LAS MIRADAS

Mi memoria se abre dolorosamente a base de llamadas. Salgo de ese largo túnel en el que me he enterrado.

Millares de miradas han desaparecido.

Sin saber por qué. Me llaman.

Están llenas de pena.

De humillación.

Encendidas por el hambre.

Apagadas por la sed.

La mirada crispada de una compañera con los colmillos de un perro hundidos en la carne.

Pierde la vida con cada paso.

La mirada aniquilada de otra que muere a palos.

Centenares de miradas que se apagan, exhaustas por largas horas de recuentos.

En millares de rostros perdidos, el abatimiento de una vida abortada demasiado pronto.

Los camiones llegan y se marchan por las largas avenidas de la desesperación.

Llenos de vidas amontonadas con ojos de más allá.

Las manos tendidas, descarnadas, se aferran a la vida con gritos perdidos.

La chimenea crepita.

El cielo está bajo y gris y amarillo.

Respiramos sus cenizas dispersadas al viento.

Treinta años después

perforo, conmovida, el espeso muro de mi memoria.

Para que todas esas miradas

que mendigan esperanza

no se conviertan

en polvo.

LA PARTIDA

Recuerdo un viaje de tres días apiñados en un vagón para animales. Es el último que hicimos juntas: mamá, mi hermana y yo. Igual que los pájaros se enfrentan a las amenazas protegiéndose la cabeza con las alas, yo olisqueo el peligro con los ojos cerrados.

Una gran sacudida, un silbido histérico: las puertas se abren a una gran niebla, una luz amarilla helada. Ladridos de hombres y de perros me envuelven brutalmente. «¡Vamos, más rápido! Los, schnell!» «¿Cuántos años tienes? ¡A la derecha!» «¿Es tu madre? ¡A la izquierda!» «¿Es tu hermana? ¡A la izquierda!»


Avanzo a ciegas por la derecha y la muerte, a los pocos minutos, golpea por la izquierda.

Muy pronto nace otro yo al que gruesas bestias negras y dentudas zarandean en dirección a un destino frágil.

El aire huele a carne quemada. Los caminos están sembrados de guijarros cortantes. Unos pasos se arrastran por delante y por detrás de mí. El convoy se detiene. Levanto la vista: un barracón. Sin darme cuenta, ya estoy sentada en la paja. Nos contemplamos en silencio, sin saber bien si nos encontramos frente a un hombre o una mujer. En las pupilas dilatadas de mis vecinas, me sorprendo estupefacta de hallarme frente a una desconocida. ¿Qué haces tú aquí? Esto no puede ser verdad. ¡Increíble realidad!

Ya es el día-a-día de Auschwitz.

UN DÍA

Un silbatazo estridente. Nos sacan de las tablas en un tumulto de codazos, latigazos y gritos. Nos empujan en dirección a los bidones humeantes, es pura suerte llegar a beber, en plena confusión, unos tragos de zumo caliente antes de que nos llamen para salir. Nos arrojan a la intemperie sin importar el tiempo que haga, y esperamos el primero de esos minuciosos recuentos que marcan nuestras jornadas. Al amanecer, las filas tiemblan.

Avanzamos hasta el portón de salida con un nudo de miedo en la garganta; miedo de traslucir el agotamiento o la enfermedad, o simplemente de que reparen en ti, de que te alejen del rebaño. Algunas compañeras, extenuadas, se han quedado atrás; ya no volveremos a verlas.


Esta mañana, en Auschwitz, dirigen a nuestro grupo hacia las piedras. Las picamos, las desplazamos a derecha o a izquierda, según el humor de los organizadores. En Ravensbrück había estado yendo a la mina de arena. En Nordhausen, dándole vueltas a los bulones en una fábrica de aviación. En Zillertal, cortando hilos y devanando bobinas ante un telar. En Fráncfort, colocando raíles que iban a un campo de aviación. Los perros y los guardias velan por no sé qué absurdo rendimiento.

A mediodía soltamos las herramientas para engullir un cazo de sopa gris, transparente, de pie, soñando con sentarnos. El agotamiento y el sufrimiento marcan los rostros, los gestos. Los labios resecos se mueven imperceptiblemente y el cielo está ya abierto en algunas miradas que buscan la ayuda o el fin. Y no podemos hacer nada; nuestros ojos, mudos, son nuestra única conexión. Agonías silenciosas que hieren y se sublevan. Aprieto los dientes: «¡No, todavía no!».

El trabajo termina con el día. En el portón de entrada, las mismas miradas que acechan el desfallecimiento y los mismos gestos indiferentes para orientarnos hacia la muerte. Nos enderezamos, con la esperanza tendida hacia otro mañana, otro más, igualmente horrible.

Una espera interminable, de pie, para la sopa de la noche y un trozo de pan. Se demoran pasando revista, dan los últimos golpes de fusta a la entrada del block, y luego nos desplomamos al mismo tiempo que el sol.

LOS PIOJOS

Recuerdo esos minúsculos bichos traicioneros y tenaces que me incordiaron, picaron y devoraron durante meses.

Son de diferentes tamaños, colores y familias. Los hay negros, bien hermosos, de los que se desplazan con pereza pero que no se detienen si no es para clavar la trompa en el lugar elegido. Los blancos, transparentes y menudos, se apiñan en las costuras de la ropa. Los otros, de cabeza rubia y barriga negra, ágiles y voraces, se acomodan en nuestras heridas y se deleitan sin preocuparse de nosotros.

Nunca me aburro en su compañía: si uno de los grupos se ha saciado, otro vuelve a tener hambre y toma el relevo. Los piojos están presentes día y noche. Con el tiempo y la costumbre se hacen indiscretos. Llevan su audacia al punto de pasearse por la nariz y la barba de los SS, que no pueden tolerar tal imagen, como almas de élite que son, limpias por excelencia. Se impone una buena sesión de desinfección.

Desnudas y temblorosas, con los paquetes de efectos personales apretados contra el cuerpo, nos devora un inmenso vientre de cemento. Un tonel para la ropa, una ducha fría para nosotras y luego, a desfilar ante una bomba de bicicleta que escupe una niebla blanca. Un bombazo a la izquierda, otro a la derecha y salimos blancas, rapadas, frías y llorando de despecho ante los espectadores burlones. Cada sesión es, además, un momento de selección lleno de riesgos. Si por desgracia nos dejamos aturdir por el hambre o el olor, los perros están ahí para llamarnos al orden.

Al final de la sesión nos tiran la ropa por encima de una pequeña barrera. Los trapos no son nunca de nuestra talla. Fuera, mientras esperamos a las demás, intentamos intercambiarlos entre nosotras. Es una operación que comporta riesgos, dadas las miradas de alambre de espino que nos rodean. En alguna ocasión salí victoriosa. Sin embargo, también alguna noche volví con vestido de cola y los pies enfundados en zapatos inmensos. Los organizadores de nuestra estancia se divertían viéndonos con esas pintas.

En la paja de los barracones nos esperan nuestros pequeños huéspedes negros, blancos o bicolores. Nos guardan rencor por haberlos dejado solos tanto tiempo. Vuelven a nosotros con voluptuosidad.

EL PAN

El valor de un pellizco de pan negro en la palma de la mano: es un poco de vida lo que observo con mirada voraz.

Me lo como miga a miga, lo hago durar. Cierro los ojos como un recién nacido para saborearlo, para impregnarme de él.

Si no estoy alerta, pueden quitármelo, apropiarse de mi vida, así, sin más: sálvese quien pueda. Y si quiero sobrevivir debo estar lista para ayunar muchos días.

Hay que saber tener los ojos abiertos para distinguir una monda que se ha caído de la basura, como si fuera una gota de rocío recogida en el hueco de una caracola.

El hambre me provoca aturdimiento: veo espejismos y unas estrellas que me nublan la vista. Empleo toda mi energía en ahuyentar visiones de platos, de cocinas, de comidas, y en calmar mi imaginación. Cada día es una batalla que ganar contra esa enemiga.

Sin embargo, no envidio a quienes no han conocido el hambre, porque nunca conocerán la alegría de una miga de pan.

LOS PIES

Mis pies pesan lo que una vida. Cuántas veces les he suplicado que no me abandonen. Han atravesado las cuatro estaciones de un cielo gris, olvidado.

Nuestros cuerpos avanzan fuera de nosotros, y millares de pies se esfuerzan por avanzar contra toda lógica. Más vale no saber por qué, ni a qué destino nos arrastran. Sabemos con toda seguridad que si se niegan a avanzar, nos esperan otros pies, calzados con botas rutilantes, para rematarnos.

A la altura del portón de llegadas y salidas debemos correr. Es una rutina casi cotidiana para comprobar que aún somos aptas para el trabajo. Hay unos robots congelados a cada lado de la puerta, armados con látigos, perros y bastones. Corremos, entumecidas por el miedo. Para aligerar la carrera, para evitar mejor los golpes y los mordiscos, nos deshacemos de los zapatos o los zuecos. Frenar, dar un paso en falso, significa que te enganchen de inmediato con un bastón y te aparten: selección fatal. Las últimas de la larga fila en llegar chocan contra cuerpos sin vida, tropiezan con obstáculos esparcidos.

Con paso alterado seguimos corriendo más allá del portón, jadeantes, por instinto, con el rostro crispado por el miedo.

Nuestra vida depende de nuestros pies. Están doloridos y agitan nuestras cortas noches. Cada amanecer nos preguntamos si nuestros pies maltrechos, que llevan el peso excesivo de las almas desnudas, atravesarán un mañana más.

EL HOMBRE Y EL PAN

Ayer estábamos bien calentitas, al cobijo y protección de nuestros afectos, con la seguridad que nos daban nuestros bienes. Creíamos saber quienes éramos, pero el escenario se derrumbó. Despojadas de nuestras apariencias, ¿quiénes somos? ¿Mendigas? ¿Ricas?

No había cumplido todavía los dieciséis cuando vi cómo el rostro de un hombre se convertía en el de una bestia. Una vez rotas las convenciones sociales, ya no nos reconocemos: por un trozo de pan aplastamos a nuestro prójimo sin escrúpulos.

Extendida en mi camastro, en Auschwitz, vi a una mujer absorta en la oración; de su bolsillo sobresalía un trozo de pan. Una compañera de miseria se acercó a hurtadillas y se apropió de aquel mendrugo que era la vida misma. Ver aquello me trastornó. Pero yo también codiciaba aquel trozo seco y duro.

He conocido seres que han soportado su desenlace con grandeza. Supieron guardar la generosidad en el corazón y la luz y la atención en los ojos. En medio de aquel desposeimiento extremo, en aquella inexistencia en la que hoy, ayer y mañana eran abstracciones, su testimonio le devolvía las dimensiones al ser humano y para nosotros, los que tuvimos la suerte de conocerlos en ese momento, hizo renacer la esperanza y el amor por la vida.

EL PASTOR ALEMÁN

Arrastro los zuecos y una gran obsesión: convertirme en pastor alemán.