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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Jennifer Drogell

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Todo en juego, n.º 2404 - julio 2015

Título original: Changing Constantinou’s Game

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6775-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Ultimamente, la fortuna le sonreía a la periodista encargada de cubrir la información de Manhattan, Isabel Peters. Se había hecho con un pequeño y acogedor apartamento de un dormitorio en el Upper East Side, había ganado una suscripción gratuita al gimnasio local que le permitiría mantener a raya los siete kilos que había perdido recientemente y, por estar en el momento y en el sitio adecuados, había conseguido una jugosa historia sobre las elecciones a la alcaldía de Nueva York con la que se había dado a conocer en las redes.

Pero al llegar corriendo a las oficinas londinenses de Sophoros para encontrarse con Leandros Constantinou, su suerte parecía haber cambiado.

–Me temo que no ha llegado a tiempo, señorita Peters –dijo la impecable recepcionista rubia con aquel acento británico que siempre la hacía sentirse inferior–. El señor Constantinou está viajando de regreso a los Estados Unidos.

La adrenalina se le había disparado desde que aquella mañana recibiera un mensaje de su jefe para que fuera a Londres cuando estaba a punto de tomar el avión de vuelta a casa desde Italia. Había hecho todo lo posible por llegar antes de que el multimillonario presidente de Sophoros se marchara. Pero el tráfico de media mañana no había estado de su parte. Tampoco el taxista parecía haberse dado cuenta de la urgencia de su misión. Trató de disimular su desesperación, convencida de que aquella mujer todavía podía serle de utilidad.

–Gracias –murmuró, y recogió su tarjeta antes de volver a guardarla en el bolso–. ¿No sabrá a cuál de sus oficinas se dirige?

–Eso tendrá que preguntárselo a su secretaria –contestó la rubia–. Está en la sede de Nueva York. ¿Quiere su número?

–Gracias, lo tengo. ¿Cuánto hace que se ha ido?

–Horas. Siento que haya hecho el viaje en balde.

Algo en la expresión de los ojos de la recepcionista hizo que Izzie la observara más detenidamente. ¿Estaría Leandros Constantinou oculto en algún despacho? Por lo que le había contado su jefe acerca de su relación con la prensa, era capaz, pero no tenía tiempo de averiguarlo. Su avión de vuelta a Nueva York despegaba en exactamente tres horas y media, y no tenía intención de perderlo.

Se despidió de la mujer con una inclinación de cabeza, cerró la cremallera del bolso y se apartó del mostrador. James, su jefe, no estaría muy contento cuando se enterara. Por lo que le había dicho en sus mensajes, la innovadora compañía de software de videojuegos de Constantinou estaba a punto de salir a bolsa. Si NYC-TV no daba antes con él y lo convencía para hacer la entrevista, todos los medios del país llamarían a su puerta. Llegados a ese punto, la posibilidad de conseguir una exclusiva sería mínima.

Suspiró, se colgó el bolso del hombro y enfiló hacia las puertas de cristal que daban a los ascensores. Por la cantidad de personas que esperaban, adivinó que había llegado a la hora del descanso de mediodía, cuando se producía el éxodo en busca de cafeína y nicotina. Ella también tenía sus malos hábitos, como ponerse morada comiendo u obsesionarse por alguna historia cuando debía estar en el gimnasio quemando los kilos que le sobraban. Pero ¿qué podía hacer cuando su madre era una diva de Hollywood y su hermana una reina de las pasarelas? La perfección no estaba al alcance de su mano.

Llegó un ascensor y un grupo de personas se apretujó dentro como sardinas en lata. Si se hubiera dado prisa, habría entrado con ellas, pero su corazón, que todavía no se había recuperado de la subida, empezó a latir con fuerza. Con tan solo mirar aquella claustrofóbica caja metálica de apenas seis metros cuadrados, se le secaba la boca y se le doblaban las piernas.

Miró hacia la puerta de emergencia, preguntándose si tan terrible sería bajar cincuenta pisos por la escalera. Sí, lo sería. Los tacones de siete centímetros no estaban pensados para tal actividad y tenía que tomar aquel vuelo. Era mejor afrontarlo y olvidarse de sus miedos. Pero no estaba dispuesta a que la docena de personas que había en el interior la vieran paralizada por su miedo a los ascensores, así que dio un paso atrás y se quedó fuera.

Se animó pensando que era una mujer racional y equilibrada, y que podía hacerlo, y se entretuvo contemplando a las personas que seguían esperando en el vestíbulo. Reparó en el tipazo de la mujer de su derecha, vestida con un ajustado vestido de alta costura. Impresionante. Sus zapatos parecían de diseñador. No era justo. El único par de zapatos de marca que tenía se los había comprado en rebajas y había gastado en ellos una cuarta parte de su sueldo mensual.

Siguió paseando la mirada, desde un hombre que parecía comer demasiados dulces hasta otro que, apoyado en la pared, no dejaba de escribir en su teléfono. Se quedó boquiabierta. ¿Cómo no se había fijado en él antes? Era toda una alegría para los ojos.

Se recreó en cada centímetro de aquel hombre de un metro ochenta. Nunca había visto a nadie al que le sentara tan bien un traje, ni siquiera a los engreídos gallitos a los que tanto les gustaba pavonearse en los bares del distrito financiero de Manhattan. Porque aquel traje gris oscuro hecho a medida moldeaba a la perfección la imponente estampa de aquel hombre.

Era muy guapo. Reparó en su moreno y atractivo perfil mediterráneo, y se quedó de piedra. Había levantado la vista del teléfono y la estaba mirando a ella. Aquel hoyuelo en mitad de su barbilla era… umm.

Contuvo la respiración mientras él la recorría de arriba abajo con los ojos, valorando sus atributos. Clavó los pies en el suelo, deseando salir corriendo como una niña de seis años. Pero su experiencia como periodista le había enseñado que eso era lo último que debía hacer cuando se sintiera acorralada. La mirada de aquel hombre se posó en su rostro y se sintió envuelta de un abrumador azul explosivo. El momento se hizo eterno, probablemente el más interminable de su vida. Entonces, él apartó la vista y volvió su atención al teléfono.

Le ardían las mejillas.

«Sinceramente, Izzie, ¿qué esperabas? ¿Que él también te devorara con los ojos?».

Una melodía latina comenzó a sonar y cada vez se oía más fuerte. Adonis alzó la cabeza, con el ceño fruncido. Era su teléfono. Rebuscó en su bolso y lo sacó.

–¿Y bien? ¿Qué ha pasado? –bramó su jefe.

–Ya se había ido, James, lo siento. El tráfico era espantoso.

–Tenía entendido que era inalcanzable, pero pensé que era para la población femenina.

Izzie no tenía ni idea de qué aspecto tenía Leandros Constantinou. Nunca había oído hablar de la compañía de software que dirigía ni del nombre del videojuego por el que era conocido, Behemoth, hasta que esa mañana había recibido el mensaje de texto de James cuando volvía con sus amigas de un viaje por la Toscana. El mensaje decía que el anterior jefe de desarrollo de software, Frank Messer, que había sido apartado de la compañía años atrás, había aparecido en NYC-TV, afirmando que él era el cerebro de Behemoth. Había presentado una demanda contra la compañía y le había concedido una entrevista en exclusiva a su jefe para contarle su versión de la historia.

–La recepcionista no ha querido decirme a dónde se dirigía.

–Mis fuentes dicen que a Nueva York –dijo su jefe–. No te preocupes, Izzie, daremos con él aquí. No puede evitarnos para siempre.

–¿Quieres que trabaje en esta historia? –preguntó ella frunciendo el ceño.

Al otro lado de la línea, se hizo el silencio.

–No iba a decírtelo hasta que volvieras, pero será mejor que lo sepas ya. Catherine Willouby se retira. Los ejecutivos de la cadena están muy impresionados con tu trabajo y quieren que la sustituyas.

Se quedó sin respiración a la vez que sentía que le daba un vuelco el estómago. Dio un paso atrás. Catherine Willouby, la adorada matriarca de NYC-TV y estrella del fin de semana ¿se retiraba? ¿Y querían que ella, una modesta reportera con unos cuantos años de experiencia la sustituyera?

–Pero tengo veinte años menos que ella. ¿No quieren a alguien con más experiencia?

–Estamos perdiendo al público más joven –contestó James tranquilamente–. Piensan que puedes recuperar esa franja de la audiencia.

La cabeza le daba vueltas. Se secó la palma húmeda de la mano en la falda. Debería estar encantada de que hubieran pensado en ella, pero tenía un nudo en el estómago.

–¿Y qué tiene esto que ver con la historia de Constantinou?

–Los ejecutivos creen que tu punto débil es la falta de experiencia en noticias de gran repercusión, algo que a la competencia le sobra. Así que voy a encargarte esta historia y vas a bordarla.

Tragó saliva y apretó el teléfono contra su oreja. La historia de Constantinou se recogería en los titulares de todo el país. ¿Estaba lista para eso?

–¿Sigues ahí? –preguntó James.

–Sí –contestó ella.

–No tengas miedo –la animó James–. Es solo una entrevista. Puede que no pases de ahí.

Una entrevista en el mayor grupo de comunicación del mundo, probablemente ante un puñado de estirados ejecutivos que examinarían hasta la marca de sus medias.

El nudo de su estómago creció.

–¿Cuándo?

–Mañana a las diez aquí, en los estudios.

–¿Mañana? –repitió ella, mirando el ascensor que llegaba–. James, yo…

–Tengo que colgar, Izzie. Te he mandado por correo electrónico algunas preguntas. Ensáyalas y te irá bien. A las diez, no llegues tarde.

La llamada terminó y se quedó perpleja. ¿Qué acababa de pasar?

El Adonis alto y moreno recogió su cartera y se dirigió al ascensor vacío. Tan solo quedaban ellos dos en el vestíbulo. Ella guardó el teléfono en el bolso y se obligó a seguirlo. Pero a poco más de un metro, sus pies se pegaron al suelo y se negaron a avanzar. Se quedó mirando el cubículo de metal, mientras se le disparaba el pulso. El hombre sujetó cortésmente la puerta para impedir que se cerrara.

–¿Viene?

Ella asintió, distraída por su acento neoyorquino mezclado con un sexy deje extranjero. ¿Griego, quizá?

«Muévete», se dijo, dando un par de pasos vacilantes.

Pero cuanto más cerca estaba, más difícil le resultaba respirar y se detuvo. El hombre la miró a la cara, entornando los ojos.

–¿Está bien?

–Me asustan un poco los ascensores –contestó inclinando la cabeza.

–Millones de personas suben en ellos cada día. Son increíblemente seguros. ¿Cómo suele llegar hasta su oficina?

–Subiendo las escaleras.

–Mire, tengo que ir al aeropuerto. Puede subir o esperar al siguiente, como prefiera.

–Yo también –dijo ella, y tragó saliva–. Me refiero a que también voy al aeropuerto.

–Entonces, suba –dijo mirándola muy serio, conteniendo su impaciencia.

La imagen de ella con su hermana acurrucadas en un ascensor a oscuras se formó en su cabeza, como ocurría cada vez que estaba en aquella situación. Recordó el silencio de la cabina en la que habían permanecido horas temblando, con las rodillas encogidas bajo sus barbillas, temiendo que se descolgara.

–Tengo que irme –masculló él.

Se quedó mirándolo mientras apretaba el botón. Las pesadas puertas metálicas comenzaron a cerrarse. No podía perder el vuelo. Respiró hondo, se echó hacia delante, introdujo el bolso entre las puertas y se lanzó dentro.

–¿Qué demonios…? –dijo él al verla aterrizar con las manos contra la pared del ascensor–. ¿Qué estupidez es esa?

–Tengo una entrevista de trabajo mañana y no puedo perder mi vuelo. Ya le he dicho que me dan un poco de miedo los ascensores –declaró Izzie aferrándose a la barandilla metálica que rodeaba el ascensor.

–¿Un poco? –preguntó él arqueando una ceja.

–No me lo recuerde, estoy bien –respondió tratando de mostrar una pose relajada, mientras sus rodillas temblorosas amenazaban con fallarle.

No pareció muy convencido, pero desvió su atención a la pantalla de televisión, que mostraba un resumen de noticias. En un par de minutos como mucho estaría en suelo firme de camino al aeropuerto, se dijo ella.

El ascensor bajaba suavemente los pisos e Izzie respiró hondo un par de veces y soltó las manos de la barandilla, sin dejar de repetirse como un mantra que podía hacerlo. Observó cómo los números se iban encendiendo. Solo treinta y cuatro pisos más…

En el treinta y tres, dos hombres sumidos en un chiste políticamente incorrecto se les unieron, y se bajaron en el siguiente. El ascensor volvió a tomar velocidad. Parecía ir cada vez más rápido y levantó la mirada al panel luminoso. Treinta y uno, treinta, veintinueve,… ¿Era su imaginación o los pisos pasaban cada vez más rápido? Se le aceleró el pulso. Debía de estar imaginándoselo porque los ascensores no cambiaban de velocidad. Los números se encendían cada vez más rápido. Miró asustada al Adonis. Él también observaba los números. Veintiocho, veintisiete, veintiséis,… el ascensor estaba acelerando.

–¿Qué… qué está pasando? –preguntó ella aferrándose a la barandilla.

Él se giró con expresión seria.

–No lo sé…

Sus palabras se interrumpieron al detenerse bruscamente el aparato. Izzie gritó mientras la fuerza del impacto le hacía soltar la barra, lanzándola hacia delante. El desconocido intentó sujetarla, pero el balanceo del ascensor le hizo perder el equilibrio y se chocó contra ella, cayendo ambos al suelo. El sonido de su cabeza golpeando el suelo resonó en sus oídos. Luego, todo se quedó en silencio.

 

 

Alex quedó tumbado sobre ella, intentando llevar aire a los pulmones. La cabina oscilaba y crujía. Él permaneció inmóvil, sin atreverse a moverse, hasta que después de varios segundos el ascensor se quedó quieto. Un inquietante silencio lo llenó todo. Los frenos de emergencia debían de haberse desplegado, gracias a Dios.

Junto a su oído, escuchó una respiración agitada. Tenía la cara hundida en un mar de cabellos sedosos y el peso de su cuerpo caía sobre una complexión femenina mucho más pequeña. Maldijo para sus adentros y se preguntó si le habría hecho mucho daño.

Apoyó las manos en el linóleo y se levantó apartándose de ella. Estaba tumbada boca abajo en el suelo, inmóvil excepto por su respiración entrecortada.

–¿Está bien? –preguntó poniendo una mano sobre su hombro.

No contestó. Respiraba a bocanadas y deslizó el brazo por debajo de ella para obligarla a darse la vuelta. Sus ojos vidriosos y la palidez de su rostro hizo que se le acelerara el pulso, sobre todo después de ver el moratón que se le estaba formando en el lado izquierdo de la frente.

–¿Está bien? –repitió, y se quedó observándola a la espera de que lo enfocara con la vista.

–El… el ascensor. ¿Se ha parado?

–Sí –contestó él, y dejó escapar un largo suspiro–. Se han activado los frenos de emergencia.

Sus ojos mostraron alivio, pero no duró mucho. Empezó a recorrer con la mirada las paredes y su respiración jadeante se aceleró mientras se ayudaba de las manos para incorporarse.

–No puedo… no…

La tomó por los hombros y la obligó a tumbarse de nuevo.

–Tiene que tranquilizarse o tendremos más problemas –le ordenó–. Inspire, espire.

Se quedó mirándolo con los ojos abiertos como platos, mientras su pecho subía y bajaba. Respiró hondo varias veces y poco a poco su respiración se fue ralentizando.

–Bien –asintió él–. Siga así.

Siguió marcando el ritmo de sus inspiraciones hasta que el pánico desapareció de sus ojos y su rostro recuperó algo de color.

–¿Mejor? –preguntó suavemente.

–Sí, gracias –contestó ella respirando hondo una vez más, antes de mirar a su alrededor–. No veo bien… mis gafas –susurró–. Se me han perdido con la caída.

Él se levantó para buscarlas y las encontró en un rincón del ascensor, milagrosamente intactas. Se arrodilló junto a ella y se las puso.

–Se ha dado un golpe en la cabeza. ¿Está mareada?

Izzie se sentó lentamente y giró la cabeza a derecha e izquierda.

–No, a menos que me pare a pensar que estoy aquí.

–Entonces no lo haga.

El hombre se levantó y se acercó al cuadro de mandos. Sacó un teléfono de la consola y empezó a hablar. La línea se activó y una voz masculina respondió.

–¿Están bien?

–Sí –contestó Alex muy serio–. ¿Estamos estables?

–Sí, señor. Hemos tenido un problema con el generador, pero los frenos de emergencia se han activado.

–¿Cuánto tardarán en sacarnos de aquí?

–Estamos intentando mandar un equipo lo antes posible, pero hasta que lleguemos allí y consigamos sacarlos pueden pasar horas. El ascensor está parado entre dos pisos. Tendremos que mover la cabina manualmente desde el cuarto de control y apalancar las puertas o sacarlos por el techo. Evidentemente, preferimos hacer lo primero, pero sin generador tal vez no sea posible.

Alex reparó en el golpe de la cara de la mujer. A la vista de las posibles lesiones que pudiera tener, lo de menos era que perdiera el avión.

–Cuanto antes, mejor. La otra pasajera que está aquí conmigo se ha dado un golpe en la cabeza.

–Iremos en cuanto podamos –prometió el técnico–. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

–Dense prisa –murmuró Alex antes de colgar.

Decirle al hombre que era dueño de medio edificio no iba a conseguir que los sacaran antes de allí.

La mujer lo observó con sus grandes ojos marrones, asustada.

–¿Cuándo van a sacarnos de aquí?

Se acercó a ella y se puso en cuclillas.