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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Sharon Kendrick

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

No desearás a tu marido, n.º 2415 - septiembre 2015

Título original: Carrying the Greek’s Heir

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6790-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LA DESEABA tanto que casi podía paladearla». Alek Sarantos sintió un arrebato de deseo mientras tamborileaba con los dedos en el mantel de lino. Las velas flameaban por la brisa que olía a rosas y cambió levemente de posición, pero seguía muy inquieto. Quizá la idea de volver a su disparatado ritmo de Londres le había despertado una voracidad sexual que hacía que la sangre pareciera lava... o quizá fuese ella.

La observó mientras se acercaba entre la hierba y las flores que resplandecían a la tenue luz de una noche de verano. La luna iluminaba un cuerpo cubierto por una camisa blanca y una falda oscura que parecía de una talla pequeña. El mandil ceñido resaltaba sus caderas. Todo era delicado, la piel, el cuerpo... El tupido y sedoso pelo estaba recogido en una trenza que le llegaba a la mitad de la espalda. El deseo era persistente y la entrepierna no tenía nada de delicada, pero, aun así, no era su tipo. Normalmente, las camareras voluptuosas y sonrientes no le excitaban. Le gustaban las mujeres esbeltas e independientes, no sanas y con curvas. Mujeres de mirada dura que se quitaban la ropa interior sin hacer preguntas, que aceptaban sus condiciones. Condiciones que le habían permitido llegar a ser un hombre influyente y sin ataduras domésticas ni familiares. Evitaba a cualquiera que le pareciera delicada, dependiente o dulce. La dulzura no era una virtud que buscara en sus parejas de cama.

Entonces, ¿por qué deseaba a alguien que había estado rondándole toda la semana como a una ciruela madura a punto de caer del árbol? Quizá tuviera algo que ver con el mandil. Quizá fuese un uniforme fetichista que le despertaba fantasías eróticas.

–Su café, señor.

Hasta su voz era delicada. Recordó haber oído su cadencia grave y musical mientras consolaba a un niño que se había caído en uno de los caminos de gravilla. Él volvía de jugar un partido de tenis con el monitor del hotel cuando la vio agacharse al lado del niño con aire imperturbable. Le limpió la sangre de la rodilla con su pañuelo mientras una niñera pálida se quedaba de pie junto a ellos. Entonces, lo vio y, con la voz más serena que había oído en su vida, le dijo que entrase en el hotel y consiguiese un botiquín. Él lo hizo. Estaba más acostumbrado a dar órdenes que a recibirlas, pero volvió con el botiquín y sintió un dolor que le atenazaba las entrañas al ver que el niño la miraba con un brillo de confianza en los ojos llorosos.

En ese momento, se inclinó para dejar la taza de café y se fijó en sus pechos. ¿Cómo serían sus pezones endurecidos y rozándole los labios? Cuando se incorporó, vio que tenía los ojos grises como el estaño, bajo un flequillo casi blanco, y que solo llevaba una cadena de oro muy fina alrededor del cuello y una chapa que ponía Ellie. Ellie, además de ser imperturbable con los niños pequeños, se había pasado toda la semana anticipándose a sus necesidades. Eso no era una novedad para él, pero la presencia de ella había sido sorprendentemente poco molesta. No había intentado entablar conversación con él ni deslumbrarlo con frases ingeniosas. Había sido amable y simpática, pero no se había insinuado ni se había ofrecido para enseñarle los alrededores. En resumen, no lo había abordado como habría hecho cualquier otra mujer. Lo había tratado como a todos los huéspedes del hotel de New Forest, y quizá eso fuese lo que lo alteraba. Apretó los labios porque era inusitado que alguien lo tratara como a los demás.

Sin embargo, eso no era lo único que había captado su interés. Tenía algo que no acababa de descifrar. Quizá fuese ambición o un orgullo profesional sin estridencias. ¿Fue eso lo que hizo que la mirara fijamente o fue que le recordaba a cómo era él mismo hacía tanto tiempo que ya ni se acordaba? Él también tenía esa ambición cuando empezó de la nada y servía mesas, cuando tenía muy poco dinero y un porvenir incierto. Había trabajado mucho para huir del pasado y labrarse un porvenir nuevo. Además, había aprendido muchas cosas por el camino. Había creído que el éxito era la solución para todos los problemas, pero se había equivocado. El éxito hacía que el trago fuese menos amargo, pero había que tragárselo en cualquier caso. ¿Se daba cuenta en ese momento, cuando había logrado todo lo que había querido lograr, cuando había superado todos los obstáculos y sus distintas cuentas bancarias estaban rebosantes de una riqueza inimaginable? Independientemente de todo lo que donara a la beneficencia, seguía acumulando más y eso hacía que algunas veces se planteara una pregunta que lo incomodaba y que no sabía contestarse. ¿Solo había eso y nada más?

–¿Desea algo más, señor Sarantos? –le preguntó ella.

La voz de la camarera fue como un bálsamo para él.

–No estoy seguro –contestó él mirando al cielo.

Las estrellas tachonaban el cielo como pintadas por un artista celestial. La idea de volver a Londres al día siguiente hizo que sintiera un súbito anhelo y la miró a ella.

–La noche es joven.

–Cuando llevas toda la noche sirviendo mesas, las once y media no tienen nada de joven –replicó ella con una sonrisa fugaz.

–Me lo imagino –él se sirvió azúcar en el café–. ¿A qué hora termina?

Ella esbozó una sonrisa vacilante, como si no se hubiese esperado la pregunta.

–Dentro de diez minutos, más o menos.

Él se dejó caer contra el respaldo y la miró con detenimiento. Tenía las piernas ligeramente bronceadas y la suavidad de su piel conseguía que casi se olvidara de lo baratos que eran sus zapatos.

–Perfecto –murmuró él–. Parece que los dioses nos sonríen. ¿Por qué no me acompaña a beber algo?

–No puedo –ella se encogió de hombros–. La verdad es que no debería confraternizar con los clientes.

Él sonrió con dureza. «Confraternizar» era una palabra anticuada que tenía la misma raíz que «hermano». Una palabra que a él le daba igual porque nunca había tenido hermanos, ni nadie que le importara. Siempre había estado solo en el mundo, y eso era lo que le gustaba y como pensaba seguir. Salvo, quizá, en esa noche estrellada que le pedía a gritos un poco de compañía femenina.

–Solo le pido que me acompañe a beber algo, poulaki mou –insistió él con delicadeza–. No voy a arrastrarla a un rincón oscuro con intenciones deshonestas.

–Va contra las normas del hotel. Lo siento.

Él notó algo desconocido en la espina dorsal. ¿Se le había acelerado el corazón por la sensación de que le rechazaran algo, aunque fuese algo tan nimio? ¿Desde cuándo no le rechazaban algo y había sentido ese estremecimiento? Era la sensación embriagadora de tener que hacer un esfuerzo en vez de saber el resultado desde el principio.

–Es que me marcho mañana por la tarde.

Ella asintió con la cabeza. Ya lo sabía. Lo sabía todo el mundo en el hotel. Sabían muchas cosas del griego multimillonario que había organizado un revuelo desde que llegó, hacía una semana, a The Hog. Era el hotel más lujoso del sur de Inglaterra y estaban acostumbrados a los huéspedes ricos y exigentes, pero Alek Sarantos era más rico y exigente que la mayoría. Su asistente personal había mandado una lista con lo que le gustaba y disgustaba y todos los empleados habían tenido que estudiársela. Ella, aunque la consideraba un poco exagerada, se había ceñido escrupulosamente a esa lista porque, si un empleo compensaba, compensaba hacerlo bien. Sabía que le gustaban los huevos fritos con la yema blanda porque había vivido algún tiempo en Estados Unidos. También sabía que bebía vino tinto y, algunas veces, whisky. Su ropa había llegado antes que él cuidadosamente envuelta con papel de seda. Incluso, los empleados habían tenido una reunión preparatoria antes de que él llegara. Les habían dicho que tenían que dejarlo tranquilo y que no podían molestarlo bajo ningún concepto, salvo que él quisiera que lo molestaran. También les habían dicho que era un éxito que alguien como él se alojara en ese hotel y que tenían que conseguir que se sintiera como en su casa. Ella se lo había tomado al pie de la letra porque el programa de formación en The Hog le había dado estabilidad y esperanzas para el futuro. Para alguien que nunca había sido una buena estudiante, le había ofrecido una escalera profesional que estaba dispuesta a subir para poder ser fuerte e independiente. Eso implicaba que, al revés que las demás mujeres del hotel, había intentado tratarlo con cierta imparcialidad. No había intentado coquetear con él, como habían hecho todas las demás. Era lo bastante pragmática como para conocer sus limitaciones. y Alek Sarantos nunca se interesaría por alguien como ella. Era demasiado redondeada y vulgar, y un playboy internacional nunca la elegiría, ¿por qué iba a fingir lo contrario?

Sin embargo, lo había mirado, naturalmente. Estaba segura de que hasta una monja lo habría mirado porque un hombre como él no pasaba cerca de una persona normal y corriente más de dos veces en la vida. Su rostro curtido era demasiado rudo para calificarlo de guapo y sus labios, aunque sensuales, tenían algo de despiadados. Tenía el pelo como el ébano y la piel como el bronce, pero eran sus ojos los que captaban la atención y hacían que no pudieras mirar hacia otro lado, unos ojos inesperadamente azules que le recordaban a esos mares que veía en los folletos turísticos, unos ojos sarcásticos que conseguían que sintiera... ¿Qué? No estaba segura. Era como si, en un sentido incomprensible, fuesen almas gemelas. Era una sandez que, evidentemente, no debería sentir. Agarró la bandeja con más fuerza. Había llegado el momento de excusarse y marcharse a casa. Sin embargo, él seguía mirándola fijamente como si esperara que cambiase de opinión y esos ojos azules la abrasaron por dentro. Sintió una breve tentación porque no le pasaba todos los días que un griego multimillonario la invitara a beber algo con él.

–Van a dar las doce –comentó ella en tono vacilante.

–Sé leer la hora –replicó él con cierta impaciencia–. ¿Qué pasa si sale después de medianoche?

¿Su coche se convierte en una calabaza?

A ella le sorprendió que conociera el cuento de Cenicienta. ¿Acaso tenían los mismos cuentos en Grecia? Sin embargo, le sorprendió menos que la relacionara con la famosa sirvienta.

–No tengo coche –contestó ella–. Solo una bicicleta.

–¿Vive en un sitio dejado de la mano de Dios y no tiene coche?

–No –ella se apoyó la bandeja en la cadera y sonrió como si estuviera enseñando a sumar a un niño de cinco años–. Una bicicleta es mucho más práctica por aquí.

–Entonces, ¿qué pasa cuando va a Londres o a la costa?

–No voy mucho a Londres y, además, tenemos trenes y autobuses, ¿lo sabía? Se llama transporte público.

Él se sirvió otro terrón de azúcar.

–No usé ningún transporte público hasta que tuve quince años.

–¿De verdad?

–De verdad –él la miró–. Ni un tren ni un autobús. Ni siquiera una línea aérea comercial.

Lo miró fijamente. ¿Qué vida había llevado? Por un instante, tuvo la tentación de mostrarle un poco de la suya. Quizá debiera proponerle que tomaran un autobús al día siguiente por la mañana para ir a Milmouth-on-Sea, o que tomaran un tren a cualquier parte. Podrían beber té hirviendo en vasos de cartón mientras miraban el paisaje por la ventanilla. Estaba segura de que no lo había hecho jamás. Hasta que cayó en la cuenta de que eso sería pasarse de la raya. Él era un multimillonario y ella, una camarera. Aunque algunos huéspedes fingían que eran iguales que los empleados, todo el mundo sabía que no lo eran. A las personas adineradas les gustaba jugar a ser normales y corrientes, pero solo era un juego para ellos. Él le había pedido que se quedara a beber algo, pero ¿qué interés podía tener un magnate como él en alguien como ella? Su estado de ánimo extrovertido, y muy infrecuente, podría evaporarse en cuanto ella se sentara. Sabía que podía ser impaciente y exigente. Los recepcionistas le habían contado que los había vuelto locos cuando perdía la conexión de Internet, aunque, en teoría, estaba de vacaciones y, en su opinión, la gente no debería trabajar cuando estaba de vacaciones.

Sin embargo, se acordó de algo que le dijo la directora cuando entró en el programa de formación del hotel. Había huéspedes poderosos que querían hablar algunas veces y, en esos casos, había que dejarlos. Lo miró a los ojos e intentó pasar por alto el escalofrío que sintió.

–¿Cómo es posible? ¿No montó en un transporte público hasta que tuvo quince años?

Él se preguntó si habría llegado el momento de cambiar de conversación, aunque no le costaba nada hablar con ella. Sin embargo, su pasado era terreno prohibido. Se había criado en una casa palaciega y con todos los lujos posibles, y había detestado cada minuto que había pasado allí. Era una fortaleza rodeada de muros y con perros feroces, un sitio que mantenía encerradas a unas personas y alejadas a las demás. Se investigaba minuciosamente a todos los empleados antes de contratarlos y se les pagaba una barbaridad para que pasaran por alto el comportamiento de su padre. Hasta las vacaciones familiares estaban condicionadas por la paranoia de su padre por la seguridad. Le obsesionaba que la prensa se enterara de algo sobre su forma de vida, le aterraba que algo manchara su fachada de hombre respetable. Empleaba a los guardas de seguridad más experimentados para mantener a raya a los fisgones, a los periodistas y a las examantes. Unos buceadores inspeccionaban los barcos desconocidos antes de que su lujoso yate recibiera el permiso para entrar en un puerto. Él no sabía qué era vivir sin un discreto guardaespaldas pisándole los talones. Hasta que un día se escapó. A los quince años se marchó de su casa y de su pasado y rompió completamente todos los lazos con ellos. Pasó de la opulencia a la penuria, pero recibió su nueva vida con avidez. La fortuna de su padre ya no lo ensuciaría. Se ganaría todo lo que tuviera, y eso era exactamente lo que había hecho. Era de lo único de lo que podía sentirse orgulloso.

Se dio cuenta de que la camarera estaba esperando su respuesta y de que parecía como si ya no tuviera prisa por terminar la jornada.

–Me críe en una isla griega donde no había tren y había muy pocos autobuses.

–Parece idílico.

Su sonrisa se esfumó. Era un tópico. En cuanto decía «isla griega», todo el mundo creía que estaba hablando del paraíso. Sin embargo, las serpientes también acechaban en el paraíso. Un montón de seres torturados vivían en esas cegadoras casas blancas que colgaban sobre el mar azul. Todo tipo de secretos sombríos se escondían detrás de unas vidas normales en apariencia. Él lo había aprendido de la peor forma posible.

–Parecía idílico desde fuera, pero las cosas no suelen ser como parecen cuando escarbas un poco.

–Supongo –comentó ella cambiándose la bandeja de mano–. ¿Su familia sigue viviendo allí?

Él esbozó una sonrisa que le pareció como un cuchillo entrando en cemento húmedo. ¿Su familia? Él no habría elegido esa palabra para describir a las personas que lo criaron. Las rameras de su padre hicieron lo que pudieron, aunque con poco éxito. Aun así, fueron mejores que no tener ninguna madre, que una que lo abandonó y nunca descolgó un teléfono para saber cómo estaba.

–No –contestó él–. La isla se vendió cuando mi padre murió.

–¿Toda la isla? –ella separó los labios–. ¿Quiere decir que su padre era el dueño de una isla?

Notó otra punzada de deseo en las entrañas cuando ella separó los labios. Si él hubiese dicho que tenía una casa en Marte, a ella no le habría asombrado más. Sin embargo, era fácil no darse cuenta de lo solitaria que podía ser la riqueza. Si no tenía ni un coche, no podría ni imaginarse que alguien tuviera una isla. Le miró las manos, vio que tenía las uñas algo descuidadas y, por algún motivo, el deseo fue más intenso. Entonces, se dio cuenta de que no había sido sincero al decirle que no pensaba arrastrarla a un rincón oscuro. Le encantaría hacerlo.

–Lleva tanto tiempo ahí de pie que, seguramente, ya habrá terminado su turno –comentó él con ironía–. Después de todo, podría beber esa bebida conmigo.

–Supongo...

Ella vaciló. Él era muy insistente y eso la halagaba, aunque no sabía por qué lo era. ¿Sería porque había sido casi simpático desde que la ayudó con el niño que se había hecho una herida en la rodilla? ¿Sería porque ella se había resistido a quedarse con él y no estaba acostumbrado? Seguramente. Se preguntó qué se sentiría al ser Alek Sarantos, alguien tan seguro de sí mismo que nadie lo rechazaba.

–¿Qué es lo que te da tanto miedo? ¿Crees que no soy capaz de comportarme como un caballero?

Era uno de esos momentos que podían ser trascendentales en la vida. La Ellie sensata habría negado con la cabeza, le habría dado las gracias, habría dejado la bandeja en la cocina y habría vuelto en bici a la habitación que tenía en el pueblo de al lado. Sin embargo, la luz de la luna y el olor de las rosa hacían que se sintiera todo menos sensata. La última vez que un hombre le pidió que saliera con él, y ese no era el caso, fue hacía más de un año. Había estado trabajando hasta tan tarde que no había tenido muchas ocasiones para salir.

–La verdad es que no lo había pensado –contestó ella mirándolo a los ojos.

–Pues piénsalo ahora. Has estado sirviéndome toda la semana, ¿por qué no me dejas que te sirva yo para variar? Tengo una nevera llena de bebidas que no he tocado. Si tienes hambre, puedo ofrecerte chocolate y melocotones –él se levantó y arqueó las cejas–. ¿Puedo servirte una copa de champán?

–¿Por qué? ¿Está celebrando algo?

–No es obligatorio celebrar algo –él se rio levemente–. Creía que a todas las mujeres les gustaba el champán.

–A mí, no. Las burbujas me hacen estornudar. Tengo que volver a casa en bici y no me gustaría chocarme con algún pobre potrillo que se haya metido en el camino. Creo que prefiero algo suave.

–Claro –él le dirigió una sonrisa extraña–. Siéntate e iré a ver qué encuentro.