Agradecimientos

Gracias a Ben Cairns, Tristan Davies, Diana Eden, Georgia Garrett, Nick Hornby, Anthony Lane, Cat Ledger, Charlie Meredith, Ian Parker, Tom Sutcliffe, Andrew Watson y Richard Williams. Y gracias en especial a Sabine Durrant.

EL GRUPO SIN NOMBRE

Estamos en 1971, T. Rex están en el número dos de las listas con «Jeepster» y yo soy el cantante y guitarra solista en el garaje de la casa de John Taylor. En realidad no tengo guitarra, pero sí tengo un ukelele de dos cuerdas, uno de los dos que encontré en el desván de casa. También tengo un par de gafas de sol de plástico y un chaleco que encontré en el baúl de los disfraces. Tengo nueve años y me parece haber visto a la madre de John Taylor asomada por una de las ventanitas cuadradas situadas en lo alto de las puertas del garaje. Estoy bastante seguro de que se estaba riendo, pero no voy a dejar que eso me desanime.

Mi primo Ian, que vive en la casa situada al otro extremo del jardín de John Taylor, está detrás de mí a la batería… o más bien al tambor, ya que está golpeando uno que encontró en la basura en el cobertizo de su padre. A un lado, Phil, que está en nuestra clase, toca el bajo, salvo que no hay bajo, así que está usando el segundo de los ukeleles. John Taylor, que es mucho más pequeño que los demás, se encarga de la percusión. Agita una especie de botella llena de arena o piedras o Dios sabe qué.

Yo estoy un poco enfadado con John Taylor porque mientras rebuscábamos entre la ropa se ha agenciado el cinturón de balas, un modelo viejo del ejército. No tiene balas, pero es muy ancho y negro y peligroso. Personalmente, creo que el cinturón de balas debería ser para el guitarra solista, pero se está malgastando con el percusionista. Porque, a ver, ¿quién repara en el percusionista?

No obstante, el problema del cinturón no es nada en comparación con lo que John Taylor está haciendo ahora mismo. De hecho, estaría dispuesto a otorgarle derechos incuestionables sobre el cinturón para siempre, desde ahora mismo, si dejara de hacer lo que está haciendo, que es andar, mientras tocamos, en grandes círculos en el sentido de las agujas del reloj pasando por detrás del tambor, luego por delante de mí (¡por delante de mí!) y luego otra vez hacia atrás para volver a pasar por detrás del tambor. Además camina con zancadas exageradas y ridículas, y cada vez que pone un pie en el suelo, sacude la botella. Paso, paso. Botella, botella.

Estoy indignado. ¿Qué cree que parece? ¿Qué piensa que es esto?

Así que a mitad de la segunda estrofa (o donde debería ir la segunda estrofa si la canción tuviera), justo después de pasar por delante de mí por tercera vez en su estúpido recorrido, dejo de tocar y me dirijo a él.

—¿Qué haces?

Porque creo que sé lo que está haciendo; creo que se lo está tomando a cachondeo. O que intenta que todo se vaya a la porra. O que se lo está tomando a cachondeo y quiere que todo se vaya a la porra. O que pretende robarme el protagonismo, igual que hizo con el cinturón… Su respuesta es ponerse a la defensiva, como era de prever.

—Es mi forma de tocar —responde.

—Así no es como lo hacen —le digo.

—Pero no sé tocar de otra forma. Así lo hago yo.

—Así no es como lo hacen —repito.

—Es mi garaje —replica de forma irrefutable.

Al final, me rindo. Agarro mi ukelele, me marcho y decido no volver nunca más. ¿Quién necesita a estos aficionados? Lo que yo quiero es un grupo de verdad.

LOS BEATLES

Siempre que alguien me pregunta cuál fue el primer disco que compré, les respondo con orgullo que el single de «Let It Be» de los Beatles, que adquirí la primera vez que salió a la venta en 1970 cuando yo tenía ocho años. Sin embargo, creo que, como a casi todos los que les hacen esta pregunta (y calculo que con una vida social normal la frecuencia es de tres a cuatro veces al año), miento como un bellaco. «Let It Be» no fue el primer single que compré.

He repasado mis discos y he comprobado que antes de tener «Let It Be» ya tenía otros en mi poder, discos que con los años he llegado a pasar por alto. Sin embargo, debo decir que la verdad me ha dejado un poco parado. Estoy tan acostumbrado a relacionarme con el himno de los Beatles que, cuando vuelve a surgir este tema de conversación y alguien pregunta cuál fue mi primer disco, ni siquiera soy consciente de estar mintiendo; nunca empiezo a decir otro nombre y luego me corrijo de forma precipitada y respondo que «Let It Be».

Soy incapaz de determinar el momento preciso en el que empecé a dejarme llevar por esta ficción, aunque estoy seguro de que debe de haber sido una decisión bien meditada. Cuando hablas de tu primer disco, estás afirmando algo sobre lo pronto que empezaste a recorrer este camino: estás marcando el momento en el que surgió el flechazo entre la música pop y tú. Y debí de darme cuenta en algún momento que no quería empezar en cualquier punto. Además, debí de pensar también que la relación entre una persona y su primer disco era demasiado importante para basarla en algo tan insustancial o arbitrario como la verdad.

Así pues, seguí adelante y jugueteé con la historia, y mediante una manipulación peculiarmente sensata del pasado, llegué al single que marcó el final de los Beatles, y no al disco de la canción infantil «A Windmill in Old Amsterdam», que era, en el sentido estricto de la palabra, el primer disco que puedo decir que me perteneció. Aunque la canción de Ronnie Hilton es dulce y alegre («He visto un ratón / ¿Dónde? / En las escaleras / ¿Dónde en las escaleras?», etc.), no era precisamente lo que quería que definiera el inicio de mi relación con el pop.

Por la misma razón, he descartado también mi disco de canciones de El libro de la selva, comprado en el Woolworths de Colchester, y asimismo adquirido unos años antes de que John y Paul empezaran a pasar olímpicamente uno del otro.

Un pequeño inciso sobre el disco de El libro de la selva: cuando lo escuché, descubrí que no era la banda sonora original de la película, sino una imitación de mala calidad de cantantes de segunda fila (un Mowgli fraudulento, un Balou falso). Era como esos discos baratos de números uno que se vendían como churros en la época y que solían incluir una selección de las canciones de moda interpretadas por imitadores que no vendían nada, salvo que en la portada de mi banda sonora de El libro de la selva no salía una mujer con un biquini de ante con flecos, sino una imagen bastante auténtica del Coronel y sus amigos pastoreando alegremente por la maleza, lo cual, en mi inocencia, tomé por una señal de que era un producto original de Disney. Tampoco es que importara mucho. Tras escucharlo una vez tras otra durante cinco días, me las arreglé para convencerme de que esa imitación barata era tan válida como el original; un efecto que volví a experimentar muchos años después, aunque con un éxito considerablemente menor, con los discos de Paul Young.

Es igual. En el tema crucial de mi primer disco, en algún momento del camino empecé a desviarme y decidí saltarme algunas compras hasta 1970, cuando los Beatles estaban a punto de desintegrarse y la ocasión quedó marcada con «Let It Be», esa canción vidriosa y balanceante en la que puedes oírles despedirse virtualmente de la década de 1960 y de todos nosotros. En aquel momento, el New Musical Express definió la canción como «una lápida de cartón», argumentando que «Let It Be» (que, cabe mencionar, contiene una alta proporción de religiosidad) no era un tributo a la altura de los Beatles, que no era una última nota adecuada para el grupo que, en tantos sentidos, lo había empezado todo. Yo entiendo lo que quieren decir. No hay una forma más sencilla de medir hasta dónde llegaron los Beatles y cuánto perdieron por el camino que marcar la distancia entre «She Loves You», en la que cada segundo parece contar sumamente más que el anterior, y el derrotismo cíclico de «Let It Be».

Una nota en falso como punto de partida, pero una nota mordaz con matices morbosos un tanto conmovedores: mi primer single y el último de los Beatles. Hay algo más —y huelga decir que es algo que me halaga, ya que de eso se trataba toda esa ilusión del «Let It Be»—: era mi manera de dejar claro que, a pesar de ser hijo de la década de 1970, tan pobre musicalmente hablando, al menos tenía un pie en la fecunda década dorada de 1960. También me permitía dejar claro de forma implícita que, si hubiera comprado discos en la década de 1960, habría conectado claramente con los Beatles y no habría sido de esa clase de tipos deprimentes que pensaban que Cliff Richard era mucho más emocionante.

No obstante, debo admitir que nunca he sido totalmente leal al single de «Let It Be» como mi primer disco. Hubo un periodo largo, que acabó no hace mucho, en el que le contaba a la gente que el primer disco que había comprado era el single de «Hey Jude». Estoy bastante seguro de que mi intención no era engañar a nadie ni intentar demostrar algo. Lo único que pasó es que, por una combinación de desmemoria y confusión, dejé de responder «Let It Be» durante un tiempo y empecé a decir que el primer disco había sido el single de «Hey Jude» (algo bastante improbable, ya que yo tenía seis años cuando salió y no creo que estuviera preparado para Sparky y su piano mágico en el programa infantil Junior Choice de Ed «Stewpot» Stewart, así que menos aún para «Hey Jude», con los berreos de McCartney y un final eterno a medida que la canción se va apagando lentamente).

El problema es que, una vez que empiezas a manipular los hechos, una vez que has visto cómo, cortando por aquí y pegando por allí, tu pasado musical adquiere importancia, no puedes parar. Por ejemplo, a principios de la década de 1970, cuando mi entrega al grupo T. Rex era total y absoluta, el primer disco que compré en la vida era el single de «Ride a White Swan».

Luego, cuando las improvisaciones en los conciertos eran lo más a finales de la década de 1970, y en un triste esfuerzo por mi parte de sugerir una admiración precoz hacia Rod Stewart, el single de «Cindy Incidentally» de los Faces pasó a ser el primer disco que compré, aunque según mi elaborado sistema numérico (luego hablaré de mi elaborado sistema numérico) se encontraba en el puesto diecinueve. Y en otra época bastante más reciente de lo que me gusta reconocer, el primer disco que compré era el single de «(Sittin’ on) The Dock of the Bay» (1968) de Otis Redding. Eso lo dije para impresionar a una chica. Menuda vergüenza, ni siquiera lo tenía (aunque sí que lo tenía mi hermano, si eso cuenta).

Sin embargo, después de cada uno de estos paréntesis, siempre volvía, avergonzado aunque con la satisfacción de quien regresa a casa, a «Let It Be».

Entonces, ¿por qué no lo encuentro por ninguna parte? He subido al desván y he rebuscado en la caja donde tengo los discos y no está. No es probable que lo haya perdido ni que me lo haya dejado en algún sitio en el transcurso de los años. Bueno, creo que es el momento de mencionar algo: no vendo ni intercambio ni regalo discos que haya comprado. Son transacciones que no puedo ni siquiera plantearme. Estoy convencido de que las responsabilidades morales y la trascendencia personal implícita que hay tras la compra de un disco son demasiado importantes para prestarme a esos juegos como hacen algunos. Reconozco que he regalado a amigos discos que, por una razón u otra, tenía por duplicado, pero incluso en esos casos lo he hecho a regañadientes y con la actitud de quien concede un préstamo que pretende ver recompensado en los siguientes cinco minutos. En todos los demás aspectos, en relación con la forma de archivar y conservar los discos en buen estado, bibliografía sobre el tema y demás objetos relacionados con el pop, soy una combinación de un archivista que teme perder su trabajo y una ardilla tremendamente paranoica.

De ahí que los diez años de Record Mirror y NME (1977-87) supongan un riesgo de incendio inminente en el desván de la casa de mi madre; de ahí también mi colección intacta de revistas Q (a punto de superar el centenar de ejemplares mensuales en el momento de escribir este libro, casi todos en un estado de conservación bastante aceptable) y la fotocopia de mala calidad que guardo con la lista de las fechas de la gira entregada en el concierto de la Tom Robinson Band al que fui en la Universidad de Essex en 1978.

Así pues, sopesando la ausencia del single de «Let It Be» y la extrema eficiencia de mi sistema de clasificación, me veo forzado a tener que plantearme la posibilidad de que no solo «Let It Be» no fuera el primer disco que compré, sino que ni siquiera llegué a comprarlo nunca. A pesar de eso, soy capaz de visualizarlo al detalle (la manzana verde en mitad de la cara A y la media manzana en la cara B), aunque también podría recordarlo por haberlo visto en cualquier disco de los Beatles publicado por la discográfica Apple. Pero, ¿qué pasa con la funda interior blanca en la que iba? ¿Y las letras negras, casi demasiado oscuras para ser legibles, en la galleta del disco? ¿Podría ser una fantasía, un mito creado por mí?

Entonces, ¿cuál fue el primer disco que compré? Me refiero a un disco que no sea de canciones infantiles, la primera obra de pop propiamente dicho. Volviendo a la caja de los discos, encuentro que el disco que está marcado con un claro número 1 en rotulador azul es «(Dance with the) Guitar Man» de Duane Eddy y las Rebelettes, pero lo descarto por dos razones: porque fue un éxito de noviembre de 1962, cuando yo tenía nueve meses, y porque se lo robé en algún momento a uno de mis hermanos. Lo sé porque los niños pequeños siempre tienen prisa por escribir su nombre en sus cosas, y en la funda de papel rojo de RCA, justo encima de donde escribí mi nombre en claras letras mayúsculas, taché, aunque no logré tapar por completo, las iniciales de mi hermano. Es un trabajo un tanto chapucero, aunque bastante mejor que el de mi hermano, como demuestran los arañazos en la galleta de la cara B, que ponen de manifiesto que intentó despegarla con las uñas, pero donde todavía es posible leer, claro como el agua, el nombre de su propietaria: «Ada Clark». (Desconozco quién es Ada Clark, pero sé que le robaron un disco.)

Cuando por fin instauré el sistema numérico, que debió de ser en torno a 1972 o 1973, justo cuando mi colección había florecido hasta el grado de necesitar un estricto control de catalogación (es decir, cuando tenía unos cuatro o cinco discos), le di a Duane Eddy el número uno porque era el más antiguo, y tal vez también el que más me costó conseguir. (Hoy en día sigue siendo el único disco del que me he apropiado de forma ilícita.) Cuando repaso toda la colección, la secuencia numérica está completa. No falta ningún número en el lugar en el que podría haber estado el single de «Let It Be». Por mucho que me aterre reconocerlo, todas las pruebas indican que el primer disco que compré fue el single de «Rosetta» de Georgie Fame y Alan Price de 1971.

Si reflexiono sobre esta cuestión, siento pena por cualquiera cuyo primer disco haya sido realmente el single de «She Loves You» o el «Heartbreak Hotel» de Elvis o «Wish It Would Rain» de los Temptations o cualquier otro increíble momento excepcional del pop, gente que de verdad estuvo en el lugar adecuado en el momento adecuado, y cuyo pulso latía al ritmo adecuado, porque todos asentiremos de forma lenta y grave cuando nos lo cuenten y responderemos algo del estilo: «¿Ah, sí? ¡Fan-tás-ti-co!». Sin embargo, ¿quién iba a creerles?

Por supuesto, ahora que los discos están tan devaluados como una moneda vieja, que han sido sustituidos por el casete y el CD, tal vez la pregunta más acertada sería: «¿Cuál fue el último single de vinilo que compraste?». ¿Lo recuerdas? El último single de siete pulgadas. El mío fue el single de «Don’t Dream It’s Over» de Crowded House, lo cual está bien porque podría afirmar que fue su mejor canción, que con ese repetitivo «Hey now» en el estribillo, la forma en la que el bajo impulsa la última estrofa y la sensación global del ritmo suspendido del batería y las palabras masculladas del cantante, toda la canción parece percibida por la primera mirada del día. Además, no hay ningún riesgo de exclusión social en declarar que «Don’t Dream It’s Over» es el último siete pulgadas que te has comprado, aquel con el que dijiste basta, ya que a la mayoría de la gente le gusta Crowded House.

Entonces, ¿cuánto tiempo pasará antes de inventarme alguna otra cosa? ¿Cuánto tiempo pasará antes de cambiar la historia según mejor convenga a la situación?

Bueno, pues no pasará mucho tiempo porque, por lo que recuerdo, cuando adquirí el single de «Don’t Dream It’s Over», también compré «Bridge to Your Heart» de Wax. Estaba en Tower Records, en Londres, a punto de tomar el metro hasta Liverpool Street para subirme al tren. Era bastante tarde y yo iba un poco borracho, estado en el que nunca deberías comprar discos a menos que estés preparado para aceptar el riesgo de que quizá salgas de la tienda con setenta libras gastadas en discos viejos de Carly Simon. O, a falta de ellos, con un disco de Wax.

Wax fue un dúo de corta vida formado por Andrew Gold (el del sublime «Never Let Her Slip Away» y el infame «Thank You for Being a Friend») y Graham Gouldman, el del pelo rizado de 10cc. Había escuchado «Bridge to Your Heart» un par de veces en la radio, y había desarrollado, no sin cierta culpa, cierto cariño hacia el estribillo. Así pues, junto con la bebida y el distanciamiento de la realidad que se produce al estar en una tienda de discos a última hora de la tarde, dicho cariño se convirtió en un impulso irrefrenable de gastar dinero. Supongo que « Bridge to Your Heart» es gratificante en cierto sentido, tal como puede serlo con tanta frecuencia la música pop sin alma. No obstante, como epílogo a la historia de mi vida como comprador de vinilos de siete pulgadas… pues no creo que tenga la sustancia o la fuerza suficientes. Así pues, prefiero decantarme por Crowded House.

Por lo tanto, mi primer disco resulta ser uno que nunca he comprado y llego al último descartando otro igualmente válido y ocultándolo debajo de la alfombra. Alucinante. No obstante, gran parte de mi relación con la música pop ha discurrido así. Las oportunidades para inventarse a uno mismo que ofrece el pop parecen casi ilimitadas. Y yo he aprovechado todas y cada una de ellas desde el primer día.

T. REX

Todos los sábados por la mañana, mientras acompañaba de mala gana a mis padres de compras por el centro de Colchester, estaba atento por si veía a Marc Bolan de T. Rex. No es que Marc Bolan viviera en Colchester. Era de Hackney y no tenía ninguna conexión que yo supiera con la ciudad ni ninguna razón para ir de compras por el centro los sábados, día de mercado, cuando el lugar es un hervidero de gente. Pero, por si acaso, yo mantenía los ojos bien abiertos.

No me importaba subir a Jacklin’s, donde tomábamos café a las once de la mañana y galletas de chocolate envueltas una a una; Jacklin’s tenía paredes oscuras, camareras de mediana edad ataviadas con almidonados uniformes blancos y negros, y un despliegue de banderines del Rotary Club de toda Gran Bretaña. En realidad no era un buen lugar para Bolan, con su pelo ensortijado, sus mejillas decoradas con purpurina, su brillante chaqueta plateada y sus pantalones de raso. (Eso es lo que llevaba en la tele, así que yo supuse que iba vestido así siempre.) Habría sido más probable encontrárselo cerca de la carnicería Wright o por las inmediaciones del Woolworths de High Street, o caminando por la calle que atraviesa la puerta de atrás de la farmacia Boots, que es donde siempre tenía que esperar de pie junto a mi padre mientras mi madre compraba sus cosas.

Semana tras semana lo buscaba, y semana tras semana no aparecería. Sin embargo, yo no perdía las esperanzas. En el verano de 1971, Marc Bolan no era ni por asomo la única estrella del pop que no había visto en High Street en Colchester. La lista incluía a Rod Stewart, a Noddy Holder de Slade y a ese tipo de las patillas de Mungo Jerry, aunque todos ellos podrían haber pasado por mi lado sin yo darme cuenta, ya que tras «Hot Love» y «Get It On», Bolan era el único al que buscaba. No tenía nada que preguntarle ni nada que necesitara contarle. Supongo que no habría estado mal pedirle un autógrafo. No iba a pedirle que se pusiera a tocar ni nada de eso, solo quería verle.

Sin embargo, Colchester no era un buen lugar para esas cosas. No era el tipo de sitio al que van las estrellas del pop ni el tipo de sitio del que proceden. Puedes consultarlo en el magnífico Rock Gazetteer of Great Britain de Pete Frame, el mejor libro de la geografía del pop y, para mí, fuente de información indispensable, donde puede leerse que Rick Astley solía trabajar en el Parkside Garden Centre, en Newton Le Willows, y que Midsomer Norton es donde nació Anita Harris. El mayor y más optimista mensaje del Gazetteer es que la arqueología del pop está por todos los rincones. Solo hay que levantar un poco la tierra y ahí aparecen… vestigios del pop. Aunque eso no vale para Colchester, Essex.

Si buscas por «Colchester», verás que Twink, quien luego fue batería de los Pretty Things, tuvo su primer grupo aquí: los Fairies. El Gazetteer incluye una fotografía de él con el pie de foto «Twink destroza una batería en televisión». También descubrirás que la funda del álbum What We Did on Our Holidays de Fairport Convention es una fotografía de un dibujo a tiza en una pizarra tomada en un vestidor de la Universidad de Essex, situada a las afueras de Colchester. El ejemplar que tengo yo se publicó en 1989, demasiado pronto para incluir a Blur. Casi todos sus miembros proceden de Colchester, aunque todos se trasladaron a Londres y empezaron a hablar con el acento de la ciudad en cuanto tuvieron edad para afeitarse. Así pues, en la tercera y última entrada, la ciudad es descrita como el «lugar de procedencia de una promesa de los ochenta, Modern English». Me encanta ese «promesa».

La cosa no mejora mucho al buscar alguna población de la zona: Kevin Rowland de Dexys Midnight Runners trabajó un verano limpiando en Butlin’s en Clacton-on-Sea. Y Clacton es donde creció Sade, aunque, tal como se cuida muy bien de mencionar el Sr. Frame, nació en Nigeria. Asimismo, «Yes debutaron lejos de la opinión pública en un club de East Mersea en 1968». La primera vez que leí esta frase, se revolvió dentro de mí una especie de proteccionismo local y pensé: «Qué soberbia. ¿Qué pasa con el público de East Mersea? ¿Es que sus opiniones no son válidas?». No obstante, luego reflexioné sobre East Mersea y entendí su punto de vista.

No pretendo ser tiquismiquis, pero el Sr. Frame se queda un poco corto con Colchester. No menciona que Steve Harley, de Cockney Rebel, trabajó un tiempo en el periódico local y vivió en un pequeño apartamento situado encima de la panadería, en Sheregate Steps (¿Se referiría a ese piso cuando cantaba «sube a verme» en la canción «Come Up and See Me (Make Me Smile)»? A mí me gusta pensar que es así.) Tampoco cuenta que el guitarrista local Steve Linton hizo las pruebas para entrar en Thin Lizzy, quienes le tuvieron esperando toda una semana antes de informarle de que le habían dado el puesto a Gary Moore.

El Sr. Frame tampoco incluye una historia que me contó uno de mis hermanos: de camino a un concierto en Ipswich a mediados de la década de 1960, los Beatles pararon a comprar chicles en el quiosco situado al final de nuestra calle. (Yo nunca me he creído esta historia, ya que me sonaba a otros cuentos que me contaban mis hermanos para hacerme rabiar. Sin embargo, yo la he contado muchas veces, señalando el quiosco a los visitantes.) Además, el Gazetteer no menciona nada sobre la vez que vi a Ray Cooper, el percusionista que ha trabajado con Elton John y Eric Clapton, entre otros, entrando en Gunton’s, la tienda de delicatessen de Crouch Street.

De todas maneras, la verdad es que no existe nada llamado «Colchester sound» o «Colne beat». Si estuviéramos un poco más al sur, podríamos haber formado parte de la explosión R&B de Canvey Island: ¡Dr. Feelgood! ¡Wilko Johnson! Un poco a la izquierda y abajo y podríamos habernos unido a la revolución del sintetizador de la década de 1980 de Basildon: ¡Depeche Mode! ¡Yazoo! Y solo cien kilómetros al oeste y habríamos estado en Londres: ¡casi todos! Pero, no, estábamos en Colchester, la ciudad votada como la más aburrida de Gran Bretaña en la década de 1980 por los oyentes del programa The Terry Wogan Show de Radio 2. Y tenían razón, ya que esa ciudad donde habían pasado tantas cosas en la época romana, no había visto mucho movimiento desde entonces, excepto la ampliación del horario comercial los jueves. Esa era la ciudad por la que caminaba yo, con nueve años, en busca de Marc Bolan.

T. Rex no tocaron nunca en Colchester, pero sí que actuaron en el festival Weeley Pop en agosto de 1971, justo cuando mi interés por Bolan se estaba avivando después de haber visto la interpretación de «Hot Love», con ese ritmo desenfadado, en el programa Top of the Pops, y después de «Get It On», que era básicamente lo mismo, tocado a un ritmo diferente y que conseguí que mi madre me comprara en el Harper’s Music Store, salvando así una de esas mañanas de sábado.

Weeley queda al este de Colchester, de camino a Calcton. No hay gran cosa allí, excepto campo abierto y alguna casita rural tranquila, lo que lo convertía en el lugar perfecto para un fin de semana de rock en directo y abuso de sustancias. «T. Rex», proclamaban los carteles de la ciudad. «Lindisfarne, The Faces, Rory Gallagher, Caravan, Colosseum, Barclay James Harvest, Mott the Hoople, Curved Air…»

Ni siquiera me molesté en preguntarles a mis padres si podía ir. Hacía muy poco que había obtenido ciertos derechos relativos a montar en bicicleta sin acompañante, así que sugerir que me dejaran pasar tres noches inciertas en compañía de 30.000 fans del rock habría sido tentar a mi suerte. Además, en aquella época un festival de rock era un festival de rock: con Ángeles del Infierno cargados con motosierras, gente desnuda por todas partes y drogas de una sorprendente mala calidad. Baso esta afirmación en recuerdos vagos de algunas historias publicadas en el periódico local la víspera de Weeley que fueron debatidas en casa. Todos los artículos hablaban de «vecinos cabreados» y tal vez fueran un pelín exagerados. Aun así, apuesto a que existen numerosas diferencias entre el ambiente de Weeley en 1971 y los festivales de Glastonbury de la actualidad, que además de ser un producto envasado y accesible, se han edulcorado hasta convertirse en un fin de semana de compras alternativo con cobertura en directo en Channel 4.

En aquel momento, ese fin de semana de Weeley fue una agonía —y los días previos también, cuando vi la guía del festival gratuita y recortable publicada en el periódico la semana anterior—. Tan cerca y tan lejos. Y, aun así, pensé que si no podía ir y ver a Bolan, al menos podía interceptarle por el camino.

—Para ir de Weeley a Londres —le pregunté a mi padre en más de una ocasión— hay que pasar por Colchester, ¿verdad?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada.

Tenía una imagen muy nítida del Bolan que quería ver, parado en el semáforo de London Road, de camino a Weeley. Estaba en el asiento del copiloto de una furgoneta Ford Escort, con un montón de instrumentos apiñados detrás. No había nadie más del grupo, solo Bolan (con purpurina bajo los ojos y la chaqueta de plata y los pantalones de raso). Así que, el primer día del festival, recorrí en bicicleta la carretera que antes de construir la circunvalación recibía el tráfico de Londres y lo hacía rodear la población. Dejé la bicicleta apoyada a la entrada de la sucursal del banco NatWest y esperé casi toda la tarde. No obstante, no dio señales de vida. Típico de Colchester.

En aquella época era T. Rex o Slade. Toda la historia del pop parecía haberse reducido a ese eje crucial. En realidad, la historia en sí parecía haberse reducido a este eje crucial. La agitación industrial de principios de la década de 1970 no era más que un murmullo de fondo durante la guerra de temas entre Slade y T. Rex de 1972/73; «Mama We’re All Crazy Now» contra «Children of the Revolution»; «Cum On Feel the Noize» contra «20th Century Boy»; «Skweeze Me, Please Me» contra «The Groover».

Después de la división entre chicos y chicas, Slade o T. Rex era la manera más sencilla de dividir a la gente que conocía en la escuela. Slade tenía a Noddy Holder, con unas patillas como las del dueño de una fábrica de la época victoriana, un sombrero de copa con discos reflectantes y una voz que sonaba como hacer gárgaras con azufre. Sin embargo, T. Rex tenía a Marc Bolan, con su rostro angelical, los morritos que ponía y sus preciosas «t» y «s» cantadas con la parte anterior de la boca. Noddy Holder nunca fue Slade de la forma en la que Marc Bolan era T. Rex. Las tres personas situadas detrás de Bolan en el programa Top of the Pops, tiesos como palos de manera más o menos premeditada, no llamaban la atención de nadie, mientras que Slade era un grupo, un puñado de tíos duros, juerguistas estridentes, cuyo sonido era más pesado y denso que los brillantes solos de guitarra de Bolan. La verdad es que no tragaba a Slade. Mi problema no era con Holder, sino con el otro, ese del pelo largo y liso y la sonrisa bobalicona: Dave Hill. Me parecía un imbécil. Lo mismo me pasaba con el batería, que se limitaba a permanecer sentado mascando chicle. Así pues, como había que mojarse, opté por Bolan.

Está claro que había mucho más detrás de esta elección. ¿Preferías jugar en equipo, atraído por los garrulos de Slade, o eras un individualista, embelesado por la singularidad de Bolan? ¿Te gustaban los chicos que parecían chicas o los chicos que parecían dueños de fábricas victorianas? Las chicas en general se decantaban por Bolan, así que ser un chico al que le gustaba T. Rex era ser del grupo de las chicas. Yo tuve la suerte de conocer a Karen Jones, a quien no le gustaba ninguno de los dos, así que le pareció bien cambiarme el póster en color de Bolan de su ejemplar de la revista Jackie por solo cuatro caramelos Black Jacks, lo cual me pareció un trato realmente bueno. Acabó colgado en la puerta de mi dormitorio, junto con la selección de imágenes de las revistas y periódicos de mis hermanos que conformaban mi mural de Bolan. Al final, en la puerta no cabía un alfiler: había unos treinta Marc Bolan mirándome, en unos casos poniendo morritos, otros enfurruñado y otros sonriendo.

¿Tenía que ver con el sexo? Creo que en parte no era algo tan sensual como masculino. No estaba tan interesado en acostarme con Marc Bolan como en pegar artículos recortados sobre él en mi libreta especial de T. Rex y en dibujarle intentando reproducir con exactitud la forma de su guitarra. No sentía un deseo hacia él que latiera tan fuerte como mi deseo de coleccionar sus discos, guardarlos juntos en un estado impecable y etiquetarlos con rotulador con el nombre del artista y la canción en la esquina superior izquierda de la funda, el número de disco en la esquina superior derecha, una enorme «G» mayúscula en la parte superior central, un par de paréntesis simétricos y de estilo barroco a ambos lados del agujero central de la funda y con la siguiente frase escrita alrededor del agujero en grandes letras mayúsculas: «ESTE DISCO PERTENECE A GILES SMITH». Me temo que lo que empezó con Bolan define una parte sustancial de mi relación con el pop. No hay muchas cosas tan relacionadas con la pasión y tan francas en su emotividad como la música pop; por otra parte, tampoco hay nada como ella para sacar el bibliotecario que llevo dentro.

Pero, más allá de este reflejo, nunca fui consciente de querer tener con Bolan un rollo amoroso preadolescente. La excitación que sentía en cuanto aparecía en Top of the Pops —una especie de agitación nerviosa, en la parte baja del estómago, justo al límite de lo desagradable— y que me daba energía para media o una hora de actividad frenética en la libreta de dibujo, o para poner sus discos una vez tras otra; una excitación en la que yo desaparecía por completo, o eso esperaba. En esos momentos mágicos no me imaginaba con Bolan, sino como Bolan; lo cual, bien pensado, habría complicado nuestra unión.

Mi fanatismo por Bolan tenía que soportar las burlas continuas de mis hermanos; tenía tres, y ninguno formaba parte del público objetivo de Bolan. Escuchaban a Free, Led Zeppelin y los Rolling Stones, y se creían muy listos por hacerlo. De todas formas, sus burlas solo servían para reafirmarme en mis creencias. El mayor, Nick, que tenía veinte años, se tomó la molestia de enviarme cartas desde la universidad mofándose de Bolan, con frecuencia usando el estilo de los libros de Molesworth de Geoffrey Willans. «Marc Bolan es un blandengue llorica», escribió. «Le aborrezco con toda mi alma.» Yo le escribí en respuesta: «Van Morrison es un hippie».

Mientras tanto, Jeremy y Simon, en plena adolescencia, perfeccionaron una versión exagerada y aguda del grito característico de Bolan («¡Au!»), que proferían burlones cada vez que me veían. Su campaña de desdén se intensificó cuando salió «Telegram Sam», que sonaba casi igual que «Get It On». «Todas sus canciones suenan igual», gritaban al unísono. «No vale nada.» Se equivocaban de cabo a rabo. La innovación no era algo que yo buscara tanto como la coherencia. Me gustaba «Get It On», así que cuanto más se parecieran a ella los demás singles de Bolan, mejor para mí.

Teniendo en cuenta las horas de diversión que les proporcionaba a mis hermanos mi obsesión por Bolan, estaba claro que les interesaba animarme a seguir con ella. Y si no hubiera sido por ellos, nunca habría descubierto el programa Power Play de las tardes en Radio Luxembourg, donde ponían una misma canción cada hora durante una semana. Por las tardes, Radio Luxembourg era una proporción de ocho partes de interferencias por dos partes de recepción. Parecían estar representados la mayoría de los países europeos en sus constantes charlas de fondo oídas por el cruce de líneas. De vez en cuando, la señal se disparaba y sonaba horrible por la distorsión, pero luego volvía a la normalidad. Sin embargo, yo inclinaba la cabeza hacia el transistor de mi hermano y escuchaba, antes de su lanzamiento en Gran Bretaña, «Jeepster» de T. Rex entremezclada con la previsión meteorológica marítima noruega. Luego esperaba una hora y volvía a escucharla, esta vez entorpecida por la señal horaria finesa. Se oían los riffs claros y beligerantes de Bolan. También la batería, palmadas y pataleos. Como todos los singles de T. Rex, la grabación pretendía sonar cercana y directa. A pesar del caótico ruido blanco de Radio Luxembourg, me hablaba.

Quizá es un poco raro decir que una canción de Marc Bolan «me hablaba», teniendo en cuenta lo poco que yo entendía de lo que decía. Las letras de «Metal Guru» y «Telegram Sam» no tenían ningún sentido interpretable para mí, pero eso no me impedía pensar que eran poderosamente comunicativas. Estaba claro que no ayudaba el hecho de que yo era muy inocente. Escuché mal una frase de «Get It On», creyendo entender «Es tan suya y dulce». Como Nick me aclaró más tarde, lo que cantaba en realidad Bolan era «Estás sucia y dulce». Ahora me doy cuenta de que Bolan era o extremadamente misterioso o explícitamente sexual, y no había punto medio. El estribillo de «Get It On» incitaba a la chica que estaba «sucia y dulce»: «Hagámoslo, dale fuerte, hagámoslo». «Hot Love» parecía más el título de una película para adultos que una canción pop, además de que incorporaba exhalaciones de tono subido. «Jeepster», en la que se escuchaba la desconcertante frase: «Chica, no soy más que el cachivache [jeepster] de tu amor», finalizaba con otra más explícita («Voy a chuparte»), seguida de jadeos coitales que culminaban en un penetrante gemido orgásmico. Para las adolescentes que coreaban a gritos el nombre de Bolan y se ponían histéricas cuando le veían, estas palabras y gritos primarios debían de ser de lo más emocionante y prometedor. Yo no gritaba. Era indiferente y, en cualquier caso, me encontraba demasiado ocupado archivando los discos y colgando fotografías.

Cuando salió a la venta el single de «Jeepster», yo ya tenía tocadiscos propio. Mis padres, hartos de que cada vez que querían poner sus discos siempre se veían obligados a retirar del tocadiscos el single de «A Windmill in Old Amsterdam», mi EP de Tubby la Tuba o esa abominable versión pirata de la banda sonora de El libro de la selva, me habían regalado un Murphy F4 que había pertenecido anteriormente a mi tía Eileen. Poco mayor que un LP, poseía una rudimentaria plataforma giratoria de plástico dentro de una pequeña funda de cartón rosa, todo ello aderezado con un asa anatómica y cierre con corchetes a presión metálicos. Había que poner la aguja en el disco con la mano y con bastante frecuencia acababas poniéndola por error sobre la alfombrilla de fuera del disco, donde aullaba en señal de protesta.

Se trataba de un modelo de tocadiscos portátil, aunque estaba claro que era imposible andar por ahí cargándolo mientras estaba en funcionamiento. En cualquier caso, si eras un cohibido niño de nueve años, nunca habrías permitido que te vieran en público con algo que parecía la maleta de viaje de Barbie. Para lo único que servía (y supongo que es lo que convenció a mi tía) era que, una vez que te cansabas de escuchar tus discos de Ray Conniff y Perry Como en la sala de estar, podías coger el aparato, llevártelo al dormitorio y retomarlo allí.

Una característica importante del Murphy F4 era —y estoy dispuesto a defenderlo con vehemencia ante cualquier jurado de especialistas en electrónica— su extrema amortiguación. No estoy seguro de cuál sería el término técnico para esto, aunque es posible que sea algo como «ratio de desestabilización del plato» o «parámetro de interfaz aguja/surco». Es más, sin duda existen cientos de pruebas de fábrica que recurren a túneles de viento, superficies de acero vibratorias y copias de Love Over Gold de Dire Straits para probarlo. Yo hice una prueba, una única prueba, y cuando alabo la estabilidad del Murphy F4, es decir, cuando saltaba de la cama, pegaba un brinco sobre el suelo y caía de rodillas de la forma que había perfeccionado Marc Bolan tal y como lo había visto en televisión (aunque él en lugar de una cama usaba la tarima del batería y, en lugar de en casa, estaba sobre el escenario en una sala no especificada y el suelo era brillante, en lugar de estar enmoquetado, lo cual le permitía deslizarse con la boca abierta hacia la cámara de rodillas), las vibraciones producidas al aterrizar no hacían que saltara la aguja sobre la galleta del disco —un problema que luego sí tuve con el Ferguson, ese que Jeremy me cedió precipitadamente (olvidando mencionar ese fallo de diseño)—.

Lo que no sabía del Murphy F4 era que no me lo estaba dando todo. Eso lo descubrí cuando llevé mi ejemplar del single de «Jeepster» (funda de papel, pero con una galleta a todo color en la cara B que mostraba a Bolan con una camiseta de manga larga color turquesa) a casa de mi primo Nigel. Nigel me había enseñado hacía poco la primera fotografía que había visto de una mujer desnuda (esto sucedía más o menos una semana después de ofrecerme mi primer cigarrillo) así que pensé que, a cambio, era justo compartir con él el nuevo single de T. Rex. En general, Nigel me intimidaba porque estaba muy avanzado en muchos aspectos, pero la música es muy buena para equilibrar las cosas. Es posible que Nigel tuviera un acceso precoz a revistas porno y a cigarrillos Embassy No. 6, pero hacía cola para comprarse el álbum de Lynsey de Paul, así que, en cierto modo, necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir.

Nigel opinaba que era preferible poner el disco en la radiogramola de la familia, que era básicamente un ataúd con patas situado junto a la pared en su sala de estar. Se oyó un petardo cuando Nigel encendió el aparato y esperamos mientras unas válvulas del tamaño de botellas de leche se calentaban lentamente. Mientras yo miraba nervioso por si se le ocurría poner los dedos sobre la superficie del disco, Nigel lo colocó sobre el pequeño cilindro plateado situado en el centro del tocadiscos y lo fijó en su sitio con el soporte en forma de «L». Entonces bajó el interruptor de OFF a REJECT. El disco cayó sobre la superficie giratoria y pudimos ver cómo el enorme brazo fonocaptor, que parecía un helicóptero en miniatura unido a una varilla, sobrevolaba el disco y se posaba en el borde. En ese punto, nos dejamos caer sobre el sofá de cuero sintético situado al otro lado de la sala y nos dispusimos a escuchar.

El disco empezó a sonar; primero la batería, las palmadas y pataleos siguiendo el ritmo, y luego el riff de guitarra de Bolan. Estaba estudiando el rostro de Nigel para ver cómo reaccionaba, cuando sucedió: una segunda guitarra se oía por el altavoz derecho. Tocaba breves frases de acompañamiento bastante independientes de la guitarra que tocaba el riff, un detalle que nunca había oído al poner el disco en el tocadiscos de mi casa. En cuestión de segundos, salté del sofá y me acerqué al tocadiscos en un estado de confusión ansiosa.

Porque conocía a T. Rex: eran cuatro en el grupo —Bolan, voz y guitarra, Mickey Finn a los bongos y haciendo coros, Steve Curry al bajo y Bill Legend a la batería. No había otro guitarra en el grupo, solo Bolan. Entonces, ¿qué demonios estaba pasando? ¿Quién era esa otra persona que acababa de oír? No lo entendía. Los había contado una vez y ahora que volvía a contarlos me salían más. Sintiéndome mareado por el desconcierto, hundí la cabeza en la radiogramola e inspeccioné la aguja por si había alguna pelusilla.

A Nigel no le impresionó nada «Jeepster», aunque también es cierto que se la estropeé al levantar la aguja de forma brusca al cabo de diez segundos de empezar a sonar, luego volví a bajarla y la subí y bajé varias veces antes de rendirme y dejar que la cosa siguiera adelante mientras volvía a dejarme caer sobre el sofá, exhausto por mi propia perplejidad.

Luego Jeremy me lo explicó, de vuelta en casa: «Es una grabación multipista. No oyes solo al grupo tocando la canción en el estudio. Luego pueden añadir más trozos».

Me pareció que lo que quería decir era que todo era falso, un artificio. Yo pensaba que «Jeepster» representaba, si no un reflejo de la naturaleza, al menos un micrófono delante de T. Rex. Sin embargo, era mucho más complicado que eso. Me sentí realmente engañado. Solo faltaba que me dijera que los grupos no tocaban de verdad cuando aparecían en Top of the Pops.

No fue eso lo que hizo que dejara de buscar a Marc Bolan en Colchester, aunque en última instancia dejé de buscarle. El efecto acumulativo de las decepciones semanales, y del affair Weeley en particular, debieron de hacer mella en mí. No obstante, está claro que cuando dejas de buscar algo de forma activa es cuando tiene más probabilidades de suceder…

Una brumosa tarde de un sábado de otoño de 1975, cuando tenía trece años, estaba jugando a fútbol en el Leisure Centre de Woods, donde hay unas instalaciones deportivas en las que también se celebran pequeños conciertos de música. De repente, un automóvil largo, estilizado y negro entró en el aparcamiento. En cuestión de segundos, se agolparon alrededor de la ventana trasera un montón de personas salidas de la nada. Todos los que estaban jugando a fútbol salieron disparados también, olvidándose del partido. Abriéndote paso a empujones, podías ver la ventana bajada, un pelo crepado y una mano con un enorme anillo en uno de los dedos.

Era Alvin Stardust.

Chris Sutton (no el Chris Sutton que se convirtió durante un tiempo en el jugador de fútbol más caro de Gran Bretaña, sino otro), que era más atrevido que el resto, se decidió a hablarle.

Le dijo algo del tipo:

—Hola, Alvin, me gustan tus discos.

Y Alvin Stardust respondió algo del tipo:

—Gracias. Muchas gracias.

Al final, el automóvil se marchó —tal vez solo quería ver cómo era el sitio— y todo el mundo se quedó allí de pie, riendo y elogiando a Chris Sutton y exclamando: «¡Increíble! ¡Alvin Stardust en Colchester! ¿Quién lo habría dicho?».

Sin embargo, yo no abrí la boca. Odiaba a Alvin Stardust.

T. REX OTRA VEZ

Marc Bolan murió en un accidente de coche en Barnes Common en el sudoeste de Londres en septiembre de 1977. Iba en el asiento del copiloto de un Mini violeta conducido por su compañera, Gloria Jones. El Mini se salió de la carretera en una curva y chocó contra un árbol. Jones sobrevivió. Bolan falleció. Tenía veintinueve años.

Mi madre me contó durante el desayuno que había muerto, igual que haría tres años más tarde al despertarme con una taza de té y darme la noticia de que habían asesinado a John Lennon. Ojalá pudiera decir que me desvanecí sobre el mantel de la mesa, que subí sollozando a mi dormitorio, que lloré amargamente y que me pasé allí una semana, inconsolable y rodeado de velas. Pero eso no es lo que sucedió. Sentí ese escalofrío que se produce cuando te enteras de una muerte, pero nada más personal.

Lo que quiero decir es que en 1977 tenía muy superado lo de Bolan. Había comprado el single de «The Groover» en 1973, pero básicamente por los viejos tiempos. En realidad, no me gustaba. Peor aún, cuando falleció, yo tenía quince años y hasta cierto punto estaba en una fase de negación de mi etapa Bolan. Durante un año y medio me había comportado como si nada más importara en el mundo. Y luego, en clara contradicción, había pasado a Sweet y Mud y a muchos otros (experimentar una muerte temprana como una noticia cualquiera consiguió que floreciera mi cuota de desechables). En 1976, haciendo gala de una descarada deslealtad, incluso había sentido un leve interés por Peter Frampton, que era una especie de Bolan del pasado, con cara de bebé y cabello de ángel. En otras palabras, en lo que a Bolan se refería, había recorrido el corto camino que va de la pasión a la indiferencia y había empezado a regocijarme con la despiadada poligamia del fan del pop.

Mucho después sí que me acordé de él con cariño. En la década de 1990, algunas estrellas del pop consiguieron reencarnarse. Volvían para anunciar pantalones vaqueros. En 1991, le gustara o no, le tocó el turno a Marc Bolan. «20th Century Boy» podía oírse en un anuncio de Levi’s que formaba parte de una serie que recurría a viejos discos pop para inocularte un llamativo relato audiovisual en torno a los pantalones. Tu reacción emocional depende en gran medida del desasosiego que sientas al escuchar la banda sonora de tu pasado convertida en la banda sonora de una estrategia de ventas de otro. No obstante, ese año visité por primera vez el árbol de Bolan, el escenario del accidente de coche, del que los fans de T. Rex se han apropiado para convertirlo en una especie de templo.

No se trató de una peregrinación. Vivía a diez minutos del lugar en aquella época y fui allí para escribir un artículo para el periódico. Durante todo el año la gente decora el árbol con recuerdos, pero a medida que se acerca el aniversario de la muerte de Bolan, ponen tantos que el tronco queda totalmente cubierto y las ramas acaban envueltas en poemas, flores de papel brillante, escarapelas, dibujos, fotografías fotocopiadas y fundas de discos. El árbol está situado en un lugar en el que las luces de las casas y de la calle se extinguen en una red de carreteras que cruza el lugar. El suelo se desliza cuesta abajo a un lado del árbol y la zona está ahora delimitada por un quitamiedos por el otro. Está claro que Bolan no ha sido el único en realizar una parada inesperada en este punto.