Mía Gallegos

La deslumbrada

Ella, la perdidiza, al fin volvió por mi.

María Zambrano, Diotima de Mantinea

Agradecimientos

La escritura de este libro, casi en su totalidad, fue posible gracias a una beca que me concedió el Colegio de Costa Rica del Ministerio de Cultura y Juventud de Costa Rica.

Durante cuatro meses luché infatigablemente para llevar a término este libro sobre el que estuve pensando y cavilando durante muchos años. La beca otorgada me permitió profundizar en los temas que más me inquietaban.

No obstante el trabajo realizado, pienso que todavía hay ideas que no he escrito, que son más difíciles de tratar porque requieren de una investigación y de un trabajo literario que, necesariamente, se demoraría por más tiempo.

Este libro lo había empezado a escribir muy lentamente en el año 2010, y cuando se me concedió la beca, fui adentrándome en lo que anhelaba expresar. Poco a poco cobré conciencia de que conforme avanzaba, nuevos temas e interrogantes iban apareciendo. Muchos textos que había escrito anteriormente los sustituí por otros, de manera que el libro fue escrito casi por completo durante estos cuatro meses. Sé por experiencia que los libros nunca terminan de escribirse. Nosotros, los creadores, les ponemos el punto final de manera arbitraria. Por lo tanto, no doy por concluido aún este trabajo literario.

¡Muchísimas gracias por el apoyo!

Mía Gallegos

Noviembre del 2012

Para Sarah Jane, mi pequeñita,
mi verdad, mi única verdad.

Yo me llamo

Yo me llamo, me digo, otros no me llaman por nombre alguno, alguien o muchos olvidaron mi nombre, ese antiguo rito de nombrar las cosas y los seres. Así, pues, tomé un nombre prestado que una vez le escuché a un bibliotecario famoso que en las horas o instantes en que transcurre el ocaso pulía versos tal y como Spinoza labraba cristales.

Me gustó el nombre Gacela Dorcas porque es eufónico y porque, privada también yo de una doble visión, de una conciencia dual, debí inventarme un nombre. No sé cómo ocurrió. De pronto la vida es solo una batalla para sortear las leyes del azar. Así, pues, me quedé en una biblioteca imaginada, dentro de una casa que ya no existe. La biblioteca tampoco ni alguna otra estatua que también hubo entonces. Mas recorro una y otra vez la casa, las sendas que me inventé desde niña; subí una y mil veces las escaleras que iban a un segundo piso, a una suerte de ático pleno en murmullos. Iba contando escalones de uno en uno hasta llegar al rellano, luego bajaba y después volvía a subir. El techo era tan alto que ascendía y ascendía para quizás poder mirar a través de los ventanales. Pero no, era imposible, así que contaba también las nubes que se colaban, pasajeras y morosas en su movimiento.

Tuve obsesión por caminar y contar. Escaleras arriba, escaleras abajo, mas un día me cansé de numerar, de contar de una en una las escaleras. Aprendía que si se empieza a contar no se concluye nunca.

Una noche en que me sentía sobresaltada, salí al jardín para mirar la noche. Observé las estrellas. Me tumbé de espaldas porque había leído que la tierra se mueve y que también gira junto con los otros planetas alrededor del sol, así que me dije: si es así, entonces estoy viajando por entre las esferas infinitas. ¿Y si me desprendo y floto en el espacio como si fuera el mar?

Intenté contar estrellas, pero ocurrió lo mismo: no iba a terminar jamás de contarlas. Supe entonces que por medio de los números se entiende el infinito. ¡Qué palabra! Era muy grande para mí: el in-fi-ni-to.

Había otros dentro de la casa. Yo no sabía si me miraban; pensaba que la mirona era yo, ellos eran grandes y vivían ocupados, muy ocupados y laboriosos. Yo no. Solo miraba y jugaba bajando y subiendo escaleras.

Yo quería saber de dónde habían venido mis mayores, mis viejos. Fue así como descubrí que detrás de ese nombre que me había inventado (para llamarme a mí misma yo y en secreto) albergaba otras patrias. Me gustaba ese sortilegio de Párraga, Domínguez, Marulanda, Pérez y Lalinde. Y entonces me preguntaba: ¿quiénes somos y por qué estamos aquí?

Me contaron del bisabuelo alto, gallardo y ojiazul que también se había inventado un nombre, nombre de ermitaño. Yo había tendido un hilo secreto y quería saber quién era ese hermoso que escribía. Miré su firma dejada en libros abandonados. ¡Un ermitaño! Y quise quedarme en ese mundo. Un día, luego de que me aburrí de contar estrellas y estrellas, descubrí que alguien me halaba la mano. ¿Era que alguien vendría por mí? No lo sé, pero ese día descubrí que pienso, y lo que más me gusta en la vida es eso: pensar. ¿Quién me tomó de la mano?

Otro día por la tarde descubrí una enciclopedia forrada en negro, que también tenía números. Nuevamente empecé a contar de uno en uno. El siete era de color azul; el quince, rojo. Eran números que podían dividirse con el dos o el cuatro. Así que me enamoré de ambos por los tonos que irradiaban y porque no podían dividirse. Los números pares me parecían simples: yo prefería la imposibilidad, la no división.

Una mañana me llevaron de paseo al campo, a jugar, a correr: había un secreto que no querían decirme. Hasta que por fin hablaron: “murió su abuelo”. Yo no sabía que las personas mueren; había pensado que esa era mi casa y que sus habitantes y yo también estaríamos ahí por siempre. Pero no, me he ido quedando sola como el ermitaño. Los muertos, no obstante, hablan, están aquí conmigo, converso con ellos y aún escucho su corazón como si al percibir el sonido de una caracola alguien me llevara halada hasta el fondo del océano.

Luego, más tarde, empecé a deletrear sílabas y supe que a eso los grandes le llaman leer. Me cayó un día en la mano la historia de Barba Azul. ¡Ah! Cuidado con los hombres. Vi entonces que yo había nacido mujer. Es decir, me percaté de ello. Y desde entonces lucho entre dos polos: el instinto y la conservación. El libro era una señal, tan solo eso: si te dicen que no abras una puerta, haz caso. Aprendí que si una mira a un hombre por pura curiosidad, lo descifra, y que por eso existieron hace ya mucho tiempo las esfinges. Me dijeron entonces que no los mirara, que era mejor no descifrar, que siguiera ahí tumbada sobre la tierra y que girara con los astros alrededor del sol.

La señal de Barba Azul quedó ahí, manchada de tinta. No sabía entonces que el universo respira, palpita, sufre y se estremece, y que de haber nacido en otro siglo, quizás no me habría tocado en suerte una noche tan lóbrega, tan eterna y tan oscura. Pero dicen que los hechos se repiten; que así como aparece el sol cada día, los hechos vuelven y que los hombres y las mujeres somos los mismos en cualquier parte de la tierra. Tan solo giramos en viaje infinito alrededor del sol. Así pues, todos viajamos en una ronda sin fin; a veces laboramos, a veces no; a veces nos sentamos a pensar y hay otros que jamás piensan. También existen algunos que caminan y piensan.

Un día pregunté si podría viajar al sol. Me dijeron que no, que no era posible, y me contaron la historia de Ícaro. Eso –me aseguraron– es soberbia, uno de los pecados capitales. Nadie brilla más que el sol, nadie es más grande que Dios.

Así que me contuve; me costó respirar, mas luego pensé que entonces hay límites. Viajar al sol no era posible. Era mejor seguir con los pies girando con todos, inmersa en la totalidad. El universo, el todo, no se divide.

Si hubiera nacido en otra época mi vida habría sido distinta. Siendo mujer, acaso me habrían mirado como muy sentimental o acaso demasiado seria y racional para ser atractiva.

Así que mis juegos eran escasos. Salía poco, y cuando estaba con otros, la biblioteca volvía a llamarme. Era la profunda voz de mi gallardo bisabuelo quien me hacía regresar al recinto del ermitaño.

Su historia, cierto, se remontaba al siglo XIX. Dos colombianos se encuentran en San Salvador. Él, oriundo del Cauca; ella, del Valle de Buga. No me interesa mucho leer novelas; me bastaba escuchar las historias de mi familia, del exilio, la diáspora.

Yo miraba intrigada a mis tías, eran altas. Una de ellas, Mimi, tenía ojos amarillos, melados, y jamás había visto que otras personas a mi alrededor tuviesen ojos de miel oscura. Se pasó la vida cosiendo, no conoció el amor, no se casó, pero tuvo hijos, unos que Dios le dio tiempo después, mucho tiempo después.

Otra se casó y enviudó seis meses después. Tuvo una hija. Al enviudar tuvo que hacerle frente a la necesidad, así que contrató a Pompilio para que fuera a vender el pan nuestro de cada día, Señor, dánoslo hoy.

¡Ah, qué soledad tan honda! La casa no está. ¿De dónde vinieron los míos? Yo miraba sus cuerpos robustos y altos. Me detenía en sus ojos, me sorprendía que tuviesen la nariz tan grande, parecían judíos. Un día me contaron que éramos descendientes de españoles y a lo mejor sí había ocurrido una mezcla de razas y de culturas.

Más tarde descubrí a los otros. A mi otra familia. Tuve un abuelo que me sedujo con la palabra. “Desde el fondo de ti y arrodillado un niño triste como yo... por esa vida que arderá en sus venas... yo no lo quiero amada, para que no nos una nada... Amo el amor de los marineros que besan y se van...”. Y así, así, como si fuera un chachachá, como mi abuela descendiente de ingleses y cubanos. Sí, por ello tengo muchas patrias y sé que el mundo es uno y que la humanidad es una. Ni aquí ni allá, tan solo guardada en el centro de mí misma, como un volcán que jamás debe ser vulnerado, porque si se vulnera, ay, ay, ay. Pero todo tuvo que suceder. “Ya no se endulzarán tus ojos en mis ojos. Ya no se endulzará junto a ti mi dolor”.

Pero ah, ah, como si bailara cadenciosamente el ritmo del chachachá, como si al bailar la sierpe cesara su venganza venenosa, como si la cadencia en la cadera, como si el roce en la madera en los pies resucitara antiguos ritos, antiguos tambores de una tierra mestiza. Ah, la flautita que alegra y desata el movimiento, el ritmo, el calor negro, el color caribe, el calor. Las manos que danzan, el cabello que danza, los pies que danzan el movimiento, el embrujo, el instinto de vida con su no a la muerte.

Desde entonces bailo para afirmarme. Para arrullar a otros, para unirme a otros, para congregar y para llamar, para decirle un alto y un no rotundo al instinto de muerte.

Un día se sucedía a otros, pero los días no eran iguales, salvo que el sol entraba con brío en el amplísimo cuarto en donde se hacía repostería. Ahí se amasaba el pan, Señor, el pan nuestro de cada día. Ahí, en una esquina, me quedaba embebida. El sol era el Dios mío. Tan primaria como cualquier habitante primero de este planeta que se sobrecoge ante los rayos del sol. Era Dios y yo me esperaba ahí en silencio para despedirlo y esperarlo otra vez mañana.

Un día descubrí un frasco de vidrio muy grande, descubrí la dulzura y la acidez de los albaricoques secos. Me los robaba a puños y después para empatar rezaba. Eran para el negocio, no para mis raterías y gula.

Pero hubo un día especial, una tarde quizás de pleno sol, de cielo alto, de techo alto, de sillón verde, de sala decorada con orden y sencillez, sin demasiados lujos. El tomo quince, Sor Juana Inés de la Cruz. Y “detente sombra de mi bien esquivo...” y “hombres necios”. Poemas aprendidos de memoria y jamás olvidados... “como pretendida Thaís y en la posesión Lucrecia...”.

Y ahí me he ido quedando, igual que la loca de la casa con la imaginación, en donde intento en vano un diálogo con otros, el diálogo imposible, el diálogo entre muros. Quizás entre los muros algún día deje un poema.

Esta es, pues, mi forma de hablar: la creación, escribir y hablar con un amigo hipotético. O no: yo hablo con los que ya se fueron. Hablo con mis abuelos.

Una tarde en el jardín miré hacia el cielo. Sentía una presencia, un murmullo de agua que silbaba, como si proviniese de una fuente enterrada, hondísima. Estaba segura de que alguien me miraba, pero no había nadie. Creo que era el presagio de una noche oscura. La noche. Y yo diurna, solar. Un día llegó la noche oscura. Todavía es de noche.

Diotima, la ciudad olvidada

Kublai y Marco Polo miraban el atlas. En verdad era un vasto imperio. Un fulgor blanco en el mapa los hizo recordar la ciudad de Diotima. De pronto la luz los cegó y ellos cayeron en un profundo sopor. Marco Polo se sintió débil, como si hubiese sido transportado a otro cosmos, y entonces dijo: “Si visitas la ciudad de Diotima encontrarás fulgores blancos por doquier”. Son restos de las ideas primordiales. Algunos hombres de entonces habían forjado una ciudad poblada de columnas macizas. Pero ahora todo se lo ha llevado el viento, y tan solo queda un polvo blanquecino que enceguece la mirada.

Ciudad de altas columnas, rodeada de senderos luminosos y de parques en donde los mancebos dialogaban con sus maestros. Tal es el recuerdo que queda, mientras caminas por los platanares. A orillas de un río que corre por la antigua ciudad, puedes reclinarte sobre el césped, puedes pensar y meditar, tal y como lo hacía Fedro.

Antiguamente, en la ciudad, las mujeres estaban sumergidas en sus aposentos. No sabían nada de la fiel y sabia Diotima, ni sobre la inmortalidad de la descendencia. Ignoraban que ellas también eran inmortales.

Los mancebos, entretanto, se reclinaban sobre la hierba. Se desanudaban las sandalias, y el viento, al pasar raudo, les alborotaba el cabello. Sócrates también estaba tendido sobre el césped. Hablaba, analizaba y discutía. Trataba de llegar al fondo de la verdad, y decía que el viejo y sabio amor era un demonio, un mediador entre los hombres y los dioses. Para él, Diotima era su maestra, era de ella de quien había aprendido todo lo referente al amor. Esto decía Sócrates a los jóvenes que lo rodeaban.

Cuando la luz del día se iba apagando, y un color rojizo hacía temblar las nubes, los maestros y los mancebos se marchaban hacia sus casas. Las mujeres salían de sus aposentos y le daban fuego a la lumbre. Pronto llegaría la noche y con ella sus hombres, quienes, como dueños del mundo, pasaban el día fuera de casa. Las mujeres preparaban el vino con agua y colmaban la copa del esposo. Ellas sabían que un orbe vedado estaba después de trasponer el umbral. Pero no lo cruzaban.

Las tardes de estas mujeres transcurrían morosas y densas. Ellas hilaban y tejían sin hacerse preguntas sobre las cosas. No obstante, hurgaban el cielo con placer para observar la ruta de alguna estrella o de algún cometa.

A la caída de la tarde, los mancebos se refugiaban en sus casas y esperaban que la noche llegara de improviso. Meditaban en silencio mientras una vela ardía hasta extinguirse. Muchas preguntas emergían en esa hora retirada: “¿Será que tenemos una chispa de divina sabiduría? Ese demonio, el amor, ¿nos habita a todos por igual? ¿Es que acaso debemos buscar el placer? ¿Será que la máxima aspiración es el bien?”.

Al amanecer llegó la tempestad. Dicen que fue un castigo. Los fulgores acabaron y en un remolino de pasiones el destino arrasó con la luz y la oscuridad, con el aire, el fuego, la tierra y el cielo.

Ese día la ciudad de Diotima desapareció. Quedaron algunas edificaciones, altares y oráculos. No obstante, permanecieron sumergidas ahí las ideas primordiales. Esas que acaso fueron vistas en su magnitud por Sócrates y los jóvenes aprendices de infinito. Si sigues caminando entre los escombros, quizás puedas escuchar el susurro de Diotima, el murmullo de las cigarras y el olor del incienso.

¿Dónde están las mujeres? ¿Es que acaso los hombres fueron vencidos? ¿Siguen siendo las cosas tan solo cosas? ¿En dónde yacen las ideas?

Mientras recorres en sueños esta olvidada ciudad, Fedro se descalza sus sandalias, se tiende sobre la hierba húmeda y escucha el canto del riachuelo. Mira hacia arriba y observa el movimiento del viento en las ramas del plátano. Entonces se incorpora y dice: He aquí que ha brotado el instante. El instante va de la unidad a la multiplicidad y paso a paso el tiempo transcurre”.

Los árboles azules

Para Steve Hanson,
varón tocado por la gracia.

Los árboles azules esparcen su sombra sobre el valle. Erguidos se levantan hacia la luz. El vaho sube hasta la cumbre, hasta la copa. Las hojas se ondulan, las ramas quebradizas se agitan en el viento.

Tiembla la tierra, las montañas se inclinan temblorosas y las nubes se deslizan debajo del sol. Pronto llegará la noche y el paisaje se tornará grisáceo. En el suelo hay hojas parduscas y amarillas. Han caído tras los golpes del viento. La hierba crece y rodea los árboles.

El vendaval que viene del norte azota las cumbres. El viento avanza desde lejos y trae un cantar. Huele a mar. Se confunde el olor salino con el almizcle de las flores. El azul del universo es intenso a esta hora. Las nubes, que han descendido hasta el valle, forman montículos de espuma anaranjados. La tarde se enreda en los celajes. Empieza a caer el sol. Los pájaros empiezan a dormirse en las ramas de los árboles azules. Una pequeña y lejana estrella aparece en el firmamento.

Me he quedado a solas en la penumbra. Escucho el canto trémulo de los seres que reposan. Llegará la noche, salpicada de tinta, y el sol se irá a otro hemisferio en donde será mañana. Un árbol de eucalipto se desvanece en su plata. La noche. Una noche más. Los sentidos se agudizan. Los olores crecen, se levantan con la polvareda del viento que viene de no sé dónde.

Los árboles azules descansan, ya no proyectan su sombra. Solitarios y grises se estremecen y las ramas quebradizas empiezan a caer. Es de noche. Allá, a lo lejos, las luces de la ciudad se encienden. El cielo es intenso. Ahora está cubierto por un manto de nubes.

Permanezco en silencio. Escucho los sonidos de la noche. El vendaval también me golpea a mí, me mueve, me torna quebradiza. No me abriga la sombra. Estoy guardada en mí. El silencio es tembloroso, no se inquieta, surge de mis entrañas y llega hasta la cabeza.

Allá, a lo lejos, los árboles azules se agitan con el viento nocturno.