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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Tina Wainscott

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lo mejor de mí, n.º 1197 - febrero 2016

Título original: The Best of Me

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones sonproducto de la imaginación del autor o son utilizadosficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filialess, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N: 978-84-687-8052-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Lucy Donovan bajó del taxi y permaneció unos instantes debajo del arco de entrada del zoo marino, junto a un cartel deslucido que decía: Parque marino de Sony; conozca a Randy, el delfín. Cargó su equipaje y soltó un prolongado suspiro al pensar que Sony ya no estaría allí para atender a los clientes. Su padre había muerto recientemente y, aunque hacía doce años que no tenía noticias de él, le había dejado en herencia todas sus posesiones: eso incluía el zoo marino que estaba situado al borde del océano y un apartamento en Nassau, Bahamas. Aunque apenas se habían conocido, Lucy sentía la pérdida de un ser querido y dejó correr las lágrimas que afloraban a sus ojos.

En opinión de su madre, Sony había sido un hombre perezoso y caótico, un vago que no servía para nada. Pero Lucy siempre había pensado en él como si se tratara de un espíritu libre, un explorador, incluso un pirata. A pesar de que la vida de Lucy discurría de acuerdo con los valores que le había inculcado su madre, parte de su alma pertenecía a ese desconocido aventurero que había sido su padre.

Se secó los ojos con un pañuelo y apresuró el paso. El mostrador donde se vendían las entradas estaba lleno de objetos marinos, que se vendían como recuerdo: caracolas, erizos, estrellas de mar... Un hombre moreno se acercó al verla llegar y la saludó con una inclinación de cabeza. Ella se presentó.

–Hola, soy Lucy Donovan, la hija de Sony. Me gustaría hablar con Bailey.

–Encantado de conocerla, señorita Lucy. Yo soy Bill. Bailey está en la oficina, allí, delante de los acuarios.

–Gracias, Bill. ¿Puedo dejarte al cargo de mi equipaje?

–Sí, señorita, ¡cómo no!

–Gracias.

Lucy avanzó unos pasos y observó los acuarios que contenían diversas especies de animales marinos y cuya superficie brillaba bajo el sol tropical. Había grupos de visitantes aquí y allá, todos vestidos de forma informal, lo cual la hizo caer en la cuenta de que su elegante traje de lino desentonaba con el ambiente. Se dirigió a la oficina y allí encontró a un hombre de color de constitución delgada, que estaba colgado del teléfono. Debía de ser Bailey y, al parecer, buscaba una carta entre el montón de papeles que cubría la mesa con desorden.

–Sí, tengo la carta –dijo, una vez hallada–, pero debe de ser una equivocación... Sí, veo la firma... entonces, ¿ni siquiera puedo matarlo de un tiro? De acuerdo, de acuerdo, no lo mataré, lo prometo. Adiós.

Ella se adelantó un paso, alargando la mano para estrechar la que él le ofrecía.

–Soy Lucy Donovan, la hija...

–Es usted la hija de Sony, no cabe duda, los mismos ojos y el mismo cabello de color castaño oscuro. Llega justo a tiempo, tenemos un problema tremendo. Ese hombre que está ahí afuera quiere robarnos el delfín. Maldito sea. Llegó esta mañana y dijo que pensaba llevarse a Randy. Sin ese animal, este zoo será una ruina, la gente dejará de venir y no habrá ingresos, y si no hay ingresos, no hay trabajo; y si no hay trabajo, no hay comida. Y yo tengo que alimentar a mi familia –dijo atropelladamente antes de aspirar una profunda bocanada de aire–. Señorita Lucy, tiene usted que echar de aquí a ese maldito hombre.

Lucy había pensado aclarar las cuentas del zoo para decidir qué hacer con él, también venía dispuesta a indagar un poco en la vida de su padre, aun a riesgo de ver cómo se desplomaban sus fantasías infantiles, pero no estaba en absoluto preparada para echar a nadie de ninguna parte.

–¿Es un ladrón? –preguntó.

–Un delincuente, quiere llevarse nuestra máxima atracción. Venga, se lo mostraré.

–Espere un momento –intentó detenerlo ella–, ¿cómo es posible que alguien pretenda robar un delfín con testigos y a plena luz del día? –preguntó mientras lo seguía por el zoo.

Se acercaron a una piscina rodeada de gente.

–¡Eh, nosotros hemos pagado para ver las cabriolas del delfín! –se oyó una voz entre la multitud, que resumía el malestar general–. Ese hombre no nos permite acercarnos. ¿Qué pasa?

–¡Queremos que nos devuelvan nuestro dinero! –exclamó otra voz acalorada.

Bailey batió las palmas reclamando la atención del gentío.

–Estamos trabajando para resolver el problema, vayan a ver el acuario de las langostas y cuando vuelvan podrán admirar la inteligencia del delfín.

La gente se apartó un poco, pero no quiso marcharse al darse cuenta de que un espectáculo de otro tipo iba a tener lugar inmediatamente delante de sus ojos. Lucy se aclaró la garganta, llena de furia al comprobar que realmente había un problema. Se arremangó y saltó la pequeña valla que protegía la piscina, para enfrentarse con el ladrón. El hombre que estaba dentro de la piscina junto al delfín no le prestó la menor atención y mantuvo en todo momento la vista fija sobre el animal. Tendría unos treinta y tantos años, y su húmedo cabello rubio y rizado emitía destellos dorados bajo la luz del sol. Su torso desnudo era musculoso y estaba muy bronceado. La determinación que reflejaba su barbilla firme y cuadrada la dejó impresionada, al tiempo que su cuerpo sentía una oleada de interés. Ese hombre emanaba autoridad varonil y no iba a ser fácil batallar con él.

–Oiga –dijo Lucy intentando reclamar su atención desde el césped que rodeaba la piscina. El hombre sacó un pez de una cesta y el delfín se acercó sacando la cabeza del agua con la boca abierta mostrando dos filas de dientes diminutos perfectamente ordenadas. Ella temió por la integridad física del hombre, pero el delfín cazó en el aire el pez que él le lanzó, antes de sumergirse de nuevo con un alegre chapoteo. La multitud aplaudió, pero el hombre se mantuvo impasible–. Perdone –insistió Lucy–, me gustaría que saliera de la piscina un momento para discutir este tema.

Él la miró con insolencia posando sobre ella unos ojos tan verdes como el océano y Lucy sintió que se le encogía el corazón; pero antes de que pudiera reaccionar, el hombre se giró de nuevo hacia el delfín. Ella se tambaleó ligeramente sobre sus sandalias de tacón alto, pero se recobró de inmediato y se acercó con paso decidido al hombre: nadie le negaba el saludo a Lucy Donovan, se dijo. Los años que había pasado como directora de su propia agencia de publicidad le habían enseñado a mostrar su fortaleza y autoridad en caso necesario. Se plantó en jarras en el borde de la piscina.

–Salga ahora mismo –ordenó con tono firme.

–Señora, si no tiene usted cuidado, puede caerse a la piscina, algunas losas del borde están un poco sueltas.

–Se equivoca si piensa que puede atemorizarme –dijo Lucy, consciente de que la multitud seguía el desarrollo de los acontecimientos con atención–. Quiero que me explique quién es usted y qué hace aquí. Esto es una propiedad privada.

El delfín volvió a saltar en el aire para capturar otro pez, la multitud aplaudió de nuevo y Lucy sintió crecer la ira.

–Quiero una respuesta inmediata o llamaré a la policía –aulló.

–Ya le he explicado todo el asunto a ese hombre –dijo él señalando a Bailey con un ademán, pero sin separar la vista del delfín.

–Puesto que soy la propietaria, creo que es a mí a quien debería explicárselo –repuso ella con aplomo, cruzándose de brazos.

–¿Es usted la propietaria? –preguntó él con una mueca de disgusto.

–Sí –afirmó ella–. Y quiero saber qué está haciendo con mi pez.

Él nadó hacia el borde y de un solo impulso saltó fuera de la piscina. Se encaró con ella, el agua chorreando por todo su cuerpo, el vello húmedo de su pecho brillaba al sol y el centro de su virilidad destacando debajo de un bañador minúsculo. Llevaba un diente de tiburón atado al cuello con una tira de cuero. Lucy apartó los pensamientos libidinosos que habían acudido a su mente y lo miró, sin dejarse intimidar por su altura o por la profundidad de su mirada. Sin embargo, no pudo evitar sentir una oleada de calor que la inflamó y recorrió todo su cuerpo.

–Para empezar, esto no es un pez –aclaró él con suficiencia–. Es un mamífero como usted y como yo, aunque mucho más comprensivo y amable que los seres humanos. Este delfín lleva seis años viviendo en esta piscina llena de cloro que ha blanqueado el color original de su piel y lo obliga a mantener los ojos entrecerrados. Debe volver al mar abierto. Es una criatura muy sociable que se ha visto obligada a sobrevivir en la soledad de su cautiverio, mientras un entrenador lo obligaba a hacer números de circo para entretener a los visitantes, a cambio de un premio que consistía exclusivamente en pescado congelado.

»Ustedes le han robado su libertad, sus relaciones sociales, la excitación de la pesca, el placer de bucear y saltar en un océano infinito..., en definitiva, ustedes le han robado el alma. Si sigue aquí, no tardará en morir. Por eso he venido yo, para salvarlo. Me llamo Chris Maddox, soy el fundador de la Asociación de Delfines Libres y cuento con el permiso del gobierno de Bahamas para reentrenar a este delfín y devolverlo a su habitat natural. Y no pienso marcharme sin él –concluyó acariciando levemente el diente de tiburón–. ¿Lo entiende?

Lucy había estado pendiente de cada una de sus palabras y su ira se había convertido en culpa. Dio un paso, inquieta, y una de las baldosas se movió haciéndole perder el equilibrio. Movió los brazos para intentar recobrarse, pero cuando estaba a punto de caer sobre el agua donde nadaba ese pez enorme, gritó asustada y trató de agarrarse a Chris. Él intentó sujetarla, pero ya era demasiado tarde y ambos se zambulleron juntos en la piscina. Lucy volvió a la superficie jadeando y nadó con furia hacia el borde. El delfín pensó que se trataba de un juego y la siguió.

–¡Aléjelo de mí! –gritó presa del pánico, antes de darse cuenta de que él se estaba riendo a carcajadas mientras el público lo imitaba. Su miedo se tornó en furia y el delfín sacó la cabeza para mirarla con lo que parecía ser una expresión divertida–. No tiene ninguna gracia –dijo–. Por favor, aparte a ese pez de mí –rogó.

–No es un pez, es un delfín –la corrigó Chris de nuevo con una sonrisa.

–De acuerdo, pero manténgalo alejado de mí mientras salgo de la piscina, por favor.

Él saltó fuera de la piscina y ella lo intentó, pero sus pantalones de lino pesaban como el plomo.

–¿La ayudo? –preguntó él.

–No –contestó ella secamente. Se deshizo de sus elegantes sandalias de tacón alto y las arrojó sobre el césped. Si al menos pudiera mantener la dignidad...

–¿De verdad no quiere que la ayude? –insistió él.

–No, puedo hacerlo sola, es que los pantalones me pe... –antes de que tuviera oportunidad de terminar la frase, él la izó y la depositó de pie sobre el suelo, demostrando la maestría de un deportista consumado.

–No sé si darle las gracias o reprocharle que se haya atrevido a tocarme –dijo ella irritada y arrebolada al mismo tiempo.

–A mí también me ha gustado –se burló él con una sonrisa diabólica.

Ella puso los ojos en blanco ante el íntimo comentario y luego dirigió la vista hacia la multitud: se había convertido en el centro de una atracción turística.

–Por favor, dispersa a la gente –le pidió a Bailey.

–Ahora mismo –contestó él–. Pero eche a ese hombre de aquí, recuerde que nos ganamos el pan con ese pez.

Ella hizo caso omiso del comentario y se volvió hacia Chris, que la miraba con una expresión indulgente.

–¿Por qué no entramos en la oficina y hablamos de este tema civilizadamente? –propuso.

–No sé si te has dado cuenta ya –dijo él atreviéndose a tutearla–, pero yo no soy una persona civilizada y no hay nada que podamos negociar. Ya le he entregado a tu empleado la carta que dice que este delfín me pertenece. Creo que eso es suficiente –dijo antes de deslizarse de nuevo en la piscina y nadar hasta la cesta de pescado. Ella rodeó con cuidado la piscina y se acercó a él con genuino interés, demostrando que tenía sentimientos.

–Todo eso que me has contado sobre el cloro y...

–Este delfín está recibiendo un trato cruel e inhumano. Liberty, o Randy, como vosotros lo llamáis, no ha nacido para entretener a los turistas. ¿Cómo te sentirías tú si tuvieras que vivir en un cuarto pequeño y pestilente, alimentándote de comida congelada, y dando volteretas para diversión de los clientes? ¿Qué sentirías si estuvieras entre cuatro paredes, sin poder disfrutar jamás de la lejanía del horizonte?

Liberty meneaba la cabeza como si quisiera corroborar las palabras de Chris, a la espera de que este le lanzara otro pez. Lucy sintió una punzada en el corazón al descubrir las magulladuras que tenía el delfín en el morro y, de repente, se dio cuenta de que Chris debía de suponer que era ella la que había dirigido el zoo marino desde su creación.

–Yo no he dado ningún trato inhumano a ese delfín –aclaró–. Acabo de heredar el zoo, era de mi padre, Sony Boland –explicó ante su mirada interrogativa–. Ni siquiera estaba informada de que lo tenía, habíamos perdido el contacto hace muchos años –¿por qué estaba dando tantas explicaciones a un desconocido?–. Acabo de llegar hoy mismo y Bailey me ha dicho que alguien intentaba robar este pez –Chris puso los ojos en blanco–. De acuerdo, de acuerdo, no es un pez, es un delfín.

Pero Chris parecía haberse sumergido de nuevo en su mundo acuático, habiéndola olvidado por completo. Si le quedara el menor asomo de dignidad, se alejaría de allí inmediatamente para atender sus asuntos, pero la curiosidad de Lucy era más fuerte que su sentido del decoro.

–¿Por qué le llamas Liberty? –preguntó.

–No me gusta que los animales lleven nombres de personas, por eso lo he rebautizado.

–¿Qué piensas hacer con él? –interrogó ella de nuevo, tras unos minutos de extraño silencio. Deseaba ponerse ropa seca, pero no podía marcharse sin dejar bien claro que ella no torturaba a los animales, fueran de la raza que fueran.

–Tengo que desentrenarlo y enseñarle de nuevo a capturar peces vivos y a usar su sonar –contestó él sin mirarla.

–¿Su sonar?

–Los delfines emiten sonidos cuyos ecos les indican qué hay en los alrededores y dónde pueden buscar su presa. Después de pasar seis años en esta piscina, Liberty ha dejado de usarlo porque las señales rebotaban constantemente contra las paredes, volviéndolo loco.

–¿Puedo hacer algo para ayudar?

–No, lo mejor es que te vayas y nos dejes a solas, a mí y a mi delfín. No necesitamos nada.

Ni siquiera le había dado las gracias por el ofrecimiento, ni siquiera le había dedicado una sonrisa de despedida, en realidad, ni siquiera se había vuelto para mirarla.

–¿Vives de esto? ¿Te paga la Asociación de Delfines Libres?

–Yo soy la Asociación de Delfines Libres. Viajo de una prisión acuática a otra liberando a los defines maltratados.

–¿Prisión acuática? ¿Me estás diciendo que este zoo es una prisión acuática?

–Para Liberty, sí. No sé cómo tratáis al resto de los animales.

Ella miró a su alrededor: el parque estaba anticuado, pero limpio.

–¿Piensas que mi padre era una persona cruel o simplemente inconsciente?

–Solo lo vi una vez, cuando vine a comprobar el estado de Liberty, antes de tramitar los papeles –dijo dirigiéndole una inesperada mirada que la hizo temblar de arriba abajo–. No lo sé. Solo sé que compraba comida de mala calidad y que jamás pensó en implantar un sistema que permitiera renovar la piscina con agua de mar fresca, así que usaba agua dulce con cloro y sulfuros. Tu padre incrementaba sus beneficios a costa de la calidad de vida de Liberty. Ahora estoy bombeando agua de mar, a la espera de que sus ojos sanen y pueda abrirlos del todo.

–¿Muerde? Quiero decir... ¿estuve en peligro cuando... ?

–Lo único que estuvo en peligro fue tu dignidad. Los delfines son bastante dóciles en cautividad –contestó él con una sonrisa radiante, recordando, seguramente, lo cómico de la escena. Lanzó el último pez de la cesta y se frotó las manos debajo del agua–. Y tú..., ¿no te sentirías deprimida si vivieras encerrada en alguna parte?

–Probablemente –contestó al fin, después de estremecerse de solo pensarlo–. Dedicas toda tu vida a los delfines, ¿no?

–Sí –contestó Chris saltando fuera de la piscina y tomando una toalla–. Por cierto, ¿cuánto tiempo vas a estar por aquí?

–Una semana, no puedo faltar de mi trabajo durante más tiempo.

Él asintió con la cabeza mientras se secaba los suaves rizos dorados. Después sacó una camiseta y unos pantalones cortos de una bolsa de deportes y se los puso. Un suave vello dorado cubría sus musculosas piernas. Ella lo miró y, por fin, recibió la sonrisa complaciente que llevaba esperando desde el inicio de la conversación. Su pulso se aceleró, por un momento creyó que él la admitía en su entorno, que se había dado cuenta de que ella no era responsable del maltrato recibido por los animales, aunque el zoo le perteneciera. Pero la mirada de Chris se perdió a lo lejos, su pensamiento ya no estaba allí.

–Que te vaya bien –dijo él a modo de despedida, mientras ella sentía que se marchaba el hombre que le había causado la mayor impresión de su vida.

Él cruzó el arco de entrada, montó en una motocicleta y se alejó tranquilamente sin volver la vista atrás. Estaba estupefacta, por una parte sabía que no podría dejar de pensar en él y, por otra, su forma de despedirse no dejaba lugar a la esperanza de que él pudiera sentirse interesado por ella. Había dejado bien claro que no necesitaba su ayuda, casi había dado a entender que su presencia solo supondría una molestia. Desde luego, no era un hombre que se dejara guiar por la cortesía y las buenas maneras. Lucy Donovan sabía apartarse de los problemas. Había dejado a su ex marido en cuanto decidió que la relación de pareja ya no era satisfactoria, y tampoco pensaba rondar por las cercanías de Chris Maddox si él no la aceptaba como amiga. Sin embargo, algo dentro de ella le hizo pensar que ese hombre no solo no deseaba su compañía, sino que, en realidad, no deseaba la compañía de nadie. Se preguntó por qué.

Capítulo Dos

 

Chris sorteó con su vieja motocicleta las piedras y los baches del camino en dirección a la Plantación Caribe, que le había sido cedida como residencia por la familia Eastor mientras duraran las tareas de reeducación de Liberty. Afortunadamente, la plantación no estaba en la zona turística de la isla y disponía de una playa privada que serviría para que el delfín se acostumbrara de nuevo al salvaje océano. Cruzó la verja de entrada y dejó a un lado la impresionante mansión, rodeada de un frondoso jardín, donde la familia Eastor veraneaba, para dirigirse a la cabaña situada junto al embarcadero, en la que había instalado su campamento.