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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Cathleen Galitz

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dos mundos y un amor, n.º 1250 - mayo 2016

Título original: Warrior in Her Bed

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8240-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Era mucho más guapa de lo que Johnny Lonebear se esperaba.

Claro que, aunque su sobrina le había dicho que su nueva profesora no era así, él se la imaginaba poco menos que con cuernos y rabo, como Miss Applebee, su maestra.

La señorita Anne Wainwright era, aparentemente, muy amable, pero Johnny no pensaba dejarse engañar por su sonrisa fácil y su talento.

La madre de Crimson Dawn, hermana de Johnny, creía que todas las personas eran malas y, sobre todo, las que se hacían pasar por buenas. Johnny no llegaba a afirmar tanto, pero tenía su propia experiencia en el campo de batalla, donde unos y otros intentaban demostrar la superioridad de su cultura, religión o raza a balazos, incluidos los marines de los Estados Unidos, para los que había servido.

Si la señorita Wainwright resultaba cumplir las sospechas de su hermana Ester, podría tener ante sí al enemigo más peligroso con el que había tenido que vérselas jamás.

Al menos, eso era lo que había dicho su hermana que, furiosa porque la hubiera dejado impartir clases en su colegio, lo había instado para que fuera a verla.

–Yo no contrato a las profesoras –le había recordado Johnny–. Solo me encargo de que el colegio funcione.

Johnny miró a la única cabeza rubia entre tantas oscuras y se dijo que la nueva profesora no parecía especialmente diabólica aquella mañana.

En realidad, tuvo que decirse un par de veces que no había ido a maravillarse de cómo jugaban los rayos de sol con su cabello, sino para vigilarla.

–¿Le gustaría unirse a nosotros? –le preguntó ella de repente.

No tenía una voz hostil sino dulce y sin acento sureño. Johnny se encontró accediendo ante aquellos ojos que lo estaban retando.

A diferencia de su voz, aquellos dos láseres azules no tenían nada de sutiles. Johnny pensó que podrían atravesar el corazón de un hombre con la misma facilidad con la que el cúter que tenía en la mano cortaba el cristal.

De repente, se sintió como si hubiera vuelto a ser un colegial y la vieja insolencia que lo había llevado tantas veces al despacho del director renació en él.

Sin pensárselo dos veces, la miró de arriba abajo con una gran sonrisa que no dejaba lugar a dudas de que le gustaba lo que estaba viendo.

–No, gracias –contestó apoyándose en la puerta cruzando los brazos–. Todo lo que necesito ver lo veo desde aquí muy bien.

–Estupendo –dijo ella poniéndose unas gafas para protegerse los ojos y comenzar su trabajo.

Si no hubiera sido por el ligero sonrojo de sus mejillas, Johnny habría creído que su presencia no había producido ningún efecto en ella.

Era de admirar cómo había seguido con su explicación como si él no estuviera allí. En ese momento, de hecho, estaba terminando de cortar la circunferencia.

–¡Ohhhh! –exclamaron todos los alumnos extasiados.

–¡Ah! –se burló Johnny.

La profesora lo miró con cara de pocos amigos y su propia sobrina le dedicó una mirada mortífera.

–No es para tanto, pero me alegro de que le guste –dijo Anne–. Si quiere puede volver mañana, vamos a limar los bordes.

¿Lo decía por él? No pudo evitar sonreír. Todas las mujeres que habían tenido alguna relación con él sabían que sus bordes o asperezas eran imposible de limar.

–La clase ha terminado, niños. Recoged el material.

Mientras los alumnos obedecían, Anne se quitó las gafas y Johnny se encontró deseando que se quitara también la cinta que le sujetaba el pelo.

Se la imaginó con aquella espléndida melena suelta. Seguramente, la haría aparentar veintisiete o veintiocho años.

Cuando se estiró para descargar los doloridos músculos de la espalda, algo peligroso se estiró en la entrepierna de Johnny. Aunque se sentía como un voyeur, no podía dejar de mirar.

–¿No me vas a presentar a tu tío? –oyó que Anne le decía a su sobrina.

Johnny vio cómo Crimson Dawn resoplaba y accedía. Cruzaron la espaciosa sala de arte hacia él y los presentó.

–Mi tío Johnny…

–John –la corrigió–. John Lonebear.

 

 

«Le quedaría mejor Lonewolf», pensó Annie.

Aquel hombre era alto, debía de medir más de metro noventa, y estaba fuerte. Su presencia llenaba la estancia. Tenía el rostro anguloso y la piel color cobre. Por el corte de pelo, a lo militar, se veía claramente que había servido en el ejército.

Sin darse cuenta, Annie se preguntó cómo estaría con el pelo largo y recogido en dos trenzas, como en las películas. Todo un indio. La fiera mirada de aquellos ojos negros parecía peligrosa. ¿Debía darle la mano o se la arrancaría de un bocado?

–Encantada –dijo sin embargo extendiendo la mano con valentía.

John se tomó su tiempo descruzando los brazos para, finalmente, aceptar su mano. En ese momento, Annie sintió una descarga eléctrica que le erizó el vello de la nuca y le hizo sentir algo muy primitivo, casi animal.

Annie retiró la mano y dejó de sonreír rezando para que no se hubiera dado cuenta de la reacción que había provocado en ella.

–¿Qué puedo hacer por usted, señor Lonebear? –le preguntó.

«Puede dejar a mi sobrina en paz e irse de aquí como alma que lleva el diablo», pensó Johnny. «Puede meter en la maleta sus ideas de ciudad y ese perfume que lleva y salir a buen paso de la reserva», añadió mentalmente. «Y, ya que lo pregunta, quiero que me bese como nunca ha besado a nadie», concluyó.

¿De dónde había salido aquello? No lo sabía, pero lo cierto era que, al verla temblar, había sentido una poderosa atracción por ella.

Pero era peligrosa y no debía acercarse.

–Lo que puede hacer por mí, señorita Wainwright, es limitarse a enseñar manualidades y dejar de meter su preciosa naricita en las vidas privadas de sus alumnos –contestó invadiendo su espacio vital.

La profesora se quedó como si la acabara de abofetear.

–Llámeme Annie, por favor –contestó intentando llevar la conversación de forma distendida para saber por qué estaba aquel hombre tan molesto.

–Aquí nos gusta dirigirnos a los profesores por su apellido como muestra de respeto a su profesión –dijo Johnny con frialdad.

Si aquella mujer creía que lo podía ablandar y confundir con aquella voz dulce y sensual estaba muy equivocada.

No estaba dispuesto a sucumbir a sus maravillosos encantos.

–¡No te pases, tío! –exclamó Crimson Dawn dirigiéndole una mirada asesina–. No le haga ni caso, señorita Wainwright. Estoy segura de que ha sido mi madre la que lo ha hecho venir.

A Annie aquello pareció consolarla poco.

–Hablando de tu madre, te está esperando en el coche –dijo Johnny sin dejar de mirar a la profesora.

–Vete, vete –le dijo Annie viendo que la chica no la quería dejar a solas con su tío–. Nos vemos mañana en clase.

Crimson Dawn echó los hombros hacia atrás y fue a vérselas con su madre. La pelea era inevitable.

Annie deseó poder intervenir, pero sabía que intentar parar a una adolescente era imposible.

–Muy bien, ¿qué le pasa a usted? No tengo ni idea de qué he hecho para que esté tan molesto, así que dígamelo.

Johnny se quedó mirándola a los ojos y pensó que no eran fríos sino esquivos. Había algo en aquellas profundidades azules que lo hacía querer protegerla.

Nada menos que de él mismo.

Sin poder evitarlo, alargó la mano y le tocó el pelo entre rubio y castaño.

«Color miel con reflejos canela», decidió.

–Muy bonito –comentó ausente.

Annie nunca se había considerado una belleza y no le gustó que le tomaran el pelo, así que echó la cabeza hacia atrás.

Al hacerlo, lo que consiguió fue que Johnny le acariciara la mejilla al dejar caer la mano.

De nuevo, la descarga eléctrica.

Sin poder evitarlo, se tocó la cara.

Johnny la miró con los ojos entornados. En todas las películas, las mujeres blancas tenían miedo del «salvaje».

–No quería asustarla –dijo rezando para que no se desmayara como las actrices del celuloide.

–No me ha asustado –contestó Annie.

Era una mentira a medias. Aunque aquel hombre era enorme, Annie no tenía miedo de su presencia.

Lo que la asustaba era cómo reaccionaba ante él físicamente. Lo que la asustaba era lo que la hacía sentir.

–¿Le importaría decirme qué he hecho que lo ha molestado? –insistió dispuesta a acabar con aquella farsa y llegar al fondo de la cuestión.

–La madre de Crimson Dawn cree que la culpable de que su hija quiera dejar la reserva para estudiar Arte en una universidad de San Luis es usted –contestó Johnny con una voz exótica y erótica que dejó a Annie anonadada.

–No le he dicho nada que ella no tuviera ya decidido –le dijo Annie sinceramente–. Estoy segura de que ya se habían dado cuenta de que su sobrina tiene talento y de que querrán animarla a aprovecharlo. Crimson me pidió mi opinión y yo me limité a decirle que creía que tenía lo que hace falta para triunfar en el mundo si es lo que quiere hacer. No sé por qué eso les hace pensar que me he metido donde no me llaman.

–Por si no se ha dado cuenta, muchos se preguntan por qué ha venido a la reserva.

Annie lo miró confusa.

–Solo para impartir una asignatura optativa sin créditos –se defendió.

–¿Seguro que no ha venido a salvar a la nación india? –bromeó Johnny con un deje de desprecio.

–¡Claro que no! –exclamó Annie sinceramente.

«Ya tengo bastante con salvarme a mí misma», añadió mentalmente para sí.

–Creo que no comprende que necesitamos que los jóvenes con talento, como mi sobrina, se queden en la reserva para hacerla prosperar –le informó Johnny–. No queremos gente de fuera que venga a convencerlos de que la integración es posible y, como resultado, las reservas se queden vacías y la cultura india se pierda. Yo he vivido muchos años en el mundo de los blancos y he vuelto aquí por propia iniciativa. Creo que eso me da derecho a decirle que su mundo no es tan bueno como parece.

Annie levantó las manos en señal de rendición.

–Lo tendré en cuenta –contestó en tono profesional dando por zanjada la conversación.

–Eso espero –le espetó Johnny enfadado consigo mismo por haber provocado aquel aura de culpabilidad en su rostro.

Debía salir de allí cuanto antes porque temía que, de un momento a otro, no pudiera evitar tomarla entre sus brazos y prestarle su hombro para llorar.

–Antes de que se vaya, me gustaría darle un consejo –dijo Annie–. Si cree que puede controlar a una adolescente controlando lo que yo le diga, se equivoca por completo. Los sueños de los jóvenes les pertenecen única y exclusivamente a ellos, señor Lonebear, y yo no estoy por la labor de acabar con ellos aunque otros los vean como una locura. No me quiero meter en la vida de nadie, y menos en la suya, pero le recuerdo que, como educadora, mi labor es ayudar a mis alumnos a que vean sus sueños hechos realidad. Si quiere usted de verdad a su sobrina, como parece, debe respetar sus decisiones y dejarla hacer lo que quiera con su vida. Al fin y al cabo, es posible que vuelva, como hizo usted, con mucho más que ofrecer a la reserva que cuando se fue.

Johnny se quedó mirando a aquella audaz mujer. Que lo hubiera puesto en su lugar con tanta calma lo confundía.

Él, que había bautizado el colegio con el nombre de Dream Catchers, había tenido que oír que lo acusaran de pretender acabar con los sueños de alguien. Aquello le dolió, pero lo que le enfadó fue que aquella profesora creyera que había que abandonar la reserva para tener éxito.

–Le aconsejo que tenga más cuidado en el futuro, señorita Wainwright –le dijo con frialdad–, porque, aunque no la he contratado yo, le aseguro que tengo el poder suficiente para despedirla si me parece –concluyó yéndose y dejándola allí plantada con la boca abierta.

Capítulo Dos

 

Hacía poco tiempo que había dejado un puesto en San Luis en el que le pagaban mucho mejor y donde le habían dicho que volviera cuando quisiera, así que Annie sintió la tentación de hacerle un gran favor a señor Lonebear yéndose en aquel mismo momento.

Desde luego, no era el sueldo lo que se lo impedía porque ganaba una miseria que apenas le llegaba para vivir.

Menos mal que su amiga Jewell, a quien estaba sustituyendo, le había dejado su casa durante el verano que no había hecho más que comenzar.

Afortunadamente era una persona organizada y tenía casi un año de sueldo ahorrado. No, no era por el dinero por lo que decidió quedarse sino por el mural que había diseñado y estaba completando para donarlo al colegio que John Lonebear decía que era suyo.

A no ser por causas de fuerza mayor, a Annie Wainwright le gustaba acabar lo que había empezado.

Además, estaba Crimson, que la necesitaba.

Y, por último, nadie absolutamente nadie en el mundo, le decía a Annie Wainwright lo que tenía que hacer.

Aunque fuera un hombre increíblemente sexy.

Aunque a lo largo de su vida había aconsejado a muchos clientes y les había dicho que cambiar de ciudad no ayudaba a que los problemas se solucionaran solos, ella lo había hecho y se sentía a gusto de estar en la cabaña de su amiga, el lugar perfecto para corazones rotos y heridas por cicatrizar.

La casa de Jewell, apartada y situada a los pies de las Wind River Mountains, tenía unas vistas privilegiadas sobre el río del mismo nombre y el paisaje cercano.

Aquellas montañas eran maravillosas, pero no había turismo, algo indispensable para alguien que huía de la ciudad.

Ver el sol ponerse en el horizonte le hacía olvidarse de todos sus problemas. Poder seguir admirando aquel milagro de la Naturaleza era otra de las razones por las que quería quedarse.

Por lo menos, hasta el final del verano, cuando el aspecto monetario sí la acuciara y tuviera que tomar decisiones.

Aparcó su pequeño coupé azul junto a la casa y se sentó en el porche a admirar aquella obra maestra de la Naturaleza.

Ojalá pudiera captar todas las tonalidades del cielo en su mural, en el que se veía a una familia india frente a un tipi y tras ellos las estaciones y los días del año.

Se sorprendió preguntándose qué le parecería al señor Lonebear su tributo a su cultura y se dijo que poco le importaba lo que aquel gallito pensara de ella.

Sin embargo, no pudo evitar que solo con pensar en él se le erizara el vello de la nuca.

En ese momento, sonó el teléfono y se apresuró a contestarlo.

Aunque le encantaba la soledad de aquel lugar, había momentos en los que se hacía duro. Por eso, se alegró enormemente de oír la voz de Jewell y no dudó en narrarle su encuentro con la bestia.

–¿Johnny? –dijo su amiga con incredulidad–. Conmigo siempre se ha portado, tanto profesional como personalmente, de maravilla. De hecho, los profesores y los alumnos lo adoran. No sé qué habrás hecho para caerle antipática.