Cubierta

Daniel Goleman

La fuerza
de la compasión

La enseñanza del Dalai Lama
para nuestro mundo

Traducción del inglés al castellano de Miguel Portillo

Editorial Kairós

Sumario

  1.  
    1. Introducción del Dalai Lama
  2.  
    1. Parte I: Ciudadano del mundo
      1. 1. Reinventar el futuro
    2. Parte II: Mirar hacia el interior
      1. 2. Higiene emocional
      2. 3. La revolución amable
      3. 4. Colaboración con la ciencia
    3. Parte III: Mirar hacia el exterior
      1. 5. Una compasión fornida
      2. 6. Una economía como si la gente importase
      3. 7. Atender a los necesitados
      4. 8. Sanar la Tierra
      5. 9. Un siglo de diálogo
      6. 10. Educar el corazón
    4. Parte IV: Mirar hacia atrás, mirar hacia delante
      1. 11. La perspectiva amplia
      2. 12. Actuar ahora
  3.  
    1. Agradecimientos
    2. Notas

Introducción
del Dalai Lama

Los 56 años que hace que dejé el Tíbet como refugiado en busca de la libertad en la India han sido duros para los tibetanos, incluyéndome a mí mismo. Una enseñanza de nuestra tradición que nos ha ayudado a aguantar es aquella que nos aconseja tratar de transformar en oportunidades incluso las circunstancias más adversas. En mi propio caso, vivir como un refugiado ha ampliado mi perspectiva. Si hubiera permanecido en el Tíbet, es probable que hubiese permanecido aislado del mundo exterior, apartado de los desafíos que implican los distintos puntos de vista. Lo cierto es que he sido afortunado por haber podido viajar a tantos y distintos países, por haber conocido a muchas, muchísimas personas diferentes, por aprender a partir de sus experiencias y compartir con ellas algunas de las mías. Eso encaja bien con mi propio temperamento, que siente aversión por las formalidades, que solo sirven para crear distancia entre la gente.

Como ser humano reconozco que mi bienestar depende de los demás e interesarme por el bienestar de los demás es una responsabilidad moral que me tomo en serio. Es irreal creer que el futuro de la humanidad puede alcanzarse únicamente desde la base de la oración o de los buenos deseos; lo que necesitamos es pasar a la acción. Por ello, mi primer y principal compromiso es contribuir a la felicidad humana de la mejor manera posible. También soy monje budista, y, según mi experiencia, todas las tradiciones religiosas cuentan con el potencial de transmitir el mensaje de amor y compasión. Así que mi segundo compromiso es alentar la armonía y las relaciones amistosas entre ellas. En tercer lugar, soy tibetano, y, aunque me he apartado de las responsabilidades políticas, sigo interesado en hacer todo lo posible por ayudar al pueblo tibetano y para conservar nuestra cultura budista y el entorno natural del Tíbet, ambas cosas bajo amenaza de destrucción.

Estoy muy contento de ver que mi viejo amigo Dan Goleman ha escrito este libro que explora y describe cómo se han ido desarrollando esos compromisos básicos a lo largo de las últimas décadas. Como escritor experimentado y con un interés activo en la ciencia de nuestros mundos internos y externos, ha sido siempre muy atento conmigo y está muy cualificado para expresar todo ello de manera clara, como ha hecho aquí.

Creo que la meta de llegar a ser seres humanos más felices que vivamos juntos, apoyándonos de manera más completa en un mundo en paz, es algo que podemos alcanzar; pero hemos de considerarla con una visión amplia y una perspectiva a largo plazo. El cambio en nosotros mismos y en el mundo en que vivimos podría no suceder deprisa, sino que requerirá tiempo. Pero si no nos esforzamos, no sucederá nada. Lo más importante, que espero que los lectores entiendan, es que ese tipo de cambio no tendrá lugar merced a las decisiones adoptadas por los gobiernos o la ONU. El cambio real sucederá cuando los individuos se transformen a sí mismos guiados por los valores que se encuentran en el núcleo de todos los sistemas éticos humanos, los descubrimientos científicos y el sentido común.

Mientras lean este libro, tengan presente que como seres humanos, dotados de una maravillosa inteligencia y del potencial de desarrollar un corazón cálido, cada uno de nosotros puede convertirse en una fuerza de compasión.

8 de febrero de 2015

Parte I: Ciudadano del mundo

Parte II: Mirar hacia el interior

Parte III: Mirar hacia el exterior

Parte IV: Mirar hacia atrás,
mirar hacia delante

1. Reinventar el futuro

La British Broadcasting Corporation (BBC) transmite su boletín informativo mundial de manera global, y sus señales de onda corta alcanzan incluso el remoto distrito himalayo de Dharamsala y la población cercana de McLeod Ganj, abrazada a un risco, donde vive Tenzin Gyatso, el XIV Dalai Lama.

Es uno de los más fervientes oyentes de la BBC, una actividad que inició en su juventud, en el Tíbet. Da mucha importancia a su fiabilidad como fuente de información, y la sintoniza siempre que está en casa, a las cinco y media de la mañana, más o menos la hora a la que desayuna.

«Escucho la BBC cada día –me contó el Dalai Lama–, y sus noticias sobre asesinatos, corrupción, abusos y gentes desquiciadas».

La letanía diaria de la BBC acerca de las injusticias y los sufrimientos humanos le ha proporcionado la comprensión de que la mayoría de las tragedias son resultado de una única deficiencia: una falta de responsabilidad moral compasiva. Nuestra moral debería hablarnos de nuestras obligaciones para con los demás, dice, en lugar de lo que queremos para nosotros.

Reflexionemos por un momento sobre cualquier boletín de noticias matinal y tomémoslo como un barómetro de la carencia que tiene la humanidad de ese timón moral. Las informaciones fluyen como un mar de negatividad que nos inunda: niños bombardeados en sus hogares; gobiernos que reprimen brutalmente cualquier disidencia; la devastación de otro rincón más de naturaleza. Hay ejecuciones sangrientas, invasiones, infiernos en la tierra, trabajo esclavo, los innumerables refugiados, incluso trabajadores pobres incapaces de alimentarse y contar con un techo. La letanía de fracasos humanos parece interminable.

Hay una curiosa sensación de déjà vu en todo esto. Las noticias de la actualidad son un eco de las del año pasado, de la última década, del último siglo. Esas historias de aflicción y tragedia no son más que versiones actuales de relatos muy viejos, los últimos tropezones en la marcha de la historia.

Aunque también podemos enorgullecernos de los progresos alcanzados a lo largo de esa larga marcha, nos perturba la persistencia de la destrucción y la injusticia, la corrupción y la machacadora desigualdad.

¿Dónde están las fuerzas opuestas que pueden construir el mundo que deseamos?

Eso es lo que el Dalai Lama nos invita a crear. Su perspectiva única le proporciona un sentido diáfano acerca de dónde se equivoca la familia humana, y sobre lo que podemos hacer para encarrilar una historia mejor, una historia que deje de repetir incesantemente las tragedias del pasado, y que haga frente a los desafíos de nuestro tiempo con los recursos interiores necesarios para alterar la narrativa.

Vislumbra un muy necesario antídoto: la fuerza de la compasión.

El Dalai Lama, más que ninguna otra persona que haya conocido, encarna y habla DE esa fuerza. Nos conocimos en los años 1980, y a lo largo de las décadas le he visto en acción en decenas de ocasiones, siempre expresando algún aspecto de este mensaje. Y para este libro ha pasado horas detallando la fuerza de la compasión que contempla.

Esa fuerza empieza oponiéndose a las energías en la mente humana que impulsan nuestra negatividad. Para cambiar el futuro, para que no sea un pasado recauchutado, el Dalai Lama nos dice que necesitamos transformar nuestras propias mentes, debilitar el tirón de nuestras emociones destructivas y reforzar lo mejor de nuestra naturaleza.

Sin ese cambio interno seguimos siendo vulnerables a las reacciones automáticas, como la rabia, frustración y desesperación, que solo nos llevan a los mismos senderos desolados de siempre.

Pero con este positivo cambio interior podemos encarnar de manera más natural una preocupación o interés por los demás, y a partir de ahí actuar con compasión, el núcleo de la responsabilidad moral. Eso, dice el Dalai Lama, nos prepara para implementar una misión más amplia con una nueva claridad, calma e interés. Podemos abordar problemas intratables, como dirigentes corruptos y élites desconectadas, codicia y egoísmo como motivos impulsores, así como la indiferencia de los poderosos por los impotentes.

Al iniciar esta revolución social en nuestras propias mentes, la visión del Dalai Lama apunta a evitar los callejones sin salida de movimientos del pasado. Pensemos, por ejemplo, en el mensaje de la aleccionadora parábola de George Orwell, Rebelión en la granja: cómo la codicia y el ansia de poder corrompen las «utopías» que se suponía debían derrocar a déspotas y ayudar por igual a todo el mundo, pero que al final recrean los desequilibrios de poder y las injusticias del pasado que se suponía que iban a erradicar.

El Dalai Lama observa nuestros dilemas a través de las lentes de la interdependencia. Tal y como dijo Martin Luther King: «Estamos atrapados en una ineludible red de mutualidad, atados a una única prenda de destino. Lo que afecta a uno directamente, afecta a todos indirectamente».

Como todos estamos enredados en los problemas, algunas de las soluciones necesarias están a nuestro alcance, y por ello esta fuerza de la compasión figura en potencia en cada uno de nosotros. Podemos empezar ahora, nos dice, a dirigirnos en la dirección adecuada, al nivel que podamos hacerlo y en el modo que esté a nuestro alcance. Todos juntos podemos crear un movimiento, una fuerza más visible en la historia que dé forma al futuro para liberarnos de las cadenas del pasado.

Las semillas que plantemos hoy, considera, pueden cambiar el curso de nuestro mañana compartido. Algunas pueden dar frutos de inmediato; otras solo podrán ser recogidas por generaciones futuras. Pero nuestros esfuerzos unidos, si se basan en ese cambio interno, pueden provocar un enorme impacto.

El camino de la vida que ha conducido al Dalai Lama a esta visión ha seguido un rumbo complejo. Pero podemos repasar la trayectoria final hasta este libro desde el momento en que empezó a ser objeto de un interés global continuado.

Un premio de la Paz

El lugar es Newport Beach, California; la fecha, el 5 de octubre de 1989.

El Dalai Lama entra en la habitación, recibido por un coro de disparos de cámaras fotográficas y una especie de efecto estroboscópico de flashes, para dar una conferencia de prensa con motivo de su recién anunciado premio Nobel de la Paz.

El Dalai Lama se ha enterado de que ha ganado el premio hace unas pocas horas y todavía está tratando de comprenderlo. Un periodista le pregunta qué hará con el dinero del premio, por entonces un cuarto de millón de dólares.

Sorprendido al enterarse de que al premio lo acompaña una cantidad de dinero, responde: «Estupendo. Hay una colonia de leprosos en la India a la que siempre he querido donar algo de dinero». Su primer pensamiento, me contaría al día siguiente, fue el de cómo desprenderse del dinero; tal vez también a los hambrientos.

Como suele recordarle a la gente, no piensa en sí mismo como el sublime «Dalai Lama», sino más bien como un simple monje. Como tal, no necesitaba personalmente el dinero que acompañaba al Nobel. Siempre que el Dalai Lama recibe una cantidad de dinero, lo dona.

Recuerdo, por ejemplo, una conferencia con activistas sociales en San Francisco. Al final del evento se anunciaron las cuentas de este mismo (un gesto inesperado en acontecimientos de este tipo).1 Tras pagar los gastos, sobraron 15 000 dólares procedentes de la venta de entradas, e inmediatamente el Dalai Lama anunció –para la agradable sorpresa de los presentes– que lo donaba a un grupo participante dedicado a los jóvenes desfavorecidos de Oakland al que el evento había inspirado para celebrar otros parecidos. Eso fue hace años, pero le he visto repetir ese generoso gesto de donación instantánea en muchas ocasiones (como ha hecho con su parte de las ganancias de este libro).2

La llamada desde Noruega anunciando que su embajador estaba de camino para entregar en persona la declaración del premio Nobel de la Paz llegó antes de las 10 de la noche, bastante después de la hora en que el Dalai Lama se acuesta: las 19:00.

A la mañana siguiente, el Dalai Lama se hallaba realizando sus prácticas espirituales, que comienzan hacia las tres de la madrugada, hasta las siete o así (con un descanso para desayunar y escuchar la BBC).3 Nadie se atrevió a interrumpirle para informarle sobre el premio, así que el anuncio se hizo público antes de que nadie pudiera informarle.

Entretanto, su secretario particular rechazaba un tsunami de peticiones de entrevistas procedentes de los principales medios de todo el mundo, todo un contraste con respecto a años anteriores, cuando los periodistas sentían ciertas reticencias a entrevistarlo.4 Ahora, de repente, la prensa global reclamaba su presencia. Parecía que todas las cadenas de televisión y los periódicos más importantes del mundo querían una entrevista.

Aunque los teléfonos no dejaban de sonar, esa mañana el Dalai Lama instruyó tranquilamente a su secretario para que mantuviese en pie la actividad programada para ese día, una reunión con neurocientíficos. Como no quería cancelar esa reunión con los neurocientíficos, las peticiones de la prensa se rechazaron o pospusieron. Podía añadirse una conferencia de prensa a su programa a última hora de la tarde.

A esa hora, casi 100 reporteros y fotógrafos se concentraban en la sala de baile de un hotel local, para asistir a una improvisada conferencia de prensa. Al entrar, los fotógrafos se enzarzaron en una especie de melé a fin de obtener los mejores ángulos en la parte delantera de la sala para disparar sus cámaras.

Muchos de los periodistas presentes fueron contratados precipitadamente en la cercana reserva de Hollywood que cubría los sucesos de la industria cinematográfica, y estaban acostumbrados a un tipo de celebridades totalmente distinto. Aquí se hallaron frente a alguien a quien no estremecía la fama ni el dinero, y que no se moría por despertar interés en el mundo de la prensa.

En la era del selfie, cuando tantos de nosotros nos sentimos obligados a colgar y difundir todos nuestros movimientos y comidas, eso son posturas radicales. Todo su ser parece decirnos que no somos el centro del universo, que relajemos nuestras ansiedades, dejemos de lado nuestra obsesión egocéntrica, que disminuyamos esas ambiciones de yo primero, de manera que también podamos pensar en los demás.

Consideremos su reacción al ganar el Nobel. Resulta que yo estuve presente en su conferencia de prensa porque acababa de moderar un diálogo de tres días entre el Dalai Lama y un grupo de psicoterapeutas y activistas sociales sobre acción compasiva.5

Al entrevistarle para el New York Times el día después de que se enterase del premio, le pregunté una vez más sobre cómo se sentía al respecto. En lo que él denomina su inglés «chapurreado», me dijo: «Yo, yo mismo… no siento mucho». Por el contrario, estuvo encantado por la felicidad de quienes se habían esforzado trabajando para conseguirle el premio, una reacción significativa que su tradición denominaría mudita, alegrarse de la dicha de otros.

Luego está su vena juguetona. Su querido amigo, el obispo Desmond Tutu, parece tener el don de desencadenar esa cara divertida y traviesa del Dalai Lama. Cuando están juntos bromean y se guasean como si fuesen unos críos.

Pero por mucho decoro que exija un evento, el Dalai Lama siempre parece dispuesto a reír. Recuerdo un momento, durante una reunión con científicos, cuando contó un chiste a costa suya (como a menudo suele ser el caso). Ya había asistido antes a muchas reuniones con científicos y, me contó, le recordó una vieja historia tibetana sobre un yeti que quería atrapar marmotas.6

El yeti en cuestión se había apostado en el agujero de entrada de un nido de marmotas, y cuando apareció una, el yeti se abalanzó para atraparla, capturándola y poniéndola debajo de él, sentándose encima. Pero cada vez que el yeti iba a atrapar otra, se levantaba, y la marmota capturada antes se escapaba.

Eso, dijo con una carcajada, ¡era como su recuerdo de todas las lecciones científicas que había aprendido!

Luego hubo una vez en que esperaba para entrar en escena en una universidad, en la que él y un grupo de científicos estaban a punto de iniciar un grupo de debate. El preludio de ese encuentro fue un coro a capella de los estudiantes de un instituto, que entretenían a la audiencia. Pero en cuanto empezaron a cantar, el Dalai Lama, intrigado, salió solo al escenario vacío, rondando al coro mientras este cantaba, extasiado.

Fue un momento fuera del guión, con el resto del grupo y directivos de la universidad preparados para recibirle formalmente, perplejos, entre bastidores. El Dalai Lama, dueño de sí mismo, siguió allí sonriendo al coro, ajeno a la audiencia, que le sonreía a él.

En una reunión privada había dos docenas de directores generales de empresas sentados a una larga mesa de conferencias con él en la presidencia. Mientras conversaban, un fotógrafo contratado para documentar el encuentro acabó sentado en el suelo cerca de la silla del Dalai Lama, tomando instantáneas con un teleobjetivo enorme.

El Dalai Lama se detuvo a media frase, miró con desconcierto al fotógrafo que estaba en el suelo y le sugirió que se tumbase del todo para dar una cabezada. Al final de la sesión, el mismo fotógrafo tomó una foto formal del Dalai Lama con los dirigentes empresariales.

Una vez acabada la sesión, cuando el grupo se deshacía, el Dalai Lama se acercó al fotógrafo y, abrazándole, posó para una foto con ese fotógrafo.

Esos pequeños momentos no parecen nada del otro jueves tomados por separado, pero forman parte de una miríada de situaciones que me hablan de que el Dalai Lama vive a través de unos ajustes emocionales y algoritmos sociales únicos: una sintonía empática con quienes le rodean, humor y espontaneidad y un elevado sentido de la unidad de la familia humana, así como una notable generosidad, por nombrar algunos.

Su rechazo a parecer un santurrón –y disposición a reírse de sus debilidades– me da la impresión de ser una de sus cualidades más atractivas. Adereza la compasión con alegría, no con severidad ni banalidades.

Esos rasgos están sin duda enraizados en el estudio y prácticas en las que el Dalai Lama se ha sumergido desde la infancia, y a las que hasta el día de hoy dedica cinco horas diarias (las cuatro de por la mañana y otra por la noche). El resultado de esas prácticas diarias seguramente moldea su sentido moral y su personalidad pública.

Su autodisciplina, al cultivar cualidades como una curiosidad inquisitiva, ecuanimidad y compasión, refuerza una jerarquía de valores única que proporciona al Dalai Lama la perspectiva radicalmente distinta del mundo de la que fluye su visión.

Nos conocimos a principios de los años 1980, cuando visitó el Amherst College; su viejo amigo Robert Thurman, entonces profesor allí, nos presentó. Recuerdo que en ese encuentro el Dalai Lama nos hizo saber que deseaba entablar serias conversaciones con científicos. Eso resonó tanto con mis propios antecedentes como psicólogo y mi ocupación como con mi trabajo de periodista científico en el New York Times.

En los años posteriores organicé o tomé parte en un puñado de reuniones entre él y científicos de mi propio campo, y durante varios años le envié artículos sobre descubrimientos científicos aparecidos en el Times. Mi esposa y yo convertimos en una especie de costumbre el asistir a sus charlas y enseñanzas siempre que podíamos. Así que cuando me pidieron que escribiese este libro no dejé escapar la oportunidad.

Aunque la mayoría de mis libros exploran nuevas tendencias científicas y entran en detalles, y aunque el Dalai Lama basa su visión en la ciencia más que en la religión, este no es un libro científico. Aporto pruebas científicas que apoyan la visión, o para ilustrar una cuestión, pero no como texto de base. Aquellos lectores que quieran saber más al respecto pueden remitirse a las fuentes que aparecen en las notas al final (y una advertencia para el lector: las negritas que aparecen en el libro son notas «ciegas», sin numeración en el texto, pero no obstante aparecen al final).

La visión que ha emergido a partir de mis entrevistas con el Dalai Lama está, y de eso estoy seguro, condimentada por mis propios intereses y pasiones, igual que el relato. A pesar de ello, me esfuerzo por ser fiel a sus intuiciones básicas y a la esencia de la invitación que nos hace a cada uno de nosotros.

El hombre

Tenzin Gyatso llegó a ese personaje mundial a través de accidentes de la historia. Durante más de cuatro siglos, desde los inicios de la institución, ningún Dalai Lama –el líder religioso y espiritual del Tíbet– ha residido fuera de los territorios del budismo tibetano. De niño, este XIV Dalai Lama deambuló por el enorme palacio del Potala, en Lhasa, donde se le preparó, como a otros antes que él, en materias como filosofía, debate y epistemología, y en cómo cumplir con su papel ritual.7

Pero con la invasión del Tíbet por parte de la China comunista en los años 1950, fue empujado hacia un mundo más grande, escapando finalmente a la India en 1959, donde ha residido desde entonces, sin poder regresar nunca más a su tierra natal.

«A los 16 años de edad –dice– perdí mi libertad», cuando ocupó el papel de líder religioso y jefe de estado del Tíbet. Luego, cuando tuvo que marcharse, dice: «perdí mi país».

La película Kundum refleja el momento de esta transición, siguiendo la trayectoria de la infancia del Dalai Lama. Al llegar a la India procedente del Tíbet, el joven Dalai Lama desmonta del caballo y mira hacia atrás, a los guardias tibetanos que le han escoltado hasta allí. El tono es un poco melancólico; en parte por haberle dejado en esta nueva tierra extraña, y en parte porque probablemente nunca volverá a verlos, pues cabalgan de regreso a un país en peligro, por el que podrían arriesgar sus vidas.

Mientras todos esos rostros familiares se van perdiendo en la distancia, el Dalai Lama se da la vuelta, comprendiendo que ahora está entre extraños: sus anfitriones indios le dan la bienvenida a su nuevo hogar. Pero en esos días, como dijera el actor –y gran amigo– Richard Gere al presentarle en un acontecimiento público, «allí donde va, está entre amigos».

Ninguna generación anterior que viviese fuera del Tíbet gozó de la oportunidad que tenemos nosotros en la actualidad de ver a un Dalai Lama. Viaja incansablemente, está a disposición de la gente por todo el mundo: un día, hablando a los devotos budistas buriatos en Rusia, a científicos en Japón, la semana siguiente, saltando de aulas a auditorios repletos.

Tal vez la única fuerza que le pone trabas a estar disponible para más personas es su imposibilidad a la hora de obtener visados de entrada a muchos países del mundo que, presionados por China, temen consecuencias económicas si le permiten entrar en su territorio. En los últimos años, los defensores de la línea dura, en la dirección de los comunistas chinos, parece que consideren todas las actividades del Dalai Lama como política, cuyo objeto sería socavar el control chino sobre el Tíbet.

A pesar de todo ello, un ejemplo de uno de sus itinerarios nos lo muestra hablando a estudiantes en Nueva Delhi sobre «ética laica», desplazándose luego a México D.F. donde, entre otros compromisos, se dirige a miles de sacerdotes católicos para hablarles acerca del tema de la armonía religiosa, dialoga con un obispo y da una conferencia pública en un estadio sobre la compasión en acción, para luego salir hacia la ciudad de Nueva York e impartir allí dos días de enseñanzas hasta dar un salto para asistir a una cumbre por la paz en Varsovia, en una escala rápida en su viaje de regreso a Nueva Delhi.

Con esta inmersión global se ha sumergido en un papel de importante hombre de Estado. Al principio no fue tan fácil.

En los años anteriores a la obtención del Nobel, las conferencias de prensa del Dalai Lama solo atraían a un puñado de periodistas. Recuerdo la consternación que me expresó en 1988 su representante oficial en Estados Unidos, cuando hizo una importante concesión a los chinos, diciendo que su objetivo para el Tíbet era la autonomía, no la independencia.8

Aunque tuvo una importancia trascendental para quienes apoyaban la causa tibetana (y probablemente en el hecho de que se le concediese el premio Nobel de la Paz al año siguiente), en el New York Times esa frase acabó en una reseña de un párrafo que citaba a un servicio de noticias, enterrada en las páginas interiores.

Sin embargo, desde el Nobel, sus movimientos han atraído cada vez a más gente y prensa, convirtiéndose incluso en un icono de la cultura pop, con su rostro formando parte de un anuncio de Apple (con la frase: «Piensa diferente»), y en la aparentemente interminables (aunque a veces falsas) series de citas inspiradoras que se le atribuyen.

Su actitud es abierta: aunque te das cuenta de que le gustaría estar inmerso en sus prácticas de madrugada, la publicidad, la celebridad y la tormenta mediática pueden utilizarse para bien. Como dice su traductor inglés de siempre, Thupten Jinpa, ahora su mensaje compasivo cuenta con «un micrófono más grande».

El Dalai Lama forma parte del pequeño puñado de figuras públicas actuales muy admiradas que encarnan profundidad y gravitas interior. Pocas «celebridades», de haber alguna, están a la altura de su talla moral o de la energía de su presencia, por no hablar de su gancho con la gente. Sus apariciones en el mundo atraen audiencias enormes, y a menudo llenan estadios.

El Dalai Lama lleva décadas viajando por el mundo, viendo a personas de todos los orígenes, niveles sociales y opiniones, contribuyendo todas a su propia perspectiva. La gente con la que se involucra de manera cotidiana va desde habitantes de barrios de chabolas y favelas –de São Paolo a Soweto– a jefes de Estado y científicos galardonados con el Nobel. A este vasto abanico de encuentros aporta su propia e incansable motivación y compasión.

Percibe la unidad, la integridad de la humanidad –el Nosotros– en lugar de perderse en las diferencias de Nosotros-y-Ellos. Los problemas a los que se enfrenta «nuestra familia humana», como dice él, trascienden las fronteras, como la brecha creciente entre ricos y pobres y la inexorable descomposición de los sistemas planetarios que mantienen la vida a causa de las actividades humanas.

A partir de esta rica mezcla, el Dalai Lama ha forjado un plan que puede aportar esperanza, impulso y enfoque para todos nosotros, un mapa que podemos consultar para orientar nuestras propias vidas, comprender el mundo, calibrar qué podemos hacer y cómo dar forma a nuestro futuro compartido.

Su visión de la humanidad, desde su perspectiva como hombre, encarna una manera de ser y percibir que pone patas arriba muchos de los valores en boga en la actualidad. Vislumbra un mundo más afectuoso y compasivo, más sabio a la hora de lidiar con nuestros retos colectivos: un mundo que responda mejor a las demandas de un planeta interconectado. Y esta visión de lo que podría ser va más allá de meras quimeras para ofrecer las semillas de los antídotos pragmáticos que necesitamos más urgentemente que nunca.

Una voz transformadora

Había una vez un niño que nació hijo de unos aldeanos analfabetos en un pueblo aislado; que tuvo que huir de su tierra y que ha sido un hombre sin país durante más de medio siglo. Nunca tuvo un hogar, ni una casa ni un salario, por no hablar de inversiones de ningún tipo. Nunca tuvo una familia propia.

Nunca asistió a un colegio normal; su educación consistió en una serie de seminarios en arcanos métodos filosóficos, rituales y un plan de estudios desarrollado hace unos seis siglos. Y no obstante, se ha reunido con regularidad, a fin de mantener profundas conversaciones, con algunos de los científicos más avanzados del planeta.

Visita con frecuencia a líderes de alto nivel, colegiales y ciudadanos normales de todo tipo, incluidos los que viven en barriadas miserables, por todo el mundo. Viaja incesantemente, siempre dispuesto a aprender.

Todo eso, claro está, describe al Dalai Lama, una persona más bien rara en este planeta, liberada de muchas de las obligaciones que delimitan las preocupaciones de la mayoría de nosotros, de nuestras propias vidas, nuestra familia y amigos, nuestra comunidad y nuestro país.

Aunque carece de la formación de un especialista, su pericia habla de otras dimensiones de la vida. En lugar de mero conocimiento, ha acumulado sabiduría.

Es un perito especial. Es un experto en reflexión y serenidad, en generosidad y compasión. Casi nadie de nosotros consideraría nunca meditar cinco horas al día, como hace el Dalai Lama. Y sin embargo, de su profunda práctica y de la perspicacia e interés resultantes, hay mucho que podemos aprender, y que podemos aplicar para vivir una vida buena y satisfactoria.

Cuando se trata de invertir, consultamos con un experto financiero; si se trata de nuestra salud, lo hacemos con un médico. Y cuando se trata de nuestra vida interior, de cómo ser una fuerza de compasión en este mundo, podemos confiar en el Dalai Lama como en un experto cuya orientación nos beneficiará a todos.

Empecemos mirando hacia nuestro interior y gestionando nuestras propias mentes y corazones, nos dice. Luego dirijamos la mirada hacia el exterior, en busca de un lugar más equilibrado en nosotros mismos, y consideremos el bien que podemos hacer.

No hemos de desanimarnos a causa de las terribles noticias que escuchamos; en realidad, eso solo refleja una pequeña parte de la historia humana. Bajo la fea cumbre de ese glaciar reposa un vasto depósito de sensibilidad y bondad, y cada uno de nosotros puede ampliar dicha bondad.

En los últimos años he escrito a menudo acerca del liderazgo, y del Dalai Lama he aprendido varias lecciones aptas para cualquier líder. Como veremos, su visión para un mundo mejor no excluye a nadie, sino que alcanza a todos los niveles de la sociedad y a todos los individuos en todas partes. En su mensaje no hay prejuicios excluyentes; nos ofrece orientación a todos.

Tampoco dicta qué acción deberíamos emprender. Aunque cuenta con varios objetivos explícitos en mente, deja que cada uno de nosotros decida si quiere seguir su liderazgo o no, y que actuemos en consecuencia.

No le interesa nuestro dinero, nuestras preferencias, nuestra dirección de correo electrónico o añadirnos a alguna lista, ni tampoco considerarnos sus «seguidores». Ofrece libremente su perspectiva de la vida. Está simplemente ahí, a nuestra disposición.

Por fortuna, en lugar de ocultar unos intereses egoístas, su mensaje de liderazgo gira alrededor de un principio organizador central: la compasión genuina. Y su reconocimiento de la red de interconexión humana le proporciona un interés genuino por todos nosotros.

Hablando con líderes, desde Davos a Washington, D.C., siempre he escuchado las mismas quejas: nuestros principios rectores hacen que los ricos dejen tirados a los pobres, que los sistemas planetarios estén condenados a desmoronarse, y sobre la parálisis gubernamental al afrontar retos tan urgentes. Necesitamos, me cuentan, un nuevo tipo de liderazgo, que excluya la mezcla de cinismo y egocentrismo que nos está conduciendo a un futuro terrible.

Cuanto más amplia es nuestra esfera de influencia, a más gente orientamos. En este sentido, el Dalai Lama desempeña un papel global, alcanzando a millones de seres. Se ha convertido en un ciudadano del mundo de facto itinerante, durante más de medio siglo, pasando meses al año en alejados rincones del planeta, reuniéndose con personas de todo tipo. Las preocupaciones del mundo son las suyas.

Los líderes orientan la atención, dirigiendo nuestros esfuerzos hacia lo importante. Por lo general, eso ha significado abordar lo que resulta urgente a corto plazo: los objetivos de este trimestre, la próxima novedad, las siguientes elecciones.

La prensa económica nos dice que los mejores líderes son aquellos cuyas trapaceras estrategias consiguen cuota de mercado y crecimiento de los beneficios para sus empresas, y los ejecutivos destacados que han conducido a sus compañías a una gestión fiscal excepcional. Y aunque de vez en cuando los líderes políticos intenten hacer realidad una visión que se eleve por encima del tirón gravitatorio de la política partidista, la inercia de ese sistema suele impedírselo.

Aunque en la actualidad son muchos los líderes que operan respetando los límites de las cosas tal y como son, y que benefician a un grupo determinado, el Dalai Lama no se siente confinado por esas preocupaciones o limitaciones. Su capacidad sin limitaciones le permite expandir nuestro pensamiento a fin de observar cómo nuestros sistemas pueden transformarse para beneficiar al número más amplio de personas.

Eso convierte al Dalai Lama en un líder transformador, que mira más allá de la realidad cotidiana para ofrecer un mapa hacia un futuro mejor a nivel mundial.9 Ese tipo de líderes cuentan con horizontes más amplios y, por ello, pueden afrontar a nuestros mayores desafíos, pensando en un futuro a largo plazo, prestando atención a los temas que importan a todo el mundo.

Actúan no solo para sí mismos, para su propio grupo u organizaciones, sino más bien por todos nosotros, en nombre de la humanidad en sí misma. No son esos la mayoría de los líderes con los que contamos, sino más bien las voces que necesitamos. El mundo anhela ese tipo de liderazgo.

Cuanto más altruistas sean los valores rectores, más amplio el horizonte temporal y más inclusivas las necesidades humanas que un líder aborde, mayor será su visión. Los líderes transformadores sirven a un propósito trascendente, señalando el camino hacia una nueva realidad. Eso es lo que me atrae de la visión del Dalai Lama.

Puede dar la impresión de ser una sorprendente fuente para ese tipo de orientación. Gentes de todo el mundo admiran su sabiduría y compasión, y se sienten atraídas por su carisma. Pero pocos son los que comprenden su valor como futurólogo que reflexiona sobre nuestros problemas y sus soluciones globalmente y a muy largo plazo, un visionario que siente que necesitamos afrontar las demandas de nuestra realidad inminente.

Cuando el Dalai Lama está de gira por el mundo, siempre hay dos tipos de audiencias: la de aquellos interesados en el budismo que asisten a sus enseñanzas religiosas, y las grandes multitudes que acuden a sus conferencias públicas. Con el paso de los años, su misión personal ha hecho que se sienta menos interesado en dirigirse a las mismas muchedumbres de budistas una y otra vez; sus apariciones religiosas han disminuido con el aumento de sus conferencias públicas.

Al articular su visión nos habla a cada uno de nosotros, no desde su papel religioso, sino desde su faceta de líder global que se interesa genuinamente por el bienestar de cada persona del planeta.

Mientras escribo estas palabras, este líder global está a punto de cumplir 80 años. Es hora de contar con un mensaje escrito, con un mapa del futuro, del Dalai Lama dirigido a todo el mundo.

La visión

Hace un tiempo apareció un artículo provocativo, «The Death of Environmentalism» (La muerte del ecologismo), en el que se afirmaba que el movimiento se había tornado muy negativo en sus pesimistas mensajes.10 Martin Luther King, señalaba, se hizo con el corazón de millones con una alocución en la que declaraba: «He tenido un sueño», no una pesadilla.

Nuestra línea de acción sería más convincente si estuviera guiada por una visión positiva, por una imagen rectora acerca de lo que las cosas podrían ser en el futuro. Considerando lo que la vida podría ser, invita a la originalidad, a nuevas ideas e innovaciones.

Pero claro, para sobrevivir, hemos de reconocer lo que no funciona. Para tener éxito en el empeño necesitamos una Estrella Polar a la que seguir a fin de descubrir mejores alternativas, un GPS reiniciado hacia un mañana más optimista. Al formular esta visión transformadora de nuestro futuro compartido, el Dalai Lama no se entretiene en lo que va mal, sino que orienta nuestra atención hacia lo que podría ser beneficioso para nuestro mundo.

«Tener visión –escribió Jonathan Swift– es el arte de ver lo que es invisible» para otras personas.11 La visión del Dalai Lama nos apremia a considerar prometedoras posibilidades más allá de los oscuros y deprimentes mensajes de los medios que nos llegan a diario.

En sus viajes por todo el mundo, el Dalai Lama ha articulado retazos de este mapa hacia un futuro mejor, pero la totalidad no ha aparecido unificada en un único volumen. Con su guía, he esbozado aquí esa visión en forma de un conjunto de escenarios entrelazados que combinan su articulación, su expresión, con ejemplos, personas y proyectos existentes que ya están convirtiendo esa visión en una realidad.

Nuestro periplo empieza responsabilizándonos de una mejor gestión de nuestra propia mente y emociones, que el Dalai Lama denomina higiene emocional: reducir el poder de las emociones destructivas y cultivar maneras de ser más positivas.

Un autodominio así nos permite apuntar, cultivar y actuar mejor basándonos en valores humanos básicos, que considera conformando una ética universal fundamentada en la unidad de la humanidad, y que se expresa mejor como compasión hacia todos.

La plataforma de esta ética impulsada por la compasión y el autodominio que la permite puede parecer sorprendente. El Dalai Lama no se basa en ninguna religión o ideología en particular, sino que más bien fundamenta su visión del mundo en descubrimientos empíricos. Una ciencia de la compasión puede ayudar a la humanidad, afirma, situando valores humanos sobre una base más firme.

Una compasión fornida energiza una acción vigorosa a fin de denunciar y responsabilizar a las fuerzas sociales tóxicas como la corrupción, connivencias y prejuicios. La compasión desencadenada nos proporciona un nuevo punto de partida desde el que mejorar sistemas como la economía, la política y la ciencia. En la práctica, eso significa transparencia, justicia y responsabilidad, tanto en los mercados financieros, como al financiar elecciones o al publicar datos.

En el campo de la economía, una ética de la compasión nos lleva a concentrarnos en cómo se distribuyen los artículos, no solo a cómo acumularlos. Una economía compasiva refleja consideración, no codicia. Y los negocios pueden hallar maneras de hacer el bien a la vez que les va bien.

Queda claro que de los valores compasivos fluye el imperativo de ocuparse de los necesitados: los pobres, los que carecen de poder y de aquellos privados de sus derechos. Pero eso significa ir más allá de la simple caridad para ayudar a los necesitados, siempre que resulte posible, a que puedan estar en situación de ocuparse de sí mismos con dignidad.

Nuestro planeta es nuestro hogar, y nuestro hogar está ardiendo, nos advierte. Las actividades humanas de todo tipo degradan los sistemas globales que mantienen la vida en este planeta, y todos juntos deberíamos hacer todos los esfuerzos posibles para sanar el planeta.

En una época en que los conflictos generados por odios étnicos parecen disparados, el Dalai Lama tiene la audacia de imaginar una estrategia de pacificación a largo plazo: un día en que las disputas se resolverán a través del diálogo y no la guerra, un final de la mentalidad del nosotros-contra-ellos a todos los niveles, desde grupos pequeños a pueblos y naciones enteras.

Y para llevar esa visión hacia el futuro, una educación del corazón debería ayudar a los estudiantes a cultivar herramientas de autodominio y afecto, y para vivir con esos valores humanos. Si esa educación se convirtiese en un prototipo universal, las generaciones futuras actuarían con compasión de manera natural.

Finalmente, nos apremia a adoptar un enfoque a largo plazo de la historia y a actuar ahora, a dirigirnos hacia la realización de esta visión en el modo en que podamos, utilizando los medios que tengamos a nuestro alcance. Esos cambios costarán generaciones. Y aunque no vivamos para ver su confirmación, el Dalai Lama nos urge a empezar esta evolución hacia la compasión. Todo el mundo puede hacer algo; cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar. Nuestros esfuerzos tienen la capacidad de reinventar el futuro.

Juntos, todos esos elementos son sinérgicos, el todo es más grande que cualquiera de las partes. La visión del Dalai Lama puede considerarse como un conjunto de criterios engranados para pilotar nuestras vidas y nuestra sociedad hacia un mañana mejor.

Las alternativas al «más de lo mismo» esbozadas en esta visión de un posible futuro tienen un atractivo especial en una época en que cada vez más gente reconoce las falsas esperanzas de satisfacción inherentes a las promesas de poder, dinero o fama; lo absurdo de lanzarnos a una carrera agotadora; y el regalo de una vida vivida con generosidad, discernimiento y dicha.

La visión va más allá de nuestras vidas personales, ofreciendo un conjunto de principios diseñados para una sociedad que alienta lo mejor de la naturaleza humana. Su base radica no en una creencia infundada, sino en la ciencia y en los valores humanos básicos, y nos interpela a todos.

Al ofrecer este mapa hacia un mañana mejor, el Dalai Lama trasciende sus raíces. Su mensaje no es solo para budistas o tibetanos, sino para toda la humanidad, así como para los que han de venir.

Estas posibilidades para la humanidad trascienden el soniquete de negatividad transmitido a diario por las noticias. No se trata de meras extravagancias utópicas, sino que ahora mismo están encarnadas en estrategias prácticas, algunas explícitamente orientadas por sus palabras, otras surgidas independientemente pero, no obstante, en sintonía. Los objetivos son elevados, pero, como veremos, los resultados ya son alentadores.

Para transformar la visión del Dalai Lama en acción sintonizada, este libro cuenta con una plataforma web donde todos los que se identifiquen están invitados a participar juntos:

www.joinaforce4good.org.

Esta web que acompaña al libro que está leyendo le dirigirá a más recursos, guiándole hacia las acciones que se pueden emprender (o dando forma a las suyas propias) si desea unirse a la fuerza de compasión del Dalai Lama.

Al explorar los contornos de estas posibilidades conoceremos a personas y proyectos que ya apuntan hacia la realidad de lo que pudieran parecer meros y nobles sueños. El Dalai Lama ha inspirado directamente a algunos; otros simplemente se alinean con su visión. Hasta cierto punto, él articula lo que muchos ya sienten y hacen. El Dalai Lama es portavoz no oficial de esos ejemplos de compasión en acción, que tan a menudo operan lejos de los focos de los medios.

El Dalai Lama no reclama ninguna autoridad acerca de los detalles para solucionar las crisis de nuestro tiempo, sean sociales, políticas, económicas o ambientales. Pero sus propias características, formación y vida le proporcionan una profunda seguridad acerca de las cualidades que necesitamos desarrollar para resultar más eficaces al ocuparnos de esos temas.

Hay una expresión tibetana, explica, que podría traducirse más o menos como: «Asegúrate de que tu cerebro no esté demasiado estancado, demasiado rígido». Nuestros problemas humanos aumentan con rapidez. En lugar de no apreciar el mundo como es debido, deberíamos estar constantemente cuestionando la sabiduría recibida y las suposiciones ocultas. Hay que ser flexibles y mejorar nuestras mentes, nos dice, para así poder actuar en el mundo.

Todos podemos ayudar, empezando allí donde estemos. Las soluciones nos llegarán en una u otra forma al entrar en contacto con esta vasta visión. No existe una única solución mágica para todas esas cuestiones, sino más bien una miríada de maneras grandes y pequeñas de mejorar las cosas.

No basta con apoyar meramente un plan noble, nos dice el Dalai Lama: necesitamos movernos en esa dirección. La visión del Dalai Lama nos interpela a todos.

Cada uno de nosotros puede ser una fuerza de la compasión.