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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Christine Rimmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Unidos por el destino, n.º 1714 - febrero 2014

Título original: The Marriage Medallion

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4112-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Al abrir los ojos, la princesa Brit Thorson se encontró con un disco plateado colgando frente a su rostro. Detrás del disco podía ver el panel de control de su Cessna Skyhawk.

Pestañeó. El disco de metal se balanceaba frente a su nariz, bloqueando su visión. Tras el parabrisas hecho trizas podía ver el terreno rocoso y, más lejos, las montañas abruptas tapizadas de verde, contra el cielo azul.

Hacía frío y el silencio invadía el ambiente. Sólo se oía el susurrar del viento y el crujir del bosque.

Le dolía la cabeza y parecía que todo daba vueltas.

Estaba cabeza abajo, sentada en el asiento del piloto y sujeta por el arnés de pecho. ¿El disco plateado? Era el medallón de plata que le había entregado Medwyn Greyfell al salir del palacio hacia el aeropuerto.

—Para protegerte de todos los males —le había dicho el consejero de su padre.

Teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba, el medallón podía haber tenido más efecto.

Pero a pesar de que no había llegado hasta la pradera que había más allá, donde el aterrizaje habría sido menos aparatoso, estaba viva...

Brit cerró los ojos y recordó lo sucedido. Había despegado en el aeropuerto de Lysgard. Había ascendido suavemente hasta los seis mil quinientos pies de altura. Se había dirigido al noroeste, siguiendo la costa de Gullandria. Y a la altura del fiordo Drakveden, había girado noventa grados.

Y entonces...

Realizó el control rutinario del aceite y vio que marcaba cero. No podía creerlo y repasó el protocolo de actuación en caso de emergencia. Se colocó el cinturón y activó la frecuencia de la emisora para transmitir su petición de socorro.

Y en ningún momento dejó de buscar un pedazo de tierra donde poder aterrizar con su Cessna sin estrellarse. En el último momento, vio un pequeño pedazo de tierra que le pareció adecuado.

Aterrizó con brusquedad y, cuando una de las ruedas se enganchó en una piedra, perdió el control. Recordaba que había dado un bandazo y que el ala derecha se había levantado demasiado.

De pronto, todo se había vuelto negro...

Brit se soltó el cinturón y se golpeó contra el techo. Hizo un esfuerzo y consiguió sentarse de nuevo. Miró el panel de control y trató de pensar en lo sucedido.

El Skyhawk era una increíble pieza de ingeniería. No era posible que hubiera perdido todo el aceite de pronto, sin ayuda.

Lo que había sucedido no había sido un accidente. Alguien había intentado matarla. Y había estado a punto de conseguirlo.

Con cuidado, se tocó el chichón que le había salido en la cabeza. Era muy doloroso pero, aparte de eso, una vez que había conseguido superar la desorientación, se encontraba bien. Estaba tensa y tenía moratones por todo el cuerpo. Pero bien. Cuando Rutland y ella salieran de allí, ella continuaría con el viaje mientras su guía...

«Rutland». Antes de despegar Rutland se había puesto pálido.

—No me gusta mucho volar, Alteza —le había dicho él—. Si no le importa, me sentaré en la parte de atrás.

Después de aquella experiencia, Rutland no volvería a subirse a un avión.

Brit se estremeció. La calefacción no funcionaba y la cabina se enfriaba por momentos. En el exterior, el viento soplaba con fuerza.

—¿Rutland? —lo llamó en voz alta—. ¿Estás bien?

Se volvió y vio que el guía tenía las rodillas y la cabeza contra el techo, en una postura imposible. Sus ojos la miraban sin ver.

Era cierto. Rutland Gottshield no volvería a subir a un avión, excepto para que lo llevaran a enterrar a algún sitio.

Brit se cubrió la boca con la mano. Tomó aire por la nariz y lo soltó despacio. Varias veces.

Quería gritar. Vomitar. Dejarse llevar por el pánico, la lástima y el sentimiento de culpa que se apoderaba de ella.

—No. No pierdas el control —se ordenó entre dientes.

Tratando de ignorar la mirada de su guía fallecido, miró a su alrededor. Tanto la puerta de la izquierda como la de la derecha estaban cerradas. Ella trató de mover las manijas y de empujarlas, pero no consiguió nada.

Tenía que salir de allí. Y se llevaría consigo la bolsa, el abrigo y el arma que había colocado en la red que había detrás de los asientos traseros.

Brit tragó saliva, respiró hondo y se deslizó entre los asientos delanteros. Rutland estaba en medio, y cuando trató de pasar a su lado, su cuerpo se derrumbó sobre ella.

«Un peso muerto», pensó con humor negro.

Respiró hondo y empujó el cuerpo, todavía caliente, contra la ventana lateral.

Reclinó el asiento trasero del lado derecho y sacó sus cosas de la red. Después, regresó a la zona del piloto.

—El arma —murmuró jadeando. Se encontraba en una zona salvaje. Y debía recordar que no se había estrellado por accidente.

Sabía disparar. Su tío Cam le había enseñado hacía muchos años y ella había estado practicando en un campo de tiro de San Fernando Valley. Cuando se vivía y trabajaba en una de las zonas más peligrosas de Los.Ángeles, era bueno poder protegerse, tanto en casa como en el trabajo. Y Brit trabajaba sirviendo mesas en una pizzería para poder llegar a fin de mes.

¿La dolorosa realidad? Aunque Brit era capaz de manejar un arma y de pilotar un avión, había abandonado los estudios en UCLA y no conseguía vivir con lo que ingresaba del fondo fiduciario. Siempre tenía muchas cosas que pagar. Las clases de vuelo. Las clases de autodefensa. Los viajes de mochilera. Las tasas del campo de tiro. Y, además, cuando una amiga le pedía un préstamo no era capaz de decirle que no.

Así que la pizzería Pizza Pitstop se había convertido en parte de su vida.

Brit se colgó el arma del hombro y la colocó bajo su brazo izquierdo. Después, se puso la chaqueta. Era septiembre y hacía frío en Vildelund, la parte norte del país natal de su padre.

Con el arma encima y el abrigo puesto, estaba lista para marcharse.

Tocó el bolsillo de su abrigo y descubrió que todavía tenía la bolsa de M&Ms que había guardado. La sacó y se comió una bolita de chocolate.

Deseaba estar en su casa de East Hollywood, a punto de salir hacia su trabajo...

—¡No! —se dijo en voz baja—. No pienses en eso. Querías hacer esto. Un hombre ha fallecido porque tú querías hacer esto.

Había llegado el momento de continuar su camino.

Apoyándose contra el asiento, Brit dio una patada al parabrisas trizado y consiguió hacerle un agujero. Metió la bolsa a través del mismo y después intentó salir ella.

Una vez en el exterior, se contuvo para no llorar y gritar aterrorizada.

Estaba viva y eso era importante.

Si Rutland hubiera podido salir con ella...

Temblando, se acuclilló en el suelo y miró hacia el agujero por el que acababa de salir.

¿Debía regresar para intentar sacar al guía y darle un entierro digno?

Se estremeció y negó con la cabeza. Enterrar al guía requeriría mucho tiempo y esfuerzo, y de todos modos, Rutland no se iba a enterar.

Estiró las piernas y permaneció un instante cabeza abajo. Notó que la cabeza le daba vueltas. Durante unos segundos, respiró hondo y miró al suelo, consciente de que un halcón chillaba en los alrededores, del sonido del agua del fiordo contra la orilla, del susurro del viento, del frío, del olor de la vegetación y del crujido de la avioneta accidentada. En algún momento, se había cortado la mano y la sangre corría por sus dedos. Ella giró la mano y se miró la palma. La sangre húmeda comenzaba a coagularse.

Dobló la mano. «Estoy bien», pensó. Se enderezó y se sacudió la tierra de la ropa.

«Puedo hacerlo», se aseguró.

Aparte de algunos cortes superficiales, de algunos moratones y del chichón de la cabeza, estaba ilesa. Llevaba una brújula y un mapa con las instrucciones para llegar a donde se dirigía. El mapa se lo había dado Medwyn, quien había nacido en Vildelund. Tenía comida para varios días. Y sabía cómo hacer fuego. Bajo la chaqueta llevaba un jersey de lana y una camiseta térmica. También llevaba puesta unas botas y unos calcetines de lana de alpaca. Tenía un arma y sabía cómo utilizarla en caso de necesidad.

Quizá no hubiera terminado la universidad, quizá tuviera problemas para encontrar un trabajo, pero era capaz de asumir la vida y la muerte.

Podría hacerlo. Había viajado por muchos sitios y sería capaz de encontrar el camino hasta el pueblo de los Mystics, donde se suponía que vivía Eric Greyfell, el hijo de Medwyn y el hombre que le contaría la verdad acerca de cómo había fallecido su hermano Valbrand.

Encontraría a Greyfell y hablaría con él. Y cuando regresara a la civilización, descubriría quién había saboteado la avioneta y asesinado al pobre Rutland. Se ocuparía de que el culpable fuera castigado y de que los hombres de su padre recogieran el cadáver para ofrecerle el entierro que merecía.

«Míralo de esa manera», se dijo mientras contemplaba el terreno escarpado que se extendía delante de ella. «El accidente de avión y la muerte de Rutland era lo peor que podía haber sucedido. Y ha sucedido».

Lo peor había terminado y ella seguía viva.

En ese momento, algo pasó silbando junto a su oreja.

Quizá, lo peor no había terminado.

Brit llevó la mano a su pistola mientras caía sobre una rodilla. Estaba a punto de sacar el arma cuando oyó otro silbido y sintió un golpe seco en su hombro izquierdo.

¡Una flecha! La miró con incredulidad y se fijó en que tenía la punta clavada en el hombro. La sangre había manchado su chaqueta y notaba su calor húmedo bajo el jersey.

No sentía dolor. A pesar del shock, la herida estaba como adormecida.

Y además, todavía no había muerto.

Recorrió la zona con la mirada en busca de su atacante. Saliendo de detrás de una roca vio un chico joven, de unos diecisiete o dieciocho años como mucho. Tenía el cabello rubio y largo. Iba vestido de cuero y llevaba una ballesta con la que la apuntaba. Pero ella ya había sacado la pistola. Su mano izquierda no respondía muy bien, pero consiguió quitar el seguro del arma. Era extraño, era como si se le hubiera quedado dormida. Pero podría disparar con una sola mano. De pronto, sintió que la mano derecha tampoco respondía. Le pesaba mucho y no podía mantenerla extendida. Se le cayó a un lado, con el cañón apuntando hacia el suelo.

Estaba muerta.

Antes de que le lanzaran otra flecha, justo cuando su cuerpo se derrumbaba sobre el suelo, oyó un disparo. Su posible asesino gruñó y se retiró hacia atrás. La flecha que iba dirigida a atravesarle el corazón cambió el rumbo.

Y Brit se desplomó en el suelo, drogada. ¿Por la flecha que tenía en el hombro? Seguramente. No había muerto, sino que estaba sumida en un estado de letargo.

Oyó unos pasos. Un hombre se inclinó sobre ella. Su rostro era anguloso y sus ojos verdes deslumbrantes. Ella lo recordaba de las fotos que le había mostrado Medwyn.

Era el hijo de Medwyn, Eric Greyfell, el hombre al que había ido a ver.

Y allí, junto a Greyfell, había otro hombre vestido de negro. Con el rostro oculto tras una máscara de cuero.

Aquello debía ser lo que uno ve antes de morir.

No pudo mantener los ojos abiertos.

Silencio.

Paz.

Inconsciencia.

 

 

Durante un tiempo sólo hubo silencio y oscuridad.

Después, llegó el delirio. Le ardía el cuerpo y estaba empapada en sudor.

Y soñaba.

En los sueños, recibía visitas. Primero Elli. Elli era su hermana mediana. Eran tres mellizas y habían nacido con horas de diferencia. Liv, Elli y Brit.

—Oh, Brit —Elli lucía su vestido de boda vikingo. También la espada de boda apuntando hacia abajo, con joyas incrustadas en la empuñadura—. ¿En qué te has metido ahora?

—Ell, estás preciosa.

—Tú no.

—Bueno, es que... Tengo mucho calor. Estoy ardiendo.

—Deberías haber terminado los estudios, ¿no crees? O, al menos, una de esas novelas que empiezas, antes de salir para que te matasen.

—No estoy muerta. Todavía...

—¿No te lo advertí? —esa era Liv. Estaba inclinada sobre Brit, mirándola con el ceño fruncido—. Nuestro querido padre, el rey, tiene todo el palacio vigilado. Hay espías por todos sitios. ¿Cómo puedes llamarlo papá? Era tan bueno que nos abandonó, a las hijas que no necesitaba... hasta que perdió a todos sus hijos.

—Él es como es...

—Deberías haber mantenido la promesa que le hiciste a mamá y haber regresado a casa conmigo. Así no estarías aquí. Sudando y delirando. Muriéndote.

—Hace calor... —Brit cerró los ojos.

Y cuando los abrió de nuevo, vio a su padre. Él estaba de pie detrás de su escritorio, en la sala privada del palacio real. Pero también estaba con ella. Mirándola.

—Brit. Tienes que ser fuerte.

—Hace calor...

—Lucha. Llevas sangre de reyes en las venas. Tengo planes para ti. No se te ocurra morir y decepcionarme.

—No, papá. No moriré. Prometo que no...

Pero su padre negó con la cabeza y desapareció.

Su madre ocupó su sitio.

—¿Qué haces, Brit? ¿En qué estabas pensando?

—Mamá —dijo ella, y trató de acariciarla, pero le dolió el hombro—. Oh, mami, lo siento mucho... —pero su madre también se desvaneció.

Alguien la ayudó a tumbarse de nuevo sobre las pieles. Una mujer se acercó a ella y le susurró al oído:

—Está bien. Descansa. Aquí estás a salvo.

También había otras voces que decían que sólo podían esperar y tratar de que estuviera lo más tranquila y cómoda posible. Le hablaban con suavidad y le secaban el sudor con paños mojados.

Y después, apareció el hermano que había fallecido y a quien nunca había conocido.

Valbrand.

Una ola de felicidad recorrió su cuerpo. ¡No había muerto!

Ella lo sabía, pero nunca se había atrevido a admitirlo.

Nadie la creía cuando ella decía que descubriría la verdad acerca de lo que le había sucedido a su hermano. Bueno, su padre la creía un poco. Y Medwyn. Después de todo, ellos la habían enviado allí para descubrir lo que pudiera.

Pero nadie más tenía esperanzas. Ni su madre, ni sus hermanas. Ni siquiera Jorund Sorenson, el aliado que había encontrado en la National Investigative Bureau.

Todos le decían que ya conocían la verdad, que Valbrand había muerto en el mar.

Ella les dijo que probablemente tenían razón, pero que buscaría a Eric Greyfell para comprender mejor la muerte de su hermano.

Pero sabía que no era cierto.

Y tenía razón.

Trató de pronunciar su nombre, pero las palabras no salían de su boca.

Valbrand. Alto, fuerte y vivo. De pie junto a ella. Iba vestido de negro, como el hombre enmascarado que había visto en el fiordo cuando se había desplomado. Valbrand miraba a Eric Greyfell, quien estaba a su lado.

Eric le advirtió:

—Ella te está viendo. Te conoce. No deberías estar aquí sin llevar la máscara.

Una de las mujeres que la cuidaban susurró:

—Ella no sabe nada. Está atrapada en el mundo de los delirios...

Su hermano sonrió sin dejar de mirar a Greyfell.

—La pequeña de mis hermanitas... Tu prometida —dijo él.

«Tu prometida, tu prometida, tu prometida...», sus palabras retumbaron en la cabeza de Brit.

—Si sobrevive —dijo Greyfell con rostro inexpresivo.

—Sobrevivirá —dijo Valbrand—. Thor y Freyja la protegen por igual. Suyo es el trueno, suyo es el amor —se rió—. Y la guerra...

Tras esas palabras, la miró. Ella se percató de que algo terrible le había sucedido en el lado izquierdo de su rostro. Lo tenía cosido y se veía el tejido blanco de la cicatriz. La carne del centro tenía un color entre rojizo y morado. ¿Qué podía provocar algo así?

¿Ácido? ¿Un soplete?

Gritó con lástima y desesperación.

La agarraron con suavidad y la tumbaron de nuevo, tranquilizándola:

—Descanse, está a salvo...

Capítulo 2

 

Poco a poco, el calor desapareció y cesaron los sueños.

Brit despertó débil y agotada. Estaba en una habitación de madera. Las ventanas eran pequeñas y estaban en lo alto de la pared. La luz del día se adentraba por ellas. Con mucho cuidado, volvió la cabeza.

Vio que había una estufa redonda en el centro de la habitación. También una mesa de madera con un banco a cada lado y lámparas de aceite en los apliques de la pared. Ella estaba tumbada en un camastro de obra que había contra la pared. Alguien le había puesto un camisón blanco de algodón y la había cubierto con pieles.

Había una mujer delgada y de pelo blanco. Estaba sentada en un taburete en el otro extremo de la habitación y trabajaba en algo parecido a un telar antiguo.

Brit se humedeció los labios. ¿Aquello era real o era otro de sus interminables sueños?

Al sentarse sintió dolor en el hombro, un vuelco en el estómago y que la cabeza le daba vueltas, pero no volvió a tumbarse.

—¿Valbrand? —pronunció—. ¿Eric Greyfell?

La mujer se levantó y se acercó a ella.

—Ya, ya. Está bien. Estás a salvo.

Ella recordaba su rostro arrugado y la ternura de su mirada.

—Te conozco. Has cuidado de mí.

—Ha estado muy enferma —dijo la mujer, mientras la tumbaba de nuevo y la cubría con las pieles—. Teníamos miedo de perderla. Pero es fuerte. Se recuperará.

Entonces, lo recordó todo. La avioneta, el aterrizaje, la muerte de su guía.

—Rutland... Mi guía... —a lo mejor también había sido un sueño.

—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo la mujer.

—Pero yo...

La mujer ya se había dado la vuelta. Se acercó a la estufa y, con una taza de madera, sacó un líquido caliente de una olla de hierro. Con la taza en la mano, regresó junto a Brit.

—Enviamos el cuerpo del guía a su familia. Viven en el valle contiguo a éste.

Así que aquello había sido real. Las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Fue culpa mía...

—No. Lo que marca el destino ningún mortal puede alterarlo.

—No fue el destino, fue mi arrogancia. Estaba segura de que podría...

—Tome —le llevó la taza a los labios—. Beba. Esto la tranquilizará.

—Pero yo...

—Beba.

Brit no tenía energía para discutir. Bebió un sorbo. El líquido caliente se deslizó lentamente por su garganta.

—Muy bien —dijo la mujer, y dejó la taza vacía sobre el suelo—. Ahora descanse —se volvió para marcharse.

—Espera... —la llamó—. Mi hermano. Quiero verlo.

La mujer negó con la cabeza.

—Princesa, sabe que sus hermanos fallecieron.

—Kylan, sí —había fallecido cuando era un niño—. Pero Valbrand no. Lo he visto. En esta habitación, mientras estaba enferma. El lado izquierdo de su rostro... Tenía muchas cicatrices...

Se hizo un silencio. El fuego chisporroteaba en la estufa.

—Ha sido un sueño. Por culpa de la fiebre —dijo la mujer.

—No, él estaba aquí. Él...

—El príncipe Valbrand está muerto, Alteza. Se fue. El mar se lo llevó en julio del año pasado —dijo la mujer con ternura.