bian2406.jpg

5634.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Dani Collins

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un jeque seductor, n.º 2406 - agosto 2015

Título original: The Sheikh’s Sinful Seduction

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6778-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Al llegar al oasis, Fern Davenport sintió que revivía. Los dos días de viaje a camello a través de las dunas que ella había esperado con tanta ilusión, habían sido tal y como le había advertido Amineh, su jefa y amiga. Una prueba de resistencia. Sin embargo, habían merecido la pena, tal y como le habían prometido.

Después de haber pasado tanto tiempo entre la arena tostada, el color verde de las plantas hizo que Fern se sentara derecha e inspirara, igual que estaba haciendo su camello para detectar el aroma del agua. Nada más llegar al manantial subterráneo, donde las palmeras eran pequeñas y la hierba escaseaba, ella se sintió como un gigante que miraba los árboles desde arriba. El sol ya se estaba ocultando detrás del cañón y el aire fresco comenzaba a colarse bajo su abaya, acariciando sus piernas desnudas.

La tensión que le generaba preocuparse por su supervivencia comenzaba a disiparse y ella deseó soltar una carcajada de alegría.

Sin embargo, ese tipo de reacción no era su estilo. Ella prefería permanecer lo más invisible posible. En general, Fern se consideraba una observadora más que una participante, pero por primera vez en la vida se sentía como imaginaba que debía sentirse una adolescente. Sentirse viva era una extraña sensación.

Deseaba quitarse la ropa y exponer su cuerpo caliente al aire fresco, sentir que la vida penetraba por los poros de su piel. Anhelaba fusionarse con la Naturaleza.

Renovada, miró hacia delante donde la caravana iba a detenerse y lo vio.

Un hombre vestido con túnica y turbante. Por lo que ella sabía, podía haber sido uno de los cuidadores de los camellos, pero había algo en ella que reconocía al tipo de hombre que atraería a cualquier mujer. Un líder. Una persona a la que otros hombres pedirían su aceptación y aprobación. Un hombre fuerte y seguro de sí mismo que pisaba el suelo con firmeza.

Fern se obligó a mirarlo, y tuvo que esforzarse para soportar el impacto de tanto atractivo.

Tenía el mentón cubierto de barba incipiente, la piel bronceada por el sol, los labios bien marcados y sensuales. La nariz aguileña, las cejas tan rectas como el horizonte y los ojos verdes. Tan llamativos y revitalizantes como aquel oasis.

Su magnificencia provocó que a ella se le cortara la respiración.

–¡Tío! –las niñas lo llamaron y él cambió su expresión seria por una sonrisa.

Al verlo, Fern sintió que la melancolía se instalaba en su corazón.

Para ella, los hombres eran criaturas desconcertantes y durante su vida apenas había tenido contacto con ellos. A menudo se sorprendía mirándolos como los ornitólogos observan a los pinzones, estudiando su comportamiento y tratando de comprenderlo. Siempre se sorprendía de ver que eran bastante humanos. Los que tenían capacidad de ser cariñosos con los niños, le resultaban especialmente fascinantes, y se preguntaba cómo sería conocer a alguno lo suficiente como para comprenderlo de verdad.

¡Y no es que esperara conocer bien a aquel!

Había llegado a la conclusión de que era Zafir, el hermano de Amineh. Ra’id, el marido de Amineh, le dio órdenes al camello para que se arrodillara. Nada más desmontar, los hombres estrecharon las manos, inclinaron la cabeza y se abrazaron.

«Es evidente que no era un cuidador de camellos», pensó Fern. El tío Zafir al que se referían sus estudiantes era formalmente conocido como el Jeque abu Tariq Zafir ibn Ahmad al-Rakin Iram. Era el gobernante de Q’Amara, el país que hacía frontera con el de Ra’id.

Debía de haberse percatado de quién era y por eso estaba tan afectada. Se sentía muy inquieta por haber conocido a un hombre tan importante. No solo era tímida por naturaleza, sino que además se sonrojaba con mucha facilidad, tal y como solía sucederles a las pelirrojas como ella. La primera vez que habló con Ra’id se sonrojó al instante. Su madre, una mujer dominante y enojada, la había hecho sensible a todas las figuras de autoridad. Y puesto que siempre deseaba complacer, era comprensible que se hubiera puesto muy nerviosa al conocer a otro jeque.

Sin embargo, nunca se había sentido de ese modo. Estimulada y electrizada a la vez. Resultaba muy desconcertante.

Se acercaron otros hombres. Cuidadores de camellos y empleados del campamento, pero ella no se fijó en ninguno. Zafir no se había fijado en ella, ¿por qué iba a hacerlo? Estaba oculta bajo un niqab y unas gafas de sol, bien protegida contra el calor del sol y las dentelladas del viento lleno de arena. Él estaba ocupado manteniendo una conversación separada con cada una de sus sobrinas, a las que sujetaba en sus brazos.

Las niñas bajaron al suelo en cuanto llegó un niño, gritando el nombre que Fern había escuchado en numerosas ocasiones desde que le habían propuesto realizar aquella caravana por el desierto.

–¡Tariq!

El niño era el primo de las pequeñas y, según le habían contado, tenía diez años. Iba vestido con una larga túnica como la de su padre y retó a las niñas para que hicieran una carrera hasta las tiendas de colores que habían montadas más adelante.

Ra’id ayudó a su esposa cuando el camello se arrodilló. Amineh se levantó el niqab para abrazar a su hermano con el mismo cariño que expresaba al hablar de él. Todos hablaban en árabe, un bonito idioma que Fern no dominaba…

–¡Uy! –exclamó Fern cuando su camello se inclinó hacia adelante.

«Recuerda que has de echarte hacia atrás», le había advertido Amineh miles de veces, pero Fern estaba tan concentrada observando cómo Zafir sonreía a su hermana que no se había percatado de que su camello se estaba arrodillando. Intentó sujetarse, pero se deslizó hacia un lado cuando el animal tocó el suelo. Debía de haber hecho el peor desmonte de la historia de Arabia. Todo el mundo la estaba mirando.

–¿Estás bien, Fern? –preguntó Amineh–. En la última parada parecía que le habías pillado el truco. Debería haberle dicho a Ra’id que te ayudara.

–Estoy bien. Solo distraída. Todo esto es tan bonito –comentó, tratando de disimular su interés por Zafir. Oyó que Ra’id decía algo en árabe y entendió las palabras: la profesora de inglés.

–Así es –confirmó Amineh–. Acércate a conocer a Fern. Ah, gracias, Nudara –añadió cuando su doncella se acercó con una bolsa de tela. Amineh se quitó el abaya y lo metió en la bolsa antes de acercarse a Fern para indicarle que hiciera lo mismo con su túnica–. Ella les sacudirá la arena para que los tengamos preparados cuando lleguen los nómadas.

Antes de aceptar ese trabajo, Fern nunca había tenido sirvientes. Su madre se había pasado toda la vida cansada, debido a que trabajaba limpiando casas de otras personas no solía tener energía para limpiar la suya. Sin embargo, a Fern le gustaba tener las cosas impecables y siempre había mantenido su piso muy limpio. Durante los últimos meses de su vida, Fern había proporcionado todos los cuidados necesarios a su madre y todavía no se había acostumbrado a delegar en otras personas tareas como las de cocinar o lavar la ropa. Le parecía presuntuoso, aunque Nudara no parecía ofenderse.

Quizá si Fern hubiese estado al mismo nivel que Amineh, no le habría molestado pedirle cosas a los sirvientes, pero se encontraba en un extraño limbo entre ser sirviente o miembro de la familia.

Aunque ¿cuándo no había sido como el patito feo apartado del grupo?

Esa situación no era mejor. A pesar de que había empezado a cubrirse la cabeza desde que había ocupado su puesto como profesora de Inglés de Bashira y Jumanah, Fern se sintió terriblemente atrevida cuando se quitó las gafas oscuras, se desabrochó el velo y se retiró el pañuelo. Era el cabello. Sus rizos de color pelirrojo provocaban que la gente de aquel país se fijara en ella. Tras dos días de viaje, al sentir el aire fresco sobre la cabeza sudada, se estremeció. Tras quitarse la abaya, la blusa sin mangas y la falda que llevaba quedaron al descubierto.

–¿Mi ropa es demasiado atrevida? –le preguntó a Amineh en voz baja–. No sabía que nos quitaríamos las abayas delante de todo el mundo.

–Aquí no pasa nada –la tranquilizó Amineh mientras se dirigía a hablar con un sirviente.

Fern miró al jeque como buscando confirmación.

Él la miró de arriba abajo, provocando que se estremeciera.

Los hombres nunca la miraban más que el tiempo necesario para preguntarle la hora o una dirección. En general, la gente no solía fijarse en ella. Solía vestir de manera conservadora y sencilla. No llevaba maquillaje y hablaba con suavidad. En el pueblo donde se había criado, cerca de la frontera con Escocia, era común ver chicas pelirrojas con pecas y tez pálida.

Sin embargo, en aquella parte del mundo, pocas mujeres tenían la piel tan blanca como ella. Y no era que Fern fuera mostrando sus piernas y sus brazos por ahí. No, le gustaba ir cubierta y parecer invisible.

Sin embargo, parecía que el jeque era capaz de mirar a través de la ropa de algodón que se le había quedado pegada al cuerpo, como si estuviera fijándose en sus defectos y mostrando lo que ella sentía como desaprobación. Fern sintió que se le encogía el corazón. Odiaba dar pasos en falso, que la juzgaran y que no le dieran la oportunidad de demostrar lo que valía.

–Bienvenido al oasis –dijo él.

Según le había contado Amineh, Zafir era un hombre viudo. Su esposa había fallecido tres años antes a causa de un cáncer.

–Se quedó muy afectado. No habla mucho sobre ella y cuando lo hace siempre es con admiración –le había dicho Amineh.

Eso significaba que debía de sentir lástima por él, pero lo que Fern sentía era cierta hostilidad. No le gustaba. Por lo general, evitaba cualquier tipo de conflicto. Si se sentía acorralada, era capaz de solventarlo utilizando el sarcasmo, pero odiaba ser ese tipo de persona e intentaba que no sucediera.

No obstante, él la miraba como si supiera algo acerca de ella. Y Fern se sentía intimidada por ese tipo de hombre tan arrogante. ¿Cuándo se habían encontrado con alguien como él? Por instinto, los débiles necesitaban a alguien poderoso a su lado y ella lo sabía, pero además sentía algo que nunca había experimentado antes. Y temía que fuera atracción hacia él.

Notó que empezaba a sonrojarse y se odió por ello. Aborrecía que su cuerpo reaccionara de esa manera. Se sentía avergonzada por su manera de avergonzarse y deseaba morir.

 

Zafir vio que Fern se sonrojaba y se fijó en que le habían desaparecido las pecas. De pronto, sintió ganas de soltar una carcajada.

Consciente de que no sería de buen gusto, miró a otro lado para disimular su mirada de diversión. No quería ablandarse delante de aquella profesora de inglés, que a su vez se estaba ahogando en su propia manera de reaccionar ante la atracción sexual. Él tenía suficiente experiencia como para saber lo que le estaba sucediendo a ella y era lo bastante hombre como para que le gustara.

Aunque era inglesa.

A pesar de que sabía que no era apropiada para él, Zafir la miró de nuevo y se fijó en las pecas que cubrían sus brazos. Tenía por todo el cuerpo, incluso en los empeines. Su cuerpo desnudo sería una imagen maravillosa.

Una imagen que no intentaría ver, por muy apetecible que fuera.

Zafir apartó la mirada de la falda de Fern, se fijó en sus hombros y después en sus ojos, y vio que ella no dejaba de mirarlo con nerviosismo.

Gracias a que era el nieto de un duque, había recibido mucho más que una educación académica. Aparte de haber adquirido conocimientos sobre economía y diplomacia, había aprendido que las mujeres occidentales podían ser increíbles a la hora de complacer las necesidades de un hombre. Si él la deseaba, podría tenerla.

Por eso comenzó a fantasear acerca de besarla en el hombro para sentir el calor de su piel y saborearla. Por eso deseaba meter la mano bajo su falda para descubrir la forma de su trasero y presionar las caderas contra las suyas.

No obstante, las rubias de piel bronceada eran sus preferidas. Norteamericanas o escandinavas, y solo mientras viajaba. Ya tenía bastantes problemas con los conservadores de su país sin tener aventuras amorosas en su propio país. Pestañeó con arrogancia y miró a otro lado, haciendo evidente su rechazo ante Fern.

Ella tragó saliva, cerró los ojos un instante y se mordió las comisuras de los labios.

Él sintió un deseo irrefrenable de posar los labios sobre los suyos para torturarla hasta que abriera la boca. Casi podía sentir el tacto de su cabello enredado entre sus dedos mientras la sujetaba bajo su cuerpo para penetrarla.

«Es inglesa», se recordó, blasfemando en silencio.

Decidió que únicamente se sentía atraído por ella porque no había estado con ninguna mujer durante los dos últimos meses. Él no era como su padre, que se había enamorado tanto de la mujer equivocada que había perdido la vida por ella, dejando a su hijo bastardo para que solucionara el resto.

–Fern, este es mi hermano Zafir. Puede llamarte así mientras esté aquí, ¿verdad? –Amineh se volvió y lo agarró del brazo–. Sé amable con ella –le dijo–. Es tímida.

Fern. Curiosamente, el nombre era apropiado, ya que en su país se utilizaban nombres inspirados en la Naturaleza.

–Por supuesto –contestó él, consciente de que estaba reaccionando de forma inadecuada para el momento–. Siempre y cuando yo pueda llamarte Fern –lo haría de todas maneras, pero quería pedirle permiso.

«Maldita sea», pensó. No podía desearla tanto como para querer reclamar su derecho hacia ella. Como si estuviera dando por hecho que la poseería. Era puro deseo. Estaba de vacaciones, relajado. Sexualmente excitado. Era normal que reaccionara ante cualquier mujer. Eso era todo lo que le pasaba, y podría resistirlo.

Fern pestañeó y asintió inquieta, jugueteando con los dedos.

Él se sintió satisfecho al ver su reacción. Era una reacción carnal y para él tenía un encanto especial.

–Aquí somos muy informales –comentó Amineh–. Nos cubriremos de nuevo en cuanto lleguen los beduinos, pero hasta entonces el oasis es nuestro. Por eso me encanta. Estaba deseando que llegara este momento –apretó de nuevo el brazo de su hermano y después lo miró frunciendo el ceño–. Pareces enfadado. ¿Por qué? Vamos a divertirnos. A comportarnos como niños otra vez. Vamos, Fern. Caminemos hasta el campamento y acomodémonos.

Fern comenzó a colgarse bolsas del hombro.

Zafir tuvo que contenerse para no decirle que permitiera que se las llevaran los sirvientes, pero recordó que ella era la empleada de Ra’id. Y no la hija de un embajador. Sabía mejor que él cuál era su lugar.

Al ver que intentaba cargar una tercera bolsa sobre su hombro, él se acercó para ayudarla.

–Puedo regresar por ella –insistió Fern, pero él no soltó la bolsa y se movió para agarrar las otras dos que ella cargaba. Al hacerlo, acarició su hombro con el dedo pulgar y notó que un fuerte deseo se instalaba en su entrepierna.

«¿Solo por rozarla?», pensó asombrado.

Ella inclinó la cabeza, de forma que él no pudo ver si había reaccionado de la misma manera. Aunque si no se equivocaba, le pareció ver que sus pezones erectos presionaban contra la tela de su blusa. Y no podía ser porque tuviera frío en aquel clima.

Amineh estaba a mitad de camino con Ra’id, permitiendo que fuera Zafir quien acompañara a Fern. Él se esforzó por buscar un tema de conversación neutral.

–El oasis tiene unos diecisiete kilómetros cuadrados. Mi padre lo diseñó como reserva natural cuando éramos pequeños. Hay una tribu a la que permitimos acampar aquí, aunque no pidan permiso, puesto que siguen la ruta migratoria de las aves. Suponemos que vendrán mientras estemos aquí. En cualquier otro caso el acceso está completamente limitado.

–He leído acerca de ello antes de venir –su rápida contestación parecía decir: gracias, pero sé todo lo que necesito saber.

«Déjalo», pensó él. «Déjala». Era bueno que ella hubiera captado el mensaje de que él estaba dispuesto a coquetear.

Sin embargo, él continuó caminando a su lado, incapaz de apartar la mirada de su cuerpo, y fijándose en cómo se movían sus senos al andar.

Entretanto, ella continuó mirando hacia delante como intentando ignorarlo.

–¿Cuánto tiempo llevas enseñando a las niñas? –preguntó él.

–Tres meses –lo miró un instante–. Si te soy sincera, me siento como si estuviera engañándolas un poco. Amineh, quiero decir, Bashira…

–Está bien –dijo él–. Como te dijo ella, aquí estamos muy relajados. No es necesario que te refieras a ella por el título.

–De acuerdo. Gracias. Lo que iba a decir era que su inglés es perfecto y que las niñas ya cambian de idioma con facilidad. Aparte de para corregirles la gramática, no estoy segura de que me necesiten realmente. Aunque para mí es una oportunidad tan buena para conocer otra cultura y… –se aclaró la garganta y lo miró–. Las niñas son encantadoras –murmuró–. Me siento afortunada por estar aquí. Bueno, allí. Y aquí.