

–Lo dices como si fueras prácticamente un santo… –se burló ella.

–Sí, el santo patrón del vodka y los orgasmos.

Victoria se ruborizó.

–Pues es extraño que no tengan tu imagen en las iglesias…

–Será porque me han excomulgado –ironizó él.

–Sí, bueno… –dijo, nerviosa–. En cualquier caso, yo te puedo ayudar.

–¿Cómo? ¿Casándote conmigo?

Ella rio.

–No seas tan obtuso. No nos tendríamos que casar. Solo tendríamos que comprometernos y dejarnos ver en público durante una temporada, lo justo para que tus problemas desaparezcan.

–Vaya, veo que lo has pensado bien…

Dimitri lo dijo con un fondo de admiración. Victoria era una mujer dura y astuta, que habría sido una gran luchadora si se hubiera dedicado a las artes marciales. Pero no se dedicaba a eso y, además, la encontraba de lo más irritante.

–Por supuesto que sí. No habría venido a verte si no tuviera un buen plan –dijo con desdén.

Él la miró a los ojos y decidió complicarle un poco las cosas. Obviamente, estaba acostumbrada a salirse con la suya e imponer su voluntad. Necesitaba que le bajaran los humos.

–De todas formas, has venido en mal momento. Me están esperando, y eso significa que tengo que volver a casa, ducharme y cambiarme de ropa.

–¿Y dónde está tu casa?

–Por suerte para ti, en el piso de arriba.

Dimitri vivía justo encima del gimnasio, que no se encontraba precisamente en uno de los barrios de moda. Pero era el lugar donde había empezado cuando se mudó a Londres, y seguía en él por motivos sentimentales que se volvieron más intensos tras el fallecimiento de Colvin. La muerte de su mentor le había afectado mucho, y estando allí, en una casa tan llena de recuerdos, se sentía como si no hubiera desaparecido por completo.

En general, Dimitri era de la clase de hombres que preferían seguir adelante sin pensar demasiado en el pasado. Pero el caso de Colvin era diferente. Además de darle una oportunidad cuando más la necesitaba, su viejo amigo también le había dado una vida nueva. Una vida que consistía en algo más que dormir en el suelo, tapado con una manta vieja. Una vida que consistía en algo más que recibir golpe tras golpe en trabajos de mala muerte.

Y ahora, la aristocrática Victoria Calder se presentaba en su hogar y le planteaba las cosas de tal manera que solo podía elegir entre dos opciones: contraer matrimonio con ella o fracasar en su intento de honrar la memoria de Colvin Davis.

Era prácticamente una extorsión.

–¿Quieres que suba a tu casa y espere mientras te duchas? –preguntó ella con incredulidad.

–Si no te importa.

Ella sacudió la cabeza.

–No, claro que no… ¿por qué me iba a importar? –dijo, insegura.

–Entonces, sígueme.

Dimitri se acercó a una puerta que estaba en el fondo de la sala e introdujo un código de seguridad en un panel. Después, abrió la puerta y se puso a un lado.

–Ve tú delante.

Victoria lo miró con frialdad.

–Lánzame todas las miradas heladas que quieras –continuó él–, pero te aseguro que soy inmune a esas cosas. No me hacen daño.

–No pretendía hacerte daño. Sería contrario a mis intereses.

–A tu interés de casarte conmigo… –Dimitri asintió–. Sí, por supuesto. No sería lógico que te quedaras viuda antes de conseguir lo quieres.

–Exactamente.

Él sonrió y la siguió por la escalera, sin apartar la vista de su precioso y perfecto trasero. Durante unos segundos, dejó de pensar en la trampa que le había tendido y se concentró en lo bien que le quedaba la falda de tubo. Hasta que ella se giró de repente y arqueó una ceja en gesto de recriminación. Entonces, Dimitri recordó todos los motivos por los que nunca salía con mujeres como Victoria Calder, por muy atractivas que estuvieran con falda.

A él le gustaban los placeres sencillos, sin complicaciones.

La vida era dura. El trabajo era duro. Pero, desde su punto de vista, el sexo tenía que ser fácil. Y Victoria era cualquier cosa menos fácil.

–¿Me quieres decir algo? –preguntó él.

Ella sacudió la cabeza, apretó los labios y siguió escaleras arriba hasta que llegó a una puerta que no pudo abrir. Él se acercó por detrás y extendió un brazo para introducir otro código en otro panel. Victoria se puso tan tensa que Dimitri lo encontró inmensamente satisfactorio.

Nunca le habían gustado las sorpresas. Especialmente, cuando consistían en una mujer que se presentaba en sus dominios y empezaba a exigir cosas. Él no era un perro. No acataba órdenes de nadie. Y Victoria lo iba a descubrir muy pronto.

El hecho de que estuviera considerando la posibilidad de aceptar su oferta no significaba en modo alguno que ella tuviera la mano ganadora. Le había revelado lo suficiente como para intuir que se jugaba más que él, y estaba dispuesto a aprovecharlo en beneficio propio.

Aunque ya no participara en competiciones, seguía siendo un luchador. Y todos los que entraban en su territorio se convertían automáticamente en adversarios. En ese sentido, Victoria no era distinta a los demás. La estudiaría, reconocería sus debilidades y, llegado el caso, las utilizaría en su contra.

–Adelante –dijo él.

Victoria entró en la casa con la cabeza bien alta, tan fría como orgullosa. A Dimitri le pareció admirable, pero también le pareció que aquel orgullo era su punto débil. Evidentemente, no soportaba la idea de perder el control.

Cerró la puerta y la siguió sin decir nada, mientras ella observaba su santuario de muebles modernos y superficies de cristal y metal, donde predominaban los tonos blancos y negros. Sabía que la había sorprendido. No era lo que esperaba ver después de haber pasado por el gimnasio.

–Espérame. Solo tardaré unos minutos.

Dimitri entró en el cuarto de baño y, sin molestarse en cerrar la puerta, se quitó la ropa y se metió en la ducha. Si Victoria se atrevía a desafiar a un león en su guarida, tendría que afrontar las consecuencias.