AGRADECIMIENTOS

Éste es un libro de recuerdos que se basa en mi historia personal, en experiencias vividas, en testimonios y en reflexiones de primera mano. Pero también es el fruto de conversaciones, de intercambios y de puestas en común con numerosos parientes, amigos, alumnos y colegas a lo largo del tiempo. Gracias a todos lo que se han prestado al «juego de colores» y que han soportado mis divagaciones, mis obsesiones o mis caprichos cromáticos, a veces desde hace casi medio siglo.

Gracias en particular a: Emmanuelle Adam, Irène Aghion, Odile Blanc, Pierre Bureau, Perrine Canavaggio, Yvonne Cazal, Claude Coupry, Philippe Fagot, Henri Dubief (†), Michel Indergand, François Jacquesson, Philippe Junod, Laurence Klejman, Christine Lapostolle, Maurice Olender, Anne Pastoureau, Laure Pastoureau, Caroline Pichon, François Poplin, Claudia Rabel.

ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA*

GENERALIDADES

LÉXICO Y EXPRESIONES IDIOMÁTICAS

TINTES Y PIGMENTOS

COLORES, INDUMENTARIA Y SOCIEDAD

FILOSOFÍA E HISTORIA DE LAS CIENCIAS

HISTORIA Y TEORÍA DEL ARTE

EL COLOR COMO MEMORIA

Definir el color no es un ejercicio fácil. No sólo porque a lo largo de los siglos sus definiciones han ido variando según las épocas y sociedades, sino porque, incluso limitándose al periodo contemporáneo, el color no se percibe de la misma manera en los cinco continentes. Cada cultura lo concibe y lo define según su entorno natural, su clima, su historia, sus conocimientos, sus tradiciones. En este ámbito, el saber occidental no es una verdad absoluta, sino sólo un saber más entre otros. Por añadidura, esos saberes ni siquiera son unívocos.

Resulta que participo regularmente en coloquios dedicados al color que reúnen a investigadores llegados de los cuatro puntos cardinales: sociólogos, físicos, lingüistas, pintores, químicos, historiadores, antropólogos, a los que a veces se les unen neurólogos, arquitectos, urbanistas, estilistas, músicos. Todos nos alegramos mucho de encontrarnos para hablar de un tema que nos apasiona, pero al cabo de unos minutos nos damos cuenta de que no estamos hablando de lo mismo: cada especialista posee sus propias definiciones, sus propios conceptos, sus propias certezas respecto al color. Compartirlas con otros especialistas no resulta sencillo, a veces es casi imposible. No obstante, me parece que se ha avanzado y que los malentendidos son hoy en día menores que hace treinta o cuarenta años. Llevo más de tres décadas participando en ese tipo de encuentros. Sin embargo, me da la impresión de que los químicos y los físicos tienen más en cuenta las interrogaciones de los investigadores de humanidades y que, al mismo tiempo, los historiadores, sociólogos y lingüistas han mejorado su mediocre bagaje de ciencias físicas. Que todos ellos sigan por ese camino y los intercambios serán más provechosos.

El libro presente, en parte autobiográfico, incumbe sólo a las humanidades. La idea fue germinando progresivamente, a lo largo de los años y de mis investigaciones sobre la historia y la simbología de los colores. Un día me pareció que había llegado el momento de compartir cierto número de recuerdos cromáticos, asociados a mi propia historia, pero también a la de la sociedad francesa y a las europeas, a la de sus usos y sus códigos tal como han sido durante más de medio siglo. No se trataba de un proyecto completamente narcisista, pero sí algo utópico. Al menos en lo que respecta a mi deseo de dar fe de lo que había visto, vivido y sentido en materia de colores durante casi seis décadas –desde el principio de los años cincuenta hasta nuestros días– y a mi afán de rastrear al mismo tiempo la historia y las vicisitudes, de valorar las permanencias y los cambios, de señalar las cuestiones sociales, éticas, artísticas, poéticas, oníricas. Deseaba ser a la vez testigo e historiador, proporcionar la documentación, los hechos, las observaciones, las anécdotas y asegurarme la crítica o el comentario. Un ejercicio difícil, casi quimérico, al que me entregué, sin embargo, a sabiendas de que no hay que fiarse del historiador «testigo de su tiempo». No sólo porque no es más que un testigo entre otros, necesariamente parcial, moralista, caprichoso, egocéntrico, a veces gruñón («antes estábamos mejor») o con mala fe, sino porque su memoria, por aguda que sea, no es infalible.

Hace unos meses me topé con la prueba, al releer una obra que, de modo más o menos confeso, contribuyó a la génesis del diario cromático que publico ahora: Me acuerdo, de Georges Perec1 (1936-1982). Leí ese libro en cuanto salió de la imprenta en 1978; ciertos fragmentos los había leído en publicaciones anteriores, relativamente minoritarias. En la obra completa, Perec había reunido cuatrocientos sesenta y nueve párrafos o frases que comenzaban por las palabras «Me acuerdo» y evocaban un recuerdo «banal, insustancial, común, si no para todos, al menos para muchos». Yo era desde hacía tiempo admirador de Perec y durante varios años me repetí algunas de las formulaciones cuya aparente insipidez me encantaba. Como esta frase sublime: «Me acuerdo de que un amigo de mi primo Henri se pasaba todo el día en bata cuando se preparaba para los exámenes». O esta confesión, tan acertada en su ambigüedad misma: «Me acuerdo de lo que me costó comprender lo que quería decir la expresión “sin solución de continuidad”». O incluso esta afirmación sobria e insignificante: «Me acuerdo de Mayo del 68». Pero había una frase en especial, suelta en mitad del libro como un tesoro perdido, que hacía mis delicias; una frase tan bella y jovial que me imaginaba que quizá fuese para Perec la más importante del libro: «Me acuerdo de que el general De Gaulle tenía un hermano que se llamaba André, que era pelirrojo y subdirector de la Feria de París».

Es difícil ser más insignificante, más huidizo, más delicioso. Sin embargo, la frase, cuyos términos yo recordaba con precisión, no existe, o al menos no de esa forma, en el libro de Perec. Este último escribió: «Me acuerdo de que De Gaulle tenía un hermano llamado Pierre, que dirigía la Feria de París». Había, pues, alargado y transformado el texto de Perec, modificado el nombre del hermano del general De Gaulle, rebajado a un honesto director a subdirector y, sobre todo, introducido un cabello pelirrojo cuando no se hacía mención ni a cabellos ni a rojez alguna. Para un historiador, no era poco. Pase lo de haber transformado «Pierre» en «André»: en los evangelios, los dos son hermanos, y el primero en seguir a Cristo no es Pierre (Pedro), sino André (Andrés). Además, André es mi segundo nombre y sin duda tiendo a concederle un espacio en la sociedad del que no siempre disfruta. Tiene también un pase lo de haber preferido el título de subdirector a director: el primero es más descabellado, está más desfasado, y por tanto, resulta vagamente estético. ¿Qué es exactamente un subdirector sino una creación literaria, heredada del satírico Courteline o de uno de sus epígonos? Pero ¿por qué el cabello rojo? ¿Para introducir una nota cromática bien marcada? Para resaltar el carácter burlesco del personaje: hermano del general De Gaulle, subdirector de la Feria de París, ¡y encima pelirrojo! Está claro, es como de vodevil.

También se trata de un intento de colorear. En efecto, hay multitud de recuerdos visuales que no conservamos en tonos definidos, ni siquiera en blanco y negro, ni en blanco, negro y gris. No; andan perdidos en nuestra memoria y son sobre todo incoloros. Pero cuando los evocamos, cuando los hacemos brotar con una intención definida, es como si los pasásemos a limpio formal y cromáticamente a la vez: nuestra memoria aclara los contornos, fija las líneas, y nuestra imaginación se encarga de dotarlos de colores, colores que quizá nunca tuvieron.

De la misma manera que el hermano del general De Gaulle no era pelirrojo –ni en su existencia real ni en la pluma del, sin embargo, muy imaginativo Perec–, André Breton, evocado en el primer capítulo de este libro, quizá nunca llevó el chaleco amarillo que yo le pongo, ni en el café de la plaza Blanche ni en la colina de Montmartre ni en la imagen que conservan quienes lo conocieron. Quizá mi memoria porosa haya permitido que mi imaginación, demasiado viva, lo vista de tal color. André Breton, personaje fuera de lo común, sí que está asociado a mi infancia y a mi recuerdo cromático más antiguo. ¿Soñé yo el enigmático chaleco amarillo o lo llevó de veras?

Así pues, que el lector me perdone si, en las páginas que siguen, mi imaginación ha completado en ocasiones las intermitencias de mi memoria. Mi diario cromático se apoya no sólo en impresiones fugitivas, recuerdos personales y experiencias vividas, sino también en notas tomadas al vuelo, en digresiones eruditas, en observaciones propias de filólogo, sociólogo, periodista. De ese modo, vertebra numerosos campos de observación: el vocabulario y las expresiones idiomáticas, la moda y la vestimenta, los objetos y las acciones de la vida cotidiana, los emblemas y las banderas, el deporte, la literatura, la pintura, los museos y la creación artística. Se unen colores reales y colores soñados para poner en escena cinco o seis décadas de historia reciente, personal y colectiva a la vez. El historiador sabe bien que el pasado no es sólo lo que ha sido, es también lo que la memoria hace de él. En cuanto a lo imaginario, no se opone para nada a la realidad: no es su contrario ni su adversario, sino que constituye por sí mismo una realidad; una realidad diferente, fértil, melancólica, cómplice de todos nuestros recuerdos.