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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Roxann Farmer

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un hombre nuevo, n.º 1851 - junio 2016

Título original: A Whole New Man

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8227-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Capítulo 1

 

Henry Davis?

Hank levantó la vista de la revista que estaba hojeando y lo que vio lo dejó sin respiración. Podría jurar que acudir a esa asesoría de imagen había sido una gran idea a juzgar por la mujer que tenía ante sí.

–Yo soy Hank –contestó él levantándose de la silla.

–Señor Davis, mi nombre es Elizabeth Edwards. Bienvenido a Kansas City, Asesores de Imagen –dijo la mujer con una sonrisa radiante.

Hank estrechó la mano que le ofrecía y un inesperado calor le recorrió el brazo al tiempo que la miraba a los ojos, unos grandes ojos azules que le devolvían la mirada. Completaba el cuadro una piel del tono de los melocotones maduros y una boca de fresa.

Hank no podía dejar de mirarla pero ella retiró la vista con su espléndida sonrisa.

–Vayamos a mi despacho y veamos qué podemos hacer por usted. Tal vez el señor Davis quiera algo de beber, Janine –dijo mirando a su secretaria.

–Estoy bien –consiguió decir Hank aunque no era cierto.

Cuando vio el anuncio en la revista de Kansas City en Nuevo México, no había imaginado que se iba a encontrar con alguien así. No le importaba, claro. No sabía cuánto tiempo seguiría con su empleo de jefe de obra en Construcciones Crown, pero podía permitirse algún lujo. Al menos, ése. Nunca había sido hombre de una sola mujer. No sabía qué era desear formar una familia y sentar la cabeza.

–Tenemos mucho trabajo –dijo su nueva asesora de imagen girando sobre sus talones y haciendo que la siguiera.

Hank siempre había creído que un hombre tenía derecho a aprovecharse y a disfrutar de las cosas cuando la oportunidad se presentaba. Y allí estaban aquellas insinuantes caderas que oscilaban bajo la falda blanca, y unas largas y bien definidas piernas que ponían a prueba su imaginación.

Retiró la vista para detener sus fantasías. A medida que la seguía por el pasillo, apenas si se fijó en el buen gusto de la decoración. En lugar de ello, fue el cuello de alabastro cubierto por una mata de cabello dorado lo que llamó su atención. Unos mechones color cobrizo escapaban del recogido y caían hasta el cuello de su traje blanco. Hank ardía en deseos de acariciar aquel cabello sedoso. Pero nunca tendría la oportunidad.

Llegaron a su despacho antes de que su imaginación volara descontrolada. Ella lo guió hacia un largo sofá que había junto a la pared. Le ofreció asiento y tomó la carpeta con su expediente que estaba sobre su escritorio antes de sentarse ella también. La mujer tomó los papeles, pero antes de ponerse a estudiarlos, lo miró y le ofreció otra de sus espléndidas sonrisas.

–Dígame qué lo convenció para venir a nuestra asesoría, señor Davis.

–Llámeme Hank –contestó él cruzando las piernas y jugueteando con los dibujos que hacía el cuero de la bota. Lo cierto era que acababa de cumplir treinta años y había llegado a la dura conclusión de que no había conseguido grandes cosas en la vida. Tres meses atrás había recibido una carta de su empresa en la que se le ofrecía un puesto de más responsabilidad. Cuando vio el anuncio de Kansas City, Asesores de Imagen, decidió pulir un poco su imagen en las dos semanas que faltaban para empezar en su nuevo puesto.

–Supongo que se podría decir que necesitaba un cambio –añadió, tratando de no desvelar demasiado–. Casi toda mi vida he estado de aquí para allá, así es que no he podido aprender las costumbres sociales que la mayoría aprende de forma natural.

–Comienzas en un puesto nuevo dentro de Construcciones Crown dentro de dos semanas –dijo ella leyendo el expediente y arrugando la nariz en gesto de concentración–. ¿Es un puesto de jefe de obra?

–Llevo trabajando en esa empresa dos años, y en otras antes. Crown se puso en contacto conmigo para ofrecerme el trabajo. No sé muy bien dónde encontraron mis referencias, pero decidí que no estaría mal subir un puesto en la escalera, ya que me lo estaban ofreciendo.

Sus miradas se encontraron en ese momento pero Elizabeth desvió la suya rápidamente.

–Háblame un poco más de tu carrera para que pueda hacerme una idea de tu experiencia.

Hank reprimió las ganas de reír. Había tenido que rellenar una solicitud de tres páginas para estar allí. Trece puestos de trabajo en otros tantos años le daban más experiencia que la que podía tener la mayoría de la gente, pero dudaba mucho que aquella mujer pudiera estar interesada en los detalles.

–Bueno, he trabajado en los pozos petrolíferos de Alaska y Kuwait. También en un rancho en Wyoming y en Montana, en los muelles de San Diego, en un barco salmonero; he participado en algún rodeo…

–Me hago una idea –dijo ella agachando la cabeza para leer el informe.

Pero el ligero brillo en sus ojos no escapó a la mirada observadora de Hank, aunque ocurrió demasiado deprisa para que pudiera identificarlo.

–Veo que tienes mucho mundo, ¿por qué elegiste Kansas City? –preguntó ella mirándolo de nuevo.

Hank se encogió de hombros y trató de centrarse en la pregunta en vez de en aquellos ojos azules.

–Mi madre nació aquí, y Crown es una empresa con una gran reputación.

–¿Así es que tienes familiares por aquí? –preguntó ella tomando un bolígrafo y escribiendo en el papel.

–No que yo sepa.

–¿No lo sabes?

–Es improbable. Mi madre perdió a toda su familia cuando era pequeña. Para ser sincero, nunca la oí hablar de su familia. No recuerdo que mi padre hablara de la suya tampoco.

La familia no era algo excesivamente importante para Hank. Se había valido por sí mismo durante diez años. No contemplaba la opción de casarse y formar su propia familia. Nunca había tenido una dirección postal permanente, tan sólo un apartado de correos, y no tenía la intención de cambiar. Al menos a corto plazo. Además, había sido testigo de lo que una vida nómada había afectado a su madre y no querría hacerle algo así a la mujer que amase.

–¿Tu madre vive en Nuevo México? –preguntó Elizabeth.

–Murió cuando yo tenía diez años.

–Lo siento –contestó Elizabeth y la compasión inundó sus ojos.

–¿Y tu familia vive aquí? –preguntó él, curioso por saber cosas sobre ella.

–Toda menos mi padre –contestó ella después de un breve titubeo.

Esta vez no se le escapó la mirada de aquellos ojos azules, aunque no comprendía muy bien la tristeza que había en ellos. Lo que Hank recordaba de su madre era que siempre le había dicho que los ojos eran las ventanas del alma de las personas. Pero no era en el alma de aquella mujer en lo que él estaba interesado. Simplemente, su mirada le había llamado la atención.

–Bien –dijo ella aclarándose la garganta–. Janine ha redactado ya el contrato. Dos semanas, ¿verdad?

–Exacto.

–Empezaremos ahora mismo. Normalmente trabajamos con un cliente durante un mes, pero en este caso tendremos que trabajar más rápido, concentrándonos en los aspectos básicos. En vez de trabajar unas pocas horas al día, estaremos juntos gran parte del día, incluso por la tarde. Espero que no sea un inconveniente.

–No hay problema –respondió él.

–Y ahora, necesito saber que vives en una dirección habitual que demuestre que eres una persona estable.

Su sonrisa contagiosa lo tomó por sorpresa, y se preguntó qué habría detrás de aquella fría fachada.

–Tengo una habitación en el hotel Regency, cerca del aeropuerto.

Elizabeth sacudió la cabeza, y Hank imaginó que el rígido peinado se soltaba y caía por su espalda como fuego líquido. La idea le hizo desear extender una mano y quitarle las horquillas que lo sostenían, pero detuvo la fantasía tan pronto como comenzó.

–En ese caso, como vas a vivir aquí algún tiempo, creo que será mejor que encontremos algo más permanente.

–No conozco la zona, pero confiaré en tu opinión –dijo él pensando que ella iría con él.

–Conozco un apartamento que se alquila con posibilidades de compra. Y lo que es aún mejor, puedes vivir un mes de prueba antes de tomar una decisión.

Hank no tenía la intención de quedarse en la ciudad el tiempo suficiente como para necesitar una vivienda permanente. Tenía el dinero aunque normalmente nunca se involucraba tanto con un lugar como para alquilar una casa, pero no pudo decir nada porque en ese momento sonó el intercomunicador.

–Discúlpame –dijo Elizabeth al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia su escritorio–. ¿Qué ocurre, Janine? –se detuvo para escuchar–. Dile que la llamaré yo más tarde… ¿Quién? ¿Te ha dejado su número? ¿Y sabes…? Está bien, haz lo que puedas.

Colgó el teléfono y volvió hacia el sofá.

–Siento tener que meterte tanta prisa pero deberíamos ponernos en marcha ahora mismo. Janine ya tiene el contrato. Ahora te lo dará. Me gustaría que lo leyeras y lo firmaras. Si algo no está bien, no dudes en decírnoslo. ¿Tienes coche?

Hank denegó con la cabeza.

–Dejé mi camioneta en Nuevo México, y en cuanto aterricé me dirigí al hotel y dejé allí todas mis cosas y vine directamente hacia aquí.

–No nos corre tanta prisa conseguir uno. Te puedo recoger en el hotel dentro de… –se detuvo para mirar el reloj–, dos horas. Así tendremos tiempo para concretar lo del apartamento antes.

Por alguna razón aquella mujer lo intrigaba. No le habría importado pasar más tiempo con ella. Un poco de diversión no vendría mal tampoco. No había ningún peligro en ello. Pero cualquier otra cosa estaba fuera de lugar.

Hank se levantó y le estrechó la mano que le ofrecía.

–¿Tus amigos te llaman Lizzie?

–En el trabajo prefiero que me llamen Elizabeth –contestó ella negando con la cabeza pero sin retirar la mano.

–Si no te importa, yo te llamaré Lizzie.

–Bueno, supongo que…

–Bien. Y yo soy Hank –dijo él acariciándole la mano que aún tenía entre la suya. Hank oyó entonces cómo Lizzie tomaba aire profundamente y soltaba la mano.

–Bien, nos veremos dentro de dos horas, Hank –dijo con un tono más áspero de lo normal.

Hank se dio cuenta también de que Lizzie no se había movido del sitio cuando él salió de la habitación. Se dirigió hacia el vestíbulo de entrada sacudiendo la cabeza. No podía negar que aquella mujer lo atraía, pero no era la primera, y sus relaciones nunca habían sido serias. No había razón alguna para pensar que esta vez fuera diferente. Ninguna.

 

 

Lizzie observó cómo Hank Davis salía del despacho, y entonces retrocedió un paso para apoyarse sobre el escritorio tratando todo el tiempo de reprimir el gemido que tenía en la garganta. Las piernas le habían empezado a temblar desde el primer momento en que lo vio esperando en recepción. ¿Y tendría que trabajar con ese hombre todos los días? Esa vez no pudo reprimir el gemido.

Con paso dubitativo, se acercó a la puerta, la cerró con cuidado y se apoyó en el marco. Desde luego las siguientes dos semanas iban a ser un calvario. La voz de Hank, grave y mesurada, le había hecho sentir escalofríos. Pero había sido de los hoyuelos de lo que se había quedado realmente prendada y de la boca extremadamente sexy. Se reprendió por su debilidad. No tenía tiempo para pensar en hombres, por muy guapos que fueran. Su vida era su trabajo y su hija Amanda.

Regresó a su escritorio y tomó el expediente de Hank pero era imposible concentrarse. La profesionalidad se había escapado por la ventana.

Decidida a no perder el control, apretó el botón del intercomunicador y pidió a Janine que fuera a su despacho. Tenía muchas cosas que hacer antes de recoger a Hank en su hotel. Al momento, Janine abrió la puerta y asomó la cabeza.

–¡Madre mía! ¿Y vas a tener que trabajar con ese hombre?

Lizzie sonrió a Janine, su mejor amiga además de empleada, y rezó por que no se hubiera dado cuenta del efecto que Hank Davis había tenido en ella.

–Le has dado la carpeta con la agenda que vamos a seguir, ¿verdad?

–Por supuesto –contestó Janine al tiempo que entraba en el despacho y se dejaba caer en el sofá. Sus ojos castaños relucían–. Cuando hayas terminado con él no habrá una sola mujer en todo Kansas City que no caiga rendida a sus pies.

Lizzie se guardó sus pensamientos. No había razón para alimentar la mente soñadora de Janine.

–No hace falta mucha imaginación para verlo vestido con un esmoquin hecho a medida enamorando a las mujeres de la alta sociedad de Kansas City –continuó Janine.

–A veces, la ropa hace al hombre –dijo Lizzie sin pensar, y eso era preocupante. Los hombres apuestos vestidos de esmoquin habían sido siempre su debilidad. El padre de Amanda era prueba de ello.

Pero incluso vestido con una ropa bastante más mundana como eran los vaqueros y la camisa de algodón azul, Henry Wallace Davis era un hombre que quitaba el hipo. No parecía el tipo de hombre que se sentía cómodo con un traje. Daba la imagen de un hombre duro, una piedra en bruto, y su trabajo consistiría precisamente en limar todas esas durezas.

–A mí me parece que el señor Davis está perfecto así –dijo Janine con un suspiro–, pero tú sabrás manejarlo.

La idea de «manejar» a Hank Davis hizo que Lizzie sintiera escalofríos de nuevo. Apartó el pensamiento de su mente y volvió a centrarse en el trabajo que tenía entre manos.

–¿Podrías llamar a Bailey y decirle que traiga el coche dentro de una hora? Tengo que llamar a la señora Adams del centro de rehabilitación para preguntar por mi madre.

–¿Cómo está?

–Mejor. Las enfermeras creen que el doctor la dejará volver a casa pronto. Será un alivio.

–Y más trabajo para ti –señaló Janine.

–Estaré bien –contestó Lizzie llevándose un dedo a la sien y masajeando la zona tratando de evitar el incipiente dolor de cabeza–. No me queda más remedio. Aunque ahora tengamos a Hank Davis, necesitamos atraer más clientes. Las dos sabemos que el negocio ha estado flojo esta primavera. ¿No tienes idea de quién llamó antes?

–Preguntó por ti y le dije que estabas atendiendo a otro cliente, y antes de poder preguntarle el nombre había colgado –contestó Janine sacudiendo la cabeza.

–Tal vez vuelva a llamar más tarde –dijo Lizzie, que no quería perder la oportunidad de nueva clientela–. Si lo hace, y reconoces su voz, me lo pasas inmediatamente.

Mientras Janine hablaba con Bailey, Lizzie marcó el número de la clínica. Mientras esperaba se puso a repasar la lista de cosas que tenía que hacer y deseó no haber tenido que aceptar a Hank Davis. Pero no podía echarse atrás porque se sintiera atraída por un cliente. Era un cliente demasiado importante. Con el pago adelantado que había hecho podría pagar la última letra del préstamo que había pedido para iniciar el negocio, y en breve no tendría que preocuparse por las facturas de la rehabilitación de su madre. Si consiguiera atraer a más clientes, podría permitirse contratar a algún otro asesor, y así podría pasar más tiempo con Amanda.

Tal vez algún día su sueño de convertir su asesoría en la más importante de Kansas City se hiciera realidad, y entonces le demostraría a su familia que ya no era la cabeza loca que una vez había sido. Pero tenía que ir paso a paso.

En su corazón, su hija y su familia eran lo primero. No permitiría que un hombre cambiara eso. Reticente a admitir que se sentía atraída por Hank, lo que tenía que hacer en ese momento era centrarse en el asunto de conseguirle un apartamento. Eso debería hacer que sus hormonas se controlasen un poco. Conocía a los hombres como él. En el momento que el padre de Amanda escuchó la palabra «bebé», salió corriendo. Y no había sido el único. Era consciente de que algunos hombres no estaban hechos para asentarse en un lugar, y no iba a dejarse involucrar otra vez en lo mismo. Tenía un sueño que lograr y algo que demostrar.

 

 

–¿Qué es esto? –preguntó Hank cuando salió del hotel. Era evidente que la limusina y el conductor que esperaban a la puerta eran para él.

–Un obsequio para nuestros clientes –dijo Lizzie sonriendo al conductor y metiéndose en el coche.

Hank entró tras ella.

–¿Pero una limusina? ¿No es demasiado? Voy a ser jefe de obra de una constructora, no el presidente.

–Todo es cuestión de la imagen que uno quiera dar de sí mismo –explicó Lizzie, con gesto resuelto–. Si una persona considera que merece algo, acabará consiguiéndolo. Una limusina es algo que, para la mayoría de la gente, representa cierto nivel social y económico. Que alguien cuente con un chófer para que lo lleve a todas partes lo hace sentir especial y comenzará a mostrar la forma en que esa persona piensa y actúa.

–Por no mencionar lo que dirán los demás, ¿no?

–Exacto –contestó ella mirándolo a los ojos y sonriendo.

Hank mantuvo la mirada, perdido en la inmensidad de los ojos azules, hasta que finalmente Lizzie optó por retirar la suya y dirigirse al conductor para darle instrucciones. Cuando hubo terminado se volvió hacia Hank y sonrió.

–Bailey será tu chófer durante las próximas dos semanas y si necesitas algo no tienes más que decírselo –añadió Lizzie.

Bailey arrancó el vehículo y salió del aparcamiento.

–Puede llamarme siempre que quiera, señor Davis –dijo Bailey.

–Gracias –contestó Hank estirando las piernas en el espacioso interior del coche, y pisando accidentalmente a Lizzie, que se había alejado de él–. Pero llámame Hank.