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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Erika Fiorucci

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un libro para Cash, n.º 84 - agosto 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6843-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

Para Odalys, eterna defensora de Cash.

Capítulo 1

Georgia

 

 

—¡En algún momento tienes que divertirte! ¡Hacer algo loco!

El reclamo exasperado de Holly no me tomó por sorpresa. En el año y medio que llevábamos compartiendo apartamento, y en los cuatro anteriores en los que habíamos sido compañeras de residencia en la universidad, la misma frase había sido dicha, sin muchas variaciones, cada viernes y sábado cuando intentaba infructuosamente sacarme de casa para ir a bares o a fiestas.

—Yo me divierto —le respondí calmada.

—¿Estudiando? —Holly abrió desmesuradamente sus ojos como si alguien le hubiese dicho a estas alturas que la Tierra era plana—. ¿Trabajando?

—Y tú que pensabas que no era capaz de hacer algo loco…

Con una sonrisita retomé la tarea de sacar los libros del bolso y colocarlos ordenadamente sobre el escritorio de mi habitación. Luego, al ver que Holly se daba por vencida y finalmente me concedía un poco de espacio, hice una lista de los capítulos que debía leer el fin de semana y de los ensayos que tenía que escribir, y rellené unas cuantas fechas académicamente importantes en el calendario que colgaba en una cartelera de corcho en la puerta del armario.

Todo perfecto, todo ordenado. Esa era la única forma concebible de funcionar.

Yo, Georgia Fisher, había trabajado jornadas dobles durante buena parte de mi vida para ser la perfecta descripción de una buena chica. No me quedaba más remedio. Mi hermana gemela, Gabrielle, tenía todos los boletos comprados, y gastados, para la rifa de la Hija Problemática del Año.

De niñas habíamos sido una unidad sólida frente al mundo, dos partes de una misma persona; pero, en algún momento de la pubertad, el vínculo se rompió y cada una tomó su camino. O, mejor dicho, yo opté por seguir el camino opuesto al de Gabrielle para tratar de preservar la salud mental de mi familia.

Mientras Gabrielle fomentaba escándalos, daba fiestas que terminaban con la presencia de la policía y salía hasta las tantas de la madrugada, yo me quedaba en casa, me atenía a las normas de la moral y las buenas costumbres y trataba de acumular logros académicos por duplicado.

Antes de cumplir dieciocho años, después de ingresar un par de veces a rehabilitación luego de sendas sobredosis que casi le costaron la vida, Gabrielle abandonó la escuela y decidió irse a Europa para ser «artista». Yo me gradué de primera en mi clase y sentí que era mi deber moral solicitar ingreso en la Universidad de Columbia, el alma mater de mis padres —dos de los cirujanos más respetados de toda Nueva York—, para también convertirme en médico.

Con mi elección no sentí que estaba sacrificando nada. A fin de cuentas, había pasado tanto tiempo compensando los errores de mi otra mitad que no había podido descubrir qué era lo que realmente me interesaba. Me daba lo mismo asistir a clases de Biología o Fisiología que de Literatura Inglesa, Contabilidad o Dibujo Libre.

A pesar de mi falta de pasión por algo en particular, mi necesidad casi patológica de aprender nuevas cosas me recompensó con las mejores calificaciones. Eran tan buenas que mis padres ya hacían apuestas sobre la especialidad que elegiría y movían sus influencias para que hiciera residencia en John Hopkins o en la Clínica Mayo.

—Me voy a trabajar —anuncié, saliendo de mi habitación, sin molestarme en cambiarme de ropa.

—¿Recuérdame otra vez para qué necesitas trabajar? —me preguntó Holly semiacostada en el sofá con un portátil en su regazo.

—Me gusta. Recuerda que hago cosas locas —le lancé una sonrisa traviesa y moví mis cejas de formas sugestiva—. Además, la renta no se paga sola.

Holly bufó.

—Tus padres tienen toneladas de dinero…

Sin querer profundizar más en el tema, que involucraba una larga explicación sobre por qué necesitaba ser una mujer de veinticuatro años responsable y con una vida organizada, hice como si no la hubiese escuchado, me pasé el bolso sobre la cabeza, tomé las llaves y me fui.

Holly era mi amiga pero no me comprendía, no del todo. Ella tenía su Licenciatura en Arte Dramático y un trabajo en una revista digital para la que escribía recomendaciones sobre teatro, cine y música, lo que le dejaba suficiente tiempo libre para ir a audiciones y hacer obras independientes. El balance de sus éxitos y fracasos era solo de ella.

Para mí, en cambio, el saldo siempre estaba en déficit, pues en mi vida había un accionista descuidado que se encargaba de gastar las ganancias más rápido de lo que se producían.

Sacando a Holly y a Gabrielle completamente de mis pensamientos, tomé el metro para ir a la otra punta de la ciudad. Por razones de comodidad, había escogido un apartamento cerca del campus universitario cuando terminé los cuatro años de básico y comencé en la Facultad de Medicina, pero todos los días hacía el recorrido hasta Greenwich Village, donde trabajaba en una librería pequeña y acogedora.

Ese era mi oasis. Los libros fueron mi primer escape para evitar ver los rostros preocupados de mis padres, para no escuchar las llamadas de la policía a medianoche y los llantos de preocupación tras las puertas cerradas, para no sentir el vacío que me producía el muro que Gabrielle había levantado entre ambas, dejándome sola en el lado de afuera para que limpiara el desastre.

Ahora esas páginas cargadas de palabras eran la única cosa que lograba distraerme de las sumas y restas de errores y aciertos que permanentemente tenían lugar en mi cabeza, como una voz monótona y pregrabada que era imposible callar, una especie de Pepe Grillo diplomado en Contaduría.

Tras el recorrido en el metro, una parada breve para comprar el almuerzo y un paseo lleno de los olores típicos de la primavera que inundaban las calles del barrio más bohemio de la ciudad, entré en el pequeño establecimiento con un café de Starbucks en una mano y los restos de un pedazo de pizza en la otra.

La pequeña tienda parecía más una biblioteca comunitaria que una librería. A ambos lados de la puerta, grandes ventanas en forma de arco eran usadas como improvisadas vidrieras, los anaqueles eran de madera de verdad y estaban tallados en la parte superior con intrincados diseños. En una esquina, una estrecha escalera en espiral daba a un pequeño depósito en la parte superior donde se almacenaban los volúmenes raros y los encargos especiales.

Lo mejor era el olor. Ese aroma mezclado de libros nuevos y viejos que siempre me hacía pensar en aventuras por emprender y en viajes ajenos que algún día serían míos.

A pesar de su aspecto un poco anticuado, el vecindario era fiel a su librería y sobre todo a las recomendaciones de su librero, el señor García, un inmigrante español que había llegado a Nueva York en los años cincuenta y que, poco a poco, gracias a un gusto impecable y a una extraña intuición que le hacía adivinar lo que el cliente estaba buscando, construyó un negocio que había puesto hijos en la universidad.

Tras saludar a la empleada que trabajaba turno completo —una chica gótica llamada Marcy que por lo general estaba de mal humor—, fui a la pequeña área de empleados en la parte posterior, eché los restos de mi almuerzo en la papelera, guardé el bolso en un cajón y me lavé las manos.

Todos eran gestos mecánicos, propios de una existencia vivida según un camino que había dibujado hacía mucho tiempo y al que diariamente volvía a echarle color en las orillas, en caso de que se volvieran borrosas.

—El señor García estará fuera toda la tarde —dijo Marcy sin levantar la vista del libro que estaba leyendo—. Dijo algo sobre ir a ver unas ediciones raras de Tolkien.

—No hay problema —respondí de manera ausente mientras revisaba las ventas del día en el programa de inventario en la computadora.

—Y como parece que todo va a estar muerto hoy —Marcy finalmente cerró el libro—, me dio permiso para salir temprano. ¿Tienes tu llave para cerrar?

Sin esperar respuesta recogió su bolso y salió por la puerta delantera, haciendo sonar las campanillas de la entrada.

Disfrutando del hecho que no tendría que pasar las siguientes horas en compañía de la siempre simpática y conversadora Marcy, me dediqué a ordenar la tienda y a dar la atención personalizada que los clientes buscaban. Recomendé a una adolescente una serie sobre hadas con un triángulo amoroso sobre el cual era imposible tomar partido, convencí a una joven mamá de que su vida no estaría completa hasta que leyera algún libro de Jane Austen que no fuera Orgullo y prejuicio, y encontré en medio de la pila de libros usados dos volúmenes de los mejores relatos de ciencia ficción presentados por Isaac Asimov, lo que hizo muy feliz a un contador, cliente habitual de la tienda, que era, además, un apasionado del género.

Cuando las cosas se tranquilizaron, me senté tras el mostrador y abrí el único libro que expresamente había dejado en el bolso al salir de casa. No había razón para no adelantar un poco los capítulos de Química Orgánica si tenía un rato libre.

La campanilla de la puerta principal sonó nuevamente y, por reflejo, volteé hacia la entrada.

Todo pareció moverse en cámara lenta, como en un vídeo musical de los años 80.

Lo primero en cuanto enfoqué la vista fueron unas botas de combate con puntera metálica que se acercaban a mí con paso decidido sobre el suelo de parqué. Lentamente mi mirada viajó por unas piernas enfundadas en unos vaqueros oscuros que, si bien no le quedaban grandes a su misterioso dueño, tampoco le apretaban cortando la circulación; estaban en un pecaminoso punto medio que hacía que, con cada movimiento, se generaran en la tela pliegues que resaltaban zonas en las que no podía pensar sin sonrojarme.

Con una profunda fuerza de voluntad, pues mis ojos parecían hipnotizados por la forma en que se movían sus caderas, seguí la exploración más arriba. Una correa de cuero negro con una enorme hebilla plateada marcaba el final del «territorio mezclilla» para dar paso a otro no menos inquietante: Una camiseta roja que, a pesar de estar cubierta por una chaqueta de cuero negro, dejaba en evidencia que debajo había un pecho absolutamente masculino, de esos que parecen un triángulo invertido.

En lo que tardé en llegar a su cara, se esfumaron todos los temores de que un Terminator, mucho menos musculoso que Arnold Schwarzenegger, estuviese buscando a Sarah Connor en una librería. El extraño parecía un modelo de revista.

A pesar de la agresiva, y al mismo tiempo descuidada, vestimenta, su rostro era precioso, angelical, aunque no de forma femenina. Tenía la mandíbula cuadrada, las cejas pobladas y los pómulos altos. Ni siquiera los evidentemente ornamentales alfileres que atravesaban su ceja derecha o el cabello color chocolate oscuro que le llegaba hasta los hombros le daban un aspecto siniestro.

Nunca había visto a un hombre tan inquietantemente atractivo. Era perfecto para algún anuncio de ropa interior o perfume que hiciese una apología del bien y el mal encerrados en una misma persona. Era pecaminosamente celestial.

Tratando de borrar totalmente de mi rostro algún indicio de que, de un momento a otro, iba a comenzar a salivar, puse mi mejor expresión de librera en entrenamiento antes de decir:

—¿Puedo ayudarle en algo?

Capítulo 2

Cash

 

 

Era la mujer más hermosa que había visto. No estaba buena, no era sexy, no era del tipo que para el tráfico o arrastra miradas en la calle. Simplemente era preciosa, etérea e irreal. Verla mandaba un impulso directo al medio del pecho, convirtiendo en doloroso el simple acto de respirar.

La expresión «tan bella que duele» por fin tenía significado.

Esa tarde salí con el único propósito de comprar un regalo para mi tía Sandrine, cuyo cumpleaños sería la semana entrante. A mi madre ni la llamaba, pero por mi tía era capaz de usar esa tarjeta de crédito dorada que nunca sacaba de casa.

La noche anterior, Alex, la novia de mi amigo Mason, me había recomendado una librería de donde, en teoría, saldría con algo perfecto entre las manos, aunque cuando llegara no tuviera la menor idea de qué era lo que estaba buscando.

Ahora, parado frente a la vidriera, esas palabras parecían una maldita predicción.

La chica detrás del mostrador vestía una vaporosa blusa blanca con rayas verde manzana, su cabello rubio estaba recogido detrás de su nuca en un ordenado peinado y usaba lentes, de esos que tienen una montura gruesa, pero al mismo tiempo femenina. Estudiaba con concentración el libro que tenía enfrente, arqueando las cejas de cuando en cuando como quien sostiene un largo debate consigo mismo, para luego escribir apresuradas notas en un cuaderno.

Parecía una especie de hada intelectual escondida entre mundanos.

Las intelectuales nunca habían sido mi tipo, y las frágiles no podían aguantar lo que me gustaba hacer con ellas. Aquello de ser un buen muchacho era algo que me estaba negado por la propia conformación de mi ADN, y la contraparte femenina de eso que nunca había sido ni sería por lo general me repelía.

Las niñas buenas eran un fastidio: había que abrirles la puerta, cortejarlas antes de que te dejaran ponerles un dedo encima y luego follártelas con suave y lenta agonía, si es que acaso no te quedabas dormido antes.

Sin embargo, tuve que prácticamente obligarme a dejar de contemplarla por la vidriera, como todo un acosador, para entrar en la tienda.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Hola —respondí, soltando mi típica sonrisa tranquilizadora.

Ella parecía un venadito asustado y yo no quería que saliera corriendo. Estaba absolutamente maravillado con el brillo de sus ojos verdes que, a través de los cristales de los lentes, me recordaban las aguas del fondo de un estanque.

—Buscaba un libro para mi tía.

—¿Algo en particular?

¡Dios! ¿Cuándo había sido la última vez que había visto a una mujer sin maquillaje? Su piel parecía alabastro y ella lucía tan… limpia.

—Poesía —dije unos segundos más tarde, cuando me di cuenta de que me estaba preguntando algo que necesitaba responder para no quedar como un completo idiota.

—Voy a necesitar algo más.

Estuve a punto de soltar algo como «yo puedo darte todo lo que necesites», pero me mordí la lengua. No era una línea para ese tipo de chica. De hecho, no creía tener en mi arsenal ninguna línea para ese tipo de chica. Alguien como ella no le daría ni la hora a alguien como yo. A menos, claro, que buscara redimirlo (y yo no tenía la menor intención de ser redimido, por lo que la rutina de la Madre Teresa me aburría sobremanera), o fuera de esas niñas bien que ansían una caminata breve e intensa por el lado salvaje.

Me negaba a imaginarla en cualquiera de los dos papeles.

—Neruda —dije, tragando grueso ante la idea—. Necesito que sea algo especial.

—Creo que puedo ayudarle.

«Y yo puedo destruirte en el intento», pensé, aunque me limité a asentir.

Ella desapareció entre decenas de anaqueles y subió por una pequeña escalera de caracol.

Mientras aguardaba, me recosté en el mostrador a fin de espiar un poco el libro que había estado leyendo. Aunque esperé ver algo de Faulkner, Nietzsche o cualquier otra cosa intensa que ameritara la frenética toma de notas en el cuaderno vecino, lo que encontré fueron símbolos químicos y diagramas.

Las intelectuales podían ser lindas, pero las nerds ¡ni de coña! Esa mujer era una raza única y estaba doce millones de escalones evolutivos más arriba de la gente que normalmente me rodeaba.

—Tengo algo perfecto —dijo una voz a mis espaldas, y me volteé apresuradamente.

La chica estaba allí con un enorme volumen encuadernado en cuero entre sus brazos y una mirada de completa desaprobación en sus ojos. ¡Me había atrapado husmeando!

—¿De veras entiendes algo de esto? —pregunté señalando los libros, tratando de hacer menos evidente que me había encontrado en medio de una falta.

—No realmente —se encogió de hombros—. Soy rubia, así que me gusta cargar libracos pesados de Química Orgánica a donde quiera que voy y trabajar en ellos para que la gente crea que soy inteligente.

Sonrió de lado y levantó una ceja y no pude menos que estallar en una carcajada. ¡Además de todo tenía sentido del humor! Un poco cáustico, pero le iba bien.

Sin dejar de exhibir esa sonrisita de suficiencia, puso el libro que traía en los brazos sobre el mostrador y lo abrió para que lo viera por dentro

Veinte poemas de amor y una canción desesperada —me explicó como si me estuviera dando una lección—. Es un clásico de Neruda y esta es una edición rara, de lujo. Puede ver que tiene a un lado los poemas en su idioma original y en la otra página la versión traducida.

Juro que me incliné hacia ella con el único e inocente propósito de ver más de cerca el libro. ¡Lo juro! Pero, como si una fuerza superior intentara castigarme por tratar de mostrar un poco de civilidad, inmediatamente fui invadido por su olor: jabón y piel. Nada de esencia de vainilla o flores, o cualquiera de esas otras mierdas que estaban de moda. Tampoco perfumes caros. Única y exclusivamente un aroma que, de ahora en adelante, quedaría identificado en mi cerebro con la etiqueta de Mujer bonita.

—Me lo llevo —dije, sin prestarle mayor atención al libro.

Realmente. lo único que quería llevarme era a la chica. Pero, como sabía que eso sobrepasaría los límites de mis habilidades, me limité a sacar mi tarjeta de crédito y entregársela.

—Me gusta mucho Neruda —siguió ella animada mientras tomaba el pedazo de plástico para hacer el cobro—. Estoy segura de que a su tía va a gustarle y, ¿por qué no?, tal vez pueda leerlo un poco usted también.

Normalmente no reconocería ni ante un pelotón de fusilamiento que me sabía de memoria unos cuantos poemas. Mi versión pública solo admitía como poeta certificado a Jim Morrison o a Bob Dylan. No obstante, sentía una necesidad casi patológica de impresionarla, de trepar unos cuantos escalones para acercarme a ella y que finalmente me viera. Así que ¡qué demonios! No había nadie aquí que pudiese delatarme.

—«Soy el desesperado, / la palabra sin ecos, / el que lo perdió todo / y el que todo lo tuvo».

Aparentemente la cosa dio resultado, pues me miró sorprendida, su pequeña boquita haciendo una o que casi se podía escuchar, y hasta un ligero rubor comenzó a colarse por sus mejillas. ¿Es que acaso quedaban en el mundo mujeres que aún se sonrojaban?

Hice una nota mental para aprender más poesía, pues el rosado en su piel le quedaba tan bien que debía esforzarme para ruborizarla la mayor cantidad de veces posibles. Aunque, claro, también había otras formas…

—Estamos listos —afortunadamente su voz me sacó de una ruta de pensamiento que no me iba a llevar a ningún lado. Echó un vistazo a la tarjeta de crédito antes de devolvérmela—, señor McIntire.

—Cash —la corregí apresuradamente.

Ni a Colton McIntire, el donador de esperma involuntario que hizo posible mi existencia, también llamado por mi encantadora madre como «desgraciado», «imbécil» o «putañero», según el día de la semana, le gustaba eso de «señor McIntire».

—¿Y tú eres…?

—Georgia.

Lo dijo mirándome a los ojos, como desafiándome. No tenía idea de por qué. Su nombre era perfecto: serio, fuerte y, a la vez, torcía las leyes del género para declararse absolutamente femenino.

—Me gusta Georgia, mucho —y no me refería nada más que al nombre.

—Mi papá se llama George —hizo un gesto con la mano como restándole importancia a mis palabras—. Mi gemela Gabrielle se quedó con el nombre de niña.

—¿Quieres saber un secreto? —deliberadamente me incliné sobre el mostrador y bajé mi voz una octava—. Mi mamá me puso Cash en honor a Johnny Cash simplemente porque a ella le encantaba y mi papá lo odiaba.

—Menos mal que mi mamá no tomó esa ruta —me dijo, frunciendo los labios—, o me hubiera puesto Fedora, por Dostoievski.

—Hubieses sido una linda Fedora.

—¿Cómo lo sabes?

— «Una rosa aunque tuviera otro nombre…» —recité, tratando de hacer una buena imitación de un acento británico.

—Ese parlamento es de Julieta —me cortó.

Mi declamación shakesperiana se vio interrumpida por una mirada vacía.

Ya no había rubor, ni sonrisa, ni siquiera un atisbo de simpatía en esos ojos verdes. Obviamente había llevado las cosas demasiado lejos, o ella era particularmente sensible a escuchar citas erróneas del escritor británico.

Cualquiera que fuera la causa, de una cosa no quedaba duda: esta sería la última vez que la vería y la idea no me agradó en lo más mínimo.

—¿Conoces un bar llamado Improvisación? —me jugué mi último cartucho.

—No —me respondió, y fue una negativa rotunda que me hizo sentir como si de repente me hubiesen cerrado una puerta en la cara. Luego, por si me quedaba alguna duda, me entregó la bolsa con el libro, señal inequívoca de que habíamos terminado.

Tomé el libro, me di la vuelta y salí de la tienda.

¿A quién estaba engañando? Yo no salía con nadie, yo entraba, y esta era, definitivamente, el tipo de chica que no admitía ese tipo de comportamiento.

¡Bien por ella!

Capítulo 3

Georgia

 

 

Tras cerrar la tienda y tomar el metro de regreso, hice una parada estratégica en mi restaurante chino favorito, El Loto Azul, por algo de comida para llevar. Nada mejor que el exceso de carbohidratos fritos para sentirse mejor con uno mismo.

Durante todo el trayecto, como de costumbre, repasé mentalmente la lista de tareas pendientes para esa noche y la mañana del sábado, pero esas listas tenían como marca de agua el rostro de Cash.

Cash. Hasta el nombre le iba bien. Un sujeto así no podía llamarse Ernest o William, tenía que tener un nombre corto que sonara intenso. Aunque, con ese aspecto y esa sonrisa, y si además recitaba de memoria versos de Neruda y Shakespeare, podría llamarse Cuasimodo e igualmente ser sexy.

Mientras estuvo en la librería hice un esfuerzo sobrenatural por no quedarme mirándolo como carnero degollado y, antes de que se convirtiera en acción, sometí por la fuerza esa curiosidad por saber qué se sentiría al pasar la mano por sus cabellos o incluso por los cuatro alfileres de su ceja.

No dejé de repetirme, casi como un mantra, que ese no era el tipo de hombre que me atraía. Por el contrario, era el tipo de hombre con el que Gabrielle salía, y la experiencia vicaria me había enseñado que solo generaban problemas.

No obstante, a pesar de la letanía mental, durante todo el rato lamenté no haber pulido en el pasado mis habilidades sociales para encuentros fortuitos con hombres de pelo largo, piercings y anillos de plata.

¡Sí! ¡Tenía anillos de plata en casi todos los dedos! Y eran unos dedos largos que salían de unas manos enormes…

«¡Basta, Georgia!», me regañé mentalmente.

Ningún anillo de plata, cara de ángel o cabello hasta los hombros era excusa para esa bruma mental y estado de estupidez consumada.

Yo iba a Columbia y allí había chicos lindos, iba de vacaciones a los Hamptons en el verano y allí también había chicos lindos, y ni hablar de los que veía en el club de golf de papá. Pero, aunque me consideraba toda una adalid de la belleza masculina y, como tal, no estaba ciega, ninguno de esos sujetos me había convertido en una ruborizada niñita que sonreía emocionada por un libro de poesía.

Por lo general los veía, los apreciaba en toda su magnitud y luego los olvidaba y recibía el mismo tratamiento por parte de ellos. ¡Muchas gracias!

Nunca me molestó la indiferencia. ¿Por qué habría de hacerlo? Me gustaba que me dejaran en paz. Las relaciones románticas no entraban en mi ajustada agenda. Si algún desafortunado traspasaba la barrera, sin pelos en la lengua le dejaba bien claro que no estaba interesada.

Pero no con Cash. ¡Hasta había flirteado con él! Solo me faltó batir las pestañas.

Menos mal que mi Pepe Grillo contador vino a mi rescate, dejándome bien claro que estaba coloreando el dibujo de mi vida fuera de las orillas, e incluso me mostró el rostro ceñudo de mi padre y la mirada preocupada de mi madre si en algún momento aparecía con semejante compañía en algún evento familiar donde la hija perfecta era exhibida con bombo y platillo.

Tuve que echar el resto para dejar de imaginarme a Cash recitando Romeo y Julieta bajo un balcón en Verona y entregarle el libro, justo cuando me di cuenta de que estaba a punto de invitarme a salir.

La idea aún me producía esa comezón inquieta, típica de una curiosidad sin satisfacer.

En cuanto traspasé la puerta del apartamento, cargada con bolsas de delicias chinas para el mundo occidental, fui sorprendida por un insistente olor a pelo quemado que salía del baño y una música ruidosa cantada en alemán que brotaba del portátil de Holly.

No tuve tiempo de alarmarme. El misterio quedó rápidamente descifrado cuando, con su cabello castaño perfectamente planchado y vistiendo nada más que un bikini negro de encaje y una camiseta de algodón, mi compañera apareció en la sala justo cuando dejaba los recipientes llenos de pollo con ajonjolí y chop suey en la mesa baja del salón para ir a investigar.

—¿Vas a salir? —le pregunté antes de dejarme caer en el sofá, relajada ahora que sabía que la casa no se incendiaba.

La pregunta era meramente retórica, un intento educado de hacer conversación. No necesitaba la música ni el olor que dejaba el uso desmedido de la plancha para el cabello para saberlo. Simplemente era viernes y para Holly era un pecado capital quedarse en casa. Además, como cada último día laborable de la semana, habíamos discutido el asunto a mediodía.

Destapé uno de los recipientes de cartón y abrí el empaque de los palillos chinos.

—Sí, voy con unos amigos a ver esta banda, Ares, que está súper de moda —Holly se sentó en el sofá a mi lado y comenzó aplicarse una pintura de uñas color rojo sangre—. Van a tocar en un bar en Greenwich, se llama Improvisación o algo así. ¿Me prestas tus botas?

Casi me atraganté con el pollo

—¿Cómo dijiste?

—Tus botas negras de cuero, esas que tu mamá te compró en Milán, las que tienen los tacones de metal.

—No, no las botas —con un gran esfuerzo hice bajar por mi garganta el pedazo de comida—. El bar, ¿cómo se llama?

—Improvisación. Pegajoso, ¿verdad?

No lo pensé. Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas.

—¿Puedo ir contigo?

Con un grito de alegría, Holly se puso de pie y comenzó a dar saltitos al tiempo que agitaba las manos, aunque no sabía si era de la emoción o porque quería que se secara más rápido el esmalte.

—Te voy a poner preciosa —dijo cuando pasó el arrebato.

En ese momento una especie de temblor nervioso me recorrió el cuerpo y no tenía nada que ver con las elecciones de vestuario que Holly pudiese hacer en mi nombre con el objetivo de ponerme preciosa. No era miedo ni preocupación. Era algo desconocido, como si me hubiesen puesto una inyección de adrenalina directo en el corazón.

Imaginé que esa era la forma de sentirse cuando hacías algo que se suponía no deberías hacer. No tenía forma de saberlo. Eso estaba fuera de mi área de experticia.

Dos horas después llegamos a Improvisación. Holly iba con una falda negra que casi no ocultaba su trasero, un top rojo que dejaba poco a la imaginación y las botas Armani. Yo, después de unas cuantas discusiones sobre las diferencias entre «preciosa» y «prácticamente desnuda», descubrí en el fondo de mi armario unos vaqueros negros ajustados que ni siquiera recordaba que tenía y una camisa del mismo color de un solo hombro que compré, creo, para un disfraz de Noche de Brujas. Completando el atuendo, unas sandalias con un tacón afilado de unos ocho centímetros que se amarraban en los tobillos con unas cadenitas de plata.

Por decisión de Holly llevaba el cabello suelto, tenía como doscientas capas de rímel, delineador negro y pintura de labios roja. De más está decir que los lentes se quedaron en su estuche. Los usaba solo para leer y, aparentemente, esa noche no versaba sobre literatura.

Echando un vistazo a mi alrededor, me pregunté por millonésima vez qué estaba haciendo allí, rodeada de gente que se parecía mucho al grupo con el que mi hermana se escapaba antes de abandonarnos definitivamente y que me miraba con la misma expresión que, de seguro, tenía el lobo antes de intentar comerse a Caperucita.

«El bar se llama Improvisación, lo cual es perfecto porque, por primera vez en tu vida, estás improvisando. Es un experimento», me dije, tratando de darme ánimos al apelar a mi curiosidad científica, aunque eso de actuar sin previsión me hacía sentir como si caminara por un puente colgante perdido en las profundidades de la selva vietnamita o como si cruzara la calle sin estar segura de que el semáforo estaba en verde.

Una vez que, gracias a los buenos oficios de Holly, traspasamos los linderos de la cuerda de terciopelo custodiada por un hombre de dos metros que, de seguro, pertenecía a la Asociación Mundial de Lucha Libre y usaba una máscara de cuero y una capa en el momento de subirse al cuadrilátero, un pequeño ataque de claustrofobia amenazó con hacer una dramática entrada en mi psique.

El lugar estaba a rebosar. Era casi imposible moverse sin ser apretujada tanto por la masa de gente como por el volumen de la música, que parecía aplastarme a fuerza de decibeles. Eso sin mencionar el humo del cigarrillo, que hacía que me picaran los ojos y me producía una necesidad casi compulsiva de estornudar.

Cuando estaba por darme la vuelta y salir en búsqueda del preciado aire del exterior, lanzando gritos sobre lo perjudicial que era la nicotina para la salud, Holly me tomó del brazo y me arrastró aún más hacia el interior, donde los amigos que la esperaban estaban ya acomodados en un sofá colocado estratégicamente cerca de una pequeña tarima. Se trataba de un chico muy desgarbado con unos lentes de pasta, que se llamaba Martin, y una chica morena con aspecto casual chic con un nombre que bien podía ser Nelly, Mely o tal vez Ely. Entre tanto ruido no podía estar segura.

Una canción sonaba a través de los altavoces. Su letra hablaba del miedo a la oscuridad y, con los primeros acordes, las personas a nuestro alrededor parecieron entrar en una especie de frenesí zombi, agitando sus cabezas compulsivamente y levantando los puños.

—¿Les busco algo de beber? —preguntó Martin, pasando completamente del motín que tenía lugar a su alrededor.

—¡Tequila! —gritaron Holly y la otra chica al unísono.

—Una cerveza para mí, por favor.

No quería ser una aguafiestas. pero nunca había tomado tequila (a menos, claro, que contaran unos margaritas en un resort en Barbados en unas vacaciones familiares). Pero, por puro empirismo, sabía que tomar un trago seco de la popular bebida mexicana sería más fuerte de lo que podía soportar.

La imagen de mi encantadora personita vomitando en un callejón sucio y maloliente me parecía mucho menos atrayente que lo que pudieran pensar los amigos de Holly.

Martin desapareció entre la multitud mientras Holly y la supuesta Ely emprendían una charla. Estaba más allá de mi capacidad de compresión cómo podían escuchar lo que estaban diciéndose, a menos que fueran expertas en leer los labios.

Sin ganas de ejercitar mi oxidado lenguaje de señas, me arrellané en el sofá y me dediqué a estudiar los alrededores.

El lugar no estaba tan mal. Era oscuro, sin ventanas, como una especie de depósito abandonado, con techos altos y suelo de madera. Había unos cuantos sofás y sillones, además de sillas de plástico, que no hacían juego, esparcidos sin orden aparente; algunos tenían mesas al frente, otros no. La gente era peculiar, la música estaba demasiado alta y sus letras eran algo violentas e incomprensibles —en ese momento, por ejemplo, alguien cantaba sobre una autopista al infierno—, pero la mezcla de los ingredientes funcionaba, como el pollo en salsa agridulce o la pizza hawaiana.

Después de solo unos cuantos minutos, tenía la extraña necesidad de relajarme, de brincar sobre una mesa, de saberme las palabras de las canciones para poder cantar también a todo pulmón, de dejar salir algo de una frustración que ni siquiera sabía que había estado acumulando.

«Tal vez ponen algo en el sistema de ventilación», pensé, sorprendida de mi propia reacción. «Yo no estoy frustrada, yo no estoy molesta. Yo siempre estoy bien».

Martin regresó con mi cerveza, y no había terminado de darle el primer trago cuando las luces se apagaron y todo quedó en silencio.

—Ya vienen —susurró Holly a mi oído para ponerle la guinda a lo que parecía ser una escena de una película de terror—. Ares.

Luego se encendió una sola luz sobre el escenario y el sonido en directo de una guitarra terminó de desperezar a esa especie de ente extraño que había estado latente en mi interior y que ahora arañaba desde dentro, en un intento por liberarse y atender la llamada.

A la guitarra se le unió un bajo, una batería y, finalmente, una voz que parecía acariciarme con guantes de plumas mezcladas con alambre.

Dejé de resistir los mandatos de mi cuerpo y me subí, con todo y tacones, encima del sofá para ver mejor el espectáculo.

Pensé que el corazón se me iba a salir de la cavidad torácica y seguiría rebotando por el suelo sucio.

Era él, era Cash.

Sin embargo, aunque era la misma cara, el mismo pelo y el mismo cuerpo, no era la misma persona. Vestía solo unos pantalones de cuero trenzados a los lados, su torso estaba completamente desnudo y el cabello le caía suelto, oscureciendo casi completamente ese rostro de ángel. Agarraba el micrófono con ambas manos, los ojos cerrados con determinación, y cantaba con una voz que parecía salir directamente de su pecho.

Pero no era la ropa, o la falta de ella, lo que lo hacía lucir diferente. Era un aura de peligro y poder que parecía salir de él en oleadas, como ver a un dios enorme y dominante que te hacía sentir insignificante en su presencia sin siquiera mover un dedo, solo con estar allí.

Él era Ares, el dios de la guerra.

—Puedes cerrar la boca antes de que tu mandíbula toque el suelo —me dijo Holly, subiéndose también al sofá—. Te dije que eran buenos.

Decir «buenos» era quedarse corto por miles de kilómetros.

belieber

Quería forzar un encuentro pero no iba a ser tan obvia al respecto.

Me escurrí entre la gente hasta que me hice con un lugar frente a la barra justo a su lado. Nuestros brazos prácticamente se rozaban.

Vi como la cantinera, una rubia con muchas curvas, le pasaba a Cash una botella de Jack Daniel’s.

Era el momento. Ahora o nunca.

—Una Heineken, por favor —dije casi gritando, aprovechando la cercanía de la rubia.