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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Anna Campbell

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Siete noches juntos, n.º 86 - julio 2015

Título original: Seven Nights in a Rogue’s Bed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6791-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

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Capítulo 1

 

Costa del sur de Devon, noviembre de 1826

 

 

Las tormentas partían el cielo la noche en que Sidonie Forsythe encontró su ruina.

Los caballos relincharon salvajemente cuando el destartalado carruaje de alquiler se detuvo en seco. El viento soplaba con tanta fuerza que el vehículo se tambaleaba de un lado a otro incluso parado. Sidonie tuvo escasos segundos para recuperar el aliento antes de que el conductor, una sombra con impermeable, surgiera de la oscuridad para abrir la puerta.

—Hemos llegado al castillo de Craven, señorita —gritó a través de la lluvia.

Por un instante se quedó paralizada ante el terror de lo que esperaba en el interior del castillo.

—No puedo dejar a los caballos aquí. ¿Vais a quedaros, señorita?

Sintió la necesidad cobarde de rogarle al conductor que la llevase de vuelta a Sidmouth, donde estaría a salvo. Podría marcharse sin sufrir daño alguno. Nadie sabría que había estado allí.

¿Qué les ocurriría entonces a Roberta y a sus hijos?

Al recordar el peligro que corría su hermana, Sidonie se puso en movimiento. Agarró su maleta y salió del carruaje. Se tambaleó al encontrarse con el viento. Se esforzó por mantener el equilibrio sobre los adoquines resbaladizos al levantar la mirada y contemplar el inmenso edificio que se alzaba ante ella.

En el carruaje había creído tener frío. En el exterior, sentía que estaba a punto de congelarse. Se estremeció cuando el viento traspasó su capa de lana como un cuchillo sobre la mantequilla. Como para confirmar que acababa de entrar en el reino de los horrores góticos, un rayo iluminó el cielo. El trueno posterior hizo que los caballos se agitaran nerviosamente.

A pesar de su comprensible deseo de volver a la civilización, el conductor no se marchó de inmediato.

—¿Estáis segura de que os esperan, señorita?

Incluso a través del viento, Sidonie advirtió sus dudas. Ella también las tenía, pero se enderezó contra el vendaval.

—Sí. Gracias, señor Wallis.

—Entonces, buena suerte —volvió a subirse a su asiento, azuzó a los caballos y se alejó.

Sidonie levantó su maleta y corrió por los escalones que conducían hacia las puertas. El arco situado sobre la entrada apenas le ofreció protección alguna. Otro rayo en el cielo le ayudó a localizar la aldaba de hierro con forma de cabeza de león. La agarró con una mano enguantada y llamó. Casi no pudo oír el ruido por culpa del viento.

No obtuvo respuesta inmediata. La temperatura pareció descender otros diez grados mientras esperaba bajo la lluvia.

¿Qué diablos haría si la casa estaba vacía?

Para cuando la puerta se abrió y apareció una mujer mayor, a Sidonie le castañeteaban los dientes y estaba temblando como si tuviese fiebre. Una ráfaga de viento hizo titilar la llama de la vela que llevaba la sirvienta.

—Soy… —gritó Sidonie, pero la mujer simplemente se dio la vuelta. Sin saber qué otra cosa hacer, ella la siguió.

Entró en el recibidor plagado de sombras. De las paredes colgaban tapices marrones y oscuros. Frente a ella la chimenea estaba apagada, lo cual intensificaba la sensación de inquietud. Sidonie se estremeció al sentir como el frío del suelo se filtraba a través de las suelas de sus botas. Tras ella, la puerta se cerró de golpe como si anunciara un presagio. Sobresaltada, Sidonie se dio la vuelta y vio a otro anciano sirviente que giraba una pesada llave en la cerradura.

«¿Qué diablos he hecho al venir a este lugar dejado de la mano de Dios?», se preguntó.

Con la puerta cerrada, el silencio del interior se volvió más ominoso que la tormenta del exterior. El único sonido era el agua que goteaba de su capa empapada. El miedo, su fiel compañero desde que Roberta le confesara su problema, se alojó en su estómago como una roca. Cuando había accedido a ayudar a su hermana, había dado por hecho que el tormento, por horrible que fuera, acabaría rápido. Sin embargo, al encontrarse en el interior de aquella inhóspita fortaleza, tuvo la sensación de que nunca volvería a ver el mundo exterior.

«Estás dejándote llevar por tu imaginación. Para ya», se dijo.

Aquellas palabras no sirvieron para aliviar su pánico. Sintió ganas de vomitar mientras seguía al ama de llaves. Tenía la impresión de que cientos de fantasmas la acechaban en cada rincón. Agarró fuertemente el asa de la maleta con dedos entumecidos y se recordó a sí misma la agonía que tendría que padecer Roberta si fracasaba.

«Puedo hacerlo».

Pero la dura realidad era que, aun habiendo llegado hasta allí, todavía cabía la posibilidad de que fracasara. El plan siempre había sido arriesgado. Al llegar allí sola y desprotegida, no pudo evitar pensar que la argucia que habían tramado en Barstowe Hall era endeble hasta el punto de rozar el absurdo. Si al menos sus dudas sirvieran para pensar en una manera alternativa de salvar a su hermana.

El ama de llaves seguía arrastrando los pies frente a ella. Sidonie estaba tan petrificada por el frío que le costaba trabajo obligar a sus piernas a moverse. El hombre no se había ofrecido a recoger su capa ni su equipaje. Cuando miró hacia atrás, había desaparecido como si fuera uno más de los fantasmas del castillo.

Sidonie y su taciturna acompañante se aproximaron a una puerta situada en la pared opuesta, tan imponente como la puerta de fuera. Cuando la mujer la empujó, esta se abrió suavemente y Sidonie entró en una estancia llena de luz y de calor.

Temblorosa, se detuvo frente al extremo de una mesa de comedor que se extendía a lo largo de la sala. La mesa estaba flanqueada por pesadas sillas de roble oscurecidas por los años. Era una habitación diseñada para albergar a una gran multitud, pero, cuando deslizó la mirada por la superficie de la mesa, se dio cuenta de que, salvo por su decrépita guía, había solo una persona más allí.

Jonas Merrick.

Hijo bastardo del escándalo. Rico como pocos. Poderoso entre los poderosos. Y el depravado que aquella noche usaría su cuerpo.

—Señor, la dama ha llegado.

Sin levantarse de su silla en forma de trono al otro extremo de la sala, el hombre alzó la cabeza.

Al verlo por primera vez, Sidonie se quedó sin aliento. Su maleta cayó al suelo y ella agachó la cabeza y ocultó su sorpresa tras la capucha.

Roberta ya se lo había advertido. William, su cuñado, no había tenido piedad al criticar la apariencia y la personalidad de Merrick. Y por supuesto, como todo el mundo, Sidonie también había oído los rumores.

Pero aun así no estaba preparada para ver aquel rostro arruinado.

Se mordió el labio hasta que saboreó la sangre y tuvo que resistir la tentación de darse la vuelta y huir. No podía salir corriendo. Demasiadas cosas dependían de ella. De niña, Roberta había sido la única que la había protegido. Ahora, ella tenía que salvar a su hermana a toda costa.

Levantó la mirada con reticencia para mirar a su anfitrión. Merrick llevaba unas botas, unos pantalones y una camisa blanca abierta a la altura del cuello. Sidonie apartó la mirada de su torso musculoso y se obligó a mirarlo a la cara. Tal vez detectara cierta fisura en su determinación, algún rastro de piedad que le disuadiera de aquel acto atroz.

Al mirarlo con atención se dio cuenta de que aquella esperanza era inútil. Un hombre tan despiadado como para instigar aquel trato demoníaco no se echaría atrás ahora que tenía el premio al alcance de la mano.

El pelo negro y abundante, más largo de lo que dictaba la moda, le caía sobre la frente. Tenía unos pómulos prominentes. Su mandíbula angulosa daba fe de su arrogancia y de su seguridad en sí mismo. Sus ojos la miraban con una expresión de hastío que le asustó más que cualquier mirada apasionada.

Probablemente nunca hubiese sido guapo, ni siquiera antes de que algún agresor de su misterioso pasado le rajara la nariz y la mejilla. Una cicatriz tan ancha como su dedo pulgar recorría su cara desde la oreja hasta la comisura del labio. Otra cicatriz más fina seccionaba su ceja en dos.

Agarró una pesada copa de cristal con una mano blanca y delicada. La luz de las velas se reflejó en el anillo de rubí que llevaba. El vino y el rubí eran del color de la sangre, pensó Sidonie, y acto seguido deseó no haberlo hecho.

—Llegáis tarde —dijo con voz profunda y con el mismo hastío que delataba su actitud.

Sidonie había imaginado que estaría asustada, pero además estaba enfadada. La evidente falta de interés de aquel hombre hacia su víctima le resultaba indignante.

—El viaje ha sido más largo de lo esperado —estaba tan furiosa que no le temblaron las manos cuando se quitó la capucha—. El clima no aprueba vuestros perversos planes, señor Merrick.

Al descubrir su rostro, obtuvo la satisfacción de ver cómo el aburrimiento de su interlocutor daba paso a una expresión de curiosidad y sorpresa. Se enderezó y la miró con odio desde el otro lado de la mesa.

—¿Quién diablos sois vos?

 

 

Aquella chica, fuese quien fuese, no se estremeció cuando Jonas le hizo la pregunta. Bajo una melena castaña y alborotada, sus rasgos eran pálidos y hermosos.

Era valiente. Debía de estar muy asustada y muerta de frío, y sin embargo parecía tan tranquila como una estatua de mármol.

O no tanto. Al mirarla con atención, se fijó en que tenía las mejillas levemente sonrojadas. No era la criatura indomable que deseaba aparentar ser.

Y era joven. Demasiado joven para enredarse con un sinvergüenza cínico y egoísta como Jonas Merrick.

Junto a la hermosa joven, la señora Bevan retorció sus manos arrugadas.

—Señor, dijisteis que esperabais a una dama. Cuando ha llamado a la puerta…

—No importa, señora Bevan —sin apartar la mirada de su invitada, despidió al ama de llaves con una mano. Debería estar enfadado porque su presa original hubiese escapado de su trampa, pero la curiosidad pudo más que la rabia. ¿Quién sería aquella mujer?—. Dejadnos solos.

—Pero, ¿esperáis a otra dama esta noche?

—Me parece que no —respondió con una sonrisa irónica—. Os llamaré cuando os necesite, señora Bevan.

Murmurando con desaprobación en voz baja, el ama de llaves se marchó y le dejó a solas con su invitada.

—Deduzco que la encantadora Roberta está ocupada con otros asuntos —dijo él.

Ella apretó sus labios carnosos. Debían de darle asco sus cicatrices, como a todo el mundo, pero, salvo por la rigidez de su cuerpo al entrar en la estancia, su compostura resultaba admirable. La encantadora Roberta le conocía desde hacía años y aún reaccionaba con horror cada vez que se veían.

Estaba de mal humor. Tenía ganas de enseñarle a la mujer de su primo a soportar su presencia sin que se le pusiera la piel de gallina. Pero la llegada de aquella hermosa joven echaba por tierra esa esperanza. Se preguntó si sería compensación suficiente para su decepción. Era difícil de saber. Apenas podía distinguir su cuerpo bajo la capa gastada y empapada que llevaba puesta.

—Soy Sidonie Forsythe —se presentó la chica con la barbilla levantada en actitud insolente. Jonas estaba demasiado lejos para poder distinguir el color de sus ojos, pero sabía que brillaban con resentimiento. Eran grandes y rasgados, lo que le confería una apariencia exótica—. Soy la hija pequeña de lady Hillbrook.

—Mi más sentido pésame —dijo él secamente. Por fin sabía quién era. Había oído que una de las hermanas Forsythe, soltera, vivía en Barstowe Hall, la residencia familiar de su primo, pero nunca antes la había visto.

Buscó algún parecido con su hermana, pero no lo encontró. Roberta, vizcondesa de Hillbrook, era una belleza, pero al clásico estilo inglés. Aquella chica, con su pelo oscuro y aquel aire de sensualidad sin explotar, era otro tipo de belleza completamente diferente. Se agudizó su interés, aunque se aseguró de sonar como si su llegada fuese de lo menos imprevisto.

—¿Y dónde está Roberta esta noche? Si no me he equivocado de fecha, habíamos acordado que disfrutaríamos de una semana el uno en compañía del otro.

Un gesto triunfal iluminó la cara de la chica e hizo que su belleza se encendiera como una antorcha.

—Mi hermana está fuera de vuestro alcance, señor Merrick.

—Y vos no —supuso él con una sonrisa amenazante.

—No.

—Supongo que os ofrecéis en su lugar. Muy considerado, aunque algo presuntuoso dar por hecho que cualquier mujer podría estar a la altura de mis exigencias —dio un trago al vino con una indiferencia diseñada para enfurecer a aquella muchacha que había estropeado sus planes—. Me temo que la obligación no es vuestra. Fue vuestra hermana quien contrajo la deuda de juego, no fuisteis vos, por muy encantadora que sin duda seáis.

Su garganta esbelta y delicada se movió cuando tragó saliva. Sí, sin duda estaba asustada a pesar de su aparente valentía. Él no era un hombre lo suficientemente bueno como para compadecerse de aquella chica valiente. Pero, por un instante, sintió cierta empatía. En otra época había sido joven y había tenido miedo. Recordaba lo que era fingir valentía cuando por dentro estaba muerto de miedo.

Relegó aquella empatía al agujero frío y húmedo donde guardaba todos sus recuerdos.

—Saldad vuestra deuda conmigo, señor Merrick —dijo ella con una voz sorprendentemente fría—. Si no lo hacéis, se quedará en nada.

—Eso dice Roberta.

—El honor le impide…

Jonas soltó una carcajada y al fin vio estremecerse a la chica.

—El honor no tiene cabida en esta casa, señorita Forsythe. Si vuestra hermana no puede pagar con su cuerpo, deberá pagar de la manera habitual.

—Sabéis perfectamente que mi hermana no puede pagar sus deudas.

—Ese es problema de vuestra hermana.

—Sospecho que ya lo sabíais cuando la engañasteis para jugar. Estáis usando a Roberta para vencer a lord Hillbrook.

—Oh, qué acusación tan cruel —dijo él con una consternación teatral, a pesar de lo certeras que fuesen sus sospechas. No había planeado aquella noche para lograr que Roberta cometiera adulterio, pero la ocasión habría resultado tentadora para cualquiera que fuese mucho mejor que él. Sobre todo porque siempre había sabido que el desprecio de Roberta hacia él incluía una importante dosis de fascinación—. Ofreceros en su lugar demuestra lo mucho que queréis a vuestra hermana.

La chica no respondió. Él se puso en pie y recorrió la estancia.

—Si acepto este intercambio, debería ver primero lo que obtengo. Puede que Roberta sea una santurrona, pero es una santurrona increíblemente atractiva.

—No es ninguna santurrona —la señorita Forsythe comenzó a retroceder, pero se detuvo—. ¿Qué estáis haciendo, señor Merrick?

Él siguió avanzando.

—Voy a desenvolver mi regalo, señorita Forsythe.

—¿Desenv…? —en esa ocasión no se molestó en disimular que estaba retrocediendo—. No.

Él sonrió sardónicamente.

—¿Pensáis llevar puesta esa capa empapada toda la noche?

El color de sus mejillas se intensificó. Era realmente guapa con su piel pálida y sus labios carnosos. Ahora que estaba lo suficientemente cerca para verle los ojos, se dio cuenta de que eran de un marrón oscuro y aterciopelado. Se despertó su interés sexual. No era algo tan fuerte como la excitación, sino una curiosidad que pronto podría convertirse en deseo.

—Sí. Quiero decir, no —dijo mientras levantaba una mano temblorosa y enguantada—. Estáis intentando intimidarme.

—De ser así, diría que lo estoy consiguiendo —respondió él con una sonrisa.

Ella se enderezó más aún. Era alta para ser mujer, pero incapaz de llegar a su metro noventa.

—Ya os he dicho por qué estoy aquí. No me resistiré. No es necesario que actuéis como el villano de una ópera.

—¿Soportaréis mis desagradables caricias, pero no permitiréis que os quite la capa? Me parece un poco absurdo.

Ella dejó de retroceder, básicamente porque se chocó contra la pared de piedra que había tras ella. Sus ojos brillaban con rabia.

—No os burléis de mí.

—¿Por qué no? —preguntó él, y estiró la mano para desatar el nudo de su capa.

Ella se apretó contra la pared en un intento inútil por huir.

—No me gusta.

—Os acostumbraréis —le acarició los hombros con las manos y notó la tensión bajo la lana mojada de la capa—. Antes de que hayamos terminado, os habréis acostumbrado a muchas cosas.

—Imagino que tenéis razón —contestó ella con determinación.

—Sabéis que Roberta no vale tanto sacrificio.

La señorita Forsythe, Sidonie, se quedó mirándolo sin acobardarse.

—Sí lo vale. Vos no lo entendéis.

—Me atrevería a decir que no —si la muchacha estaba decidida a caer en la perdición, ¿quién era él para negarse? Sobre todo cuando su olor a lluvia y a mujer resultaba tan atrayente. Cuando le apartó la capa de los hombros y dejó que cayera al suelo, contempló un cuerpo curvilíneo hecho para sus manos.

Ella se quedó con la boca abierta cuando la prenda cayó al suelo y se quedó allí de pie, temblando.

—Estoy preparada —dijo con una determinación truculenta.

—Dudo mucho que lo estéis —Jonas prestó más atención a su atuendo y habló con auténtico horror—. ¿Qué diablos lleváis puesto?

La mirada que Sidonie le dirigió fue de auténtico desprecio.

—¿Qué tiene de malo?

Él contempló con desdén aquel vestido de muselina blanco, demasiado ingenuo para ella, demasiado ligero, demasiado anticuado, demasiado… todo.

—Nada, si os habéis vestido para un sacrificio virginal.

—¿Y por qué no? Soy virgen.

Él puso los ojos en blanco.

—Claro que lo sois. Lo cual hace que me pregunte por qué me ofrecéis vuestra virginidad en vez de dejar que la tonta de vuestra hermana arregle sus propios asuntos.

—Sois muy ofensivo, señor.

Jonas disimuló una carcajada. Sidonie estaba resultando ser más divertida que Roberta. Como poco, Roberta ya se habría puesto histérica. No se imaginaba a aquella valiente diosa recurriendo a semejante teatro. Tal vez aquella fuese su noche de suerte después de todo. Su frustración por el engaño de Roberta desapareció en vista de la actitud desafiante de aquella hermosa joven. Atrapar a Roberta no había supuesto un gran desafío, por muy satisfactoria que fuese la idea de acostarse con la esposa de su primo, al que tanto odiaba. Seducir a Sidonie Forsythe prometía ser un pasatiempo interesante.

—Es mi mejor vestido —dijo la señorita Forsythe malhumoradamente.

—Puede que cuando tuvierais quince años. ¿Qué edad tenéis?

—Veinticuatro —murmuró ella—. ¿Y vos?

—Soy demasiado mayor para vos —a sus treinta y dos años, tal vez no fuese demasiado mayor, pero tenía mucha experiencia. Y no había empleado esa experiencia sabiamente.

Una súbita esperanza iluminó la expresión de la chica.

—¿Significa eso que me dejaréis ir?

En esa ocasión él se rio abiertamente.

—Ni por lo más remoto.

Quizá saliera corriendo llevada por el miedo. Así que le puso la mano en el hombro, desnudo bajo el fino corpiño que llevaba. Al tocarla, algo inexplicable sucedió entre ellos. Cuando lo miró con ojos asustados, él se dejó llevar por sus profundidades marrones.

—¿A qué estáis esperando? —preguntó ella.

Deberían darle latigazos por atormentarla de ese modo, pero la curiosidad seguía pudiendo más que él. Levantó la otra mano para acariciar su mandíbula. Estando tan cerca de ella, distinguió cada pestaña de sus ojos y las estriaciones doradas de sus iris. Se le dilataron las fosas nasales como si estuviera aspirando su aroma, como estaba haciendo él con ella.

O quizá estuviese tan asustada que le costaba trabajo respirar.

—La pregunta es si corromper a la cuñada de mi enemigo tendrá el mismo caché que corromper a la esposa de mi enemigo —murmuró él.

—Sois un bastardo —respondió ella, y su aliento caliente le rozó la cara.

Jonas sonrió al ver el miedo en sus ojos.

—Eso mismo, belladonna.

Lentamente se agachó para posar la boca sobre la suya. Su olor a lluvia inundó sus sentidos y le hizo sentir la anticipación por todo su cuerpo. Ella no se apartó y sus labios permanecieron sellados, pero aquella calidez satinada resultó embriagadora.

Jonas deslizó los labios sobre los suyos, aunque aquello fue más una insinuación que un beso de verdad. A pesar de que su deseo le instaba a poseerla, a pesar de saber que estaba allí para eso, no se aprovechó de la oportunidad. Tampoco le apretó el hombro con más fuerza para mantenerla en su sitio. La agonía del suspense resultaba deliciosa mientras esperaba a que ella se zafara, a que le insultara. Pero se quedó tan quieta como una figurita de porcelana. Pero el calor sutil que advertía bajo sus labios pertenecía a una mujer, no a una figura de porcelana.

Pasados unos segundos levantó la cabeza. Era asombroso que le apeteciese tan poco poner fin a aquel beso tan insatisfactorio. Tomó aliento y luchó contra la tentación de besarla en condiciones. Tal vez no tuviera tanto caché acostarse con la cuñada de lord Hillbrook, pero tenía la impresión de que eso no le detendría.

Ella tenía los ojos desencajados por la sorpresa. ¿Porque la había besado? ¿O porque por un instante lo habría disfrutado?

—¿Por qué dudáis? —preguntó Sidonie con descaro—. Hacedlo de una vez.

Él le acarició la mejilla con el dedo índice.

—Aún no he cenado —respondió antes de soltarla.

Sidonie se tambaleó, pero recuperó el equilibrio con una velocidad asombrosa. Respiraba entrecortadamente. Él prefería su indignación a su vulnerabilidad. En contra de su voluntad, aquella vulnerabilidad se comía su crueldad como el óxido se comía el hierro.

—¿Queréis cenar conmigo?

Se quedó mirándolo con un odio bien merecido.

—No tengo hambre.

—Una pena. Necesitaréis fuerzas para después.

Dejó que asimilara aquella información mientras se sentaba y hacía sonar la campanilla. La señora Bevan apareció con una velocidad sorprendente. Probablemente estuviese escuchando detrás de la puerta. Las distracciones en el castillo Craven eran tan escasas que apenas podía culparla.

—Podéis servir la cena, señora Bevan —dijo con una alegría que hizo que su ama de llaves le mirase confusa.

—Sí, señor. ¿Y para la dama?

La señorita Forsythe permaneció en pie donde estaba cuando la había besado. Volvía a parecer una estatua de mármol, pero, ahora que la había tocado, Jonas sabía que era de carne y hueso.

—¿Cena para dos?

La chica no reaccionó. Por el amor de Dios, ¿aquel beso había hecho que se tragara la lengua? Esperaba poder convencerla para que volviese a utilizarla, y no para hablar.

Volvió a dirigirse a la señora Bevan.

—No. Solo para uno. Por favor, mostradle a la dama su habitación. El señor Bevan podrá servirme la cena.

—Sí, señor —la mujer salió por la puerta y, tras unos segundos de indecisión, la chica recogió su escaso equipaje y la siguió.

Jonas deseó poder estar presente cuando la señorita Forsythe descubriera que su habitación también era la de él.

Capítulo 2

 

Tumbada en la cama con dosel, Sidonie se acurrucó bajo las sábanas. En el exterior, la tormenta arremetía contra los muros del castillo. Su rugido hacía que se sintiera aún más indefensa. El miedo la había perseguido desde que Roberta acudiese a ella en Barstowe Hall dos días atrás para pedirle ayuda. El miedo se agarraba a su estómago y se alojaba en su garganta como una piedra. El miedo le dejaba un sabor repugnante en la boca.

Era demasiado tarde para echarse atrás. Lo que Merrick pudiera hacerle no sería nada comparado con las consecuencias si William descubría que su esposa había compartido cama con su enemigo. La temeridad de Roberta los había puesto a todos en peligro. A ella. A Roberta misma. A los hijos de Roberta, Nicholas y Thomas. Pero, ¿cómo podía ella seguir enfadada? Roberta había sido más una madre que una hermana cuando ambas vivían bajo la desastrosa tutela de sus padres. Después Roberta había cambiado la tiranía fría y sarcástica de su padre por la crueldad de su marido. En sus ocho años de matrimonio, Roberta había dejado de ser una chica vivaz y cariñosa y se había convertido en una sombra nerviosa. El único momento en el que Sidonie atisbaba la antigua alegría de su hermana era cuando ganaba en las mesas de juego.

Cuando estaba en racha, Roberta no pensaba en las consecuencias. No resultaba difícil imaginarse a Jonas Merrick convenciéndola para jugar cada vez más. Hasta que finalmente tuvo a la mujer de su enemigo a su merced.

Para salvar su orgullo y librarse del escándalo, tanto William como Roberta mantenían en secreto su crisis matrimonial. Jonas Merrick no podía saber el daño que sería capaz de causar al aceptar el desafío de lady Hillbrook. O tal vez lo imaginaba y no le importaba.

De modo que ahora ella aguardaba en la cama de Jonas Merrick como un cordero a punto de ser sacrificado. Imaginaba que aquella era la habitación de Merrick, aunque la única prueba eran un juego de cepillos de plata sobre la cómoda y la sutil fragancia que impregnaba las sábanas. Cuando la había besado en el piso de abajo, se había infiltrado en sus sentidos de un modo que no podía definir. Y no le gustaba. Sus caricias le habían dejado una marca invisible. Eso le daba casi tanto miedo como lo que ocurriría en aquella habitación. Cuando se lo imaginó aprisionándola contra el colchón con su cuerpo poderoso, sintió ganas de gritar.

El lugar no servía para tranquilizarla. Al contrario, aumentaba su temor y la confundía más. Aquella era la estancia más bizarra que había visto jamás. Había oro por todas partes. En los muebles pasados de moda, en los candelabros de las paredes, en el hilo metálico de las cortinas y de las alfombras. Sidonie se veía reflejada en un ejército de espejos. En vez de cuadros, las paredes estaban cubiertas de espejos. Espejos de cuerpo entero había también en cada rincón. Un espejo sobre el tocador, otro sobre la cómoda, también entre las puertas del armario. Lo más sorprendente e intrigante era el enorme espejo ovalado que colgaba del dosel sobre su cabeza.

La prueba de la vanidad de su anfitrión era desconcertante. Su manera de vestir despreocupada no daba muestras de su arrogancia. Ningún hombre normal disfrutaría viendo reflejada su deformidad.

Reflejada en el espejo del techo vio a una chica pálida tumbada y quieta como un cadáver bajo las sábanas, doradas, por supuesto. Tenía el pelo recogido en una coleta que se deslizaba sobre su pecho. Una chica tumbada allí sola. El señor Merrick no parecía tener prisa por conseguir su premio.

Al principio, Sidonie se había quedado sentada en una silla. Al empezar a temblar ataviada solo con su vestido de muselina mojado, se había puesto el camisón. A medida que pasaban las horas, que marcaba el reloj de bronce situado sobre la vitrina, había pasado a la cama. ¿Por qué alargar los preliminares? No había manera de escapar al desenlace de aquel juego.

Se preguntó amargamente si Merrick mostraría más interés si, en vez de una desconocida inexperta, estuviera esperándole su hermana en la cama. Pero, claro, no había atraído a Roberta hasta allí porque la deseara. Había urdido aquel plan para ganarle un tanto a su primo, lord Hillbrook. Aquella no era más que la última batalla entre dos viejos enemigos.

Agarró las sábanas con fuerza e intentó calmarse, pero no halló el coraje necesario al imaginarse a Merrick dentro de ella. ¿Esperaría de ella que se desnudara? ¿Tendría que… tocarlo? ¿Volvería a besarla? Absurdamente, aquella le parecía la mayor amenaza de todas. El beso la había dejado desconcertada. Había sido inocente como el beso de un niño. Aunque el hecho de que Merrick hubiese abandonado la infancia tiempo atrás despojaba a aquel gesto de inocencia.

Nunca antes la habían besado. Al menos un hombre. No con deseo.

Qué triste que su primer beso tuviera lugar en circunstancias tan sórdidas. Triste y vergonzoso. Porque no le había disgustado el beso, aunque debería haberlo hecho. Se había sentido intrigada más que indignada. ¿Cómo se sentiría cuando sus libertades fuesen más allá de un simple beso?

No, no pensaría en eso. No lo haría…

Era más fácil decirlo que hacerlo, teniendo en cuenta que estaba tumbada en la cama de Merrick.

Aunque su anfitrión hubiese perdido hacía tiempo el derecho legal a utilizar el apellido Merrick. Debería usar el apellido de su madre. Jonas Merrick era hijo de Anthony, difunto vizconde de Hillbrook, y de la amante española que se hacía pasar por su esposa. Cuando el hermano pequeño del vizconde logró destapar el falso matrimonio, Jonas fue declarado bastardo. Tras la muerte de Anthony, su sobrino William heredó el título de Hillbrook y el odio entre Jonas y su primo, que se remontaba a la infancia, se volvió más virulento.

Sidonie se estremeció. Era impensable la reacción de William cuando descubriera que su primo se había acostado con su esposa, pues sin duda el objetivo de aquel plan era que William lo descubriera. Recordar que la vida de Roberta dependía de lo que sucediera en aquella cama sirvió para reafirmar la determinación de Sidonie. Hasta que la puerta se abrió y Merrick entró en la habitación, iluminada solo por las velas.

Sidonie sintió en el estómago un miedo tan pesado y espeso como el alquitrán mientras se recostaba sobre el cabecero. Merrick parecía increíblemente grande de pie en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados sobre el torso. La luz de las velas titilaba sobre su rostro, confiriéndole una apariencia demoníaca.

Vestido solo con la camisa y los pantalones, debía de estar helado. Debía de tener una resistencia sobrehumana al frío. Incluso con el fuego encendido en la chimenea, Sidonie se alegraba de tener las sábanas para mantenerse caliente. Y para ocultarse de su mirada. Lo cual era una tontería. Antes de que acabara la noche, Merrick haría mucho más que mirarla.

Se quedó mirándola con la misma curiosidad que había advertido en el piso de abajo. Ella no tenía ni idea de lo que estaría pensando. Señaló con la barbilla hacia la bandeja que había sobre el tocador.

—No habéis comido mucho.

—No —los nervios le quitaban el apetito. No había comido desde el desayuno, cuando había logrado tragarse una tostada y algo de té. Tragó saliva para humedecerse la garganta y se obligó a imponer a su voz una tranquilidad que no sentía—. Muy amable por haberme enviado la cena.

Él se encogió de hombros como si no fuera nada. En los últimos años, Sidonie había visto poca amabilidad y por eso la valoraba. Merrick también le había enviado agua caliente. Tras viajar durante todo el día, estaba cansada. Era ridículo que un baño pudiera devolverle las fuerzas.

—No interpretéis mi comentario como una queja, pero lo que hacéis es una tontería —la miró como si pretendiera sacarle sus secretos más profundos. Uno de esos secretos le daba más poder sobre él de lo que podría imaginar. Se sintió invadida por la angustia. La información que poseía era peligrosa y sabía perfectamente que no sería bueno tener a Merrick como enemigo.

Se incorporó y se tapó el pecho con la sábana dorada.

—Cuando decís que es una tontería, ¿os referís a acostarme con vos? —preguntó secamente.

Recibió como respuesta una sonrisa irónica. Merrick tenía una boca bonita, expresiva, lo suficientemente generosa como para insinuar que sabía cómo usarla.

—¿Qué ocurrirá cuando os caséis? ¿Cómo haréis para que a vuestro marido no le importe que no seáis virgen?

Ella apretó la mandíbula y habló con determinación.

—Nunca me casaré —se preparó para oír las protestas. A casi todo el mundo le parecía inconcebible que una mujer eligiera la soltería.

—Entiendo —contestó él con expresión neutral—. Supongo que la experiencia de Roberta os ha quitado la idea de la cabeza. Aunque he de decir que William no es un buen ejemplo de mi género.

Ella alzó la barbilla.

—Casi todos los hombres que he conocido han sido malos ejemplos. El egoísmo, la arrogancia y el abuso parecen rasgos inalienables de la personalidad masculina.

—Vaya. Me avergüenzo de mi género.

—Vos no sois una excepción —dijo ella amargamente.

—Por desgracia eso es cierto, milady —se enderezó y se acercó hacia la bandeja—. ¿Qué tenemos aquí?

Ella frunció el ceño confusa. Su actitud no parecía impaciente. Había estado convencida de que insistiría en poseerla nada más llegar. No podía ser enfado lo que sentía por su falta de interés. Pero había algo ruin en el hecho de entregarle su inocencia a un canalla y descubrir que él se mostraba reticente.

Merrick no estaba a la altura de las horribles expectativas. Roberta lo había descrito como un seductor despiadado, un hombre terrible. Al verle la cara por primera vez, Sidonie se había quedado horrorizada, principalmente porque aquellas cicatrices solo podían ser el resultado de una lesión atroz. Ahora, incluso habiendo transcurrido tan poco tiempo desde que se conocieran, podía ver al hombre que había más allá de las cicatrices. Ese hombre no era ningún monstruo. Sus rasgos resultaban más intrigantes que la belleza clásica. La suya era una cara interesante, llena de vitalidad y de inteligencia. Llamativa.

Igual de llamativa que el hombre en sí.

Se preguntó a qué juego estaría jugando mientras le veía cortar un par de lonchas de queso y colocarlas sobre unos panecillos. Para ser un hombre tan grande, poseía unas manos sorprendentemente elegantes. Con la escasa luz, el rubí de su anillo brillaba como si fuese una advertencia. Había imaginado que sentiría hostilidad y miedo. Y así era. Pero también había allí otras emociones que le costaba definir. Curiosidad, sin duda. Reconciliación, quizá. Algo eléctrico y desconocido.

Aquel interés resultaba más inquietante que el terror o el desprecio. Era consciente de su presencia con una intensidad animal que nunca antes había experimentado.

Merrick le ofreció el plato. Sin pensar, ella agarró un panecillo y le dio un mordisco mientras él se alejaba para apoyarse en el poste situado al pie de la cama. El destello de una sonrisa brilló en sus labios. Sidonie recorrió su labio superior con la mirada. La mezcla de miedo y fascinación que le inspiraba hacía que se sintiera inquieta, nerviosa.

—Pensé que querríais… —comenzó a decir, pero después se preguntó si sería apropiado mencionar sus planes.

—Me lo imagino —Merrick volvió a ofrecerle el plato.

Ella agarró otros dos panecillos.

—¿Por qué estáis aquí?

—¿En este dormitorio? Vaya, señorita Forsythe, sois demasiado tímida.

—No —respondió ella, sonrojada por la vergüenza.

Él devolvió el plato a la bandeja y sirvió dos copas de clarete.

—¿Os referís al castillo de Craven?

—Sí —aceptó la copa de vino y dio un trago. Después otro. El calor del alcohol calmó su inquietud hasta convertirla en un simple murmullo. La mano que agarraba la sábana con nudillos blancos se relajó—. ¿No sería más conveniente seducir a Roberta en Ferney?

Años atrás, Merrick había comprado Ferney, la finca contigua a Barstowe Hall. Después se había gastado una fortuna creando una residencia adecuada para un vizconde. Adecuada incluso para un príncipe. Sidonie nunca se había aventurado más allá de la puerta, pero lo que había visto desde fuera hacía que Chatsworth pareciese una chabola. Los vecinos siempre andaban murmurando sobre la grandiosidad de la casa. Aunque nunca lo hacían delante de William. Sidonie había aplaudido la audacia del desconocido Jonas Merrick. Hacía que a su cuñado le resultase imposible ignorar el hecho de que, en todos los aspectos salvo la herencia, era un fracaso comparado con su primo.

Merrick siguió sonriendo mientras preparaba más panecillos con queso y se los ofrecía.

—Incluso el más dilatorio de los maridos recuperaría a una esposa infiel cuando lo único que tiene que hacer es cruzar a la propiedad de al lado.

Sidonie aceptó el plato y lo dejó sobre sus rodillas levantadas. Aquel movimiento exigió que soltara la sábana y esta se posara sobre su pecho.

—Puede que tengáis razón —comentó mientras comía—. Y naturalmente os gusta el dramatismo gótico de este escenario.

—Nunca se me había pasado por la cabeza.

Sidonie le dirigió una mirada escéptica y bebió más vino. La copa estaba medio vacía. ¿Cómo había sucedido?

—¿Estáis intentando emborracharme?

—No —él levantó su copa para brindar en silencio.

—No funcionará.

—¿El qué?

—Intentar relajarme con alcohol.

—Me alegra oírlo. No me gustaría pensar que sois tan inocente como para caer en esa trampa —respondió él mientras le quitaba la copa, ya vacía, para devolverla a la mesa junto con la suya—. ¿Habéis terminado con ese plato?

—Sí, gracias —le entregó el plato vacío, que él colocó sobre la bandeja. Había esperado mostrarse fría y orgullosa cuando fuese a despojarla de su virginidad. En su lugar, se sentía confusa y sorprendentemente caritativa hacia el señor Merrick. No era que deseara que hiciera… eso. Pero era difícil convocar la indignación que había alimentado su miedo hasta entonces.

Tal vez el alcohol hubiese hecho su trabajo después de todo. Eso y su amabilidad al asegurarse de que comiera algo. Pobre y tonta Sidonie Forsythe. Renunciando a su castidad a cambio de unos trozos de queso cheddar.

No, aquella debilidad era peligrosa. Si sucumbía sin objetar nada, jamás podría vivir consigo misma.

—Dejad de jugar conmigo —exigió con una súbita aspereza.

Se destapó con ímpetu, se tumbó boca arriba y se quedó mirando hacia el espejo del techo. Un hombre al que le gustara verse mientras estaba con una mujer merecía desprecio. Cielos, ni siquiera se molestaba en disimular lo increíblemente hedonista que era.

Aunque le resultó difícil mantener un silencio reprobatorio cuando el sinvergüenza que quería desflorarla se echó a reír.

—Santo Dios, señorita Forsythe, necesitáis que os aconsejen sobre vuestro vestuario.

—No es más que… mi camisón —respondió ella, negándose a mirarlo.

Sintió un nudo en la garganta cuando él se acercó.

—Ahí hay sitio para seis.

Ella lo miró enojada.

—¿Acaso esperabais que no llevase nada en absoluto? Hace demasiado frío.

El señor Merrick la sometió a una intensa mirada. Sidonie sabía que estaba imaginándosela desnuda y era culpa suya por haber mencionado la posibilidad. Durante toda su vida, la gente le había advertido de que su lengua impulsiva le causaría problemas. Y en aquel momento tenía problemas. No solo porque la actitud del señor Merrick hubiera pasado en un instante de ser despreocupada a interesada. La inspección fugaz que realizó de su cuerpo no duró más de unos pocos segundos, pero aun así cada centímetro de su piel se estremeció. Sintió un nudo en el estómago con una mezcla de vergüenza y excitación. Lo miró a los ojos y entonces deseó no haberlo hecho. Aquel brillo depredador era inconfundible.

—Hay pasos intermedios entre la desnudez y esa tienda de campaña que lleváis puesta —contestó él, y su mirada se agudizó—. ¿Pensabais que me acobardaría con tanta franela?

—He tomado todas las precauciones que he podido —murmuró Sidonie, mirando de nuevo hacia el techo. Aunque, a decir verdad, no se le había ocurrido meter en la maleta algo que no fuera su ropa de cama habitual.

—Subestimáis el poder estimulante de la imaginación —dijo él—. Me intriga descubrir los tesoros que yacen bajo ese tejido ondulado.

Sidonie volvió la cabeza y se quedó mirándolo con un horror mudo. Su aparente desinterés se desintegró y pudo ver en su cara el deseo descarado. El aire estaba cargado de energía sexual. En el silencio, el ruido de la lluvia golpeando las ventanas representaba una intrusión inquietante.

—Quitáoslo —ordenó él suavemente.

Había llegado el momento. Claro que había llegado. Sidonie se había presentado en su puerta y le había invitado a que se acostara con ella. No iba a rechazarla para acostarse temprano con un buen libro. Se incorporó reticente sobre la cama con el corazón desbocado. Con manos temblorosas, agarró el dobladillo de su camisón. Su visión quedó brevemente nublada por el blanco de la franela y después quedó libre. Lanzó la prenda al suelo con un gesto desafiante. Se negó a mirar a Merrick a la cara igual que se negó a mostrar su humillación cubriéndose con las manos.

Por fin fue consciente de la verdadera perversión de aquella estancia llena de espejos. Allá donde mirase, veía su cuerpo desnudo. Una y otra vez. Piel pálida. Pechos respingones. Piernas desnudas.

Reflejado innumerables veces, Merrick se imponía sobre ella, alto, dominante, increíblemente masculino. A la luz de las velas, su camisa suelta brillaba con una blancura que parecía sobrenatural. No se había movido desde que ella se quitara el camisón, pero la tensión de su cuerpo indicaba que cualquier ruego de piedad por su parte sería ignorado. Su postura señalaba que estaba preparado.

El silencio se alargó hasta que Sidonie quiso gritar.

Se giró a la altura de la cintura para mirarlo. En su expresión pudo ver lo que, incluso con su ingenuidad, reconoció como excitación sexual. Sus ojos brillaban como plata encendida. Ya no era el hombre lánguido y tranquilo que le había dado de cenar. Aquel hombre era presa de su apetito.

Sidonie sintió de nuevo el terror en la tripa. El terror y una curiosidad insana. Cuando miró a Merrick, un calor desconocido recorrió su cuerpo. Desde que accediera a ocupar el lugar de Roberta, se había dicho a sí misma que no disfrutaría haciéndolo y, de ese modo, el respeto hacia sí misma, aunque no su virginidad, quedaría intacto. El brillo en la mirada de Merrick indicaba que ese respeto hacia sí misma sería la primera víctima de aquel acuerdo desesperado. Tragó saliva para humedecerse la garganta y agarró las sábanas con fuerza. Estaba tan rígida que temía romperse en dos si la tocaba.

Vio que un músculo se tensaba en su mejilla y que apretaba los puños al detenerse a mirar sus pechos. Los segundos se convirtieron en un fuego abrasador. Para su vergüenza, los pezones se le pusieron erectos. Merrick entornó los párpados y sonrió con arrogancia. Sabía que no le repulsaba, por mucho que ella deseara que no fuera así.

Merrick centró después su atención en el triángulo de vello castaño que había entre sus piernas. Fue como si la hubiera tocado. Un calor ardiente inundó su vientre y le hizo soltar un suave gemido de sorpresa. Juntó los muslos y bajó la mano para cubrirse el sexo.

—Parad —susurró con lágrimas en la garganta que se negaba a derramar.

Él pareció no oír su súplica. En su lugar, se acercó más y deslizó la mano por detrás de su cuello. Ella dio un respingo y después se quedó muy quieta. A través del calor de su caricia, sintió los callos de sus dedos. Tras una breve pausa, Merrick deslizó la mano por su cuello hasta alcanzar el pulso errático de su garganta. A ella le dio un vuelco el corazón y las sensaciones se intensificaron. Su instinto le decía que se apartara, que se tapara con la sábana, que se acobardara.

Pero el orgullo hizo que se quedara quieta.

Él siguió bajando la mano y le acarició la parte superior de los pechos. Después se quedó mirando un pezón erecto. Ella experimentó un placer inesperado. Su respiración entrecortada podía oírse en mitad del silencio. Incluso la tormenta pareció detenerse expectante. Lo miró a la cara y allí encontró el deseo, pero también algo parecido a la sorpresa. El corazón le dio un vuelco y después se aceleró violentamente contra sus costillas.

—Sois preciosa —murmuró Merrick con voz grave. Después le rodeó el pezón con el dedo y acarició su pecho con la mano.

Aquello era demasiado. Sidonie no podía soportar aquellas caricias, por dulces que fueran. Le conferían una falsa apariencia de ternura a lo que, en definitiva, no era más que un sórdido acuerdo de negocios. Se apartó y se tumbó sobre la cama. Por fin reunió el valor para mirar hacia el espejo situado sobre su cabeza. Se quedó rígida, con el cuerpo pálido sobre las sábanas. En su cara veía el miedo y la determinación. Tenía las mejillas sonrojadas.

—Adelante —dijo con una voz estridente que apenas reconoció—. Por el amor de Dios, no me torturéis. Hacedlo sin más.

Durante largo rato el hombre reflejado en el espejo no se movió. Entonces, con una rapidez insólita que hizo que se le desbocara el corazón, agarró la pesada colcha de brocados.

—Perdón, señorita Forsythe —murmuró. No parecía en absoluto el hombre sincero y conmovido que acababa de decirle que era preciosa. Con un gesto de desprecio, cubrió su cuerpo con la colcha. Sidonie se quedó sin palabras por la sorpresa cuando él se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta—. Esta noche no tengo ganas de mártires.