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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Caroline Anderson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Quererte a ti, n.º 1264 - abril 2016

Título original: A Mother by Nature

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8184-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Estaba de pie ante la ventana, contemplando con satisfacción la calle, débilmente iluminada. Era una calle agradable, con las casas a bastante distancia de las aceras y protegidas de los curiosos por una alameda de cerezos.

Un movimiento en la casa de enfrente llamó su atención. Había luces en la planta baja y vio gente moviéndose en el interior, preparándose para la noche.

Su casa ya estaba en silencio, excepto por el sonido de los pasos que bajaban en esos momentos la escalera. Se detuvieron en el umbral.

–¿Adam? Voy a salir, ¿de acuerdo?

Adam se volvió con resignación hacia la joven que había hablado.

–De acuerdo. ¿A qué hora vas a volver? –preguntó, suponiendo que no le iba a gustar la respuesta. Y tenía razón. No le gustó.

–Tarde. Voy a ir al pub a reunirme con unos amigos. Me llevo las llaves.

–Buenas noches, Helle.

La puerta se cerró tras ella y el sonido resonó por toda la casa. Adam apoyó la cabeza contra el marco de la ventana y suspiró.

Estaba cansado. Había sido una semana muy ajetreada. El traslado les había llevado tres días y había pasado los cuatro siguientes abriendo cajas y colocando las cosas en su sitio mientras los niños no paraban de corretear a su alrededor y Helle apenas hacía nada por ayudarlo. La gran casa pareada de estilo eduardiano aún parecía vacía y daba la sensación de que sus enormes dormitorios habían engullido las pocas posesiones que habían instalado en ellos, pero con tiempo los decorarían y comprarían más mobiliario para llenarlos.

Era un pensamiento desalentador, pero no tenían prisa, y de momento estaban disfrutando la novedad de tener demasiado espacio. Después de haber pasado casi tres años luchando por conservar un poco de sitio y de no parar de tropezar con juguetes y otros objetos, era maravilloso poder disfrutar de tanto espacio.

Skye tenía por primera vez su propio dormitorio, el de los chicos era lo suficientemente grande como para que cada uno tuviera su espacio, y Helle, su au pair danesa, tenía un cuarto en la planta alta, un cuarto enorme con una ducha adyacente. Eso le daba intimidad, y él tenía la que necesitaba, además de espacio de sobra en el dormitorio principal, que se encontraba justo debajo.

El tamaño del dormitorio resultaba especialmente incongruente, sobre todo comparado con el que había ocupado hasta entonces en la otra casa que, pequeño y siempre abarrotado, no había hecho resaltar tanto su soledad.

Se dejó caer en una silla y cerró los ojos, sintiéndose cansado de repente, y se preguntó cómo se las arreglarían los niños y Helle al día siguiente, su primer día en el nuevo trabajo. ¿Y cómo se las arreglaría él? No solo era un nuevo trabajo, si no que se trataba de su primer puesto de especialista, y se sentía un poco nervioso.

Pero eso era absurdo, se dijo. Era más que capaz de hacerlo, y estaba perfectamente preparado para asumir la responsabilidad y el reto. Lo único que sucedía era que el traslado de zona y de casa, el nuevo colegio para Skye y Danny y la nueva guardería para Jaz habían supuesto muchas cosas a las que enfrentarse.

Alguien con quien compartirlo habría hecho que todo resultara mucho más fácil, pensó, suspirando, pero no había contado con esa opción. Y Helle había sido más un estorbo que una ayuda desde que se habían mudado. Ya parecía infeliz antes, inquieta e insatisfecha, y desde que se habían trasladado no parecía despegarse del teléfono inalámbrico y de hablar en danés cada vez que creía que él no la estaba escuchando. Si estaba llamando a su casa, solo Dios sabía a cuánto ascendería la factura.

Tenía la sensación de que la marcha de su au pair era bastante inminente, cosa que supondría tener que sustituirla de inmediato mientras se enfrentaba a su nuevo trabajo y a poner en orden la casa.

Y aquello último ya iba a ser bastante por sí mismo. Solo se había podido permitir comprar esa antigua y magnífica casa porque había sido puesta en venta por motivos económicos. Las cañerías eran antiguas y sospechosas, la calefacción funcionaba de forma intermitente, el cableado eléctrico era seguro pero totalmente inadecuado para los tiempos que corrían, y no había ni un solo cuarto que no necesitara una buena mano de pintura, alfombras nuevas y cortinas.

Ni siquiera con su nuevo sueldo de especialista podría enfrentarse a todo ello de una vez, y mucho menos pagar a alguien para que lo hiciera por él. Inquieto, se levantó de la silla y fue a la cocina a servirse un vaso de vino. Cuando miró a su alrededor se sintió engullido por la enormidad de lo que lo esperaba. Eran las pequeñas cosas lo que más lo agobiaban: la puerta del armario que colgaba de forma precaria por que le faltaba el gozne superior, la quemadura que había en la encimera, las baldosas rotas, la persiana desprendida…

¿Qué más cosas estarían a punto de romperse? ¿En qué otros detalles no se había fijado? Sabía con certeza que estructuralmente, la casa estaba en perfecto estado; sin embargo había otros mil detalles a tener en cuenta.

Pero nada que el tiempo no pudiera curar. Cuando pudiera ocuparse de todo ello sería una casa maravillosa, cálida y llena de luz.

Algún día.

Volvió al cuarto de estar, echó otra palada de carbón en la estufa, puso un CD, se sentó y cerró los ojos para no fijarse en la lista de tareas que le aguardaban en aquella habitación.

No quería ver la grieta que había en una esquina del techo, el papel soltándose por la parte baja de las paredes, la ajada alfombra… Ya tendría tiempo de examinarlo todo con atención una vez que estuvieran instalados. Entretanto, debía relajarse y prepararse para el día siguiente, tratando de no pensar en que Helle con toda probabilidad llegaría ya de madrugada, agotada después de pasar la tarde en el pub, y en lo complicado que sería ocuparse de los niños por la mañana para que llegaran a tiempo al colegio. Lo que significaba que, una vez más, él tendría que ocuparse de ello.

Desconectó el interruptor de su mente. Se enfrentaría a ello cuando llegara el momento. Una vez por día, se recordó. Aquel principio lo había ayudado a superar los dos años que habían transcurrido desde la marcha de Lyn. Y tendría que ayudarlo a superar los veinte siguientes.

 

 

Maldición. Iba a llegar tarde. Su primer día de trabajo e iba a llegar tarde.

–Papá, no encuentro mis zapatos…

–Búscalos debajo de tu abrigo, en el suelo del comedor, donde los tiraste ayer. Jasper, cómete tu desayuno.

–No me gustan los cereales…

–Ayer te gustaban. Danny, ¿has encontrado tus zapatos ya?

Un murmullo llegó del salón. Podía haber sido un «sí», pero…

Adam pasó una mano por su pelo corto y oscuro y miró al techo. ¿Dónde estaba Helle? Ya la había llamado tres veces.

–¿Tenemos que ir a ese colegio? No me gusta. Quiero ir al de antes.

Adam miró los tristes ojos azules de Skye, ya cansados a pesar de sus seis años, y deseó poder abrazarla y hacer que se sintiera mejor. Pero ya había renunciado a intentarlo. Cuando lo hacía, Skye se limitaba a permanecer totalmente quieta y se alejaba en cuanto la soltaba. La asistente social le había dicho que la niña necesitaba tiempo para recuperarse, pero ya habían pasado casi tres años y, a pesar de que estaba mejor, su seguridad emocional dejaba mucho que desear.

Y que Lyn los dejara no había servido precisamente para ayudarla.

–Sí, cariño, tienes que ir –contestó con suavidad–. Ya lo sabes. Sé que al principio es duro, pero pronto te acostumbrarás y estaremos mucho mejor viviendo cerca de los abuelos. Te gustará verlos más a menudo, ¿verdad?

Skye se encogió de hombros. Adam suspiró y fue hasta el pie de las escaleras.

–¿Helle? –gritó, y de inmediato recordó a los vecinos que vivían al otro lado de la pared. Al menos, la casa anterior no era adosada. Por fortuna, sus vecinos aún no se habían quejado de ellos, y las adolescentes de la zona ya habían ido a visitarlos y a ofrecer sus servicios como canguros.

¡Y si Helle no se levantaba enseguida, no le iba a quedar más remedio que aceptarlos!

Por enésima vez, se preguntó si había hecho bien siguiendo con la adopción tras la marcha de Lyn. Tal vez debería haber permitido que los niños se quedaran con la asistente social en lugar de luchar por conservarlos. Tal vez habrían estado mejor con otra persona que con él. Con dos personas, a ser posible.

Cuando Danny salió al vestíbulo con la corbata retorcida, los zapatos sin atar, el pelo revuelto y una sonrisa que habría animado al corazón más solitario, Adam alargó una mano hacia él para atraerlo contra su costado y entraron juntos en la cocina.

–Mira… te hice una tarjeta en el colegio.

El niño entregó a Adam un trozo de papel arrugado con unas letras torcidas imposibles de descifrar, aunque su mensaje estaba bastante claro: Te quiero, papi. De Danny. Encima había un dibujo de una casa con una gran chimenea y una puerta roja, como la de la casa nueva.

Adam tuvo que tragar para deshacer el nudo de su garganta. Luego dio las gracias a Danny y sujetó el dibujo a la nevera con un imán.

La siempre maternal Skye, que estaba animando a Jasper a comer sus cereales, miró a Adam con gesto serio.

–¿Va a venir Helle? –preguntó.

Adam frunció el ceño.

–Voy a tener que subir a levantarla –contestó–. Voy a tener que dejaros para irme a trabajar. Hoy es un día muy especial y no puedo llegar tarde.

–¿Estás asustado? –preguntó Jasper.

–No seas tonto… ¡claro que no! –dijo Danny en tono condescendiente.

Adam se sentó.

–Puede que un poco –confesó–. No exactamente asustado, pero nunca es fácil conocer gente nueva y empezar a trabajar en un lugar desconocido. Da lo mismo que uno sea joven o viejo; siempre resulta difícil al principio.

–¿Incluso para ti? –preguntó Danny, asombrado, mirando a su héroe con ojos como platos.

Adam sonrió.

–Incluso para mí, amigo.

–Verás como todo va bien –dijo Skye cariñosamente, dando la vuelta a sus papeles, y él volvió a sentir que se le hacía un nudo en la garganta.

No. A pesar del caos y el drama que suponían en su vida, no podía imaginarla sin ellos. Eran una familia y, como todas las familias, pasaban por buenos y malos momentos.

La mayoría eran buenos, pero si Helle no se levantaba enseguida, sospechaba que aquel día no iba a ser de los mejores…

 

 

Anna se sentía triste. Desde que se había levantado no había dejado de preguntarse a qué se debería, y dos horas después aún no tenía la respuesta. Despertarse, levantarse, comer, ir al trabajo, ir a casa, comer, acostarse, despertarse… siempre la misma rutina, sin nada que la animara.

¿Era esa la causa de su tristeza? ¿Sería tan desagradecida? Vivía en una casita encantadora de la que estaba orgullosa, tenía buenos amigos y un trabajo maravilloso que no cambiaría por nada del mundo… pero esa mañana, por primera en su vida, no quería estar allí.

¿Qué le sucedía?

Estúpida pregunta. Sabía con exactitud lo que le sucedía. Estaba sola. Tenía veintiocho años, estaba sola y no quería estarlo. Quería casarse y tener muchos hijos. Hijos suyos, concebidos con amor, alimentados con su cuerpo, criados por ella y un hombre moreno de ojos cálidos y sonrisa sexy… un hombre al que aún no conocía.

Y que nunca llegaría a conocer si su vida seguía así, pensó, frustrada. A aquella marcha, su reloj biológico iba a estropearse antes de que sucediera nada.

Se levantó de la silla, miró automáticamente la sala… y se detuvo en seco al sentir de pronto una inesperada sacudida interior.

¡Era él! Pelo oscuro y corto, pero no tanto como para quitarle aquel aire revoltoso que resultaba tan sexy. Alto, pero no demasiado, de hombros anchos, pero sin resultar intimidantes, tenía el aspecto de un hombre en quien se podía confiar.

Caderas estrechas, mandíbula firme y boca bien esculpida, cejas oscuras, tupidas y expresivas, sonrisa encantadora… Se había detenido para hablar con un niño, con las manos metidas en los bolsillos de su bata, y el niño sonreía y señalaba en su dirección.

No había duda de que era atractivo, pero no era su aspecto lo que llamaba la atención en aquel hombre. Había algo en él, pensó Anna mientras veía cómo se volvía hacia ella, fuerte y poderoso… y a la vez amable, infinitamente amable y desinteresado.

Nunca lo había visto, pero su cuerpo lo reconoció al instante.

«¡Por fin!», pensó, mientras veía cómo se encaminaba hacia ella.

–¿Enfermera Long? –preguntó él, aunque no le habría hecho falta si hubiera leído la placa de identificación que llevaba en la solapa de la bata.

–Anna –corrigió ella.

Adam se sobresaltó al sentir un repentino renacer de su conciencia sexual al mirar los ojos verdes de la enfermera. Tuvo que contenerse para no retirar un mechón de cabello pelirrojo que había escapado de su cuidada melena y caía sobre su frente.

–Y usted debe ser el doctor Bradbury, el nuevo pediatra ortopedista –dijo ella a la vez que le ofrecía su mano.

Él asintió.

–Adam –dijo con voz ronca, y tuvo que aclararse la garganta–. Adam Bradbury. Me alegro de conocerla. ¿Tiene tiempo para charlar un rato? Mi departamento parece haber organizado las cosas de manera que hoy no tenga nada que hacer, así que he pensado en pasar el día orientándome.

Ella dejó escapar una risa grave y sexy que hizo que el cuerpo de Adam reaccionara al instante.

–Me parece muy buena idea. ¿Qué le parece si vamos a la cocina y preparo un café?

Mientras la seguía, Adam fue incapaz de apartar la mirada de su delgada cintura, del suave y femenino balanceo de sus caderas mientras abría la puerta y la sostenía para dejarlo pasar a la vez que le dedicaba una sonrisa con aquellos ojos tan expresivos.

Dijo algo, pero el cuerpo de Adam estaba tan ocupado con sus nuevas reacciones que no le dejó oír nada.

–¿Disculpe?

Ella sonrió burlonamente.

–Le he preguntado que si quiere té o café.

–Oh… té, gracias –contestó él, y trató de concentrarse en algo que no fuera la cálida y suave boca de la enfermera–. Es un poco pronto para el café.

–Vaya, por fin un compañero para tomar té. Todos los demás prefieren café –Anna sonrió y sus ojos brillaron.

Adam decidió que no eran verdes, sino azules y dorados.

Unos ojos fascinantes color dormitorio.

Oh, Dios.

Volvió a meter las manos en sus bolsillos y cubrió con ellas su abdomen como si fuera un escudo. Tenía que trabajar con ella. ¡No podía tener la vergonzosa reacción de un adolescente en su presencia!

Anna lo llevó a dar una vuelta mientras el agua hervía, y se alegró de salir de la cocina, pues la corriente que se había establecido entre ellos era demasiado intensa, demasiado poderosa. A pesar de que él no había dado ningún indicio de estar interesado en ella, algo vibraba bajo la superficie.

–Solo tenemos veintiuna camas –explicó mientras caminaban hacia la sección de ortopedia–. Seis de atención médica, seis quirúrgicas, seis ortopédicas y otras tres aisladas para pacientes infecciosos o simplemente ruidosos. También hay una sala aislada para pacientes inmunodeficientes. Es la única que no roban para otras cosas.

–¿Roban? –repitió Adam, extrañado.

–Sí. En las demás suele haber confusiones a causa de los números y los niños acaban en lugares donde no les corresponde, cosa que vuelve loco al encargado de las camas y a los especialistas cuando hacen la ronda.

Los labios de Adam se curvaron en una apreciativa sonrisa y el corazón de Anna latió más rápido. «Concéntrate», se dijo.

–Tratamos de mantener a los niños reunidos por edades siempre que es posible; como supondrá, los peores son los que más tiempo tienen que quedarse, y los adolescentes sometidos a tratamiento de tracción son una pesadilla.

–Podría someter a esos niños a unas sesiones en la cama Stryker para que saboreen lo que de verdad supone estar privado de libertad –sugirió Adam con ironía.

–¡Qué idea tan fascinante…!

Adam rio y Anna sintió que sus rodillas iban a ceder. «Lo más seguro es que esté casado y tenga un millón de niños», se reprendió.

–¿Ha venido de muy lejos? –preguntó mientras caminaban por la sala, sin poder reprimir su curiosidad.

–Vivía en Oxford, a unos doscientos cincuenta kilómetros de aquí.

–¿Oxford? Qué encantador. ¿Y cómo va a llevar el aislamiento rural de Audley? –preguntó Anna. Luego, sin poder contenerse, añadió–: ¿Y no le importa a su esposa?

–Tal vez, si tuviera una, pero no la tengo.

–Supongo que eso facilita las cosas –replicó Anna, y trató de no sonreír, encantada con la información. Pero las siguientes palabras de Adam la dejaron sin viento en las velas.

–En realidad no –dijo–. Tengo tres hijos menores de seis años, una au pair danesa bastante difícil de llevar, y hemos comprado una enorme casa estilo eduardiano que necesita montones de reparaciones. No puede decirse que sea una situación fácil, pero me gustan los retos.

Anna se detuvo ante la puerta de la sala de juegos y lo miró con gesto culpable.

–Lo siento –dijo con sinceridad–. No pretendía entrometerme.

–No se ha entrometido –replicó él, y sonrió amablemente–. Solo me siento un poco abrumado por esta nueva situación. ¿Y qué me dice de usted? ¿Está casada, soltera, divorciada…?

Anna rio.

–Soltera –contestó. Para siempre. Lamentablemente.

No llegó a averiguar lo que habría dicho Adam a continuación porque en ese momento se abrió la puerta de la sala de juegos y un niño que salió corriendo de ella estuvo a punto de tirarla.

–Nunca aprenderás, Karl, ¿verdad?

El niño sonrió.

–Lo siento, enfermera. Tenía prisa.

–Ya me he fijado. Así fue como te sucedió eso, ¿no? Tenías mucha prisa –Anna lo miró con el ceño fruncido–. Si no tienes cuidado vas a hacer daño a alguien con esa escayola. Haz el favor de subir a sentarte y entretenerte con alguna actividad más tranquila. A última hora de la mañana vas a entrar al quirófano y conviene que estés relajado.

–¿Tal vez Karl debería ser nuestro primer experimento en la cama Stryker? –sugirió Adam.

–Qué buena idea –murmuró Anna, mirando a Karl.

El niño los miró alternativamente, sin saber exactamente de qué estaban hablando, pero claramente preocupado.

–¿Qué es… esa cama?