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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Katherine Garbera

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Adictos al amor, n.º 1193 - febrero 2016

Título original: The Tycoon’s Lady

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8050-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–«Deje que nosotros nos ocupemos de los detalles de su vida mientras usted se encarga de su empresa», ese es su eslogan, y cualquiera que conozca a Angelica Leone, fundadora y presidenta de Corporate Spouses, debe saber que pone sus asuntos en buenas manos. Caballeros, quiero presentarles al siguiente participante de esta noche en la subasta.

Angelica respiró hondo y salió al escenario. Se movía lentamente, tal y como le habían enseñado a hacer en el internado al que había asistido durante los años de formación. La educación y las buenas maneras era una de las materias en las que siempre había destacado. ¿Quién hubiera podido suponer que un día se ganaría la vida gracias a ello?

Angelica sabía que su aspecto era perfecto. Sabía que los ejecutivos y hombres de empresa la observaban, buscando un fallo antes de decidir si ella y su empresa merecían la pena. Angelica marcaba rítmica y equilibradamente su huella en el suelo con el resonar de sus zapatos de tacón, se balanceaba a cada paso, mirando el mar de rostros desconocidos más allá de las luces del escenario. Unos cuantos pasos más y estaría en el podio, junto al micrófono. Y una vez tras de esa barrera se relajaría. Angelica disfrutaba hablando en público.

Distraída en sus pensamientos, Angelica tropezó con un cable mal instalado y cayó, casi en el escenario, con una especie de movimiento a cámara lenta al estilo de las películas. Por un momento temió aterrizar allí en medio, con la falda levantada. La sala estaba en silencio, hasta la banda había dejado de tocar. De pronto se produjo un murmullo de voces. Angelica contuvo el aliento esperando el impacto de la caída. Pero en lugar de ello aterrizó en brazos de un hombre. Un hombre fuerte, cálido, que olía a colonia exótica. El corazón le latía sereno en el pecho, donde Angelica había apoyado casualmente la cabeza. Ella jamás había oído los latidos del corazón de un hombre.

Roger, el difunto esposo de Angelica, siempre había preferido mantener las distancias entre ellos. Por un momento sintió pánico ante lo desconocido de la situación, y trató de liberarse. El hombre la soltó, dejándola en pie, en el suelo.

Al alzar los ojos hacia quien la había salvado, Angelica contuvo de nuevo el aliento. Lo conocía, conocía su reputación, aunque jamás habían sido presentados. Se trataba de Paul Sterling, un tiburón de una gran corporación que había mandado al paro a más de uno de sus clientes. Angelica le debía sus beneficios empresariales del último año y su éxito. Más de un ejecutivo recién ascendido había acudido a su empresa, a formarse en educación y etiqueta, mientras trabajaba para Paul. Era un hombre que exigía perfección a sus empleados.

–Gracias por salvarme.

–Ha sido un placer, Angel –respondió él.

Aquellas palabras fueron como una brisa primaveral. Hacía demasiado tiempo que ningún hombre suscitaba en ella un deseo que no estuviera relacionado con los negocios. Angelica levantó la vista, magnetizada ante la intensidad de aquella mirada. En aquel hombre había algo, mucho más de lo que hubiera podido suponerse por su reputación. Y ese algo era capaz de acelerarle los latidos del corazón y hacer que todo su cuerpo se estremeciera. No podía apartar la vista de él. Paul Sterling no era el monstruo de sangre fría que todo el mundo aseguraba. ¿Por qué eso la preocupaba?

–Me llamo Angelica, Angelica Leone.

–Paul Sterling.

–Lo sé –respondió ella imprudentemente, sin pensar, haciendo gala de uno de sus defectos, que tantas veces le había causado problemas.

Paul alzó una ceja inquisitiva. De pronto Angelica se dio cuenta de que todo el mundo los miraba, y se ruborizó. No era precisamente esa la imagen que quería dar de su empresa. Angelica trató de subir de nuevo al escenario, y su héroe la ayudó.

Dos técnicos corrieron a ocultar el cable. Ella se negó a volver a mirar a Paul, aunque estaba en deuda con él. ¿Bastarían unos puros, o el hecho de que la hubiera rescatado de una violenta situación merecía algo más? Por ejemplo, un regalo de empresa. Angelica se acercó al podio y se aferró a él como si fuera su salvavidas, comenzando su discurso:

–Nuestra empresa se dedica a entrenar a ejecutivos a salir airosos de situaciones como esta, pero lo más importante es que les enseñamos a navegar por las familiares aguas de la vida social empresarial. Esta noche subastamos nuestro Silver Bells Package, que incluye servicio doméstico durante tres meses y acompañante para tres actos sociales de empresa.

Angelica sonrió en dirección a la audiencia mientras el presentador comenzaba con la subasta. Muchas voces se alzaron en la sala, pero solo una tuvo la suficiente sonoridad como para ganar. Por supuesto, se trataba de Paul Sterling. Entonces Angelica comprendió que una caja de puros no sería suficiente.

Acababa de acceder a acompañar a tres actos sociales al único hombre de aquella sala que le hacía recordar que era una mujer. No se trataba de citas románticas, por supuesto, pero aun así el pulso se le aceleró.

 

 

Paul cruzó el salón en dirección a Angelica Leone con dos copas en la mano. Aquella noche había acudido a la subasta más por curiosidad que por otra cosa, pero se alegraba de haberlo hecho. Llevaba más de diez años viviendo en Orlando, y jamás había asistido a aquel acto anual.

Paul había llegado a una etapa de su vida en la que podía mantener citas sin perder por ello el tiempo, lejos del despacho. Y por fin estaba llegando a su meta. Pronto se convertiría en el director de empresa más joven de la historia de Tarron Enterprises. No necesitaría malgastar las próximas semanas buscando a una mujer joven y apetecible, y cortejándola después, si es que lo que se hacía hoy en día podía llamarse cortejar. Tendría una «compañera oficial» para asistir a la reunión anual del consejo de dirección sin necesidad de complicarse la vida.

Paul siempre había sido un solitario, por necesidad y por vocación, pero en los últimos tiempos su jefe le había lanzado unas cuantas indirectas en torno a ese tema. Él sabía que la solución era casarse con alguien que pensara exactamente como él, pero la idea del matrimonio le dejaba siempre mal sabor de boca. El hecho de que el de sus padres hubiera sido un desastre no era algo que a Paul le gustara analizar. Y menos aquella noche.

Paul había oído hablar de Corporate Spouses, pero no de su encantadora fundadora y propietaria. Aquella belleza morena suscitaba en él respuestas primitivas. Estaba acostumbrado a hacer caso omiso de esos impulsos, por eso precisamente había sobrevivido y alcanzado el éxito. ¿Por qué, entonces, se sentía tentado de hallar el modo más íntimo de sacársela de la cabeza?

A aquellas alturas, seguir soltero era más una trabajosa tarea que un juego. A veces Paul deseaba tener una acompañante, pero sabía que el matrimonio no era para él. La experiencia le había enseñado que las mujeres no comprendían su obsesión por el trabajo. Paul solo podía contar con eso, con su trabajo: era lo único en lo que podía confiar.

Por eso aquella «acompañante oficial» era justo lo que necesitaba. Era útil, tener a alguien inteligente y educado a su lado. Y a juzgar por su reputación, Angelica era ambas cosas. Pero más allá de eso había algo en ella que suscitaba su curiosidad.

–¿Champán? –preguntó él acercándose.

–Debería ser yo quien te ofreciera una copa. Gracias otra vez, por salvarme –respondió ella tomando la copa de su mano y alzándola para brindar.

Angelica llevaba un vestido rojo ajustado sutilmente a la silueta, un vestido que lo excitaba tanto por lo que revelaba como por lo que ocultaba, que le hacía recordar oscuras pasiones. Era educada y elegante, y su forma de moverse en el escenario prometía. La energía de su voz, al hablar acerca de la empresa que había fundado, resonaba llena de seguridad, pasión y promesas.

–Dale las gracias al destino –dijo él chocando ambas copas y observando que ella sostenía su mirada.

Angelica tenía unos enormes ojos marrones que dominaban su rostro como ventanas del alma, pero contemplarlos le resultaría caro. Paul estaba acostumbrado a pagar un alto precio por lo que compraba, el coste jamás le había importado, cuando se trataba de dinero. Pero si la cuestión eran los sentimientos y emociones… en eso no invertía con tanta facilidad.

–Por los héroes –insistió ella, dando un sorbo.

–Será mejor que brindes por el destino, porque yo no soy ningún héroe.

–Bueno, esta noche has sido el mío, y te lo agradezco.

–No tiene importancia. Volvería a repetirlo.

Angelica desvió la vista incómoda, y Paul dio un sorbo de champán pensativo. El silencio creció entre ellos. Toda la refinada sofisticación que él creía haber cultivado a lo largo de los años desapareció en un instante; de pronto no sabía qué decir. Así pues, decidió hablar de un tema que jamás le había fallado: los negocios.

El trío de jazz comenzó a tocar en el escenario, y las parejas salieron lentamente, llenando la pista de baile. Por un momento Paul pensó en todo lo que se había perdido, en su empeño por ser el mejor en la única cosa que se había propuesto en la vida. Sin embargo no le dio importancia. No eran esas cosas las que lo hubieran hecho feliz, solo su vida profesional podía hacerlo feliz.

Paul miró a Angelica. Ella observaba a las parejas bailando, como si deseara salir a la pista. Bien, pues no sería él quien la sacara. Sus relaciones serían estrictamente laborales.

–Explícame los detalles del servicio que me ha tocado en la subasta –preguntó él.

–Se trata del Silver Bells Package, que incluye tres meses de servicio doméstico en casa y una serie de citas con una acompañante oficial, en tu caso tres. Podemos hablar de ello con más detalle el lunes por la mañana, si quieres.

–¿Te parece bien a las diez y media?

–Claro.

Tres citas sonaban a demasiado, y al mismo tiempo a demasiado poco. Aquella mujer lo embrujaba, con su silueta esbelta y su cabello oscuro como la medianoche. Era inteligente. Paul sabía que Angelica decía muchas menos cosas de las que pensaba o sentía. Al tropezar en el escenario su aspecto no había sido el de una persona nerviosa, estaba preparada para enfrentarse a lo que hiciera falta.

Paul también tenía esa misma confianza en sí mismo, una confianza nacida del hecho de saber que podía manejar cualquier situación. Eso le gustaba de Angelica. De hecho, le gustaban demasiadas cosas de ella.

–Cuéntame algo acerca de tu empresa. ¿Se trata solo de meras citas para actos oficiales?

–Bueno, tenemos un servicio de acompañantes para actos sociales de todo tipo. Por ejemplo, si tu empresa hubiera reservado mesa aquí, y todos llevaran esposa, nosotros te proporcionaríamos una, si la tuya no pudiera asistir.

–¿Y ha tratado alguien, alguna vez, de llevar esa cita un poco más allá? –preguntó él, tentado de hacerlo.

Paul sabía que Angelica merecía mucho más de lo que él podía ofrecerle. Un hombre inteligente debía conocer sus límites, ese era su lema. Y él siempre los había respetado. Valía para la dirección de empresa y las maniobras corporativas, valía como jugador de baloncesto, pero no valía para las mujeres ni el matrimonio. Cierto que solo acababa de conocer a Angelica, pero ella parecía de ese tipo de mujeres que esperan de un hombre algo más que un par de noches de pasión.

–No, conmigo.

Paul la creyó. Angelica tenía una fortaleza interior capaz de asustar a cualquier hombre, de advertirle que no estaba dispuesta a jugar a cualquier cosa. Probablemente esa fortaleza procedía de su confianza en sí misma, de la confianza que él tanto admiraba. No obstante, en ese momento no servía para ponerle las cosas más fáciles.

El trío comenzó a tocar un número de swing que había hecho famoso a los Stray Cats, con su cantante Brian Setzer. Los jóvenes se abalanzaron sobre la pista, seguidos de un par de personas entradas en años que fueron, con mucho, los que mejor bailaron. Angelica golpeó el pie contra el suelo siguiendo el ritmo, observando a la gente bailar.

–El año pasado tomé lecciones de swing –dijo ella repentinamente, sin venir a cuento.

Paul deseó sonreír. Ella le recordaba a su hermana, antes de perder el entusiasmo por la vida, en aquella preciosa época en que la felicidad está a la vuelta de la esquina. Por un segundo los ojos de Angelica brillaron… y, solo por un segundo, Paul deseó ser él quien le ofreciera esa felicidad. Pero Paul vivía en el mundo real, y la felicidad no era más que un mito.

–Yo no he aprendido jamás.

–Pues también ofrecemos lecciones de baile en Corporate Spouses. Puedo darte detalles, si te interesa.

–No, gracias. No me gusta perder el tiempo.

–La vida social forma parte del mundo de los negocios –afirmó ella mirándolo extrañada.

–Puedo hacer vida social sin bailar.

–¿Y qué hay de la diversión?

–Bueno, ¿qué hay de la diversión? Los negocios y la diversión no deben mezclarse –sentenció Paul.

–Pueden mezclarse –lo corrigió ella.

–No para todos.

Paul admiraba la dedicación a la empresa que demostraba Angelica. Se dijo a sí mismo que su interés por ella se debía únicamente a los negocios. Pero su cuerpo le decía otra cosa.

La pieza de swing terminó, y ambos aplaudieron. Entonces una mujer afroamericana alta, con un vestido ajustado, se unió al trío, y sonaron los primeros acordes de una canción de Lena Horne. Aquella solista de color tenía una voz capaz de rivalizar con la mismísima Lena Horne.

Paul se bebió el resto de la copa y la dejó sobre la bandeja de un camarero que pasaba. Angelica dejó la suya también, pero sin terminar.

–¿Quieres bailar? –preguntó ella.

–Claro –contestó él maldiciéndose en silencio, sabiendo que hubiera debido negarse.

Paul no sabía muy bien por qué le había dado esa respuesta. Cierto, se moría por volver a tenerla en sus brazos desde el instante del tropiezo, pero jamás bailaba en los actos sociales de empresa. Le hacía sentirse como un inocente pez de colores, en un tanque de tiburones. Sin embargo no podía desaprovechar la oportunidad de abrazarla.

–¿Seguro? Te advierto que bailar no se considera un negocio.

–Sí, puede ser un negocio, Angel. El tuyo.

–¿Es que no crees que haya nada más en la vida? –preguntó Angelica.

Los fuertes latidos del corazón de Paul eran prueba de que sí había algo más, pero si quería dominar la situación necesitaba considerar a Angelica solo como una compañera de negocios, una empleada más. Paul la tomó en sus brazos y comprendió que el dominado era él, porque ninguna de sus empleadas lo había excitado tanto jamás.

 

 

Angelica trató de mantener una distancia prudente entre ellos, pero le costaba. Los hombros de Paul eran anchos, sólidos, perfectos para apoyar la cabeza. Él la sujetaba con tal seguridad, que parecía estar haciéndole una promesa: la de guiarla por la pista y por la vida, con toda suavidad. Y eso la hacía sentirse incómoda.

Las circunstancias habían enseñado a Angelica a cargar siempre con su propia responsabilidad. Aunque a veces, por las noches, deseaba un hombro sobre el que apoyarse, sabía que, en el fondo, dependía solo de sí misma. Y esa idea le proporcionaba la energía que necesitaba para resistirse a la atracción que sentía hacia él.

–Me encanta esta canción –comentó ella.

Conversar era uno de sus fuertes. Angelica había entablado conversación en las fiestas más atestadas de gente, con los hombres y las mujeres más poderosos de la ciudad, y jamás había perdido el control. Y sin embargo ahí estaba, a punto de perderlo por un solo hombre.

Solo que Paul no era un hombre cualquiera para ella. Era el hombre. El único con el que jamás se hubiera sentido bien bailando, desde el día de su boda, siete años atrás. Ya era hora de comenzar a salir con hombres de nuevo, a juzgar por lo atraída que se sentía hacia ese nuevo cliente.

Paul murmuró algo ininteligible. Angelica no lo entendió. A veces Rand Pearson, su socio y fundador junto a ella de Corporate Spouses, murmuraba también algo ininteligible, pero siempre durante un partido.

–¿No te gusta el jazz? –preguntó Angelica.