Hacia las luces del norte

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

Hacia las luces del
norte

 

Ángel Valenzuela

 

 

 

 

 

Primera edición: noviembre de 2018

 

HACIA LAS LUCES DEL NORTE © Ángel Valenzuela

 

© de la introducción: Alberto Fuguet

 

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

 

isbn: 978-84-948871-8-5

 

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

 

 

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

 

Introducción

Dos amigos de toda la vida, la mejor banda sonora en la radio, un viaje en auto desde Ciudad Juárez hasta Canadá, una despedida de soltero en extremo particular. Andrés y Demetrio deberán cruzar fronteras, pero no sólo las geográficas. ¿Cruzarán aquélla que separa a un carnal de un amante? ¿Cuán amigos pueden ser dos amigos? Ángel Valenzuela se lanza a la literatura desnudo y lubricado; remixea el road story americano, el on-the-road de Kerouac y lo hace suyo. También lo hace norteño, erótico, macho y cachondo. Hacia las luces del norte es bilingüe, fronteriza, bisexual, gay, arriesgada, sincera, empática. Valenzuela se apodera de los mitos pop cinéfilos, musicales y literarios pero no se olvida nunca de la energía erótica que es el combustible que mueve este viaje que termina penetrándote y dejándote pasado a hombre, a literatura y a épica. Hacia las luces del norte es de esos viajes iniciáticos que no se olvidan. Tal como sucede en esta corta, magra, inspirada y romántica novela que destila testosterona y ternura, aquellos que cruzan la frontera en El Paso terminan siendo otros al llegar a Canadá para ver la aurora boreal. Valenzuela se cuela en el auto y logra transformar al lector en un voyeurista privilegiado. Uno huele, uno escucha, uno se excita, uno entiende. Su prosa es liviana y ruda; dura y caliente; tierna y frontal a la vez. Rough and wild y sin más pretensiones que hacernos parte de ella. Valenzuela no se esconde; se abre entero y sabe de lo que escribe. No es el típico autor mexicano macho. No es de clóset, se desnuda de frente, no se recorta y no esconde lo que le gusta. Lleva el bromance al suspenso límitrofe. Esta es su gente, sus territorios, sus obsesiones. Este libro posee carne, posee huevos, tiene corazón. Es una novela de amor entre hombres y una historia del hoy, actual, que pulsa. Éste es el tipo de literatura mexicana que uno espera de un autor fronterizo del siglo 21.

 

Alberto Fuguet

 

Hacia las luces del norte

 

 

 

 

Call me morbid, call me pale
I’ve spent too long on your trail.
Far too long chasing your tail
The Smiths, Half A Person

 

We are extraordinary people.
We must do extraordinary things
Jamie O’Neill, At Swim, Two Boys

 

Uno

Siempre es dulce la cerveza en el desierto. Adquiere un gusto más gratificante bajo el sol. Al menos así me lo parece: luego de un par de horas en la línea para cruzar la frontera y otro par conduciendo en el calor intenso de El Paso dentro de esa lata que es mi carro, cada trago me sabe a redención. Tomo la botella medio vacía y camino con ella hasta la ventana. La luz de la mañana inunda el salón de la vieja casa de sus padres en Sunset Heights y le imprime un tinte ámbar al ambiente. Demetrio está recostado sobre un chaise longue, la camiseta ligeramente levantada deja ver su vientre, el tímido nacimiento del vello que brilla como el color de la cerveza. Me llevo la botella a los labios y bebo hasta el fondo. Redención.

Son las once de la mañana. ¿No es muy temprano para destapar la primera?

En este momento, en algún lugar del mundo, ya son las seis de la tarde, le respondo. La gente está saliendo de la oficina para tomarse un tarro en algún pub.

Hemos estado toda la mañana entregando invitaciones para su boda. Pienso que una cerveza debería ser garantía en el manual de derechos y obligaciones del best man.

Pinche borracho. Sostiene esa media sonrisa durante unos segundos y entonces veo el brillo de una idea en sus ojos. Conozco bien esa mirada. Se me ocurre algo mejor, dice. Ven conmigo, y me señala con la cabeza el estudio de su padre, al otro lado del salón. Demetrio se levanta de un salto y yo, qué remedio, arrastro los pies detrás de él.

El estudio es lo que se espera de un profesor de Letras. Los muros están cubiertos con carteles de conferencias, la invitación para una lectura de poesía en The Percolator, un corcho donde hay varias notas de color y el talón desteñido de una entrada a un concierto de Pixies. Sobre el escritorio, algunas hojas sueltas que descansan sobre una laptop cerrada. Una taza del Community College con café de varios días y una fotografía de un Demetrio preadolescente en uniforme de fútbol, su expresión es una mueca que no alcanza a convertirse en sonrisa por temor a revelar los brackets. Detrás del escritorio, el librero abarca el ancho del muro y sube hasta el plafón.

Demetrio es alto. No hace falta que lo haga, sin embargo se pone de puntitas para alcanzar algo. Su lenguaje corporal recuerda al de un niño que busca el jarrón de las galletas. Ni siquiera tiene que estirar el brazo. Toma algo de la sección de poesía, entre Las flores del mal y Poeta en Nueva York. Es una caja que simula un libro. Al abrirla, el estudio se llena de un suave olor a bosque.

Want some yesca, vato?

Siempre que su familia sale de viaje, Demetrio asalta la reserva de su padre. También, cuando fuma, le da por hablar como cholo. Vamos a quemarle las patas al diablo, ése. Pienso que si no lo hiciera, le costaría trabajo encender siquiera un gallo. Tiene que convertirse en otra persona, disociarse del efebo rubio y atlético de la foto sobre el escritorio de su padre como si se tratase de dos aspectos de su vida que no puede conciliar. No lo entiendo muy bien, después de todo, es a su padre a quien le roba la yerba.

¿De verdad nos vamos a fumar el clavo de tu papá?

El viejo no lo va a notar, responde. Entonces saca de la caja una ziploc con un par de bolas de marihuana y un pequeño paquete con sábanas de papel arroz. Tengo mis reservas. No quiero fumar porque a mí la mota me pone caliente, pero claro, eso no se lo digo a Demetrio. Él me guiña el ojo. Lo veo forjar. Me pasa el porro y yo, qué remedio, lo llevo a mis labios. Lo enciendo y aspiro.

Te das cuenta, cabrón, le digo haciendo un esfuerzo por no toser. Los pulmones llenos de humo.

Ahora es él quien aspira. Yo no puedo evitar dirigir la mirada a sus labios. Noto cómo los posa, ligeramente separados —la punta de la lengua apenas visible—, sobre ese trozo de papel húmedo que hace un instante tocó los míos.

¿Cuenta de qué?

Te vas a casar, pues. En verdad te vas a casar.

That’s the plan.

Nos quedamos un minuto en silencio. O una hora, no sé. El primer jalón empieza a surtir efecto y yo muevo la cabeza de un lado a otro porque me divierte ver cómo todo se ralentiza. Se me ocurre que no es mala idea poner algo de música. Saco el celular y busco en la librería pero nada me convence. Dejo que el shuffle decida por mí. Suena una canción cuyo título ni intento recordar. M83 es una de esas bandas que me gustan un chingo y sin embargo nunca consigo recordar sus canciones. Su música me pone feliz y ya está. Supongo que eso basta. Muevo algunos papeles y me siento en la orilla del escritorio. Demetrio se extiende en la silla de su padre y echa la cabeza hacia atrás. Suspira.

Tengo la impresión de que estoy entrando a un hoyo negro, dice al fin. Quiero casarme, creo. Marina y yo lo hemos hablado desde un año antes de terminar la carrera. El asunto es que todo es tan vertiginoso. Me siento arrastrado hacia un hoyo negro y me preocupa no saber qué mierda hay al otro lado.

Trato de entenderlo, pero aún no me queda claro qué lo empujó a tomar la decisión de casarse. Estamos chavos. Además, seguro que puede ligarse a alguien mucho mejor que la insulsa Marina. Quiero darle una palmada en la espalda, decirle no te preocupes tanto, hombre, ya verás cómo se va resolviendo todo, pero no. No le digo eso. Le doy otro jalón al gallo y sólo atino a decir:

Al otro lado no hay nada.

Es como una muerte anticipada, dice él.

Puta madre, qué optimista estás de casarte.

No, Andrés. Lo digo en serio, dice. Demetrio hace una pausa y luego una mueca. Escoge sus palabras. Lo veo lamerse los labios repetidamente. Los tiene secos. Pienso que este cabrón ya está pacheco.

Si lo piensas bien, la aventura se acaba aquí, dice al fin. La etapa de hacer planes espontáneos. Todo. Mi vida tal como la conozco está a punto de terminar.

No seas drástico. Imagina que es otro tipo de aventura, le digo, aunque mi argumento no me convence ni a mí.

Lo que sigue es establecerme, continúa Demetrio. Quizás luego tenga que dejar el departamento y buscar una casa. Hacer familia. No quiero ser mi papá.

Empiezo a entender por dónde va todo esto. Cuántas veces hemos sostenido esta conversación Demetrio y yo, cuántas le he compartido el terror que me da convertirme en una de esas personas que simplemente dejan que la vida les pase.

No tienes por qué convertirte en tu padre, le digo. Y esta vez trato de ser convincente porque quiero persuadirme de que tampoco será mi caso.

El cabrón invita a sus estudiantes a casa, compra la música que ellos escuchan porque es la única manera de rebelarse contra el orden que ha seguido su vida.

Música. El comentario de Demetrio me vuelve a hacer consciente de lo que suena en mi teléfono. Mejor desviar la atención del tema porque tiene todo el potencial de malviajarnos. Intento concentrarme en la música. He escuchado esta canción cientos de veces pero ahora es como si la descubriera por primera vez. Encuentro sonidos que antes no había advertido. Puedo distinguir todas sus capas, hasta el instrumento más básico. Escucho los beats y los siento moverse. Puedo ver las ondas sonoras que se expanden y se alejan.

¿Oyes los colores de esa rola?, le pregunto. Cuando los sonidos se alejan, se mueven y brillan como luces de colores en el cielo.

Güey, hay que hacer algo. Quiero ver algo majestuoso… Las cabezas de los Rapa Nui en la Isla de Pascua, viajar a Galápagos. Yo qué sé, una última gran experiencia antes de que se acabe mi vida.