bian2405.jpg

5617.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Lynne Graham

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El contrato del millonario, n.º 2405 - agosto 2015

Título original: The Billionaire’s Bridal Bargain

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6777-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Cesare Sabatino abrió la carpeta que había recibido por mensajero y dejó escapar un gruñido de incredulidad que hizo aún más formidables sus oscuras y atractivas facciones.

En la carpeta, además de un informe, había una foto de una adolescente rubia llamada Cristina y otra de su hermana mayor, Elisabetta. ¿Su padre se había vuelto loco?

Cesare se pasó una mano por el pelo negro, bien cortado.

No tenía tiempo para esas tonterías en medio de su jornada laboral. ¿A qué estaba jugando su padre, Goffredo?

–¿Qué ocurre? –le preguntó Jonathan, su amigo y director del imperio farmacéutico Sabatino.

Como respuesta, Cesare le mostró la carpeta.

–Parece que la locura afecta hasta al que parecía el único cuerdo de mis parientes.

Frunciendo el ceño, Jonathan estudió las fotos.

–La rubia no está mal, pero es un poco joven. La otra, con el gorro de lana, parece un espantapájaros. ¿Cuál es la relación entre una familia de granjeros de Yorkshire y tú?

–Es una larga historia –Cesare dejó escapar un suspiro.

Jonathan se levantó un poco las perneras del bien cortado pantalón antes de tomar asiento.

–¿Interesante?

Cesare hizo una mueca.

–Moderadamente interesante. En los años treinta, mi familia poseía una pequeña isla en el mar Egeo llamada Lionos. La mayoría de mis antepasados por parte de padre están enterrados allí. Mi abuela, Athene, nació allí también, pero cuando su padre se arruinó, Lionos fue vendida a un italiano llamado Geraldo Luccini.

Jonathan se encogió de hombros

–Las fortunas se hacen y se pierden.

–Pero el asunto tomó un giro inesperado cuando el hermano de Athene decidió recuperar la isla casándose con la hija de Luccini y luego decidió dejarla plantada en el altar.

El otro hombre enarcó una ceja.

–Qué bonito.

–Su padre se enfureció de tal modo por el insulto a su hija y su familia que Lionos está eternamente atada al complejísimo testamento de Geraldo Luccini. La isla no puede ser vendida y esas dos jóvenes son las propietarias de Lionos por herencia. La isla solo pasaría de nuevo a manos de mi familia si algún descendiente de mi abuelo contrajese matrimonio con una de ellas y tuviese un heredero.

–No lo dirás en serio –dijo Jonathan, asombrado.

–Hace muchos años, mi padre propuso matrimonio a la madre de esas dos chicas, Francesca, de la que estaba realmente enamorado. Por suerte para él, cuando le propuso matrimonio ella lo rechazó y se casó con un granjero de Yorkshire.

–¿Por qué por suerte para él?

–Francesca no estuvo mucho tiempo con él ni con ninguno de los hombres que hubo después. Goffredo escapó por los pelos –respondió Cesare, sabiendo que su inocente padre no habría podido soportar una esposa infiel.

–¿Entonces por qué te ha enviado tu padre estas fotos y ese informe?

–Está intentando que me interese por el asunto porque quiere reclamar la propiedad de Lionos –respondió Cesare, haciendo una mueca.

–¿Cree que hay alguna posibilidad de convencerte para que te cases con una de esas mujeres? –Jonathan volvió a mirar las fotografías. Ninguna de las dos era una belleza y Cesare tenía fama de ser un conocedor del sexo femenino–. ¿Se ha vuelto loco?

–Es un optimista. Nunca me hace caso cuando le digo que no tengo la menor intención de casarme.

–Como hombre felizmente casado, debo decir que tú te lo pierdes.

Cesare tuvo que contener el deseo de poner los ojos en blanco. Sabía que, a pesar de todo, había matrimonios que funcionaban. El de su padre y su madre, por ejemplo, y evidentemente el de Jonathan también. Pero él no tenía fe en el amor verdadero ni en los finales felices, tal vez porque su primer amor lo había dejado plantado para casarse con un multimillonario, que se refería a sí mismo como «un joven de setenta y cinco años». Serafina había proclamado su amor por los hombres mayores hasta la tumba y, gracias a eso, se había convertido en una mujer muy rica que lo perseguía para retomar la relación desde que enviudó.

Nunca volvería a cometer un error como el que cometió con Serafina. Había sido un error de juventud, pero ya no era tan ignorante sobre la naturaleza del sexo femenino. Nunca había conocido a una mujer a la que su dinero no entusiasmase más que cualquier otra cosa que él pudiese ofrecer. Bueno, sus hermanas, tuvo que reconocer.

Una sonrisa de satisfacción suavizó la dura línea de su expresiva boca cuando pensó en su amante del momento, una preciosa modelo francesa que hacía lo que tuviese que hacer para complacerlo en la cama y fuera de ella.

Y todo sin el compromiso de ponerle un anillo en el dedo. ¿Cómo no iba a gustarle? Él era un amante extremadamente generoso, ¿pero para qué servía el dinero más que para divertirse cuando uno tenía tanto?

La sonrisa de Cesare desapareció cuando llegó a casa esa noche y su mayordomo, Primo, le anunció que tenía una visita inesperada: su padre.

Goffredo estaba en la terraza, admirando la vista panorámica de Londres cuando llegó a su lado.

–¿A qué le debo este honor? –preguntó, burlón.

Su padre, un hombre extrovertido y afectuoso, lo abrazó como si llevaran meses sin verse, aunque se habían visto la semana anterior.

–Tengo que hablar contigo sobre tu abuela.

La sonrisa de Cesare desapareció.

–¿Qué le ocurre a Athene?

Goffredo hizo una mueca.

–Tienen que hacerle un bypass. Con un poco de suerte, eso aliviará un poco la angina de pecho.

Cesare frunció sus cejas de ébano.

–Tiene setenta y cinco años.

–El pronóstico de su recuperación es bueno –dijo su padre–. Por desgracia, el verdadero problema es la visión de mi madre sobre la vida. Cree que es demasiado mayor para entrar en un quirófano, que debe estar agradecida por lo que tiene y no pedir nada más.

–Eso es ridículo. Si es necesario, yo hablaré con ella para hacerla entrar en razón –dijo Cesare, impaciente.

–Tenemos que encontrar algo que la anime, alguna motivación para convencerla de que el estrés de la operación merece la pena.

Cesare hizo una mueca.

–Espero que no estés hablando de Lionos. Eso no es más que un sueño.

Goffredo estudió a su hijo con los labios apretados.

–¿Desde cuándo te has vuelto tan derrotista? ¿Ya no te atreves a enfrentarte a un reto?

–Soy demasiado inteligente como para luchar contra molinos de viento –respondió él, irónico.

–Pero tú tienes imaginación, hijo, eres capaz de encontrar soluciones para todo –insistió su padre–. Los tiempos han cambiado y en lo que se refiere a la isla tú tienes un poder que yo nunca tuve.

Cesare suspiró, deseando haberse quedado en la oficina, donde regían la calma y la autodisciplina, los fundamentos de su vida.

–¿Y cuál es ese poder? –le preguntó.

–Eres increíblemente rico y las propietarias de la isla son pobres.

–Pero el testamento es intocable.

–El dinero puede convencer a la gente –razonó su padre–. Tú no quieres casarte y seguramente tampoco lo desean las hijas de Francesca siendo tan jóvenes. ¿Por qué no podrías llegar a un acuerdo con una de ellas?

Cesare sacudió su arrogante cabeza.

–Me estás pidiendo que llegue a un acuerdo fuera del testamento.

–El testamento es controlado por un abogado de Roma, no nos lo podemos saltar, pero si te casas con una de esas chicas tendrás derecho a visitar la isla y, lo que es más importante, podrás llevar allí a tu abuela –siguió Goffredo, como esperando impresionar a su hijo con tal revelación.

En lugar de eso, Cesare dejó escapar un suspiro de impaciencia.

–¿Y para qué serviría eso? No son derechos de propiedad, no habría recuperado la isla para la familia.

–Incluso una simple visita después de tantos años sería una fuente de alegría para tu abuela –dijo Goffredo, con tono de reproche.

–¿Visitar la isla no va en contra de los términos del testamento?

–No si contrajeses matrimonio con una de las descendientes de Luccini. Si quisiéramos visitarla sin esa seguridad, las hijas de Francesca perderían la isla, que pasaría a manos del gobierno.

–Y eso solo complacería al gobierno –asintió Cesare–. ¿De verdad crees que una visita a la isla significaría tanto para la abuela?

–¿Visitar la tumba de sus padres, ver la casa en la que nació y donde se casó y vivió con su marido durante años? Tu abuela tiene muchos buenos recuerdos de Lionos.

–¿Una sola visita la satisfaría? Yo creo que siempre ha soñado con vivir allí y eso está fuera de la cuestión porque haría falta un heredero para cumplir con los términos del testamento y garantizarnos el derecho de volver a echar raíces en la isla.

–Pero hay muchas posibilidades de que esa cláusula se pueda discutir en los tribunales ya que es poco razonable –razonó Goffredo.

–Lo dudo. Podríamos tardar años y gastarnos una fortuna. Tendríamos en contra a un ejército de abogados del gobierno –dijo Cesare–. No, esa no es una opción. ¿Y qué mujer va a casarse y a tener un hijo conmigo a cambio de una isla prácticamente deshabitada?

Goffredo suspiró entonces.

–Pero tú eres un buen partido, hijo. ¡Madre di Dio, si llevas quitándote mujeres de encima desde que eras adolescente!

Cesare lo miró, burlón.

–¿Y no crees que sería inmoral concebir un hijo con ese propósito?

–No estoy sugiriendo que llegues tan lejos –replicó Goffredo, muy digno.

–Pero no podría reclamar la isla para la familia sin ir tan lejos –insistió Cesare–. Y si no puedo comprarla ni ganar más que una visita, ¿para qué voy a intentar sobornar a una extraña?

–No sería un soborno, sería un acuerdo.

–Un acuerdo matrimonial. No, lo siento.

–¿Esa es tu última palabra? –le preguntó su padre, muy serio.

–Yo soy un hombre práctico –murmuró Cesare–. Si viera alguna posibilidad de recuperar la isla estaría dispuesto a hacerlo, pero no la veo.

Su padre lo miró, con los labios apretados en un gesto adusto.

–Podrías hablar con las hijas de Francesca para ver si podemos encontrar una solución. Al menos podrías intentarlo.

Cuando Goffredo se marchó, Cesare dejó escapar un largo suspiro de frustración. Su padre era un hombre temperamental que se dejaba llevar por los sentimientos. Tenía buenas ideas, pero no se le daba tan bien lidiar con los problemas. Él, por otro lado, jamás dejaba que las emociones nublaran su buen juicio y rara vez se emocionaba por nada.

Aun así, le preocupaba la operación que necesitaba su abuela y su falta de interés por pasar por el quirófano. En su opinión, seguramente Athene estaba convencida de que la vida ya no iba a depararle nada bueno y un poco asustada por la operación. Su abuela era una mujer tan fuerte y valiente que la gente no solía ver que tenía sus miedos y sus debilidades como todos los demás.

Su propia madre había muerto el día que él nació y la madre griega de su padre, Athene, había acudido al rescate de su hijo viudo. Mientras Goffredo lloraba la muerte de su esposa y luchaba para levantar su negocio, Athene se había hecho cargo de Cesare. Incluso antes de ir al colegio jugaba al ajedrez, sabía leer y resolvía problemas matemáticos.

Su abuela había reconocido enseguida que su nieto era un prodigio, pero a ella no le intimidaba su alto cociente intelectual y le había dado todas las oportunidades para florecer y desarrollarse a su propio ritmo. Cesare le debía mucho a su abuela y seguía siendo la única mujer en el mundo a la que de verdad quería. Pero él no era una persona emotiva y nunca había sido capaz de entender o sentirse cómodo con personas extrovertidas.

Era astuto, serio y rígido en todos los aspectos de su vida y, sin embargo, su abuela era ese punto débil que no admitiría ante nadie.

Un acuerdo beneficioso para los dos, pensaba Cesare, mirando las fotos de nuevo. Con la adolescente sería imposible, pero la otra joven, la del gorro de lana y el viejo abrigo…

¿Podría rebajarse a sí mismo casándose con una desconocida solo para recuperar la propiedad de la isla? Él era un hombre conservador y difícil de complacer, pero si el premio era lo bastante interesante… ¿podría llegar a un compromiso por su abuela?

Cesare contempló la sorprendente idea de casarse y, de inmediato, hizo una mueca de disgusto ante la amenaza de verse forzado a vivir con otro ser humano.

 

–¡Tenías que haber llevado a Hero al pueblo cuando te dije! –exclamó Brian Whitaker, disgustado–. En lugar de eso lo has tenido comiendo todo el día en el establo. ¿Cómo vamos a pagar el pienso, con lo que cuesta? Hay que deshacerse de ese caballo.

–Chrissie quiere mucho a Hero. Volverá de la universidad la semana que viene y quería darle la oportunidad de despedirse –Lizzie hablaba en voz baja para no enfadar más a su irascible padre, que se agarraba al respaldo de la silla con manos temblorosas, el síntoma más visible de la enfermedad de Parkinson que había destrozado a un hombre antes tan fuerte.

–Y si haces eso llorará, gritará e intentará convencerte para que no te deshagas de él. ¿Y qué vamos a hacer? Intentaste venderlo y nadie quiso comprarlo –le recordó su padre, impaciente–. ¡No sabes llevar una granja Lizzie!

–Puede que alguien quiera quedarse con él. Hay granjas en las que adoptan animales viejos, papá.

–¿Cómo esperas pagar las facturas? –exclamó Brian, despreciativo–. Chrissie debería estar en casa ayudándote, no perdiendo el tiempo en la universidad.

Lizzie apretó los labios, disgustada ante la idea de que su hermana menor tuviera que sacrificar su educación para ayudarla. La granja era una ruina, pero llevaba siéndolo mucho tiempo. Desgraciadamente, su padre nunca había aprobado el deseo de Chrissie de ir a la universidad. Su mundo no iba más allá de los lindes de la granja y tenía poco interés en nada más. Lizzie casi lo entendía porque su propio mundo se había visto reducido cuando dejó el instituto a los dieciséis años.

Pero ella adoraba a su hermana pequeña, a la que había intentado proteger desde niña, y estaba dispuesta a soportar a su padre si de ese modo Chrissie tenía las oportunidades que a ella le habían sido negadas. De hecho, se sintió tan orgullosa como si fuera su madre cuando consiguió plaza en Oxford para estudiar Literatura. Aunque la echaba de menos, no desearía esa vida de trabajo y aislamiento para nadie y menos para alguien a quien quería tanto.

Mientras volvía a ponerse las botas llenas de barro, un perro pequeño de pelo rizado la esperaba en la puerta con el plato de comida en la boca.

–Ay, lo siento, Archie… me había olvidado de ti –Lizzie suspiró, quitándose las botas de nuevo para volver a la cocina y llenar el plato.

Mientras hacía una lista de las muchas tareas que aún tenía por delante vio a su padre mirando un partido de futbol en televisión y suspiró, aliviada. El fútbol haría que olvidase sus dolores durante un rato y lo pondría de mejor humor.

Su padre era un hombre difícil, pero su vida había sido siempre complicada. En su caso, el trabajo duro y el compromiso con la granja no habían servido de nada.

Había tenido que hacerse cargo de la granja siendo muy joven, siempre trabajando solo. Su difunta madre, Francesca, solo había aguantado un par de años allí antes de irse con otro hombre.

Amargado por el divorcio, Brian Whitaker no había vuelto a casarse. Cuando Lizzie tenía doce años, Francesca había muerto de forma repentina y su padre se había hecho cargo de dos hijas que eran prácticamente extrañas para él. Hizo lo que pudo, aunque aprovechando siempre que podía la oportunidad de recordarle a Lizzie que nunca sería el hijo fuerte y capaz que él había soñado y necesitaba para llevar la granja. Apenas había cumplido los cincuenta años cuando le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson, que le impedía hacer el duro trabajo físico de la granja.

Lizzie sabía que era una decepción para él, pero estaba acostumbrada a decepcionar a la gente. Su madre había querido una hija más alegre, pero ella era tímida. Su padre había querido un hijo, no una hija. Incluso su prometido la había dejado por otra mujer. Tristemente, Lizzie se había acostumbrado a no estar a la altura de las expectativas de los demás y a hacer el trabajo sin pensar en sus propias limitaciones.