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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.a.

Un marido para Suzanna, n.º 9 - febrero 2014

Título original: Suzanna

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Este título fue publicado en 2000

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4064-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

El ramo nupcial de Sierra Conroy McLaine, con las rosas blancas Derringer, volaba por los aires dejando un rastro de cintas de satén. Todas las jóvenes solteras estiraron los brazos, ansiosas.

—¡Mío!

—¡Lo tengo!

El ramo alcanzó su punto más alto. Gritos de nervios y euforia acompañaron su caída.

—Ya cae...

Suzanna Brennan cerró los ojos. No necesitaba mirar. Lo sabía.

Y tenía razón. Las rosas fueron a parar a sus manos.

—¡Suzanna! —gritó una de las chicas—. ¡Lo tiene Suzanna!

Hubo más risas, y algún que otro suspiro de decepción. Suzanna abrió los ojos y contempló su trofeo. Eran unas rosas tan hermosas, blancas como la nieve... y predecible que le hubiera tocado a ella. Al fin y al cabo, según una superstición local, toda chica que tuviera la suerte de recibir un ramo nupcial de rosas del jardín Derringer se casaría pronto y sería feliz. Que era precisamente su caso.

El diamante de su anillo de compromiso brillaba en su dedo. Se acercó las flores a la nariz para aspirar su embriagador aroma. Aquellas rosas olían a puro cielo.

«Qué feliz que soy», pensó. Lo tenía todo. Dentro de unos pocos meses, el veinticuatro de marzo, sería ella quien lanzaría el ramo...

Uno

 

—Esos huevos no se van a comer solos.

Sentada a la mesa, Suzanna dejó de juguetear con la comida y miró aquellos ojos azules que tanto se parecían a los suyos. «Díselo», se ordenó. «Abre la boca de una vez y díselo. Juraste que lo harías. Lo juraste esta misma mañana».

Y la mañana del día anterior. Y la del antepasado.

Al cabo de un mes, aquello se estaba convirtiendo en un hábito. Cada mañana Suzanna se levantaba y devolvía... y luego le prometía a su imagen triste y sombría en el espejo que no pasaría un solo día más sin confesarle a su padre que estaba embarazada.

Hasta el momento, había incumplido aquella promesa. Y ese día se estaba convirtiendo en otro más, idéntico a los anteriores. Simplemente no podía evitarlo.

—Supongo que no tengo demasiado apetito —murmuró, mientras se llamaba a sí misma «cobarde gallina».

—Un cuerpo necesita combustible —insistió Frank Brennan.

Al final se obligó a probar un bocado. Lo masticó lentamente, luchando contra una sensación de náusea. Durante las últimas semanas, había descubierto que ya no le gustaban los huevos. Ni la comida en general. El embarazo y el complejo de culpa se habían confabulado para destruir su apetito.

Para su sorpresa, no le sentó mal. Su padre seguía mirándola. En sus ojos podía leer perfectamente lo que le preocupaba: estaba esperando a que se lo dijera. Pero no podía. Ese día no.

Mañana. Sí, mañana. Se lo diría. Mañana...

Obstinadamente, siguió comiendo los huevos revueltos. Concentrarse en el desayuno tenía sus ventajas: le daba una excusa para dejar de mirar los ojos de su padre.

—Está previsto que llegue hoy.

Suzanna volvió a alzar la mirada, frunciendo el ceño con expresión de extrañeza y pensando todavía en la importante promesa que tenía pendiente por cumplir.

—Nash Morgan —le recordó él—. El nuevo preparador de caballos —un brillo irónico despejó la preocupación de su mirada—. Seguro que te lo habré comentado alguna vez...

Compartieron una sonrisa.

—Sí. Creo que sí —en realidad su padre no había hecho otra cosa que hablar de Nash Morgan desde que lo contrató unas pocas semanas atrás, en la feria de caballos de Yellowstone.

En el Big Sky, el rancho que durante generaciones había pertenecido a la familia de Suzanna, criaban y entrenaban caballos para trabajar con las vacas. El Big Sky tenía una bien ganada reputación al respecto. Y Frank Brennan siempre andaba buscando un tipo muy especial de entrenador, un hombre que tuviera el «toque», como solía llamarlo, y que supiera «pensar como los caballos». En su experiencia, tal hombre era una verdadera rareza. Pero, al parecer, por fin lo había encontrado en Nash Morgan.

El padre de Suzanna había tenido que pagarle un salario muy alto para persuadirlo de que pasara a trabajar durante un tiempo para él. Al parecer, la prioridad de Nash Morgan era montar su propio rancho de caballos. Pero Frank tenía un plan. Si Nash funcionaba como se esperaba, Frank confiaba en convencerlo de que invirtiera su talento, su capital y su futuro en el Big Sky.

—Si llega antes de la hora de la comida, podrías enseñarle el rancho —le sugirió su padre—. Y la cabaña, claro —se refería a la cabaña que se alzaba detrás de la casa, donde solían alojar a los huéspedes—. No quiero meterlo en el barracón con los demás hombres. Quiero que se sienta cómodo y que...

—Papá, la cabaña ya está preparada. Te aseguro que se sentirá bien recibido —ésa, al menos, era una promesa que esperaba poder cumplir.

Minutos después, su padre se marchó para reunirse con los hombres en las cuadras. Suzanna limpió la cocina y dejó cociendo el estofado para la comida. Luego fue al despacho del salón y estuvo trabajando durante un par de horas, pagando facturas y revisando encargos.

Suzanna se había licenciado en Ciencias Empresariales, y desde que volvió de la Universidad de Sacramento, en enero, se había dedicado a llevar los libros de contabilidad del Big Sky. En Sacramento era donde había conocido a Bryan Cummings. Pero hacía ya tiempo que Bryan se había marchado. Se había enrolado en el Peace Corps tres meses atrás, en marzo... el mismo día en que supuestamente habrían debido casarse.

De modo que al final las rosas de los Derringer no le habían dado suerte.

El trabajo con los libros de contabilidad siempre conseguía relajarla. Suzanna disfrutaba con la exactitud de los números y de las cuentas: todo problema tenía una única solución, y encontrarla sólo era cuestión de tiempo. Pero ese día no podía concentrarse en las columnas de cifras de la pantalla. No paraba de cometer errores, de entrar datos incorrectos, de pulsar las teclas equivocadas. Y se quedaba distraída mirando la enorme chimenea de piedra del salón, al otro lado del escritorio de caoba donde estaba sentada.

Desvió la mirada hacia la ventana. Hacía un cálido y despejado día de junio. Fuera, más allá de las sombras del tejado de la veranda, el inmenso cielo de Montana era tan azul como los ojos de su padre.

Quizá debería salir a montar un poco. Podía escoger uno de los potros de dos años que estaban entrenando. De esa manera lograría distarse de la promesa que se había hecho a sí misma y que no podía sacarse de la cabeza.

Con un suspiro, apagó el ordenador y subió al primer piso. Una vez arriba, en lugar de dirigirse a su habitación para cambiarse las zapatillas por las viejas botas que usaba para montar, se detuvo inconscientemente en el rellano, al pie de la escalera plegable que llevaba al ático.

Le encantaba el ático. Estaba lleno de tesoros de varias generaciones, cosas que los Brennan ya no necesitaban pero que de alguna manera se habían resistido a tirar. Las dos pequeñas ventanas de cada lado dejaban entrar suficiente luz, pero aun así encendió la desnuda bombilla. Motas de polvo bailaban en el aire a su alrededor mientras recorría con la mirada las filas de cajas alineadas, llenas de ropa vieja y antiguas decoraciones navideñas, de vajillas y mantelerías, de juguetes y juegos de mesa. Había también lámparas de pie sin pantalla y sillas cojas. La casita de muñecas de dos pisos, que había heredado de su hermana mayor, Diana, dormía en una esquina al lado de una vieja butaca.

A la derecha de la casa de muñecas, más allá de la ventana que daba al este, se hallaba el arcón de boda de su tatarabuela. Arrodillándose frente a él, descolgó la llave que colgaba de un clavo, justo al lado.

—Eso es puro masoquismo —susurró—. No debería...

Pero lo hizo. Introdujo la llave en la cerradura de bronce, la giró y alzó la tapa. Una sonrisa de nostalgia se dibujó en sus labios cuando olió el aroma mezclado a limón y lavanda, naranja y clavo. Las delicadas prendas de satén y encaje habían sido amorosamente guardadas y perfumadas. Encima del todo estaba el vestido de boda de su tatarabuela Isabelle, de seda y encaje irlandés. Como el resto de la ropa, había ido amarilleando con los años hasta adquirir un leve tono marfil.

—Poco me ha faltado...

Poco le había faltado para ponerse aquel vestido. Poco le había faltado para vivir el sueño que había acariciado desde que era una niña y jugaba con aquella casita de muñecas que había heredado de su hermana. Poco le había faltado para lucir el mismo vestido que su tatarabuela había estrenado el día en que se casó con Kyle Brennan, cerca de un siglo atrás.

Ése sí que había sido un escándalo: la adinerada chica de los Cooper casándose con el capataz del rancho de su padre, guapo pero sin un céntimo. Pero Isabelle había desafiado valientemente la desaprobación de sus vecinos. Se había casado por amor y nunca se había arrepentido de ello.

Desde entonces se había desarrollado toda una tradición de felices matrimonios en la familia Brennan. Suzanna debería haber sido la última. Había soñado con una boda estilo Brennan, feliz y para siempre.

Por eso, cuando vio que ese sueño se le escapaba de las manos, se había vuelto un poquito... Bueno, sólo había una palabra para eso: loca.

Sí. Se había vuelto loca, se había desquiciado pensando que ni siquiera las rosas de los Derringer habían sido lo suficientemente poderosas como para hacer su sueño realidad. Pensando en la ilusión con que se había reservado para su noche de bodas con Bryan... Sí, se había vuelto loca cuando llegó la noche de bodas... y Brian no estuvo allí, a su lado.

Lo suficientemente loca como para pasar aquella misma noche, la malograda noche de novios, con un vaquero libre y sin compromiso. Un vaquero cuyo nombre ni siquiera conocía.

Tenía veintidós años el día en que Bryan la dejó plantada en el altar. Y los seguía teniendo, aunque se sentía mucho mayor. Envejecida. Y triste. Y sabia. Y culpable...

—Estúpida —murmuró, con la mirada clavada en el vestido—. Estúpida, tonta, imprudente... —soltó un gemido.