hi582.jpg

11031.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Melanie Hilton

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Los desvelos del amor, n.º 582 - agosto 2015

Título original: Unlacing Lady Thea

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6783-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Si te ha gustado este libro…

Uno

 

 

Londres. 3 de junio de 1814

 

El reloj situado sobre la repisa de la chimenea dio las cuatro. No tenía sentido irse a la cama. Además estaba bastante borracho, aunque no lo suficiente como para evitar quedarse despierto, preguntándose qué le habría llevado a elaborar aquel plan descabellado. Y, peor aún, llevarlo a cabo con una organización tan eficiente que cancelarlo ahora sería un caos para sus empleados, para su equipo financiero y para su vida social; por no hablar de que parecería que no sabía lo que quería.

—Y no lo sé —le dijo Rhys Denham al gato color canela que estaba sentado sobre la alfombra frente a la chimenea, mirándolo con el desdén que solo un felino o una duquesa viuda podían expresar—. Que no sé lo que quiero. Normalmente sí, pero esta vez no.

Era inusual que el gato de la cocina apareciera en el piso principal, y mucho menos en el estudio del tercer conde de Palgrave. Los empleados debían de estar levantándose ya, demasiado distraídos por la inminente partida de su señor hacia el continente como para fijarse en una puerta abierta en la escalera de servicio.

—En su momento me pareció un buen plan —musitó Rhys. El brandy del fondo de la copa brillaba con la luz de las velas, se sirvió más y se lo bebió de un trago—. Estoy borracho. Hacía años que no estaba tan borracho —no desde que se levantara una tarde y se diera cuenta de que la bebida nunca iba a borrar el desastre del día de su boda, ni a devolverle la fe en la amistad o sus ilusiones sobre el amor romántico.

El gato centró su atención en la bandeja con los restos de ternera, queso y pan que habían dejado allí junto a los decantadores.

—Y puedes dejar de relamerte —Rhys alcanzó la comida—. Yo necesito esto más que tú. Dentro de tres horas he de estar más o menos sobrio —eso le parecía imposible incluso a su cerebro nublado—. Tienes que admitir que me merezco unas vacaciones. La finca está en orden, mis finanzas no podrían ser mejores, la ciudad me aburre tremendamente y Bonaparte lleva un mes en Elba sin causar problemas —le informó al gato mientras saboreaba la ternera—. ¿Crees que soy un poco mayor para hacer mi grand tour por Europa? No estoy de acuerdo. A los veintiocho años apreciaré más las cosas —el gato le ignoró, levantó una pata trasera y comenzó a asearse íntimamente.

—Para ya. Un caballero no se lava los testículos en el estudio —lanzó un trozo de grasa y el gato dio un brinco—. Pero ¿un año? ¿En qué estaba pensando? —en escapar.

Claro, podría regresar cuando quisiera y sus empleados se ajustarían a sus exigencias con su eficiencia habitual. Al fin y al cabo, si surgía algún tipo de crisis, regresaría de inmediato. Pero cancelar el viaje por capricho no sería un comportamiento responsable. Incomodaría y decepcionaría a la gente, y Rhys Denham despreciaba a las personas que decepcionaban a otras.

—No. Voy a seguir con esto —declaró—. Me vendrá bien un cambio de escenario, y después estaré de humor para buscar a una chica guapa, modesta y de buena familia que desee quedarse en casa y darme hijos. Al cumplir los treinta ya me habré casado —«y estaré terriblemente aburrido». Recordó el sinfín de muchachas jóvenes que habían servido para evitar ese aburrimiento. Ellas nunca habían esperado que fuera monógamo. Una esposa sí lo esperaría. Suspiró.

Los amigos que le habían dejado ante su puerta hacía una hora, tras una noche de despedida en el club, estaban todos casados, o a punto de casarse. Algunos incluso tenían hijos. Y parecían encantados de que alguien más cayera también en la ratonera. Como lo había expresado Fred Herrick: «Ya es hora de que un libertino como tú deje de mordisquear el queso, le dé un buen bocado y haga saltar la trampa, Denham».

—¿Y por qué esa idea me deprime tanto?

—No lo sé, milord —Griffin estaba de pie en el umbral de la puerta con una cara inexpresiva que significaba una profunda desaprobación.

¿Por qué diablos iba su mayordomo a mostrar desaprobación? Rhys se incorporó en su sillón. Un hombre tenía derecho a estar borracho en su propia casa.

—Estaba hablando con el gato, Griffin.

—Si vos lo decís, milord.

Rhys miró hacia la alfombra. La bestia felina se había esfumado y había dejado tras de sí solo una sutil mancha de grasa.

—Hay una persona que quiere veros, milord —a juzgar por su tono, era evidente que aquel era el motivo de su cara de piedra, más que las conversaciones sensibleras de su señor con un gato invisible.

—¿Qué clase de persona?

—Una persona joven, milord.

—¿Un chico? No tengo ganas de adivinanzas a estas horas, Griffin.

—Como gustéis, milord. Parece ser un joven. Más allá de eso, no podría asegurar nada.

«¿Parece? ¿Griffin quiere decir lo que creo que quiere decir?».

—Bien y, ¿dónde está? ¿Abajo?

—En la sala de recepciones pequeña. Se ha presentado en la puerta principal, se ha negado a dirigirse hacia la entrada del servicio y ha asegurado que milord querría recibirlo.

Rhys se quedó mirando el decantador y parpadeó. ¿Cuánto había bebido desde que regresara de White’s? Mucho, sí, pero sin duda no lo suficiente como para haberse imaginado el tono desesperado de la voz de Griffin. Ese hombre era capaz de enfrentarse a cualquier cosa sin despeinarse, ya fueran sirvientes ladrones o amantes despechadas que destrozasen la porcelana.

Sintió un escalofrío de inquietud por la espalda. Amantes. Tal vez Georgina no se hubiera tomado su despedida tan bien como había aparentado el día anterior. Sin duda habría quedado satisfecha con un bonito collar de diamantes y el alquiler de su casa pagado durante un año más. Rhys se puso en pie, se quitó el pañuelo del cuello y dejó su chaqueta donde estaba, sobre el sofá. Era ridículo. Tal vez él buscara placer sin involucrarse emocionalmente, pero no era lord Byron, con mujeres histéricas vestidas de chico ante su puerta. Se aseguraba de ceñirse a las profesionales y a las mujeres casadas que sabían lo que hacían, no damas solteras y, mucho menos, jóvenes disfrazadas e inestables.

—Muy bien, vamos a ver a ese joven misterioso —sus pies parecían obedecerle, lo cual era gratificante, teniendo en cuenta cómo se movían los muebles mientras Griffin le precedía por el pasillo. Al día siguiente, no, esa misma mañana prometía una resaca de proporciones monumentales.

Griffin abrió la puerta de la habitación reservada para las visitas que no estaban a la altura de sus nivel para ser admitidas en la sala de recepciones china. La figura sentada en una silla dura pegada a la pared se puso en pie. Bajita, ataviada con una vestimenta oscura y poco favorecedora más propia de un monje, tenía dos maletas a sus pies y un maltrecho sombrero de castor en la silla.

Rhys parpadeó. No estaba tan borracho.

—Griffin, si eso es un hombre, entonces tú y yo somos eunucos en la corte del Gran Kan.

La chica vestida de muchacho soltó un suspiro de exasperación, colocó los puños sobre las caderas que delataban su género y dijo:

—Rhys Denham, estás borracho… justo cuando esperaba poder contar contigo.

¿Thea? Lady Althea Curtiss, hija del conde de Wellingstone con su escandalosa primera esposa, la pequeña mocosa que le había seguido a todas partes durante su infancia, la amiga fiel a la que apenas había visto desde el día en que su mundo se desmoronase. Allí, a primera hora de la mañana, en su casa de soltero, vestida como un chico. Un escándalo a punto de estallar. Casi podía oír el zumbido de la mecha.

 

 

Rhys era más grande de lo que ella recordaba. Más sólido. Más… masculino, de pie en el umbral de la puerta en mangas de camisa, con la barbilla oscurecida por la barba incipiente, con el pelo negro, herencia de su madre galesa, cayéndole sobre los ojos y esa mirada azul enturbiada por la bebida y por la falta de sueño. Un desconocido peligroso. Y entonces parpadeó y recordó que habían pasado seis años desde la última vez que lo viera de cerca. Por supuesto que había cambiado.

—¿Thea? —atravesó la estancia, la agarró por los hombros y la miró fijamente, a pesar del olor a brandy de su aliento—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí? Y vestida así —estiró el brazo y le sacó la trenza de debajo de la chaqueta—. ¿A quién intentas engañar, pequeña idiota? ¿Te has escapado de casa?

Rhys tenía los labios apretados por la rabia. Thea dio un paso atrás para separarse de él, lo cual hacía que le resultase más fácil respirar, aunque no logró que dejasen de temblarle las rodillas.

—Voy vestida así porque, en una diligencia en la oscuridad, es suficiente para engañar a los hombres lascivos. Soy muy consciente de que no pasaría por un chico a la luz del día. Y me he marchado de casa, no me he escapado.

Rhys movió los labios. Estaba contando en silencio hasta diez en galés, lo sabía. De pequeño lo hacía en voz alta y ella había aprendido los números así. Un, dau, tri…

—Griffin, más brandy. Té y algo de comer para lady Althea. Que, por supuesto, no está aquí.

Thea permitió que la guiara hasta el estudio. Rhys dejó caer sus maletas sobre la alfombra y apartó a un feo gato de color canela de una de las sillas que flanqueaban la chimenea.

—Siéntate. Los pelos del gato no harán que ese traje esté peor de lo que está —el gato les bufó con las orejas echadas hacia atrás.

Chasqueó los dedos, el animal encogió el rabo y se marchó. Esperaba que aquello no fuese un presagio de cómo sería su recepción.

—¿Es tu mascota?

Rhys la miró con los párpados entornados.

—Es el gato de la cocina y parece pensar que el lugar es suyo —se dejó caer en la otra silla y se pasó las manos por el pelo—. Dime que no se trata de un hombre. Por favor. Me marcho a Dover a las siete en punto y preferiría no posponerlo para batirme en duelo con una sabandija de la que crees estar enamorada.

Habría ayudado que estuviera sobrio. En cuanto a lo del duelo, Althea se preguntó si sería capaz de acertar en la puerta de un granero con un trabuco en aquel estado.

—Claro que no se trata de un hombre —«claro que sí, pero si te cuento los detalles nunca llegaremos a ninguna parte»—. No seas ridículo. ¿Y por qué ibas a batirte en duelo por mí? —era sorprendente lo difícil que le resultaba mantener la voz firme. Debía de estar más cansada de lo que pensaba.

—Siempre era así —dijo Rhys con una sonrisa inesperada mientras se pasaba el dedo índice por la nariz. Había perdido su perfil griego perfecto en una pela con unos chicos del pueblo que la habían insultado cuando tenía seis años y él doce. La sonrisa se evaporó tan deprisa como había aparecido—. Entonces, si no se trata de un hombre…

—Sí se trata de un hombre, en cierto modo —Althea había ensayado todo aquello en la oscuridad apestosa de la diligencia durante el largo camino. No contaría mentiras, pero tampoco toda la verdad—. Recordarás que ya he vivido tres Temporadas. No, claro que no lo recuerdas; nuestros caminos nunca se han cruzado en la ciudad. No acudías a esas horribles fiestas en busca de matrimonio a las que se suponía que debía acudir yo.

Rhys apretó la mandíbula y ella se mordió el labio inferior. «Estúpida, insensible. Mencionar el matrimonio. Aún le importa, probablemente siga doliéndole».

—En cualquier caso, mi padre dijo que estaba perdiendo el dinero y que pasar otra Temporada más con chicas más jóvenes que yo sería aún peor. Así que me envió de vuelta a Longley Park y se propuso buscarme un marido de la zona.

—¿Quieres decir que no tenías ninguna oferta que…? —Rhys se detuvo cuando Griffin entró con una bandeja, después le hizo un gesto para que se sirviera ella misma mientras él vertía un líquido oscuro en su copa—. Quiero decir que sé que con tu madre…

—Oh, sí, tuve bastantes candidatos aceptables. Mi dote es buena y también está mi fondo fiduciario, claro —ambas cosas eran incentivos suficientes para compensar lo demás; su vulgaridad al hablar, su entusiasmo intelectual, su aspecto poco llamativo. Por no mencionar una madre que había sido actriz y amante de su padre antes de su impetuoso matrimonio y de su trágica muerte durante el parto—. Los rechacé a todos.

—¿Por qué? —Rhys la miró por encima del borde de su copa, aparentemente en un esfuerzo por enfocarla.

—No amaba a ninguno de ellos —«no me amaban… ninguno de ellos»—. Mi padre se ha decidido por sir Anthony Meldreth —¿Rhys lo entendería si le explicaba por qué se sentía tan traicionada? Por qué tenía que marcharse. El viejo Rhys lo habría entendido, pero aquel hombre, en aquel estado… No, mejor falsearlo—. No encajamos, pero mi padre dice que, o me caso con Anthony o tendré que quedarme en Longley y cuidar de mi madrastra el resto de mi vida.

—Dios —obviamente Rhys recordaba la habilidad de su madrastra para la hipocondría, los ataques y el egoísmo. Se frotó la frente con los dedos como para aliviar un dolor de cabeza, o tal vez para poder pensar con coherencia—. Entiendo tu problema.

«¿Lo entiende?». Probablemente no. No podía esperar que un hombre como Rhys entendiese el completo aburrimiento al que se vería sometida una hija solterona. Sería como si la enterrasen viva. Tampoco podía esperar que entendiera el horror de verse casada con un hombre que no le gustaba, en quien no confiaba y con quien no tenía nada en común.

—Entiendo que sería cansado —continuó él, lo que confirmó su sospecha de que no lo entendía—. Pero huir… —frunció el ceño—. No tengo tiempo para ocuparme de esto ahora. Estoy a punto de irme de viaje por el continente.

—Lo sé, me lo dijo mi padre. Considera que demuestra un encomiable entusiasmo por la cultura que, hasta ahora, no había visto en ti. Por favor, escucha, Rhys. Tengo veintidós años. No me estoy escapando, estoy tomando las riendas de mi vida.

—¿Veintidós? Dios, no los aparentas —no era un cumplido.

Thea apretó los dientes y siguió hablando.

—Lo único que necesito es la aprobación de dos de mis tres administradores para tener el control de mi dinero y ser independiente —no era ninguna fortuna, pero le daría libertad y opciones—. Si no obtengo el consentimiento, entonces no recibiré nada a no ser que mi padre apruebe mi matrimonio.

—Supongo que uno de tus administradores es tu padre —Rhys levantó el decantador, lo observó durante unos segundos y volvió a dejarlo en su sitio—. Por tentadora que resulte en estos momentos la inconsciencia absoluta…

—Así es —le interrumpió ella—. Y la abuela era muy consciente de cómo es —no tenía sentido fingir devoción filial. Su padre había sido una figura distante y sombría durante su infancia, y solo le había prestado atención cuando había dejado de tener edad para niñeras. Ya era suficientemente horrible tener una hija. Una hija sin la belleza y el encanto legendarios de su madre no servía para nada a no ser que se casara bien. Thea sentía que apenas lo conocía y, lamentablemente, no tenía ninguna gana de hacerlo.

Si aquel plan fallaba y su padre se daba cuenta de lo que se proponía y presionaba al tercer administrador, el señor Heale, entonces quedaría atrapada. Se estremeció al recordar el frío hogar de su infancia. La Temporada había sido una vía de escape, pero eso había quedado atrás y cada vez le quedaban menos opciones.

—La abuela tuvo que nombrar a mi padre como administrador, porque habría resultado extraño si no lo hubiera hecho, pero puso una cláusula que decía que yo solo necesitaría el permiso de dos de ellos para tomar decisiones importantes.

Se sirvió otra taza de té, hambrienta y sedienta ahora que se había disipado su miedo a no encontrar a Rhys en casa.

—Otro de los administradores es el joven señor Heale, hijo del abogado de mi abuela. He hablado con él y está de acuerdo con que yo me haga con el control. Tengo su carta. Siempre y cuando mi padre no se dé cuenta de lo que me propongo e intente influirle… —palpó el paquete que llevaba junto al corazón y sintió el crujir del pergamino. Ni siquiera la autoridad de su padre podría invalidar aquella carta—. La otra administradora es la madrina Agnes.

—La madrina. Ella sí aprobaría que tuvieras el control de tu fortuna —el brandy no parecía estar teniendo un serio efecto en el entendimiento de Rhys, o quizá estuviese pasándosele ya—. Pero no sé qué vas a hacer con eso a tu edad…

Estaba prestándole atención, aunque siguiera creyendo que tenía dieciséis años o que era incapaz de tomar decisiones. Dio un trago al té, después alcanzó otro bollito. Había pasado mucho tiempo desde que desayunara en Longley Park y después se comiera un panecillo a media tarde, cuando habían parado a cambiar los caballos.

—¿Alguna vez has pensado en lo afortunados que hemos sido al tener a nuestra madrina? —preguntó Rhys. Pensar en lady Hughson era suficiente para hacerle sonreír.

—A diario —contestó Thea con fervor—. Cuando éramos pequeños nunca lo pensaba, pero ahora veo lo afortunados que éramos de que convirtiera su infelicidad en placer cuidando de sus ahijados —la casa de su madrina había sido el único lugar donde había experimentado amor y cariño.

—¿Los quince corderitos del rebaño personal de Agnes?

—Exacto. Debía de querer mucho a su marido, pero lo perdió siendo muy joven, antes de que pudieran tener hijos.

Rhys murmuró algo a modo de asentimiento.

—Pero eso es historia y, si te has escapado, perdón, si te has marchado de casa para ir a buscarla, no está en Londres. ¿Te acabas de dar cuenta? ¿Por eso has venido a verme? —aquellos ojos azules somnolientos se quedaron estudiándola por encima del borde de la copa.

—Sabía que no estaba en la ciudad y no me atreví a escribir y arriesgarme a que su respuesta acabara en manos de mi padre. Está en Venecia. Por eso he venido directa aquí. En cuanto descubrí dónde estaba y lo que planeabas hacer tú… —aquella era la parte complicada.

Rhys no estaba lo suficientemente borracho como para malinterpretarla, o quizá la conociera demasiado bien.

—Ah, no. No, no, no. No vas a venir conmigo al continente. Es imposible, poco práctico, escandaloso.

—¿Te has vuelto tan convencional y mojigato que no puedes ayudar a una vieja amiga? —preguntó Thea. El viejo Rhys mordería aquel cebo.

—No soy convencional —al tomarse sus palabras como un insulto, Rhys dejó la copa de golpe y derramó el brandy sobre la caoba. El olor le recordó a lo que se enfrentaba—. Tampoco soy un mojigato. Qué palabra tan asquerosa —negó con la cabeza para recuperar el hilo de sus pensamientos—. No puedes ir viajando por Europa con un hombre con el que no estás casada. Piensa en el escándalo.

—Será un escándalo solo si me reconocen, ¿y quién va a reconocerme? Llevaré velo, y cualquiera que nos vea dará por hecho que soy tu amante —Rhys puso los ojos en blanco. Ella no estaba hecha para ser amante, con o sin velo—. Francamente, me da igual echarme a perder. Las cosas no pueden ir peor. Rhys, no estoy pidiendo que me lleven de paseo como si estuviese de vacaciones. Solo pido un medio de transporte. No puedo ir sola, no es tan fácil, aunque si no me ayudas contrataré a un guía y a una doncella para intentarlo.

—¿Con qué dinero? —preguntó él—. ¿O pretendes que te preste el dinero para echarte a perder?

—Desde luego que no. Pero mi vida quedará arruinada si tengo que quedarme —Rhys no parecía muy convencido—. Llevo conmigo la asignación de dieciocho meses —los fajos de billetes y las monedas cosidas a su ropa interior la habían mantenido caliente y tranquila con su sólida presencia durante el largo viaje.

—Y supongo que tu padre te dio el dinero sin hacer preguntas —levantó ligeramente la comisura del labio. Le daba cierta esperanza pensar que el viejo Rhys, el chico despreocupado y temerario que estaba dispuesto a cualquier cosa, seguía allí escondido, en el interior de aquel hombre formidable.

—Por supuesto que no. No he gastado más que unas pocas libras de mi asignación en tres meses. El resto lo he sacado de la alcancía del estudio de mi padre. He dejado un recibo.

—¿Y quién te ha enseñado a forzar cerraduras, señorita?

—Tú.

—No puedo negarlo —contestó él con una sonrisa—. Se te daba muy bien, si no recuerdo mal. ¿Recuerdas el día que abriste el cajón del escritorio de la madrina y recuperaste mi tirachinas? Y yo tenía una coartada perfecta, limpiando bajo la atenta mirada del jardinero jefe tras haber roto tres ventanas del invernadero.

—Dijiste que siempre estarías en deuda conmigo —Thea no cometió el error de sonreír triunfalmente.

—Creo que por entonces tenía trece años —dijo Rhys—. Es mucho tiempo para recordar una deuda.

—Un caballero nunca se olvida de una deuda, y menos contraída con una dama —Rhys se quedó mirando su ropa harapienta, pero no hizo ningún comentario—. Tienes tres opciones, Rhys. O me llevas contigo, o me dejas sola en Londres, o me envías de vuelta con mi padre —sonrió para suavizar la brusquedad de su petición—. Míralo como si fuera una última aventura. ¿O no te atreves?

—No creas que vas a conseguir provocarme así. Tengo veintiocho años, Thea. Soy demasiado mayor para esas tonterías.

Rhys no era demasiado mayor para nada, pensó ella mientras se esforzaba por mantener una expresión abierta e ingenua. Parecía perfecto para una última aventura, un último sueño.

—Por favor.

Aquello no había fallado nunca. No sabía por qué, de todos los ahijados que pasaban los veranos con lady Hughson, ella era la única que siempre convencía a Rhys para que hiciera lo que quería. Ella, la pequeña Althea, no los demás chicos, ni siquiera Serena, la preciosa chica de ojos azules de la que se había enamorado.

—Debo de estar loco —Thea aguantó la respiración mientras él daba un trago largo a su copa de brandy—. Te llevaré conmigo. Pero será mejor que te comportes, mocosa, o te enviaré en el primer barco de vuelta a casa.

 

Dos

 

 

Tal vez Rhys estuviera ebrio, pero aun así podía organizar sus asuntos con una autoridad autocrática. Thea corrió escaleras arriba para cambiarse, seguida de una doncella somnolienta, y reconoció el efecto del encanto que recordaba de años atrás. Sonreía, explicaba, persuadía… y las cosas sucedían como el joven conde de Palgrave deseaba. Todo salvo su matrimonio.

De adulto todavía sonreía, pero parecía que no le hacía falta persuadir a nadie. Lo que el señor ordenaba sucedía. Un carruaje de viaje estaba esperando detrás de la calesa en la que ella se encontraba, ataviada con el vestido arrugado y sencillo y la capa que había sacado de su maleta. Una sobresaltada doncella había ascendido inesperadamente a asistente de la dama y charlaba nerviosa con Hodge, el ayuda de cámara de Rhys, mientras cargaban el resto del equipaje en el carruaje.

Thea tiró de la persiana lateral para asegurarse de que quedara bien bajada, aunque no había nadie en la calle, iluminada por el amanecer, que pudiera verla dentro del vehículo, y mucho menos reconocerla con el velo que le tapaba la cara. Bostezó y arrugó los dedos de los pies para disfrutar del tacto de la alfombra y de los cómodos cojines después de la experiencia en la espartana diligencia. Su nueva doncella, Molly, ¿Polly? iría con ella en la calesa, mientras que Rhys viajaría en el carruaje con su ayuda de cámara, o eso imaginaba ella.

Eso era algo bueno. No se había dado cuenta del impacto que podía suponer para el plan aquel Rhys completamente adulto. Salvo en las ocasiones en las que lo había visto de lejos cuando sus caminos se habían cruzado durante la Temporada, sus últimos recuerdos eran los de un joven confiado de veintidós años, de pie en el altar con la cara pálida mientras su mundo se desmoronaba. Después de eso él había estado en Londres e, incluso cuando ella estaba allí también, después de su presentación en sociedad, el camino de un hombre adinerado y sofisticado sin interés por encontrar esposa no se cruzaba con el de una joven que buscaba marido.

La puerta se abrió y se asomó un sirviente.

—Disculpad, señorita, pero ¿queréis que coloque vuestro asiento en posición para dormir? —mientras hablaba tiró de una sección del panel acolchado y dejó al descubierto un compartimento que salía de la parte delantera del vehículo. Después ajustó el panel en el agujero situado delante del asiento. Thea había oído hablar de las calesas para dormir, pero nunca antes había viajado en una.

—No, gracias —estaba demasiado tensa para sentarse. La doncella se merecía un poco de descanso después de tener que despertarse para ayudarla a ella.

La puerta volvió a abrirse y la calesa se inclinó hacia un lado cuando alguien puso el pie en el escalón.

—¿Rhys?

—¿No duermes? —afeitado, aunque con los párpados hinchados, Rhys se subió al vehículo, se quitó la chaqueta y se tumbó en la cama que el sirviente había creado, con los pies ocultos en el hueco—. Despiértame cuando paremos para desayunar —cerró los ojos y se acurrucó en su lado—. O si hay bandoleros.

Sin la chaqueta, Thea pudo ver su nuca, sus hombros anchos, el contorno de los músculos de sus muslos y una espalda firme y robusta.

Se quedó mirándolo durante un minuto, ya que al fin y al cabo era humana y mujer, y después fijó la mirada en los postillones cuando la calesa se puso en marcha. Oh, sí, desde luego, su amigo de la infancia había crecido. Se sentía casi como si hubiera silbado para llamar a un perro amistoso y, en su lugar, hubiera atraído a un lobo. Quizá fuese Rhys, pero también era un hombre. Un hombre adulto. Con cierta reputación, recordó.

Recordó también la ocasión en que lo había visto en un palco del teatro de Covent Garden, seduciendo con champán a una mujer hermosa, y los murmullos de las mujeres casadas del grupo de la joven. Había arrebatado a la chica de las garras de lord Hepplethwaite, y el lord despreciado había dicho que iba a desafiarlo a un duelo, hasta recordar la reputación de Rhys con el florete.

Transcurridos unos minutos, Thea levantó la persiana. Era mejor para sus nervios ver dónde estaban y, si miraba por la ventana, no miraría al hombre que dormía a su lado. Estaba roncando un poco, lo cual no resultaba sorprendente después de todo lo que había bebido. El sonido era extrañamente tranquilizador.

El brillo del agua le mostró que estaban cruzando el puente de Westminster. Las nuevas luces de gas estaban apagadas, para su decepción. Pero la vista río abajo era tan dramática como cuando Wordsworth había escrito sobre ello.

«La ciudad ahora es como una prenda que refleja la belleza de la mañana…» —murmuró.

Junto a ella, Rhys suspiró como si protestara al oír el sonido de su voz y se dio la vuelta, todavía con los ojos cerrados. Llevaba el pelo cortado a la moda, pero un mechón oscuro le caía sobre la frente, lo que le recordaba al joven que ella había conocido. Thea estiró el brazo para apartárselo, pero entonces se detuvo cuando tenía la mano a escasos milímetros. Su pelo se erizó hacia las yemas de sus dedos como la piel de un gato al que hubiesen acariciado repetidas veces.

Thea entrelazó las manos sobre su regazo. Era mejor que algunas cosas siguieran siendo sueños y recuerdos. Era más seguro que siguiesen siendo tonterías de la infancia. Pasados unos minutos, sacó la guía de carreteras de su bolso, donde la había guardado por si acaso tenía que partir ella sola. Desdobló el mapa.

Se dirigían hacia Southwark. Como había hecho desde que comenzara aquel viaje, empezó a tachar obstáculos en su cabeza. Había reunido todo lo que necesitaba sin ser vista. Había escapado de la casa para irse a King’s Head, que no era la posada más cercana, pero donde no la reconocerían, a pesar de tener que caminar durante una hora. Después había tomado la diligencia. Había encontrado también un coche que la llevase a casa de Rhys y, lo más difícil de todo, le había persuadido para que la llevase con él.

¿Habría aceptado si no hubiese estado bebiendo, o si se hubiese dado cuenta de que ya era una mujer adulta? Le miró a la cara. La curva de su nariz era más visible desde aquel ángulo y sus labios se movían ligeramente con los ronquidos. Tenía una pequeña cicatriz justo debajo de la oreja. Eso era nuevo.

Devolvió su atención al mapa y a lo que se veía por la ventana. Cada vez había menos casas; delante de ellos estaba Deptford, lleno de historia. Según su guía, era donde sir Francis Drake había sido nombrado caballero y donde el zar Pedro el Grande se había alojado al visitar Inglaterra. Estuvo atenta a posibles señales de aquel pasado fastuoso, pero le decepcionó encontrarse con calles sucias y abarrotadas. La calesa se tambaleaba sobre los adoquines y tuvo que frenar en seco en varias ocasiones, pero Rhys seguía durmiendo, para su tranquilidad. Cuando se despertara, sobrio y probablemente con resaca, ¿cambiaría de opinión con respecto a ella?

La carretera comenzó a ascender hacia Blackheath. Rhys le había dicho que le despertara si aparecían bandoleros. Bueno, si iban a encontrarse con alguno, aquel sería un buen lugar. Descubrió que no tenía mucho miedo, siendo una despejada mañana de junio. Más preocupante era preguntarse dónde habría ordenado que hicieran el primer cambio de caballos. Si se producía demasiado cerca de Londres, corría el riesgo de que la enviara de vuelta. Pasaron frente al Sol de las Arenas, el Zorro bajo la Colina y el Conde de Moira mientras la carretera seguía subiendo. Dio por hecho que estaban en Shooter’s Hill y se relajó un poco.

Empezaban a ir más despacio. Frente a ellos pudo ver edificios con carteles de posada. Entraron en el patio del León Rojo, los mozos de cuadra salieron corriendo para hacer el cambio y el posadero se acercó a ellos, atraído sin duda por el escudo de armas que adornaba las puertas del vehículo.

Thea bajó la ventanilla.

—¡Shh! El señor está durmiendo —le susurró al hombre. Hodge apareció junto a él—. Por favor, toma lo que necesites, pero no le despiertes.

Hodge no dio muestras de sorpresa, aunque, en realidad, debía de ser consciente del estado en que su señor se había subido a la calesa. Asintió y entró en la posada seguido de su doncella. Thea cerró la ventanilla y se quedó sentada, sin bajar la guardia, con el velo en su lugar, atenta a cualquiera que pudiera alterar el sueño de Rhys. Pero, tras la llegada de una diligencia, un altercado entre dos perros en el establo y las risas de una mucama flirteando con un mozo de cuadras, Rhys se limitó a hundir la cabeza con más firmeza en sus brazos. Comenzó a pensar que tal vez dormiría toda la mañana y empezó a quedarse dormida ella también.

Cuando Hodge abrió la puerta, se despertó con un respingo. Le entregó una taza de café y una servilleta en la que había envuelto un panecillo relleno de beicon. Después miró a su señor.

—¿Siempre duerme así? —preguntó Thea.

El ayuda de cámara negó con la cabeza.

—No, milady —recuperó la taza cuando ella se hubo bebido el café y cerró la puerta con suavidad. Thea se quedó algo preocupada. ¿Hodge querría decir que siempre bebía tanto y, como consecuencia, dormía profundamente?

Le había sorprendido encontrarlo borracho, bebiendo brandy como si fuera limonada. Los rumores que habían surgido tras el fiasco del día de su boda decían que era un hombre al que no le importaba, un hombre que se alegraba de haber prescindido de la responsabilidad de una esposa y que se había entregado a una vida de disipación y libertinaje.

Claro que le había importado. Ella había visto su cara en aquellos primeros momentos de traición; había sentido cómo le temblaban los dedos al entregarle su pañuelo de bolsillo, había sentido su cuerpo rígido por el dolor al arriesgarse a abrazarlo. Pero después se había apartado del altar con una sonrisa amarga en los labios, había confesado que desde el principio había sospechado que su prometida podría fugarse para casarse y le había deseado felicidad a la escandalosa pareja.

Para un hombre poco dado a la falsedad, había sido una actuación impresionante. Aquello confundió a los chismosos, disipó parte del oprobio hacia Serena y Paul y salvó el orgullo de Rhys al no aparecer como una víctima, alguien por quien sentir pena.

Al llegar a Londres para su primera Temporada, lo único que Thea logró descubrir sobre él era que se había estabilizado, que había ocupado su asiento en la Cámara de los Lores y que administraba sus fincas con mano firme, pero que tenía muy mala reputación con las mujeres. Lejos de buscar una nueva esposa, flirteaba como si estuviese en guerra y tenía un sinfín de amantes que, según los rumores, eran hermosas y caras. O no estaba invitado a los eventos considerados apropiados para las damas inocentes o prefería no asistir a ellos.

Las madres de hijas esperanzadas se mostraban escandalizadas: un conde guapo, joven y adinerado debía formar una familia. Preferiblemente con una de sus hijas, que estaban mucho mejor educadas que la caprichosa lady Serena Haslow. Si lord Denham dejase los placeres de la carne y los salones de juego, no tardaría en entrar en razón y casarse con alguna de ellas.

La calesa salió del patio y giró hacia el este, en dirección a Dartford. Nadie obligaba a Rhys a irse de viaje por Europa. Algunos meses atrás, con el continente en guerra, ni siquiera lo habría considerado. ¿Por qué entonces se marchaba ahora, y por qué había ella había captado tantos sentimientos encontrados la noche anterior?

 

 

La cama, llena de bultos, se tambaleó de pronto. Medio despierto, Rhys intentó agarrarse al borde, no lo consiguió y resbaló hacia abajo hasta que sus pies golpearon algún obstáculo. «¿Botas en la cama? Un caballero siempre se quita las botas, al menos».

—¿Dónde diablos…?

—Esta es la colina que baja hacia Dartford. La guía ya advierte de que es extremadamente inclinada —aquella voz certera le hizo despertarse del todo.

—¿Thea? —se incorporó, se apartó el pelo de la cara y gimió al notar la luz del sol. Si aquello era un sueño, era uno de lo más incómodo y extraño—. ¿Qué diablos estás haciendo en mi calesa?

—Dijiste que podía ir contigo al continente. Espero que no estuvieras tan borracho anoche como para no acordarte —Thea se quedó mirándolo con evidente desaprobación.

—Esperaba que fuese una pesadilla. ¿Y por qué me miras así? —levantó la sección de la tabla acolchada y la recolocó para poder sentarse—. Siento como si tuviera serrín en la boca.

—No me sorprende. Anoche estabas increíblemente borracho. Te sugiero que les digas a los postillones que se detengan aquí y desayunes algo. Los demás hemos comido en Shooter’s Hill.

Responder que él estaba al mando de aquel viaje y que tomaría las decisiones sobre dónde parar sería volver a las discusiones de su infancia. Aunque Thea nunca discutía. Ni lloriqueaba. Simplemente desencajaba aquellos ojos de color avellana hasta hacerle sentir que la había decepcionado de algún modo. Y sí que deseaba comer algo y tomarse un café. Entonces, con un poco de suerte, alguien le golpearía en la cabeza para dejarle inconsciente y que pudiera olvidarse del dolor.

Bajó la ventanilla, se asomó y gritó:

—¡Parad en la siguiente posada decente!

—Esa será el Toro —contestó Thea mirando su guía con el ceño fruncido.

—Me da igual el nombre de las posadas. ¿Qué diablos voy a hacer contigo? —debía de haber estado muy borracho para ceder a los deseos de la muchacha. Recordó vagamente un horrible traje de hombre.

—Llevarme a ver a la madrina —lo miró con los párpados entornados por la sospecha—. Como prometiste.

—Te aprovechaste de mí —respondió Rhys.

—¿Las mujeres suelen aprovecharse de ti? —preguntó ella con dulzura.

—Cuando estoy de suerte —murmuró él, y Thea se rio. ¿Cómo podía haberse olvidado de aquellas carcajadas perversas? Se mordió el labio para evitar sonreír—. Esta es una conversación inapropiada y una situación más inapropiada aún. Si se sabe, será tu ruina. Ya no eres una niña —¿lo era? Parecía tener unos diecisiete años, eso siendo generoso.

—No, no lo soy. Y, en cuanto a lo de mi ruina… —se encogió de hombros cuando la calesa aminoraba la marcha—. Mejor. Entonces mi padre dejará de intentar casarme con cazafortunas asquerosos… Quiero decir que entonces tendré libertad para vivir mi vida como quiero y no acabar siendo una vieja doncella.

«¿Cuál es su problema? Todas las chicas quieren un marido, punto. ¿Por qué insistirá Thea en lo contrario?