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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Carol Townend

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Melodía de pasión, n.º 584 - septiembre 2015

Título original: Lord Gawain’s Forbidden Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6784-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los editores

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

 

 

La caricia de su voz llegaba a los lugares más recónditos del corazón de sus admiradores. Blancaflor le Fai era, tal cual su nombre sugería, como un hada etérea e inaprensible y por todo ello su fama como chanteuse la precedía y hacía que todos los hombres se rindieran a su paso. Pero su corazón permanecía atado a un caballero que nunca podría ser suyo…

Esta es la historia que tenemos el gusto de recomendaros. Descubrid, poco a poco, cómo la tenacidad y el ardor de dicho caballero se irá imponiendo hasta conquistar la libertad de amar a la dama más rebelde y esquiva de toda la corte de Troyes.

 

¡Feliz lectura!

 

Los editores

 

 

Para Melanie con amor y agradecimiento por estar siempre a mi lado.

(¡No avergonzaré a las dos contando en público los años!).

Uno

 

Agosto de 1174. Un campamento en las afueras de Troyes, en el condado de Champaña

 

Troyes reventaba por las costuras. La feria de verano estaba en su apogeo, con cada posada y cada pensión llenas hasta arriba de mercaderes y amas de casa. Saltimbanquis y juglares competían por los mejores lugares en las plazas de los mercados. Mercenarios y rateros vagaban por los estrechos callejones, a la busca del camino más corto para un fácil beneficio. Era tanta la gente que había bajado a la ciudad que había tenido que levantarse un campamento provisional en un campo situado fuera de las murallas. El campamento era conocido como la Ciudad de los Extranjeros, y filas y filas de polvorientas tiendas ocupaban hasta el último hueco.

Una tienda destacaba sobre las demás. Ligeramente más grande que las otras, más un pabellón que una tienda, con la lona de un desteñido color morado decorada con estrellas de plata.

En el interior del pabellón morado, Elise estaba sentada en un escabel junto a la cuna de Pearl, abanicando delicadamente con un paño la carita de su hija. Era mediodía y hasta para agosto hacía un calor inusual por excesivo. Elise flexionó los hombros de cansancio. Tenía el vestido pegado al cuerpo y parecía como si llevara horas sentada allí. Afortunadamente, los párpados de Pearl estaban empezando a cerrarse.

Unas voces en el exterior la hicieron volverse hacia la entrada del pabellón, con los ojos entrecerrados. André había vuelto: podía oírlo hablar con Vivienne, que estaba amamantando a Bruno, su bebé, a la sombra del toldo.

Elise esperó mientras seguía abanicando tiernamente a Pearl. Si André tenía noticias, pronto se las anunciaría. Un momento después, André levantaba la cortina de la tienda.

—¡Elise, lo he conseguido! —exclamó con los ojos brillantes. Dejó su laúd sobre su catre—. Han encargado a Blancaflor le Fay que cante en palacio. En el Banquete de la Cosecha.

—¿En palacio? ¿Has conseguido ya entrada en palacio? Dios, sí que ha sido rápido —Elise se mordió el labio—. Espero estar preparada.

—Por supuesto que lo estás. Tu voz está mejor que nunca. El mayordomo del conde Enrique se mostró encantado cuando se enteró de que Blancaflor estaba en la ciudad. La corte de Champaña te adorará.

—Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que canté. Tengo miedo de que se me haya olvidado…

—¿Olvidado? ¿Blancaflor le Fay? Eso no puede ser. Elise, es el encargo del siglo. No se me ocurre un mejor retorno de Blancaflor a los escenarios.

Elise miró a Pearl.

Se había quedado dormida. Dobló cuidadosamente el paño que había estado usando como abanico y sonrió para disimular su inquietud.

—Lo has hecho muy bien, André. Gracias.

—Podías mostrarte algo más contenta —repuso André, observándola—. Te pone nerviosa cantar en Champaña.

—¡Absurdo! —replicó Elise, aunque había un grano de verdad en el comentario de André—. Pero no debo decepcionarlos.

—Tienes miedo de verlo.

Ella alzó la barbilla.

—¿A quién?

—Al padre de Pearl, por supuesto. Elise, no necesitas preocuparte, lord Gawain no está en Troyes. Se marchó para reclamar su herencia.

—Has escuchado a los rumores.

—¿Y tú no?

Elise esbozó una mueca, pero negarlo sería inútil. Quizá no debió haberlos escuchado, pero, por lo que se refería a Gawain Steward, eso parecía imposible. Su imagen nunca la abandonaba; incluso en ese momento era clara y radiante, un poderoso caballero rubio de ojos oscuros y abrasadores.

—Se me hace extraño imaginármelo como el conde de Meaux —murmuró—. Él no tenía expectativas de heredar.

—¿Oh?

—Sé que había mala sangre entre su tío y él. No sé más que eso.

André se encogió de hombros.

—Bueno, pues ahora ya es conde, así que deben de haber resuelto sus diferencias.

—Eso parece.

Elise se sentía contenta por la buena suerte de Gawain. En verdad, se sentía contenta por ella misma. La herencia de Gawain era también buena suerte para ella. Blancaflor le Fay llevaba años queriendo cantar en la famosa corte de Champaña. Ni siquiera las dificultades de su última visita habían matado aquella ambición.

Tras el nacimiento de Pearl, cuando se había dado cuenta de que Blancaflor debía hacer un retorno espectacular a la corte o arriesgarse a caer en la oscuridad, Elise se había animado con la idea de regresar al palacio de Troyes. Cantar ante la propia condesa María sería todo un acontecimiento. ¡La hija del rey de Francia, ni más ni menos!

Elise había tenido que luchar contra unos cuantos fantasmas antes de verse capaz de volver a Champaña. Nunca olvidaría que su hermana Morwenna había muerto cerca de Troyes. Sin embargo, nada podía hacer ella para devolverle la vida. Por lo demás, si Morwenna hubiera estado viva, ella habría sido la primera en aceptar que la corte de Troyes era el lugar ideal para el triunfante retorno de Blancaflor le Fay.

Y además allí estaba Gawain, con el miedo que tenía Elise de tropezarse con él. ¿Qué le diría? Era el padre de su hija y ni siquiera lo sabía.

Pero luego Elise había oído que Gawain se había convertido en el conde de Meaux y ese obstáculo, al menos, había sido eliminado. Gawain estaba a kilómetros de distancia, reclamando su herencia en Île de France. El campo estaba libre.

—¿Cómo es él? —preguntó André.

—¿Mmmm?

—Lord Gawain.

—Era un simple caballero cuando lo conocí. Pero impresionante. Un guerrero. También era dulce. Protector.

El último año, Elise se había sentido sorprendida y halagada a la vez de ser la destinataria del interés de Gawain. Lo cual resultaba aún más sorprendente teniendo en cuenta que ni una sola vez había usado con él las tretas de Blancaflor le Fay. No, sencillamente había sido la tímida y discreta doncella Elise Chantier.

—Y sin embargo le temes. Tenías miedo de encontrártelo.

Elise miró a Pearl, mordiéndose el labio.

—No tengo miedo de lord Gawain. Yo solo quería evitar cualquier… complicación.

—¿Complicación?

—André, el padre de Pearl es un conde. Ignoro cómo reaccionaría si llegara a enterarse de que tiene una hija.

—Preferirías que no lo descubriera.

—Francamente, sí. El hecho de que Gawain sea conde no habrá cambiado su carácter. Es un hombre responsable, un hombre de honor. Yo me hice amiga suya como medio de entrar en Ravenshold.

André frunció el ceño.

—¿Qué pasa con lady Isobel? Yo creía que te habías convertido en su doncella para conseguir entrar en Ravenshold.

—Y así fue, pero mi amistad con lady Isobel no llegó a ser puesta a prueba. Eran muchas las posibilidades de que no terminara en nada.

—Así que mantuviste a lord Gawain en reserva —André miró a Pearl con los ojos desorbitados de asombro—. Conociéndote, yo pensaba que él sería algo más que eso para ti.

—Me gusta, por supuesto —se apresuró a asegurarle Elise. En realidad, era algo más que eso. Podía haberse hecho amiga de Gawain por desesperación, pero la atracción no había tenido que fingirla. La pasión había estallado entre ellos sin ningún esfuerzo por su parte. Las chispas habían saltado desde el principio.

—No estoy segura de que él llegue a perdonarme. Ya lo ves, le engañé.

Elise se mordió el labio. Engañar a Gawain había sido lo más difícil y a la vez lo más fácil que había hecho jamás. Nunca se había sentido cómoda flirteando con hombres, pero con Gawain eso había resultado sorprendentemente sencillo. Y había sido divertido, además.

Al principio, lo había hecho esperando descubrir las circunstancias de la muerte de su hermana. Antes de llegar a conocer a Gawain, se había dicho a sí misma que descubrir la verdad sobre la muerte de Morwenna era lo único importante. Pero rápidamente se había dado cuenta de que se había estado engañando a sí misma tanto como a Gawain. La atracción que habían sentido había sido fuerte. Demasiado. Habían terminado convertidos en apasionados amantes, aunque ella había llegado a desconfiar de todo lo que sentía por él. ¿Era realmente posible sentir tanto por un hombre, y tan rápidamente?

—Es un alivio saber que no lo veré —dijo ella—. Sobre todo desde que es el gran conde de Meaux. Él ahora vive en otro mundo, André.

—El mundo de la corte.

—Así. Nosotros podemos actuar allí, pero no es nuestro mundo. ¡Pero tú nos has asegurado una actuación tan pronto! Es maravilloso —esbozó una mueca—. Salvo por una cosa.

—¿Sí?

—Los vestidos de Blancaflor —Elise señaló su vientre mientras intentaba expulsar al padre de Pearl de su mente—. La última vez que me los probé, me estaban un poco apretados.

—¡Bah! Estás tan esbelta como antes de que naciera Pearl.

—Y tú eres un adulador. Aquello vestidos no me estarán bien y Blancaflor nunca soñaría con aparecer con un puritano vestido sin entallar. Acuérdate de que el mundo gusta de pensar en ella como una inocente. Ellos creen que se ha recluido en un convento. Los vestidos…

—Pruébatelos otra vez, Elise, que estoy seguro de que te servirán. ¿Qué tal si compramos unos lazos nuevos?

Las mariposas bailaban en el estómago de Elise. Nerviosas, excitadas mariposas. Respiró hondo. Durante años había soñado con actuar en la corte de Champaña y no podía dejar que los nervios le estropearan la oportunidad de cantar en palacio. Buscó la mano de André y le dio un tierno apretón.

—Muy bien —dijo con expresión radiante—. Tendremos lazos nuevos. ¿Me echarás un ojo a Pearl mientras voy al mercado?

André la miró con tristeza.

—Lo siento, Elise, pero tendrás que pedírselo a Vivienne. He quedado con unos amigos en la tienda de la cantina. Luego volveremos a la ciudad.

—No te preocupes, me las arreglaré —le dijo Elise.

Vivienne era el ama de cría de Pearl. Pedirle a Vivienne que amamantara a Pearl había sido una de las decisiones más difíciles que Elise había tomado en su vida, pero eso era inevitable si quería continuar cantando, porque el alter ego de Elise, Blancaflor le Fay, no podía ser una madre nutricia. Blancaflor nunca miraba a los hombres. Personificación como era de la inocencia, los mantenía siempre a distancia. Blancaflor era pura y distante. Intocable. No tenía corazón, rompía los de los demás.

Elise no había escogido precisamente el nombre de Blancaflor le Fay. De manera extraordinaria, el nombre había surgido solo, probablemente ayudado por el hecho de que luciera un colgante de esmalte blanco con forma de margarita. Blancaflor era misteriosa. Era exótica, como de otro mundo. Afamada, Blancaflor era celebrada como una princesa en las grandes casas del sur de Francia. Blancaflor moriría antes que hacer algo terrenal o pecaminoso, tal como tener un hijo fuera del matrimonio.

Brevemente Elise había llegado a plantearse adoptar otra personalidad, una que le permitiera ser más abierta con respecto a su condición de madre, pero el apodo de Blancaflor le había convenido. Era una buena fuente de ingresos y Elise se resistía a dejar que desapareciera.

Las damas verdaderas, las nobles, tenían amas de cría, así que… ¿por qué no podía ella también tener una?

Pero no podía negar que le había dolido haber renunciado a amamantar personalmente a Pearl. Lo sentía como una traición que le producía un dolor físico: incluso en aquel momento, varias semanas después del parto. No había esperado sentirse tan mal.

Vivienne había sido la elección obvia como ama de cría. Vivienne se había unido a su grupo cuando el padre de Elise, Ronan, todavía vivía. Vivienne no era cantante y detestaba actuar, de manera que se había dedicado a cocinar y a limpiar, ayudándolos a hacer el equipaje cada vez que habían tenido que trasladarse de una ciudad a otra. Ejercía, de hecho, de doncella de Blancaflor.

Los tres, Elisa, André y Vivienne, habían vivido juntos durante años y recientemente, apenas el último invierno, mientras Elise estuvo fuera en la Champaña, Vivienne y André se habían convertido en amantes. La pareja había tenido también un bebé, Bruno, apenas unos días mayor que Pearl. Elise era muy afortunada de tener a Vivienne como ama de cría. Sin ella, el trabajo de ganarse la vida habría sido el doble de difícil.

 

Después de enredar la cinta de color cereza en los dedos, Elise se la guardó en su faltriquera.

—Gracias, me encanta el color.

—Es de seda, ma demoiselle.

—Ya lo veo.

La cinta era perfecta. Lo suficientemente resistente para hacer con ella un lazo y solo ligeramente más larga que la vieja. Parecía que André había tenido razón cuando le dijo que había recuperado su antigua figura. Cabía en los dos vestidos de Blancaflor, y la cinta de color cereza quedaría perfecta con la seda plateada de su vestido preferido.

Echándose el velo sobre un hombro, Elise esbozó una mueca mientras avanzaba entre la multitud. El calor que hacía en la plaza del mercado era insoportable. Aquello era como un horno, peor todavía que en el campamento de la Ciudad de los Extranjeros. Las filas de estrechas casas de madera parecían encerrar el aire caliente. Elise sentía que se asfixiaba. No podía esperar para volver a su pabellón y quitarse el velo.

Se abrió paso a fuerza de codos entre la multitud que se agolpaba en los tenderetes y casi había llegado a la zona de sombra, más allá de la Puerta de la Madeleine, cuando oyó unos cascos de caballos a su espalda.

—Apartaos —masculló un hombre que iba delante—. Vienen caballos.

Eran un caballero y su escudero. El caballero no llevaba puesta su cota de malla. Lucía una túnica de color crema con borde trenzado rojo y oro. No había duda alguna de que se trataba de un caballero: solo uno habría montado de manera tan segura y confiada un caballo tan grande. Estaba vuelto hacia atrás, riendo por algo que le había dicho su escudero.

Elise se quedó sin respiración. El caballero tenía el pelo rubio, igual que Gawain. Su caballo, un gran alazán de patas negras, le resultaba familiar. Y los colores de su escudero… El corazón le dio un vuelco en el pecho. Aquella túnica roja, con el grifo dorado estampado en ella. Había algo diferente en aquel grifo, y sin embargo…

El caballero giró la cabeza. Era Gawain. El corazón le dio otro vuelco en el pecho. No podía ser, pero era. Sobresaltada, se lo quedó mirando por entre la pantalla de gente que tenía delante. Gawain.

Su cerebro empezó a trabajar a toda velocidad. ¡Se suponía que Gawain no tenía que estar en Troyes! Elise jamás habría soñado con volver de haber sabido que se encontraría en la ciudad. ¿Por qué estaba allí?

Todo el mundo sabía que el tío de Gawain, el conde de Meaux, había muerto y que Gawain había heredado. Se suponía que habría tenido que estar tranquilamente en Île de France, encargándose de su nuevo condado. Aquello podría ser muy incómodo. «Este hombre me dio una hija y yo nunca se lo dije. Dios mío, ¿qué voy a hacer?», se preguntó.

Con un nudo en el estómago, Elise lo observó pasar bajo el arco. Tenía el pelo más rubio que en el último invierno, Decolorado por el sol. El rostro bronceado, más hermoso de lo que recordaba. El nudo se apretó. No había querido verlo.

Se suponía que tenía que estar en Meaux.

¿Cómo podría actuar Blancaflor le Fay con Gawain en la ciudad? Si la veía cantando en palacio, la reconocería. Y luego empezarían las preguntas. Y las recriminaciones. Se enteraría de lo Pearl, y después…

Elise cerró los ojos por un momento. Realmente no quería enfrentarse a él. Y no solo porque el año anterior, cuando se conocieron, ella hubiera eludido la mayor parte de sus preguntas sobre su vida como cantante. Le había contado lo menos posible. No sabía cómo reaccionaría cuando descubriera que Pearl era suya. ¿Y si quería arrebatarle a su niña? No haría eso, ¿verdad?

El nuevo conde de Meaux y su escudero se alejaron de ella, con la multitud abriéndose para dejar pasar sus caballos. Elise se quedó mirando la espalda de Gawain, con sus anchos hombros, y se preguntó si sería la clase de hombre que querría criar a un hijo. Ojalá lo conociera mejor. La mayoría de los caballeros se habrían desentendido con gusto de cualquier responsabilidad sobre sus hijos ilegítimos. Espió por entre el gentío su rubia cabeza, con el corazón retumbando como un tambor. Un conde podría hacer cualquier cosa que se le antojara.

Cielos, Gawain allí, en Troyes. Aquello lo cambiaba todo.

De pronto él se volvió para lanzar una mirada sobre su hombro. El corazón se le subió a la garganta. ¡La estaba mirando a ella! Encogiéndose, pisó sin querer a alguien.

Una mujer la miró ceñuda.

—¡Cuidado!

—Mis disculpas —masculló Elise.

Volviéndose, enfiló por la Rue du Bois.

Su mente estaba sumida en el caos. Un solo pensamiento la dominaba. Gawain Steward, conde de Meaux, estaba en Troyes y la había visto. Con el corazón palpitante, mantuvo la mirada baja y se abrió paso entre un grupo de mercaderes que estaban charlando a la puerta de una de las tiendas de ropa.

—Disculpadme. Perdón, señor.

—¿Elise? ¡Elise!

Gawain se encontraba a unos diez metros detrás de ella y el aire estaba lleno de ruido: el rebuzno de una mula, una oca parpando… y sin embargo oía el tintineo del arnés del caballo. Los cascos de sus patas. Se detuvo en seco, con la mirada clavada en una niña pequeña que se agarraba a las faldas de su madre. ¿Qué sentido tenía? No podría escapar de él. La calle estaba atestada de gente y ella podría escabullirse por un callejón, pero había niños allí y aquel caballo estaba entrenado para barrerlo todo a su paso. Alguien podría resultar herido.

Inspirando profundamente, se volvió. Con la mente completamente en blanco. No tenía la menor idea de cómo saludarlo. «Lord Gawain, qué agradable sorpresa. Confío en que gocéis de buena salud. Por cierto, he tenido un bebé. Espero que herede vuestros ojos». Cielos, no podía decir eso. No quería hablarle de Pearl. Necesitaba tiempo para pensar, pero no parecía que fuera a conseguirlo.

—¿Elise? ¿Elise Chantier?

Elise se quedó quieta conforme él se acercaba, esforzándose por no apartarse del camino del caballo. El enorme alazán podía tener un aspecto fiero, pero Gawain podía controlarlo. Alzó la cabeza la cabeza para mirarlo.

—¡Lord Gawain! —improvisó una reverencia—. ¡Qué agradable sorpresa!

Chirrió la silla de cuero mientras Gawain desmontaba y hacía una seña a su escudero para que se hiciera cargo de las riendas. Ofreció a Elise su brazo.

—Camina conmigo.

Elise ladeó la cabeza y logró esbozar una sonrisa.

—¿Es una orden, mi señor?

Era más alto de lo que recordaba. Más fornido. Los sonidos y colores de la bulliciosa calle se apagaron mientras lo miraba. Aquello ojos de un castaño profundo… ¿cómo podía haberse olvidado de aquellas vetas grises? ¿De aquellas largas pestañas? Y su nariz, con aquel perfil aguileño tan peculiar. Elise había adorado aquella nariz. Le había gustado deslizar un dedo a lo largo de su puente como preludio de un beso. Y su boca… Mientras la recorría con la mirada, sintió que su sonrisa se congelaba. Tenía los labios apretados. Parecía… no, furioso no. Parecía cansado. Qué extraño. No parecía un hombre que acabara de heredar un vasto condado.

—Camina conmigo, Elise.

—Sí, mi señor.

Gawain miró a su escudero.

—Nos veremos dentro de media hora, Aubin. En las puertas del castillo.

—Sí, mon seigneur.

 

Cuando Elise apoyó ligeramente la mano sobre su brazo, Gawain, conde de Meaux, soltó un suspiro de alivio. Gawain había estado buscando a Elise y estaba complacido, más de lo que debería, de haberla encontrado. Enfiló hacia la Preize Gate.

—Tendremos más tranquilidad una vez que nos hayamos alejado de las calles del mercado —le dijo.

Elise asintió, sonriendo, y se echó el velo sobre el hombro. Tenía las mejillas ruborizadas. Hacía demasiado calor para llevar capa y Gawain podía distinguir la agitación de su pecho bajo el vestido. Frunció el ceño. Había algo diferente en ella. Sus ojos eran los mismos y su rostro también, pero… algo había cambiado.

—No esperaba veros, mi señor. Pensé que estabais en Île de France.

—Te enterarías de lo de mi tío.

Ella asintió y desvió la mirada.

—Imaginaba que os volveríais a marchar pronto.

Algo en su tono le extrañó. Miró ceñudo y pensativo su perfil.

—¿Eso te habría complacido?

Vio que enrojecía aún más y le pareció distinguir una fugaz expresión de culpa. ¿De qué podría sentirse culpable? El pasado invierno había disfrutado tanto de su intimidad como él. No había duda alguna en ello. No podía haberla malinterpretado de aquella forma. «Está escondiendo algo», pensó.

—En absoluto, mi señor —murmuró—. Me alegro de veros.

Gawain decidió no ponerla a prueba. Si quería esconderle cosas, era asunto de ella. No existía, después de todo, ninguna conexión verdadera entre ambos. Una vez que se hubiera asegurado de que le iban bien las cosas, podría olvidarse de ella. Tenía que ocuparse de su propia vida. Estaba a punto de conocer a su prometida, lady Rowena de Sainte-Colombe.

—¿Encontraste la cinta que estabas buscando?

Ella lo miró sobresaltada.

—Habéis estado en el pabellón.

Elise caminaba discretamente a su lado. Se mantenía bien separada de él, lo cual no le gustó. Sentía el impulso de pasarle el brazo por su cintura y atraerla hacia sí. En lugar de ello, asintió secamente con la cabeza.

—Un amigo me comentó que te había visto en la Ciudad de los Extranjeros.

Se quedó callada durante un rato.

—Algún Caballero Guardián, supongo. He visto sus patrullas.

Él volvió a asentir.

—Cuando encontré tu tienda, la mujer que vive contigo me dijo que habías salido a comprar una cinta —Gawain le puso la otra mano sobre el brazo—. Elise, ¿cómo te ha ido? ¿Te encuentras bien?

—Estoy muy bien, mi señor.

—Me alegro. ¿Conseguiste finalmente lo que estabas buscando?

—¿Perdón?

—Tus ambiciones como chanteuse.

El color abandonó de golpe sus mejillas.

—Yo… yo no he cantado tanto como pensé que haría.

—Ah —Gawain la observó mientras esperaba a que ampliara su respuesta. Le chocaba que estuvieran hablando como si apenas se hubieran conocido el otro día.

Un ceramista pasó apresurado a su lado llevando de las riendas una mula cargada de cacharros. Viéndolos, aquel hombre nunca sospecharía que habían sido amantes. Elise no había respondido y Gawain se acercó a ella. Su aroma, una embriagadora mezcla de almizcle, ámbar y mujer cálida, lo golpeó como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Casi gruñó en voz alta. Elise. Había sido la perfecta compañera de lecho.

—Te marchaste sin avisar —se oyó decir Gawain. Las palabras escaparon de su boca antes de que pudiera evitarlo.

Sus ojos oscuros lo observaron. Enormes e indescifrables. Nunca había sido una mujer fácil de interpretar. Excepto cuando estaban en la cama. En la cama había sido como una rara joya. Y no solo eso: ella había contado con experiencia suficiente para saber qué hierbas tenía que consumir para evitar la concepción. Sí, una rara joya, efectivamente. Pero aquella mujer lo estaba mirando con un misterio en los ojos.

—Tenía que marcharme —encogió sus finos hombros—. Mi tiempo en Champaña había terminado.

—¿Porque averiguaste todo lo que necesitabas saber sobre tu hermana?

—Sí, mi señor. Una vez que quedó claro que la muerte de Morwenna había sido un accidente, no tuve razón alguna para quedarme —sonrió—. Tenía que volver a cantar. Y mis amigos esperaban mi vuelta. Mi vida está con ellos.

—De modo que no teníais razón alguna para quedarte.

Aquellos insondables ojos suyos ni siquiera parpadearon.

—Señor, ¿qué estáis sugiriendo?

Gawain la tomó de un hombro y la sacó de la calle para acorralarla contra la pared de una casa, bajo el alero. Sentía una extraña opresión en el pecho. No podía identificar el motivo, aunque sospechaba que tenía algo que ver con Elise.

—No hubo pues nada duradero entre nosotros —masculló.

—Gawain, ¿por qué me estáis mirando así?

—Que Dios me perdone —dijo, acercándola hacia sí.

Le pasó un brazo por la cintura y en el momento en que su cuerpo quedó en contacto con el suyo, la tensión de Gawain se alivió. Mejor. La tomó de la babilla obligándola a alzar la cabeza, con su boca apenas a unos centímetros de distancia. Aspiró aquella sutil fragancia a almizcle y ámbar. ¿Sabría igual que antes? En aquel entonces, el pasado invierno, había sabido dulce como la miel. Clavó la mirada en sus labios.

—¿Gawain?

Sus bocas se fundieron en la caricia de un beso. No había habido nada entre ellos, y sin embargo él no había querido que se marchara. Y hasta ese instante no se había dado cuenta de la intensidad con que la había echado de menos. ¡Cuánto había disfrutado del tiempo que había pasado con ella!

—Elise —musitó mientras se interrumpía brevemente para respirar. Sabía igual de dulce. Encantadora. Y de repente la estaba besando otra vez. Ávidamente. Con entusiasmo. La sentía más sólida, la sentía más mujer que en el pasado invierno. Le gustaba la diferencia. Un estremecimiento lo recorrió cuando sus lenguas entraron en contacto. Volvía a sentir lo que siempre había sentido con Elise: como si hubiera estado hecha para él.

Deslizó la mano por la curva de su trasero y alzó la cabeza con cierta resistencia.

—Mon Dieu, Elise. Sé que no intercambiamos ningún voto, pero te marchaste sin despedirte siquiera. Estaba preocupado por ti.

Ella estaba sin aliento y a Gawain le complació ver los rosetones que volvían a dibujarse en sus mejillas. Estaba conmovida. No le había gustado pensar que le había resultado fácil alejarse de él sin mirar atrás.

—Yo… yo lo siento, mi señor —se apartó mientras se tocaba la boca con los labios, inflamados por su beso—. Esto… ¿esto ha sido un beso de despedida?

Mientras la soltaba, Gawain descubrió con sorpresa lo mucho que le costaba hacerlo. Dios, aquella mujer era como una prueba para él. Lo había sido desde el principio. Una mujer tímida y discreta que le había vuelto loco sin intentarlo siquiera. Le habría gustado continuar besándola, pero, por supuesto, no debería haberlo hecho. No le había servido de nada. Le había hecho ansiar más, lo cual era imposible. Debía pensar en su futuro. Iba a casarse con lady Rowena de Sainte-Colombe. Y sin embargo le resultaba difícil pensar en lady Rowena, a la que todavía no conocía, cuando Elise lo estaba mirando con aquellos ojos oscuros de mirada insondable. Aquella mujer lo fascinaba.

Apoyó la cadera en la esquina de la casa.

—Puedes llamarlo un beso de despedida si quieres, Elise. Yo quería localizarte porque quería saber que te encontrabas bien. Esa mujer que vive contigo…

—Vivienne. Es una buena amiga.

—¿La conoces desde hace mucho? ¿Es una chanteuse?

—Conozco a Vivienne desde hace bastante y no, no es una chanteuse.

—¿Y su marido? ¿Es un buen hombre?

—Vivienne no está casada.

Gawain sintió que se le cerraba el estómago.

—¿No me estarás diciendo que Vivienne y tú estáis viviendo desprotegidas en una tienda de la Ciudad de los Extranjeros?

—Por supuesto que no. André vive con nosotras.

—¿Quién diablos es André?

—El amante de Vivienne.

—¿El padre de los gemelos?

—¿Gemelos? —por un momento se quedó pálida. Esbozó luego una radiante sonrisa—. Ah, sí, los gemelos.

¿Era su imaginación o su sonrisa era como forzada? ¿Y por qué estaba evitando su mirada?

—Háblame de André.

—Le tengo mucho cariño.

—¿Es cantante?

—André toca el laúd. Actuamos juntos.

Gawain reprimió un suspiro. Sus respuestas eran muy breves. Se estaba mostrando evasiva, y lo que le había dicho sobre sus condiciones de alojamiento no eran nada reconfortantes.

Sus ambiciones como cantante, ¿la habrían empujado a malas compañías? Vivienne le había parecido una mujer agradable, pero tendría que conocer a ese André antes de quedarse tranquilo con la idea de que Elise estuviera compartiendo la tienda de un hombre con su amante y sus hijos. Pero incluso aunque André fuera un hombre perfectamente honesto, ¿sería capaz de defender a Elise en una dificultad? Gawain no tenía a ningún laudista entre sus amigos. En el caso de un robo o algo peor, ¿sería André lo suficientemente fuerte para protegerla? Aunque lo fuera, debería velar antes por su mujer y sus hijos. ¿Podría cuidar también de Elise? Si pudiera conocerlo, lo juzgaría por sí mismo. Evidentemente, Elise estaba decidida a perseguir sus ambiciones como cantante, pero necesitaba a alguien fuerte a su lado.

—¿De manera que estás contenta con tu vida como cantante?

—Cantar es muy satisfactorio.

—Me alegro de que lo encuentres así —se apartó de la esquina de la casa— ¿Te dirigías de vuelta al campamento?

—Sí.

—Permíteme que te acompañe.

Con un poco de suerte, para cuando volvieran al pabellón, André el laudista habría vuelto. Se podían averiguar muchas cosas de un hombre mirándolo a los ojos.

Ella se apresuró a retirarse.

—Mi señor, no necesito que me escoltéis.

Elise lo estaba mirando completamente horrorizada. ¿Cómo podía ser? Cuando la había besado hacía un momento, le había acariciado la lengua con la suya.

—Elise, ¿qué pasa?

—Nada malo, mi señor. Puedo encontrar el camino de vuelta al pabellón sin vuestra asistencia.

A Gawain se le encogió el corazón. Estaba intentando deshacerse de él. ¿Por qué? ¿Qué estaba escondiendo?

En una reciente visita a la taberna El Jabalí Negro, Raphael, amigo de Gawain y capitán de los Caballeros Guardianes, le había mencionado su preocupación por la llegada de los falsificadores a Troyes. Raphael parecía convencido de que se escondían en la Ciudad de los Extranjeros. Gawain no podía creer que Elise tuviera alguna conexión con ellos, pero todo era posible. Se estaba comportando de una manera muy extraña y él estaba determinado a averiguar el motivo.

—Elise, te acompaño.