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REVOLUCIONANDO EL TRABAJO

¿Estás preparado para reinventar tu organización?

Aaron Dignan

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Revolucionando el trabajo
Brave New Work

Edición en papel
ISBN: 978-84-17963-03-3

Para Huxley

Puedes heredar un mundo en el que todos nos sintamos realizados y prósperos en el trabajo. Y, si no es así, puedes ayudar a construirlo.

Contenidos

Primera parte

El futuro del trabajo

Segunda parte

El sistema operativo

Tercera parte

El cambio

Epílogo

Los sueños que vendrán

Agradecimientos

Apéndice

Notas

Índice

A los que les gustan este tipo de cosas verán que este es el tipo de cosas que les gustan.

—Artemus Ward

Todas las cosas ya fueron dichas, pero como nadie escucha es preciso comenzar de nuevo.

—André Gide

Primera parte

El futuro del trabajo

El principio es la parte más importante del trabajo.

—Platón

ESTÁBAMOS APRETADOS EN LOS ASIENTOS TRASEROS DE un coche negro e íbamos a una cena de celebración. Se respiraba mucha tensión. Mis clientes y yo acabábamos de pasar las últimas ocho horas hablando de cosas que los equipos nunca tienen oportunidad de hablar, empezando por la pregunta fundamental: «¿Qué es lo que te impide hacer el mejor trabajo de tu vida?». La posibilidad de hablar de algo que había estado oculto durante tanto tiempo despertó en el equipo algo realmente profundo. La charla iniciada en la sala continuó en el pasillo, en el ascensor y, ahora, en el coche. «¿Qué pasa con nuestra revisión mensual de la estrategia?», dijo uno de ellos. «¿De verdad alguien saca algún provecho de ella?». Estas palabras quedaron suspendidas en el aire durante unos segundos antes de que todos respondieran: «¡No!». El líder del equipo se dio la vuelta desde el asiento delantero y los miró a los ojos. «Si para vosotros no es necesaria… creo para mí tampoco lo es».

Con esas palabras fue suficiente. De ello deduje que el equipo directivo y la gente que pasaba los informes cada mes invertía una cantidad de tiempo desproporcionada preparando y asistiendo a lo que aparentemente era una provechosa reunión de puesta al día. Yo piqué el anzuelo. «¿Cuánto tiempo aproximado diríais que dedicáis a esas reuniones?». Empezaron a calcularlo. Primero, estaba el coste de la propia reunión, que duraba más de tres horas y participaban unas cuarenta personas. Después, estaba el tiempo de preparación de los directivos: debían saber responder con seguridad a las preguntas que se les plantearan. A ello había que añadir el tiempo que los equipos dedicaban a preparar el material: cientos de páginas de PowerPoint, muchas de las cuales, normalmente, ni se utilizaban ni se miraban. Y, así, iban surgiendo más temas; yo iba calculando. Cuando llegamos al restaurante ya teníamos un cálculo estimado. ¿El coste anual de esas reuniones? Cerca de tres millones de dólares. Se quedaron perplejos. «¡¿Estamos gastando tres millones de dólares en esas reuniones que no sirven para nada?! ¿Qué podemos hacer?». «Bueno», les dije, «¿por qué no las cancelamos y vemos qué pasa?». En ese momento los veía a todos sacando sus propias conjeturas. Si las reuniones se pueden cambiar, ¿qué más se puede cambiar… presupuestos, autorizaciones, estructura? El equipo estaba a punto de reinventar su forma de trabajar.

EL TRABAJO NO ESTÁ FUNCIONANDO

Vaya adonde vaya —y mi trabajo me ha hecho ir a más de quince países de los cinco continentes— me encuentro con líderes y con equipos frustrados. Todos nos enfrentamos al hecho de que la magnitud y la burocracia que tiempo atrás hicieron fuertes a nuestras organizaciones, en nuestra era de cambio constante, se han convertido en obligaciones. Actualmente, las obligaciones nos acosan por todas partes —la obligación de crecer, de entregar, de cumplir cueste lo que cueste, y todo ello con los brazos atados a nuestra espalda—. Se nos pide que inventemos el futuro, pero que lo hagamos dentro de una cultura del trabajo que está profundamente descompuesta.

No disponemos del tiempo suficiente para hacer nuestro trabajo, pero llenamos nuestros días con reuniones interminables. No tenemos la información que necesitamos, pero estamos sobrecargados de emails, documentos y datos. Queremos rapidez e innovación, pero huimos del riesgo y frenamos a nuestros mejores trabajadores. Defendemos el trabajo en equipo, pero en realidad no confiamos en los demás. Sabemos que nuestra manera de trabajar no está funcionando, pero no podemos pensar en una alternativa. Anhelamos un cambio, pero no sabemos cómo llevarlo a cabo.

Actualmente, nos enfrentamos a una serie de retos sistémicos —en nuestra economía, en nuestro gobierno, en nuestro entorno— derivados de nuestra incapacidad para cambiar. Somos adictos, muy a nuestro pesar, a la burocracia. Abundan las jerarquías, los planes, los presupuestos y los controles innecesarios, pero no funcionan como solían hacerlo. Nuestras organizaciones heredadas —las instituciones tradicionales que han creado gran parte del mundo moderno— no pueden hacer frente a la complejidad actual, y lo sabemos; sin embargo, no hacemos nada porque el miedo a perder el control que nos queda nos paraliza.

SIMPLE SABOTAJE

Piensa en tu carrera, tanto si se trata de una carrera de unos cuantos años como la de unas décadas. Piensa en las cosas que te han frustrado, en lo que te ha detenido, en lo que te habría gustado cambiar. Ahora, lee las siguientes instrucciones y mira si las reconoces. ¿Has visto alguna vez a un compañero que actúe así?

1.Insiste en hacerlo todo a través de los «canales establecidos», sin jamás permitir algún atajo para agilizar las decisiones.

2.Hace «discursos» en los que habla mucho e ilustra los «temas» con variadas anécdotas y experiencias personales.

3.Cuando es posible, transfiere los asuntos a los comités para «que sigan estudiándolos y considerándolos»; intentando que los comités tengan la máxima asistencia posible —nunca menos de cinco personas—.

4.Muy a menudo plantea temas irrelevantes.

5.Discute sobre la redacción precisa de las comunicaciones, las actas y las resoluciones.

6.Alude a temas zanjados en la última reunión e intenta reabrir el debate sobre la conveniencia de la decisión tomada.

7.Recomienda «precaución», es «razonable» y evita la precipitación que podría dar lugar a situaciones embarazosas o a futuras dificultades.

8.Se preocupa por la autoría de una decisión —planteando la pregunta de si una acción determinada está dentro de la jurisdicción del grupo o si podría entrar en conflicto con la política de algún escalafón superior—.

9.Cuando está formando a los nuevos trabajadores, les da instrucciones incompletas o confusas.

10.Da conferencias cuando hay otros trabajos más importantes que hacer.

11.Multiplica los procedimientos y los permisos en la emisión de las instrucciones, las nóminas, etc.; haciendo que tres personas las aprueben cuando podría hacerlo una sola.

12.Aplica todas las normativas hasta la última letra.

¿Te estás riendo? La mayoría de los líderes que conozco se sorprenden cuando leen esta lista, porque todas esas instrucciones las han visto alguna vez. Es más, las han visto durante esta misma semana. A lo mejor, tú has desarrollado toda tu carrera en empresas emergentes o startups y no te suena ninguno de esos puntos. De acuerdo. Pero sigue leyendo porque este es un relato aleccionador: una idea de lo que vendrá si tienes la suerte de ascender.

La pregunta obvia es «¿quién ha escrito estos puntos?». Una respuesta plausible sería que han sido escritos a partir de los comportamientos que he observado durante los muchos años que llevo trabajando con clientes importantes. Es un informe de campo. Una triste etnografía burocrática. Y, aunque esto es ciertamente posible —he visto tales actitudes—, la fuente real es mucho menos inesperada y profunda. De hecho, es casi increíble.

En 1944, en el punto álgido de la Segunda Guerra Mundial, William J. Donovan era el director de la oficina de servicios estratégicos de Estados Unidos (el precursor de la CIA). Estaba buscando la forma de debilitar y desestabilizar a los países enemigos, especialmente a aquellos que ocupaban un lugar destacado en la guerra. Con esa finalidad encargó a su oficina que elaborara un nuevo manual de campo. El manual se entregaría a los ciudadanos que estuvieran en territorio enemigo y que fueran simpatizantes de los aliados. Tendría un objetivo singular: ayudar a esos ciudadanos a realizar actos de «simple sabotaje» que desestabilizaran a sus propias comunidades1 y empresas. El denominado Manual de campo de sabotaje simple era muy amplio y abarcaba desde cómo dañar edificios e infraestructuras hasta cómo interrumpir las líneas de suministro; pero, al final, había una pequeña sección dedicada a cómo dañar las operaciones empresariales del día a día.

Como ya habrás deducido, las instrucciones que figuran en la lista anterior —esas que te resultan tan familiares— han sido copiadas al pie de la letra de aquel manual escrito en 1944. Sin embargo, aquí estamos. Seguimos viendo esas instrucciones en nuestras organizaciones, en nuestros compañeros, en nosotros mismos. En cierto modo, en menos de una generación, el trabajo moderno se ha vuelto muy parecido al sabotaje.

Cuando entablo relaciones con nuevos clientes, casi siempre hay un líder que me aparta a un lado y me pregunta: «Sinceramente, ¿están tus otros clientes tan jodidos como nosotros?». Aunque lo digan con otras palabras, el tema siempre es el mismo: su pregunta pone de manifiesto una paradoja que ocupa el centro de nuestra lucha laboral. O bien los demás han conseguido resolverla y estamos solos en nuestra melancolía burocrática, o bien estamos rodeados de firmas que se enfrentan a los mismos retos y el mundo es profundamente disfuncional. Cualquiera de las dos situaciones es penosa. Yo, por supuesto, siempre les digo la verdad: «Lo vemos continuamente. Vamos todos en el mismo barco». Entonces se relajan. A la miseria le gusta la compañía.

TODO HA CAMBIADO, EXCEPTO LA GESTIÓN

Hace cinco años que inicio todos mis discursos con la imagen de un organigrama. Les pregunto a los asistentes de qué año es ese organigrama. Nadie tiene ni idea. En todos los países y en todos los entornos he oído fechas que van desde el 1800 hasta ayer. La gente da respuestas al azar y sonríe, porque sabe la verdad: puede haber sido hecho en cualquier época. Es idéntico al organigrama de sus empresas, y estoy seguro de que es igual al de la tuya también.

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La imagen que he incluido aquí tiene más de cien años. Es el organigrama de los ferrocarriles publicado en 1910 bajo el título Operating Organization of the Union Pacific and Southern Pacific Systems2. Lo verdaderamente sorprendente de no saber ponerle una fecha a este documento es lo fácil que nos resultaría si fuera una imagen de cualquier otra cosa. Si te muestro un coche, una casa, un vestido o un teléfono de 1910 y te pregunto si es moderno o antiguo, seguro que aciertas. Porque casi todo ha cambiado. Algo que no ocurre con la gestión de las empresas. La gestión apenas ha cambiado. La información fluye hacia arriba. Las decisiones fluyen hacia abajo: un lugar para cada uno, y cada uno en su lugar.

Es curioso que, en nuestra era de innovación constante, con internet, informática móvil, vehículos autónomos, inteligencia artificial y cohetes que pueden aterrizar por sí solos en el espacio, la forma de reunirnos los seres humanos para solucionar problemas e inventar nuestro futuro siga siendo prácticamente la misma de siempre. Esto quiere decir que una de estas dos cosas es cierta: o bien hemos perfeccionado la manera de organizarnos y debemos someternos todos al poder de la pirámide, o estamos estancados en un nudo gordiano de diseño propio, incapaces de liberarnos de él y de desarrollar una manera mejor de trabajar.

CÓMO CRUZAR LA CALLE

Cada una de nuestras organizaciones esconde un conjunto de suposiciones que casi nunca se reconocen o se reconsideran. Las hemos heredado de nuestros antecesores. Esas suposiciones y las prácticas que ellas conllevan son como el sistema operativo de la organización, que va funcionando en silencio, y en él que se basa todo aquello que se va construyendo.

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Los sistemas operativos están en todas partes. Piensa en un cruce de caminos. Dos caminos que se cruzan presentan un reto aparentemente simple: ¿cómo evitar que los coches colisionen entre sí manteniendo al mismo tiempo el máximo flujo de tráfico?

Una de las soluciones más populares a este problema es la intersección controlada por señales. Con una cantidad aproximada de 311.000 señales3 en Estados Unidos, casi todo el mundo está familiarizado con ellas. Ahora, piensa en ello como si se tratara de un sistema operativo: ¿cuáles serían las suposiciones implícitas?

La gente no puede gestionar la intersección por sí misma. Necesitan que se les diga qué deben hacer.

Los problemas complejos tienen que ser gestionados con normas precisas y con tecnología en forma de cables, luces, conmutadores y centros de control programados para optimizar el flujo de tráfico.

Es necesario planificar cualquier posible escenario con señales multicolor, flechas, la habilidad de cambiar de luces fijas a luces intermitentes, etc.

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Algo menos común, pero también bien conocido, son las rotondas. En ellas, los coches entran y salen de un círculo que conecta las cuatro direcciones. Esto también es un sistema operativo, pero en ese caso las suposiciones sobre la gente y el problema son diferentes:

Se puede confiar en la gente, y la gente confía en que los demás utilizarán el juicio y harán lo que se debe hacer.

Los problemas complejos se pueden gestionar con unas normas simples y con unos acuerdos basados en el sentido común: dar preferencia a los vehículos que están en la rotonda y seguir en la dirección del tráfico.

Se darán muchos escenarios en las rotondas, pero la coordinación social es suficiente para gestionarlos correctamente.

¿Qué te llama la atención de estos dos enfoques? ¿Te has dado cuenta de que en las intersecciones controladas por señales no has de pensar demasiado? Te has de limitar a cumplir lo que las señales te indican. En cambio, en las rotondas, los conductores han de estar presentes y son los responsables de su propia seguridad y de la de los demás. En el primer caso, uno puede mirar uno o dos mensajes de texto mientras espera; en cambio, en el segundo, ha de seguir moviéndose. Uno conlleva un gran mecanismo con estaciones de control y personal que controla constantemente la situación, mientras que el otro lo deja todo en manos de los conductores.

En Estados Unidos tenemos pocas rotondas, una por cada 1.118 intersecciones4, por lo que podemos suponer que las intersecciones controladas por señales son mejores. Pero ¿qué sistema operativo da mejores resultados? Pongamos a prueba nuestra intuición:

¿Cuál es más seguro?

¿Cuál es más productivo?

¿Cuál de ellos es más barato de construir y mantener?

¿Cuál funciona mejor si se corta la electricidad?

La respuesta a estas cuatro preguntas es «la rotonda». Reduce los choques con lesiones en un 75 %, y los choques mortales en un 90 %. Y reduce en un 89 % los retrasos. Las rotondas son entre 5.000 y 10.000 dólares más baratas de mantener cada año. Y, por supuesto, siguen funcionando, aunque se corte el suministro eléctrico5. Sin embargo, ¿con qué sistema nos sentimos más cómodos? Con las intersecciones controladas por señales. Es curioso. Confundimos la popularidad con la calidad.

Estos dos enfoques son una buena metáfora para entender lo que pasa actualmente en el mundo del trabajo. La forma de trabajar que mejor conocemos no nos está sirviendo, pero nos cuesta confiar en una alternativa. Nuestro sistema operativo organizacional —las prácticas, las políticas, los procesos, los procedimientos, los rituales y las normas que dan forma a nuestra realidad del día a día— está tan generalizado que lo damos casi por supuesto. Pero, si alguna vez te has preguntado para qué necesitamos directores o presupuestos o revisiones de rendimiento, es que has puesto en duda el sistema operativo —el sistema operativo heredado—, incluso sin ser consciente de ello.

Si las suposiciones que incluye nuestro sistema operativo no son válidas, ningún compromiso ni solución va a mejorar las cosas. Somos adictos a la idea de que el mundo se puede predecir y controlar, de que nuestros semáforos son la única forma de controlar el tráfico. Pero, si así vemos el mundo, la inseguridad y la volatilidad de hoy en día provocarán la desaparición de aquello que ha funcionado en el pasado. Lo único que tenemos que hacer es contratar a líderes que estén más capacitados. Tenemos que conseguir un poco más de eficiencia y crecimiento. Tenemos que reorganizarnos… Pero nosotros sabemos la verdad. El verdadero obstáculo para el progreso en el siglo XXI somos nosotros mismos.

En Finlandia no existe la palabra «responsabilidad». La responsabilidad es aquello que queda cuando se ha eliminado la responsabilidad.

—Pasi Sahlberg

EL FUTURO DEL TRABAJO

¿Y si tu organización pudiera gestionarse por sí misma? ¿Y si tu corporación, tu startup, tu restaurante, tu escuela o tu parroquia pudieran mejorar cada día sin tener que mover montañas para conseguirlo? ¿Y si pudieras dejar de dar órdenes? ¿Sin comprobar que las cosas marchan como es debido? ¿Sin obsesionarte por el presupuesto, el plan o el próximo trimestre? Todo eso no solo es posible, sino que es lo que ya está ocurriendo en muchas organizaciones del mundo.

Por lo que respecta a cómo ellos forman a sus equipos, gestionan los proyectos, toman las decisiones, comparten la información, determinan los objetivos, revisan el rendimiento y fijan las remuneraciones, su enfoque no es el de una intersección controlada por señales, sino el de una rotonda. Utilizan el propósito, la transparencia y la reputación para crear culturas de libertad y responsabilidad. Son intencionales, pero aprovechan las casualidades. Son descentralizadas, pero coherentes. Por encima de todo, esas firmas son positivas con la gente y conscientes de la complejidad —dos mentalidades fundamentales que analizaremos en detalle—.

Denomino a estos iconoclastas organizaciones evolutivas (OE), porque utilizan esta manera de pensar para mejorar colectivamente y continuamente sus sistemas operativos compartidos. No es únicamente una manera de ser, es una manera de hacer. Es una práctica. E, independientemente de que lideres a un equipo de diez personas o de diez mil, mejorar tu sistema operativo es lo mejor que puedes hacer. Esta es la premisa de este libro.

Este libro ha sido escrito para líderes, ejecutivos, emprendedores, directivos, filántropos, funcionarios, organizadores de comunidades o superintendentes —para cualquiera que desee que un equipo de personas alcance su potencial colectivo—. Se trata de un enorme potencial: como el del banco suizo Handelsbanken, que, sin tener un presupuesto tradicional, hace décadas que va muy por delante de la competencia. O como las enfermeras de Buurtzorg, que trabajan en equipos sin directores. O como los empleados de Morning Star, que describen las propias funciones de sus puestos y fijan sus propios salarios. Conforme vayamos avanzando iremos viendo organizaciones que han hecho estas cosas y muchas más. Y verás que estos logros insólitos no producen el caos, sino la sensibilización. Antes de llegar al final del libro te estarás preguntando por qué alguien querría seguir trabajando en cautividad.

Pero primero de todo echemos un vistazo a lo que vamos a ver. En esta primera parte, veremos de dónde viene nuestra manera de trabajar —fruto de las fábricas de la Revolución Industrial—. Veremos cómo, y por qué, nos está fallando ahora que estamos en un nivel de complejidad sin precedentes. Y sentaremos las bases para una nueva forma de pensar acerca de la gente y de las organizaciones, una forma de pensar que cambia la ilusión del control por algo mucho mejor.

En la segunda parte veremos los principios y las prácticas de las organizaciones evolutivas a través de un tour por el lienzo del sistema operativo (Lienzo SO), una herramienta que mis compañeros y yo hemos inventado para ayudar a los equipos a ver lo integrada e interconectada que está en realidad nuestra forma de trabajar. Este lienzo (o canvas) resalta los doce dominios que debemos cuestionarnos urgentemente para ir cambiando nuestro enfoque: el propósito, la autoridad, la estructura, la estrategia, los recursos, la innovación, el flujo de trabajo (o workflow), las reuniones, la información, la afiliación, el dominio y la remuneración. No quiero decir con esto que exista un manual que encaje en todas y cada una de las organizaciones evolutivas. Pero no pasa nada porque, aunque compartimos una serie de principios, nuestras prácticas se irán modelando según la cultura, el contexto y las personas que nos rodean. Y, si se te hace difícil el no encargarte de todas las decisiones en el trabajo, no te preocupes. Sea cual sea tu rango, aquí encontrarás una serie de ideas para que tu equipo cambie a mejor.

En la tercera parte trataremos el tema más complejo de todos: cómo cambiar. Si estás cansado de hacer cosas que prometían mucho para cambiar y no se han cumplido, no eres el único. Presentaré un método alejado de las normas clásicas del sentido común, pero efectivo para conseguir el cambio necesario de la complejidad inherente en tu organización. Aprenderás a transformar la tensión y la frustración en sanas experiencias para que prosperen los equipos. Sugeriré una serie de directrices y actividades para las primeras reuniones y para los primeros momentos del proceso de cambio de tu equipo. También explicaré algunos casos concretos y las lecciones aprendidas de trabajos de transformación que nos han resultado difíciles y de otros que han superado nuestras expectativas.

Por último, dedicaremos un momento a imaginarnos un mundo en el que todo vaya bien y en el que todas las organizaciones del mundo generen satisfacción y alto rendimiento. Lentamente se van formando las bases de una nueva economía. Te explicaré adónde has de mirar para ver cómo se configuran. Al final, tendrás aquello que necesitas para avanzar con confianza en el futuro del trabajo.

CÓMO HE LLEGADO HASTA AQUÍ

En el año 2007 formaba parte del equipo fundador de una compañía que creaba estrategias digitales para algunas de las marcas más importantes del mundo. Unos años más tarde me eligieron como consejero delegado de la compañía. Aunque me consideraba una persona progresista, en realidad gestionaba la compañía de una forma bastante tradicional. Opinaba sobre todas las decisiones de contratación y despido. Hacía revisiones anuales del rendimiento y fijaba las remuneraciones. Controlaba las finanzas y los salarios de la firma. Decía a la gente qué tenía que hacer y cómo hacerlo. Diseñé la organización tal y como yo creía que debía ser.

A pesar de todo, he de decir que nuestra cultura era más permisiva y flexible que la de la mayoría de las empresas. A los nuevos empleados les dábamos los clientes importantes y les dejábamos que aprendieran a desenvolverse. Pedíamos a la gente sus opiniones y respondíamos a la mayoría de sus preguntas. Yo estaba convencido de que mis empleados trabajaban al máximo de sus posibilidades. Nuestra firma tenía una pátina de democracia sobre esto. Sin embargo, las decisiones importantes —estrategia, diseño, marca o cultura— solía tomarlas yo.

Y, honestamente, creo que lo hicimos bastante bien. Crecimos rápidamente y contratamos a personas maravillosas: algunas de ellas, las mejores con las que he trabajado. Nuestros clientes estaban satisfechos y felices. Y teníamos muy buena fama. Visto desde fuera, todo parecía un éxito.

Solo había un problema: yo estaba agotado. Resulta que controlarlo todo no es sostenible y, aunque la cosa funcione bien, no es gratificante. Noche tras noche, me metía en la cama —a veces, a las dos o a las tres de la madrugada después de haber trabajado unas dieciséis horas al día— con el mismo pensamiento en la cabeza: esta no puede ser la mejor manera de dirigir una empresa. Poco a poco empecé a tomar conciencia del problema. Si de verdad era yo el líder héroe, el único punto que fallaba, ¿qué es lo que de verdad había construido? Un sistema frágil. En mi búsqueda de la perfección había limitado la capacidad de mis compañeros para modelar la empresa y hacerla crecer, y esto frenaba nuestro verdadero potencial.

Al mismo tiempo, empezaba a observar cómo se hacían las cosas en las empresas más grandes del mundo; sinceramente, la cosa no pintaba demasiado bien. Por lo que pude ver, grande siempre se traducía en malo. Las compañías más grandes eran más lentas, menos innovadoras y menos humanas. La gente siempre llevaba máscaras que ocultaban su verdadera identidad, cambiando el largo plazo por el corto plazo y debilitando activamente a sus compañeros —justamente, todo lo que yo no quería—. Pero, si crecíamos, ese iba a ser nuestro futuro. Parecía la única opción viable: cambiar la libertad, la rapidez y la humanidad por el dinero y el poder. Entonces sentí que mi definición del éxito cambiaba, pero no sabía cuál era la nueva.

Tenía muchas dudas y buscaba las respuestas. ¿Había alguna forma de dirigir una empresa que no acabara en un enredo burocrático? ¿Era posible la agilidad a gran escala? ¿Era el crecimiento un objetivo, o una consecuencia? Tales cuestiones me acercaron a muchas fuentes inesperadas de inspiración. Me encontré con complejos sistemas flexibles, como el de las ciudades, las hormigas, las bandadas de aves, los bancos de peces, los sistemas inmunitarios y los cerebros, que solventan sus problemas sin un líder y se adaptan a una gran variedad de situaciones y circunstancias. También aprendí sobre conceptos radicales, como son la biomimética y la emergencia, la resiliencia y la antifragilidad. Y fui descubriendo a un colectivo de personas y organizaciones escondido a plena vista que hace las cosas de una manera diferente, algunos desde antes de que yo naciera. Representaban una forma de trabajar conocida como autogestión, que se caracteriza por la ausencia de la jerarquía y la burocracia tradicionales. Esas organizaciones evolutivas llevaban tiempo ahí pero, por algún motivo, la cultura empresarial popular ha conseguido ignorar sus historias o no se ha parado a pensar en por qué no hemos adoptado los demás su forma de trabajar. ¿Quién ha oído hablar de los trabajos de un pionero como W. L. Gore, los fabricantes de Gore-Tex, o de FAVI, un fabricante de piezas de automóvil que ha aprovechado la descentralización y la dirección compartida desde 1983? Y hay muchas más historias como esas, tanto antiguas como recientes. Cada una de ellas aporta información a un cuerpo de conocimiento, cada vez más amplio, sobre cómo devolver la humanidad, la vitalidad y la flexibilidad al trabajo.

Entonces tomé la decisión de cambiar nuestro sistema operativo: o nos pasábamos a la autogestión o fracasábamos. Esto es más fácil de decir que de hacer. Tenía que cambiar mi perfil de fanático controlador carismático cuyo trabajo consistía en asegurar la ejecución perfecta del trabajo de todos los miembros del equipo. Pero antes de hacer eso, debía conseguir que todos mis trabajadores se subieran a bordo del barco. Algo nada fácil, porque era un cambio que afectaba a la gente de formas poco previsibles. Quienes anteriormente ejercían el poder debían encontrar la manera de sentirse importante y útiles. Quienes no habían tenido el poder de decisión en la organización debían acostumbrarse a su nueva autoridad y adoptar responsabilidades en su vida laboral. ¡Fue un trabajo duro!

Por supuesto, un cambio así no se produce de la noche a la mañana. Probamos un montón de prácticas nuevas: algunas funcionaron, y otras no. Aprendimos principios nuevos. Debatimos. Argumentamos. Nos convertimos en los etnógrafos de nuestra propia cultura. Un día nos dimos cuenta de que nuestras reuniones eran diferentes porque decidíamos y hablábamos de diferente manera. Con paso lento pero seguro nos habíamos convertido en una de esas compañías que no es como las demás. ¿Lo habíamos conseguido? En absoluto. De hecho, nos percatamos de que solo aquellas compañías que se preocupan de verdad por su forma de trabajar saben que nunca está todo hecho, que siempre estás aprendiendo y cambiando.

Doce meses más tarde, cuando miramos nuestro resultado financiero vimos que había sido nuestro mejor año. Lo más curioso es que nadie sabía el porqué. No había ni una sola cosa que pudiéramos señalar para decir que era la razón de nuestro crecimiento, la razón de nuestro éxito. Es algo que simplemente había ocurrido. Y fue entonces cuando entendí que habíamos pasado de ser un lugar en el que las mejores ideas quedaban atrapadas en nuestras cabezas a ser un lugar en el que las ideas eran libres, donde el genio de la firma ocurría no dentro de la gente, sino entre la gente. Supe que no podía dar media vuelta.

No la he dado. Años más tarde, cuando empecé The Ready, una compañía que ayuda a otras organizaciones a cambiar su forma de trabajar, decidí poner en práctica desde el primer día todo lo que había aprendido. Y los resultados han sido extraordinarios. En pocos años, la firma ha conseguido trabajar con clientes de todo el mundo y ha ayudado a miles de ellos a cambiar su vida laboral.

Mientras tanto, he pasado los últimos doce meses escribiendo el libro que tienes en tus manos. Cada semana dejaba de ir a la oficina o de ver a los clientes unos dos o tres días y me quedaba escribiendo. Ha sido un trabajo ininterrumpido. Nadie me ha telefoneado de urgencia para apagar ningún fuego. Un día llegué a la oficina y les dije a los miembros de mi equipo: «Voy a escribir un libro para contar la historia de nuestro trabajo. Estaré bastante ausente mientras lo escribo. Si necesitáis algo, ya me lo diréis». Ellos dijeron: «¡Qué emoción! Te echaremos de menos. Desaparece». Piensa en lo poco habitual que es esto, que el fundador de una nueva compañía dedique entre el 60 % y el 80 % de su tiempo de trabajo a escribir sin que todo se colapse. ¿En qué compañía o startup normal podría ocurrir esto?

Evidentemente, también tenía mis dudas. ¿Se sostendría esa cultura sin mí? ¿Bajaría el rendimiento? ¿Dejaría la gente de ir a trabajar? Quizás. Pero yo confiaba en la cultura que habíamos creado, y me lancé a la piscina. Un año después, puedo decir con total satisfacción que todo funcionó a la perfección. No fue un año fácil ni sin complicaciones. Después de todo, yo ejercía algunas funciones en la empresa que tuvieron que ser desempeñadas por gente nueva. Pero, al final, nuestra organización consiguió superar ese reto por sí sola. La compañía creció —lo creas o no— en más de un sentido. Y todo gracias a nuestro maravilloso equipo.

Seguramente, ahora te estarás preguntando si contraté a un líder provisional, a alguien que «llevara el timón» o que «tomara las decisiones clave». Pues no. Nuestra manera de trabajar —nuestro sistema operativo— se basa en la autoridad compartida, el consenso y los acuerdos; así que no necesitamos confiar en líderes provisionales. Una persona normal de nuestra compañía tiene más autoridad que el vicepresidente de una compañía Fortune 500. Todos tienen una tarjeta de crédito sin límite. Todos tienen acceso total a nuestras finanzas, incluso nuestros contratistas. Cuando debemos tomar una decisión, tenemos unos procesos para hacerlo de forma rápida y segura. Para la mayoría de las cosas, yo soy totalmente opcional. Y nunca me he sentido más feliz y orgulloso.

No digo esto por presumir. No hay nada de mágico en lo que hemos hecho. Cualquiera puede desatar su potencial; pero los secretos no están en los pasillos del poder, están en la periferia. Ahora mismo están dentro de nuestras organizaciones, en las mentes de nuestra gente, atrapados por décadas de burocracia y costumbres. Tu organización, igual que cualquier otra, tiene la habilidad innata de poder reinventarse. Lo único que has de hacer es dejar que salga.

UN DEDO APUNTANDO A LA LUNA

Quizás ahora te estés preguntando qué tiene que ver todo esto con el movimiento por la agilidad organizacional que lleva desarrollándose en las últimas décadas. Es una pregunta importante. Los autores del Manifiesto ágil propusieron una idea para desarrollar mejor un software que da prioridad al aprendizaje y la agilidad, y no a la planificación y el control. El movimiento que engendraron ha inspirado a mucha gente a pensar y a trabajar de una manera diferente, más allá del mundo del software. Ahora, organizaciones enteras están intentando conseguir la «agilidad a gran escala», creyendo que esta será un remedio para sus problemas.

Desgraciadamente, en su deseo de ser ágiles —con «a» minúscula—, muchas firmas han intentado hacerse Ágiles —con «a» mayúscula—. Han intercambiado un objetivo por una ortodoxia —adoptando los métodos y las certificaciones, pero no la teoría que hay detrás de ellos—. Eso es algo fatal, porque un flujo de trabajo Ágil no es un sistema operativo. Las prácticas más comunes del desarrollo Ágil ofrecen pocos consejos a los que se preocupan por la estructura organizacional, por el desarrollo humano, por la compensación o por otras cuestiones que van surgiendo a medida que avanzas. Y, aunque fueran prácticas integrales, un sistema operativo no se puede cortar y pegar, como tampoco se puede cortar y pegar una personalidad. has de hacer el trabajo.

Aquel que entienda los principios podrá seleccionar exitosamente sus propios métodos. Aquel que escoja los métodos ignorando los principios seguramente tendrá problemas.

—Harrington Emerson

El ingeniero japonés Taiichi Ohno ofreció este consejo a aquellos que pretendían entender su método en Toyota: «No intentes tomar prestada la sabiduría7 de otros y piensa por ti mismo. Haz frente a tus dificultades y piensa y piensa y piensa y piensa y soluciona los problemas por ti mismo. El sufrimiento y las dificultades ofrecen oportunidades de mejorar. El éxito está en no abandonar nunca». Duro pero cierto. Si crees que certificando a tus directores de proyecto en Scrum vas a acabar con la burocracia, te vas a decepcionar. La agilidad es una mentalidad, no una herramienta. Es una pieza del puzle, no el puzle entero. Es necesaria, pero no suficiente.

Resulta que este tipo de agilidad no es una anomalía. En el último siglo han aparecido muchas innovaciones de gestión que prometen revolucionar el trabajo tal y como lo conocemos: Lean Manufacturing, Total Quality Management, ISO 9000, Six Sigma, Sociocracy, Holacracy, The Lean Startup, etc. Cada una de ellas es una pieza de un sistema operativo. Algunas de ellas han sido erróneas desde el principio. Otras se han ido tergiversando con el tiempo. Y otras pocas ofrecen una sabiduría real que todavía se ha de realizar en su totalidad.

Thich Nhat Hanh escribió en Old Path White Clouds que «un dedo apuntando a la Luna no es la Luna». Cuando nos concentramos demasiado en el método o en el mensajero, perdemos de vista la verdad más profunda. Los casos e historias que expongo en las próximas páginas son dedos apuntando a una forma mejor de trabajar. Aunque podemos sacar ideas de ellos, cada uno de nosotros tenemos que hacer el trabajo de alimentar y desarrollar nuestro propio modelo.

Pero para hacerlo, para asumir plena responsabilidad de nuestro propio futuro, hemos de entender nuestro pasado. Las jerarquías, las funciones, los planes y los presupuestos no han salido de la cabeza de Zeus. Mucho antes del desarrollo Ágil, antes de que los consultores habitaran la Tierra, una generación de fanáticos organizacionales ideó una manera mejor y decidió que existiera. Como consecuencia de sus trabajos heredamos un mundo en el que se puede comprar una hamburguesa McDonald’s en 119 países. Pero también un mundo en el que dos terceras partes de la gente acuden desmotivadas a su trabajo. Y, antes de que entremos de lleno en los principios y prácticas de las organizaciones evolutivas, echemos un vistazo a cómo y dónde nos hemos equivocado.

LA ÚNICA Y MEJOR MANERA

El tipo de organización que hemos heredado nació hace unos cien años en una fábrica. Los maquinistas eran un grupo de personas indisciplinadas que aplicaban costumbres y técnicas enormemente divergentes incluso dentro de la misma instalación. Los novatos aprendían el trabajo de aquellos que les rodeaban, adoptando sus peculiaridades, sus trucos del oficio y, por supuesto, su ritmo. Debido a ese sistema tan artesano, la productividad era un objetivo fluctuante. Nadie, ni los maquinistas ni los directivos, sabía cuál iba a ser el resultado. Seguro que sabían a ciencia cierta cuánto tiempo se tardaba en fabricar una pieza determinada, pero nadie se preguntaba cuánto se debería tardar.

Pensemos en Frederick Winslow Taylor. La innovación de ese ingeniero que fue promocionado a una edad temprana, fue la de descomponer el trabajo en sus componentes más simples y descubrir la única y mejor manera de completar cada paso. Todas las tareas, por pequeñas o insignificantes que fueran, tenían que ser analizadas. Fue el hombre que hizo un estudio científico serio sobre cómo utilizar una pala. ¿Sus descubrimientos? Aparentemente cada palada debía contener exactamente 9,75 kilos de material. Si crees que la extracción de material con una pala se hace por instinto, no estarás demasiado de acuerdo con esta teoría.

En la época de Taylor, la lentitud y la ineficiencia deliberadas eran tan comunes que había un término conocido para denominarlo: holgazanear. Taylor no se mordía la lengua cuando hablaba de ese fenómeno: «Apenas se podrá encontrar a un trabajador competente8 en una gran empresa… que no dedique una considerable parte de su tiempo a averiguar exactamente con qué lentitud puede trabajar y, sin embargo, convencer a su patrono de que lo hace a buen ritmo». Evidentemente, esta era una consecuencia imprevista de un sistema mal diseñado. Se sabía que los empleadores reducían las tarifas de las piezas —la cantidad que pagaban a los trabajadores por cada pieza que completaban— cuando la productividad y los salarios eran demasiado elevados, por lo que los trabajadores limitaban su producción para evitar cualquier recorte futuro. Ambas partes estaban estancadas en una mediocridad previsible.

Para romper con esa dinámica, Taylor hizo lo que era natural: un experimento. Un experimento que cuestionaba varias décadas de relaciones laborales. Lo que hizo fue aumentar las tarifas pero con condiciones. Ofreció a los grupos de trabajadores entre un 15 % y un 35 % de prima salarial por realizar una tarea determinada, pero tenían que hacerlo exactamente como se les había indicado. Después podrían volver a hacerlo a su manera y con el salario antiguo, o continuar con ese salario extraordinario y las normas exigidas.

La pregunta en su mente era simple: ¿cuánto costaría que un trabajador medio abandonara su autonomía? La respuesta resultó ser no demasiado. Las implicaciones de esta mundana revelación cambiarían el mundo. Robert Kanigel, el autor de la biografía detallada de Taylor, expone ese gran avance. «Y ahí estaba el trato faustiano en una forma embrionaria: si lo haces a mi manera, con mis normas y a la velocidad que yo pido, conseguirás el nivel de producción que yo ordeno y te pagaré generosamente por ello, más de lo podrías imaginar. Lo único que has de hacer es seguir mis órdenes9 y dejar a un lado tu forma habitual de trabajar para seguir la mía»10.

El progreso tecnológico solo nos ha provisto de medios más eficientes para ir hacia atrás.

—Aldous Huxley

Aunque Taylor era bien conocido en determinados círculos, no se hizo popular hasta 1910. Durante una batalla legal muy popular que hubo entre los ferrocarriles y la Interstate Commerce Commission, el futuro juez de la Corte Suprema, Louis D. Brandeis, defendió activamente que los ferrocarriles ahorrarían más dinero implementando los métodos extraordinarios de la «gestión científica» —un término que había acuñado para describir el trabajo de Taylor— que ganando su caso. De repente, todo el mundo empezó a tener en cuenta la eficiencia.

Inmediatamente después de esta celebridad recién descubierta, Taylor publicó Principios de la gestión científica, un libro que se convirtió en el bestseller de los libros de empresa de la década11. En él presentaba los cuatro principios que se convertirían en las obligaciones de una nueva clase de administradores:

Primero. Los administradores deben desarrollar un estudio12 de cada pieza que compone el trabajo de un trabajador, lo cual remplaza a los antiguos métodos de trabajo ineficientes.

Segundo. Deben seleccionar científicamente a sus trabajadores, y después formarles, enseñarles y desarrollarles, mientras que en el pasado los trabajadores escogían su propio trabajo y se formaban a sí mismos de la mejor manera posible.

Tercero. Los empleadores deben cooperar con los obreros para garantizar que todo el trabajo se realice de acuerdo con los principios de la ciencia que ha sido desarrollada.

Cuarto. La división del trabajo es prácticamente igual, y tanto la dirección como los trabajadores comparten la misma responsabilidad. Los gerentes asumen el trabajo para el que están más capacitados que los obreros, mientras que en el pasado casi todo el trabajo y gran parte de la responsabilidad recaía en los obreros.

Estos principios llevan implícita la idea de que el pensar —el trabajo en el que «mejor encajan» los administradores— y el hacer —el trabajo duro— deben ser dos cosas separadas de una vez por todas. Este es quizás el aspecto más importante del legado de Taylor. Muchos MBA siguieron sus pasos llevando consigo la obligación sagrada de pensar por los demás.

Después de la publicación de Principios en el año 1911, el mundo empezó a adoptar los métodos de Taylor a un ritmo casi vertiginoso. Y, como cualquier otro gurú, él también tuvo discípulos y coetáneos. En ese momento de la historia, apareció todo un movimiento para dominar el ingobernable mundo del trabajo.

Henri Fayol, un ejecutivo de la minería francés, publicó Administración industrial y general, una doctrina de la dirección que se conocería como fayolismo. Contenía principios como el de la unidad de dirección, que decía que las actividades con el mismo objetivo debían ser dirigidas por un director que utiliza un plan para conseguir un objetivo común. Y el principio de la jerarquía, que proponía que la autoridad y las comunicaciones deben fluir en una línea recta desde los puestos más elevados hacia los inferiores de la organización. Los cuadros y líneas de nuestros modernos organigramas son la viva imagen de estos principios.

Henry Gantt nos dejó el diagrama que lleva su nombre y que se ha estado utilizando para ilustrar las dependencias que hay dentro de los proyectos y procesos complejos. Pero Gantt cayó en una peligrosa suposición: la de que el mundo se puede predecir. En su mundo repetitivo de la producción, esta suposición era tolerable, incluso útil; pero, cuando sus prácticas se introdujeron en el mundo del conocimiento, se convirtieron en una peligrosa adicción. Más que ser un medio para un fin, conseguir el plan se había convertido en un fin en sí mismo.

Y no nos olvidemos de James McKinsey, fundador de la gigante consultora McKinsey & Company, quien trastocó completamente el modelo contable mientras el resto del mundo estaba obsesionado con la productividad. En su opinión, la elaboración de presupuestos tenía que ser una expresión de la política y la estrategia, fluyendo directamente del plan empresarial. El presupuesto se debía utilizar para evaluar el rendimiento, para ver quién conseguía su plan y quién no. Se convirtió así en otro instrumento de control. Igual que Taylor, McKinsey creía que los grandes directivos planeaban a conciencia sus procesos y sus planes. Solía remarcarlo en su tono característico, polémico pero seductor: «Normalmente, veo que el ejecutivo que dice que no cree en el organigrama no quiere preparar uno porque no quiere que otras personas sepan que todavía no ha planeado debidamente su organización. Por la misma razón, muchos hombres se oponen a los presupuestos. No están dispuestos a que los demás vean lo poco que han pensado en qué van a hacer en el futuro»13. Si no estás de acuerdo con esto, es porque no has hecho tu trabajo.

Hay muchos más hombres y mujeres que dejaron huella. Frank y Lillian Gilbreth publicaron unos estudios sobre el tiempo y el movimiento, fueron los precursores de la ergonomía. Harrington Emerson impulsó nuestra fascinación por la eficiencia. Hugo Münsterberg popularizó la noción de ajuste vocacional. Lyndall Urwick limitó el alcance del control, esto es, cuántas personas puede manejar un líder. Max Weber destacó el valor de las estructuras de autoridad racional-legal: la idea de que los puestos y las leyes —y no las personas— tienen poder. Y, por supuesto, Henry Ford, que nos dejó su cadena de montaje y el posterior consumo de masas. Solo Mary Parker Follett, la madre desconocida de la gestión moderna, ofreció una opinión más humanística sobre cómo alcanzar nuestro potencial. Sus ideas sobre las relaciones recíprocas (win-win) y el poder no coercitivo (influencia) se adelantaron a su tiempo. Por desgracia, muchas de las partes de su trabajo nos han llevado sin querer a las enredadas matrices organizacionales que tanto conocemos y «amamos» actualmente.

Sería injusto tachar de maliciosa la intención de estos personajes. Cada uno de ellos creía que estaba haciendo un favor a la sociedad mejorando la productividad y el rendimiento en un momento en el que se necesitaba desesperadamente. En muchos aspectos, lo consiguieron. Es justo decir que nuestra forma de vida moderna no existiría sin ellos. Y, si apreciamos la seguridad, la accesibilidad y el confort que disfrutamos hoy en día, tenemos que agradecérselo a ellos, aunque luchemos por superar lo que ellos forjaron.

El pensar separado del hacer, la adicción a la predicción, la cadena de mando… y la convergencia de todo ello en forma de un presupuesto blindado. Entre las teorías y las contribuciones de esos pocos empresarios podemos construir gran parte del entramado del trabajo moderno. No podemos decir que sus principios fundamentes ya no estén entre nosotros. Se le sigue diciendo a la gente qué ha de hacer —y cómo ha de pensar—. Se siguen exigiendo planes detallados antes de cualquier iniciativa. Se sigue dando más importancia a la eficiencia que a la efectividad. Se sigue utilizando un presupuesto como arma. Ya ves, tenemos futbolines, sillas modernas y salas de aperitivos gratis, pero seguimos viviendo en su mundo.

EL COSTE DE LA BUROCRACIA

Si Taylor trabajara hoy en una multinacional, se quedaría perplejo viendo cómo sus principios se han convertido en algo totalmente ineficiente. Según un empleado de una multinacional, los artículos del baño tienen un plazo de entrega de seis meses. Para conseguirlos, primero tienes que pedir el servicio y obtener un informe de evaluación del problema. Después, tendrás que hacer una solicitud de trabajo y el pedido de compra tendrá que ser procesado por el grupo de ingeniería de compras, el cual contactará con el vendedor para asegurarse de que no se hayan hecho cambios y de que los productos cumplan con los requisitos legales. Y ciento ochenta días después, si tienes suerte, tendrás tu papel de váter14.