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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Carmen Pérez García

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Alma, n.º 123 - junio 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8263-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Primera parte. París

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Segunda parte. Ferrol

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Tercera parte. París

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

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Dedicatoria

 

Dedicado a la familia Lestache

Primera parte. París

Capítulo 1

 

 

París, 5 de octubre de 1789

 

Tienes que salir de París. No estás segura. La mano de Alma Ledoux, hija de André Ledoux, duque de Nevers, tembló ante esas palabras de advertencia. Siguió leyendo la nota escrita por su padre.

 

Las cosas se están poniendo feas para nosotros y prometí a tu madre en su lecho de muerte que te protegería. A media tarde, un hombre llamado Armand Bandon pasará a recogerte. Él te llevará a España, a casa de tu tío Jean. Recoge solo lo imprescindible. Cuando llegues a tu destino, podrás comprar todo lo que necesites. Sophie puede viajar contigo si lo desea. No preguntes, no pongas trabas ni discutas. Necesito saber que obedecerás y no intentarás imponer tu criterio. En cuanto pueda, me reuniré contigo. Ten cuidado. No olvides que te quiero.

 

En un gesto poco femenino, se dejó caer en el sillón tapizado de color oro. La amplia falda osciló debido a la brusquedad del movimiento. Estaba sola en el palacio que tenían en el número 35 de la calle Faubourg. Bueno, sola con unos cuantos criados que se ocupaban de que su vida fuera más cómoda. Volvió a leer la nota para convencerse de que había entendido bien lo que ponía en el papel. Si su padre le había mandado aquella misiva con tanta urgencia, la situación, ya revuelta desde el 14 de julio, debía de haber empeorado.

Miró su maravilloso vestido de fiesta con pesar. Tenía previsto acudir a una velada en casa de los marqueses de Marsan. Aunque desde que habían comenzado las revueltas, el número de recepciones ofrecidas por la nobleza había disminuido, todavía se celebraban algunas. A aquella no podría acudir. Si iban a ir a recogerla, tendría que ponerse a recopilar lo necesario para emprender aquel largo e inesperado viaje.

Miró a su alrededor sin tener ni idea de qué preparar. ¿Qué se metía en un equipaje para una huida? Si se detenía a pensar con frialdad, en los meses siguientes, aquel sería el menor de sus problemas. Para comenzar, estaba a punto de emprender un viaje en compañía de un perfecto desconocido. Tembló al pensar en ese hecho. Quería pensar que si su padre la había dejado en sus manos, debía de confiar en él lo suficiente. A esa preocupación tenía que añadir la del viaje. Nunca había hecho uno tan largo y quería estar a la altura de las circunstancias. Para finalizar, había otro asunto que le provocaba una gran zozobra: durante un tiempo indefinido, viviría en casa de unos familiares a los que no conocía. De la figura de su tío solo permanecía en su recuerdo una imagen amable y cariñosa. Sabía que le había ido bien en sus negocios, por lo tanto su bienestar material estaba asegurado.

Suspiró con resignación, se irguió sobre sus altos tacones y llamó a la doncella, dispuesta a no dejarse vencer por el desánimo.

 

 

Armand Bandon se preguntó por enésima vez por qué demonios había aceptado llevar a la hija del duque hasta Ferrol. Lo último que necesitaba era una niña malcriada como compañera de viaje. Sin embargo, le debía mucho a André Ledoux. El duque le había ayudado en uno de los peores momentos de su vida y no podía negarse a hacerle el favor que le había pedido con tanta premura.

La situación en París se había vuelto muy peligrosa, tanto que se hablaba de ir hasta Versalles para pedir cuentas al rey. Cuando le había comunicado a André su intención de marcharse para labrarse un porvenir lejos de su patria, este le había pedido que llevara a su hija hasta la casa de su hermano en Ferrol, España. Desde el puerto de esa ciudad, podría salir hacia cualquier lugar del mundo. Aquello trastocaba sus planes, pero tampoco los arruinaba, solo los retrasaba un poco más y… nunca se sabía. A lo mejor en España encontraba algo interesante en lo que poder hacer dinero. El comercio con ultramar estaba en un buen momento y podría tener una gran oportunidad para lograr sus propósitos.

Esa perspectiva le animó lo suficiente para acallar todas las reservas que tenía con respecto a la joven a la que debía escoltar. André hablaba mucho de ella, de su carácter independiente y de su alegría de vivir. Sabía que le gustaba ir a fiestas, leer y opinar sobre cuestiones en las que las de su género no se inmiscuían por norma general. Su amigo lo veía como algo normal, puesto que sus ideas liberales y las de su esposa habían permitido que la educación de su hija fuera un tanto atípica para la época en que vivían. Las ideas de la ilustración habían calado en buena parte de la sociedad y se avecinaban cambios importantes, así que a lo mejor no habían estado tan desencaminados después de todo.

La difunta duquesa de Nevers era una persona muy especial, defendía que las mujeres eran algo más que un objeto para uso y disfrute de sus maridos. Dado que el duque parecía estar de acuerdo con su discurso, nadie se le enfrentaba ni discutía con ella y así fue como su pequeña creció en un ambiente en el que se podía opinar y discutir sobre cualquier tema que les afectara.

Y allí estaba él, esperando que se hiciera la hora para recoger a la muchacha y llevarla hasta la casa de sus tíos.

 

 

Alma no lograba priorizar los escuetos enseres que debía meter en el baúl. En compañía de Sophie, su doncella, había examinado una y otra vez qué era y qué no imprescindible. La cama de postes de caoba estaba cubierta por vestidos de viaje, zapatos, artículos de aseo… Un suspiro, más bien un soplido, se escapó de sus labios.

—Esto es imposible, Sophie —se quejó—. En la vida conseguiré hacer el equipaje.

—Déjeme a mí, señorita.

La sirvienta, una chica pizpireta y decidida, la empujó hacia la puerta y ella no se hizo de rogar. La preocupación por su futuro y el de su padre no le permitía pensar con claridad. Por lo menos, no viajaría sola en compañía del desconocido. Sophie había aceptado acompañarla.

Paseó despacio por la que había sido su casa hasta entonces. También tenían un pequeño castillo donde iban los veranos, pero la delicada salud de su madre había espaciado los viajes. Hacía un año que había muerto. Desde ese momento, ella había asumido la dirección de aquel hogar vacío. Atrás quedaron las despreocupaciones y las ocurrencias de jóvenes. Tuvo que madurar de golpe. Siempre agradecería la educación recibida porque, gracias a ella, había conseguido adaptarse y estar a la altura de las circunstancias.

Miró todo cuanto la rodeaba y se despidió en silencio de aquellos objetos tan queridos que tendría que abandonar. Los pesados cortinajes de terciopelo, los muebles fabricados a la última moda, las lujosas tapicerías, todo permanecería a la espera de su regreso. Al menos, eso esperaba.

Sacudió la cabeza y decidió que no podía compadecerse. Era muy afortunada al tener a alguien que podía alejarla de los malos tiempos que se avecinaban, así que se armaría de orgullo y fuerza y lucharía contra las adversidades que encontrara por el camino. La futura duquesa de Nevers no se rendía.

 

 

Armand rodeó La Bastilla y subió la calle por detrás de San Martín. Evitó las cercanías del ayuntamiento, donde una multitud se estaba reuniendo para encaminarse a Versalles. Al menos, eso había alcanzado a oír. Debían salir de París cuanto antes. Esperaba que los cuatro caballos que tiraban de aquella silla de postas, lo más parecido a una diligencia que había podido encontrar, los sacaran rápido de aquella ciudad que estaba a punto de convertirse en un infierno.

Siguió las instrucciones de André y se detuvo ante la chocolatería À la mère de la famille. Junto a ella estaba la casa en la que tenía que recoger a su hija. Eran cerca de las cuatro de la tarde, llovía, comenzaba a oscurecer y las campanas de las iglesias cercanas repicaban sin parar. Aparecieron algunos ciudadanos que portaban antorchas, incluso le pareció distinguir un grupo de soldados de los que estaban a las órdenes del general La Fayette.

Dejó al mozo que le acompañaba a cargo del carruaje y llamó a la puerta del palacio. Abrió un criado con expresión ceñuda que le miró con desconfianza.

—Buenas tardes —saludó con tono seco—. Busco a mademoiselle Ledoux.

El hombre de gesto adusto asintió y le facilitó la entrada. Le guió a una sala pequeña situada a la derecha y le dijo que esperara.

Armand se removió inquieto. La estancia estaba helada y solo la iluminaba la escasa luz que entraba por la ventana. Entre las sombras pudo distinguir algunos muebles y adornos que indicaban que Ledoux no se privaba de nada; más bien, que no privaba de nada a su hija. Se sintió molesto de nuevo. Él no tenía paciencia para tratar con niñas caprichosas. Hacía tiempo que había abandonado su hogar y que no se relacionaba con gente como la que vivía allí.

El mayordomo entró de nuevo para indicarle que mademoiselle le esperaba en la entrada.

Salió, agradeciendo la información con un breve gesto. En el vestíbulo, descubrió a dos mujeres que hablaban sobre la necesidad de transportar unos baúles fuera. Si pensaba que iba a llevarse todo aquello en su largo viaje, iba a llevarse el primer disgusto.

—Buenas tardes —saludó, advirtiendo de su presencia.

Las dos féminas se giraron hacia él. La lámpara de la entrada, repleta de velas encendidas, le permitió verlas con claridad. Una era rubia y menuda, de rostro alegre; la otra, morena, con una piel delicada y sonrosada. Su gesto altivo y su mirada serena le indicaron que se trataba de su pasajera. No encajaba para nada en la idea que se había forjado de ella. Sus ojos oscuros lo miraban con interés y curiosidad, incluso habría dicho que con algo de miedo.

—¿Monsieur Bandon? —Fue la morena quien hizo la pregunta. Su voz tampoco resultó ser como esperaba. Salió ronca y bien modulada de aquella garganta delgada y blanca como el alabastro.

Él inclinó la cabeza en un gesto afirmativo y preguntó a su vez.

—¿Mademoiselle Ledoux?

—Soy yo. —Se volvió hacia la rubia y añadió—. Ella es Sophie, mi doncella. Vendrá con nosotros.

Estupendo. Tendría que viajar con una mujer más. Por otro lado, tal vez no fuera tan malo, haría compañía a su señora y él no tendría que estar siempre pendiente de ella.

—Está bien. Debemos marcharnos. ¿Dónde está su equipaje?

Ella señaló los baúles.

Durante unos segundos, el silencio planeó sobre todos. Sophie no había abierto la boca y el mayordomo esperaba, con rostro inexpresivo, alguna indicación. Los ojos azules de Armand se volvieron casi negros y se congelaron. Tuvo que respirar hondo varias veces antes de hablar.

—¿No le dijo el duque que viajaríamos con lo imprescindible?

Ella se tensó. No le gustó el tono en que le habló aquel individuo, que no era en absoluto lo que esperaba encontrar. Se había figurado que sería algún mozo que gozaba de la confianza de su padre y no aquella mezcla de caballero y maleducado que le dirigía una mirada reprobatoria.

—Esto —señaló los cofres— es imprescindible.

Él dio un paso hacia adelante con una expresión tormentosa.

—Creo que no ha entendido la situación, mademoiselle. Tenemos que salir de inmediato, sin peso, para poder avanzar más rápido.

Ella también se adelantó y, ante la mirada pasmada de quienes observaban aquella batalla, le plantó cara.

—He entendido la situación a la perfección, monsieur —recalcó la palabra señor como si dudara de que lo fuera—. Tengo que abandonar mi casa y mi país, y no pienso salir como una pordiosera. Hay cosas que necesito y no pienso dejarlas.

Armand no estaba acostumbrado a que le desobedecieran. Su imponente estatura ya le facilitaba bastante la labor de imponerse. Cuando se inclinaba hacia alguien, su mera presencia resultaba amenazadora; sin embargo, aquella mujer le miraba con la cabeza alzada en un gesto obstinado y sin despegar los ojos de los suyos. Durante un instante, sopesó la idea de cargarla sobre el hombro y sacarla sin contemplaciones. Allí mandaba él y ella tenía que saberlo. Por supuesto, no lo hizo. Apretó los dientes y masculló, más que pronunció, las palabras.

—Mademoiselle, no va a subir a mi carruaje con esos tres baúles.

Los ojos de ella lanzaron destellos de indignación. ¿Quién se habría creído aquel patán que era?

—¡Usted no me va a dar órdenes! —Su cuerpo tembló de rabia.

Una sonrisa socarrona se dibujó en el atractivo rostro masculino.

—En eso se equivoca. Aquí soy yo quien da las órdenes. O elige el baúl que va a llevar o se queda aquí. No estoy dispuesto a perder más tiempo.

Ella lo fulminó con la mirada. A pesar de su enfado, tenía ojos en la cara. El tipo tenía los modales de un carretero pero era condenadamente atractivo. Llevaba el pelo corto, no como la mayoría de los caballeros que conocía; las facciones marcadas y unos ojos azules penetrantes completaban unos rasgos perturbadores. Sacudió la cabeza y recordó que estaba enfadada. Iba a volver a increparle cuando Sophie se adelantó.

—Señorita, es mejor que hagamos caso al señor. Es posible que los caballos no soporten tanto peso. Si nos retrasamos, el señor duque se inquietará.

Armand agradeció aquella interrupción. La joven parecía tener más sensatez que la cabeza de chorlito de su señora. Una cabeza muy bella, por cierto. Tenía que reconocer que poseía una figura esbelta, realzada por el vestido de viaje que había elegido. Su cuerpo reaccionó de manera imprevista hacia el encanto que desprendía. El deseo de abarcar con sus manos esa breve cintura fue casi incontrolable. ¿Qué demonios le pasaba? Tuvo que recordarse que él no se liaba con damas.

La vio dudar ante las palabras de la doncella al mencionar a su padre. Así que la chica quería a André y no deseaba preocuparle. Bien. Esa información sería muy beneficiosa si durante el viaje se ponía testaruda.

—¿Puede aguardar un poco? —preguntó ella con expresión altanera.

Él hizo un gesto burlón de aceptación y se cruzó de brazos, dispuesto a esperar hasta que lograra poner en un solo cofre lo necesario.

Se hicieron los cambios bajo la atenta mirada del mayordomo, que no parecía que fuera a intervenir. Al fin todo estuvo dispuesto. Ella se volvió hacia él desafiante.

—Bien. Ya está. ¿Ahora qué?

—No esperará que cargue yo con él. Es su equipaje. Tiene que poder transportar sus cosas.

Si el odio pudiera matar, la mirada que le dirigió lo habría fulminado.

—Sophie, por favor, ¿puedes decir a alguno de los criados que saque mi equipaje hasta el coche de monsieur?

La muchacha obedeció con rapidez, dispuesta a terminar cuanto antes y poder salir.

Minutos después, todo estaba preparado para iniciar el viaje. Para alivio de Alma, el señor Bandon, subió al pescante con el mozo, de modo que tuvo tiempo para recobrar la tranquilidad. Habían comenzado de la peor manera posible. Solo esperaba no tener que compartir con él aquel espacio cerrado.

Sus esperanzas se vieron truncadas al cabo de unos minutos. El coche se detuvo y monsieur Bandon entró en él. Se sentó junto a Sophie, frente a ella, sin dejar de observarla. Aquel escrutinio logró ponerla nerviosa.

—¿Va todo bien? —preguntó al fin.

—Todo lo bien que puede ir en estas circunstancias.

Su voz sonaba grave y preocupada, lo que provocó en ella cierta inquietud.

—¿Y qué circunstancias son esas?

Alma estaba acostumbrada a enfrentar los problemas. No le gustaba que le mintieran o disfrazaran la verdad. Si conocía los hechos, podría enfrentarse a ellos; si desconocía que estaba en peligro, la pillaría desprevenida y no tendría oportunidad de defenderse.

Él consideró mentirle o suavizar la situación que les rodeaba. Al final decidió que sería más sensato y práctico contarle qué ocurría a su alrededor.

—Esta mañana ha habido problemas en el mercado de Saint Antoine. Como sucede desde hace unos meses, hay escasez de comida y las mujeres se han cansado de no encontrar alimento para sus familias.

—¿Ha habido revueltas otra vez? —preguntó con interés.

—Sí, señorita. Se ha congregado una multitud ante el ayuntamiento y hace poco más de una hora, cuando iba a recogerla, han salido andando en dirección a Versalles. Querían hablar con el rey.

Ella meditó durante unos segundos.

—¿Por eso quiere mi padre que me vaya de Francia?

—Considera que estará usted mucho más segura con su familia en España.

—¿Y quién cuidará de él?

La inquietud por su padre había dejado en segundo plano esa arrogancia que había manifestado desde que la había visto. Su rostro mostraba una dulzura que la hacía más bella si eso era posible.

—El duque es un gran hombre, sabe defenderse bien —manifestó él para sorpresa de Alma.

—¿Lo conoce mucho?

Ese era un tema que no estaba dispuesto a discutir con ella. Se trataba de algo muy privado y doloroso para él.

—Sí —respondió con brusquedad.

—¿Hace mucho que son amigos? —insistió.

Estaba claro que no pensaba dejarlo hasta que le dijera algo, así que añadió algo más para acallar su curiosidad.

—Hace bastante tiempo. Su padre me ayudó en un momento complicado y ahora le devuelvo el favor.

¡Qué amable!, se dijo ella con ironía. No hacía falta que le dijera tan claro que preferiría no tener que viajar en su compañía.

—Siento que tenga que cargar conmigo —volvió a adoptar su posición arrogante—, tal vez podría haberse negado.

Él le dirigió una mirada serena y penetrante.

—Yo nunca negaría nada a André Ledoux.

Lo dijo con tal firmeza que Alma no pudo replicar. En cambio, consiguió que en su mente surgieran un montón de preguntas sobre la relación que existía entre ese sujeto y su padre.

La noche había caído sobre la ciudad antes de que salieran de ella. Las ruedas del carruaje chirriaban y saltaban sobre las calles embarradas. El ruido de la lluvia en el techo les recordaba de manera constante que fuera de aquel espacio reducido el mundo resultaba frío y amenazador. Alma se colocó la manta de viaje sobre las rodillas y miró por la ventana. Las casas se desdibujaban por causa del agua y de las sombras. Salvo unas cuantas antorchas, les rodeaba una oscuridad amenazadora. Su cuerpo tembló y su estado de ánimo decayó un poco más.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó a su forzado compañero de viaje, que la observaba sin ningún disimulo.

—A Rouen.

La lacónica respuesta solo sirvió para impacientarla.

—¿Puede darme algo más de información? —inquirió—. Me gustaría saber cuál es mi futuro más próximo.

—Si avanzamos rápido, y tenemos que hacerlo, llegaremos al puerto a tiempo de alcanzar un bergantín que parte para Ferrol.

Ella se estremeció. Iba a salir de Francia en barco. Nunca había subido en uno y no le hacía ninguna gracia. Lo miró sin ninguna expresión en el rostro. No tenía la menor intención de confesarle que le aterraba. Se tragaría su miedo y viajaría en lo que hiciera falta.

—¿Y cómo sabe usted que ese barco estará allí?

—Porque yo tenía que embarcar en él. De hecho, debería haber salido de París ayer por la noche.

Dejó en el aire que, por su culpa, iba con retraso. Ella no dejó pasar la oportunidad de provocarle un poco.

—¿Quiere decir que soy la culpable de que vaya con retraso?

—Usted no tiene la culpa. En todo caso, la tendría su padre, por pedirme que la recogiera y la llevara conmigo.

Desde luego, su tono indicaba que estaba encantado con el encargo que le habían hecho, se dijo ella con ironía.

—Siento haberle estropeado todos sus planes.

Esa disculpa, que parecía sincera, sorprendió tanto a Armand que volvió a estudiarla con detenimiento. Parecía tan joven y asustada que por unos instantes sintió simpatía por ella. Se enderezó en el asiento de madera y se recordó que no debía experimentar ningún sentimiento que le hiciera apartarse de sus objetivos más inmediatos, en los que, desde luego, no tenía espacio para ninguna mujer, por muy guapa y rica que fuera.

—No se preocupe —le respondió con brusquedad—. Ya no tiene arreglo. Usted tenía que salir del país y yo iba a hacerlo. Solo he tenido que retrasar un día el viaje.

—¿Pero llegaremos a tiempo?

Él no dudó en responder.

—Llegaremos. Esta noche descansaremos en casa de unos amigos y mañana saldremos temprano. Viajaremos durante todo el día y así recuperaremos el retraso. Debemos llegar en el tiempo establecido porque si no lo hacemos, el barco zarpará sin nosotros.

Ella asintió sin decir nada. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el respaldo. No podía soportar el escrutinio de esos ojos azules que parecían acusarla de algo desconocido.

Capítulo 2

 

 

Había perdido la conciencia del tiempo que llevaban en camino cuando los caballos se detuvieron. No habían vuelto a cruzar una palabra. Armand se dedicó a observar el rostro femenino en la penumbra y a elucubrar sobre cómo se desarrollaría aquel inesperado viaje. Por el momento y tras el primer encontronazo, habían completado la etapa sin contratiempos. Ana Rohan, una viuda a la que conocía hacía años, le permitía alojarse en ocasiones en su casa a cambio de unas monedas de oro. Debía de estar esperándolos y con todo preparado, puesto que había mandado un mensajero avisándola de que llegarían tarde.

—Esperen aquí —ordenó a las pasajeras al tiempo que abandonaba el coche.

Alma se asomó con curiosidad. Obedeció porque no le quedaba otro remedio. Envidiaba la agilidad y rapidez con que se movían los hombres. Si ella no tuviera que llevar todas aquellas capas de tela y enaguas, también podría bajar de un salto sin necesidad de que la ayudaran.

Estaban en una especie de aldea. Más bien un grupo de tres o cuatro casas. Armand se acercó a la puerta de una de ellas, que tenía una antorcha en el lateral. La luz que se veía a través de la ventana, indicaba que sus habitantes estaban despiertos.

No se había extinguido el ruido de la campanilla cuando la puerta se abrió con ímpetu. Alcanzó a ver una mujer que se arrojaba a los brazos del recién llegado y le plantaba un sonoro beso en cada mejilla. Sin saber por qué, aquel gesto le molestó. La confianza con que lo había recibido indicaba que entre aquellos dos no había una simple amistad. Debería de resultarle indiferente, pero no era así. En ese momento, Sophie, que había permanecido dormida se movió en el asiento.

—¿Ya hemos llegado?

—Eso parece. Tenemos que esperar a que el señor nos dé órdenes o tenga a bien sacarnos de aquí.

Una mano tranquilizadora se posó sobre su brazo.

—Señorita, no se ponga de mal humor y no la pague con él. Nuestra vida está en sus manos.

Consejo prudente de la doncella, se dijo. Lo malo era que su carácter no se prestaba a plegarse a la voluntad de otros. Observó cómo Armand y la mujer intercambiaban algunas palabras y él señalaba en dirección a donde se encontraban. Después, se dirigió hacia ellas. Alma no pudo evitar admirar su aspecto y su forma de moverse. De su figura se desprendía elegancia y seguridad. A pesar de no ir vestido como un auténtico caballero, no tenía nada que envidiarle a ninguno.

La portezuela se abrió y él quedó a escasos centímetros, con la mano extendida para que ella se apoyara y pudiera bajar sin dificultad.

—¿Ocurre algo? —preguntó al ver que no se movía.

Ella salió de su ensoñación.

—No. No pasa nada. —Apoyó la mano enguantada en su antebrazo. No hubo ningún roce indiscreto, pero sintió un ligero estremecimiento al tocarlo.

Armand permaneció impasible mientras descendía. No esperaba el latigazo que había experimentado cuando ella depositó su mano sobre él. ¡Demonios! No era más que un leve contacto que le había causado el mismo efecto que una caricia consentida por los dos.

Una vez se aseguró de que pisaba suelo firme, ayudó a bajar a Sophie, quien no parecía tener muy buen aspecto.

—¿Se encuentra usted bien, señorita?

Sophie no estaba acostumbrada a que alguien que no fuera su señora se interesara por ella. Esbozó una tímida sonrisa y respondió que solo estaba algo cansada.

Al oír aquello, Alma se acercó y la rodeó con un brazo en un gesto cariñoso que sorprendió a Armand.

—Vamos dentro —propuso—. Seguro que se estará caliente y podrás descansar.

El interior de la casa no era lujoso, pero sí agradable. La calidez que proporcionaba el fuego de la chimenea resultó reconfortante para los recién llegados.

La posadera les indicó dónde podían sentarse mientras les servía la comida que había preparado y mantenido caliente para ellos.

Alma estaba desfallecida. Hacía mucho tiempo que no comía nada y el guiso que apareció ante ella le hizo la boca agua. Comieron en silencio sobre una tosca mesa de madera. Mientras lo hacía, observó con disimulo a su anfitriona, que charlaba con desparpajo con Armand y el mozo que había conducido el coche. Este último no apartaba los ojos del pronunciado escote, por el que aparecían dos senos voluptuosos y provocativos. No quiso ni imaginar que su escolta pudiera conocerlos más allá de lo que había a simple vista. El suspiro involuntario que salió de su boca atrajo la atención de los demás comensales.

—Si está cansada, puedo acompañarla a su habitación —propuso la mujer que le habían presentado como Ana Rohan, dueña de la casa y amiga de Armand.

Ella miró a Sophie, que no presentaba buen aspecto y aceptó el ofrecimiento.

—Señorita Ledoux —intervino Armand—, mañana saldremos muy temprano. Ana las despertará. Quiero salir cuanto antes para ganar el mayor tiempo posible.

Alma asintió. Simplemente acataba lo que él dispusiera.

—Estaremos preparadas. No haremos que se retrase.

Él esperaba que le contradijera o que le pidiera más tiempo para descansar, así que se sorprendió al ver que aceptaba sus órdenes sin rechistar. Observó cómo desaparecían por la escalera y exhaló un suspiro.

La habitación en la que las instalaron tenía las comodidades básicas. Una cama, una palangana, un jarro con agua y poco más. Mandó a Sophie a dormir sin permitirle que la ayudara en nada. Sospechaba que estaba enferma, así que lo mejor era que descansara todo lo posible o el señor Bandon sería capaz de dejarla atrás con tal de cumplir las fechas del viaje. Ni siquiera se desvistieron. Tal y como estaban, se tumbaron sobre el colchón y se taparon con las mantas. A los pocos minutos, la doncella dormía. Ella, por el contrario, a pesar del cansancio, no podía conciliar el sueño.

Tumbada de lado, con la mejilla apoyada en la palma de la mano, sus ojos permanecían abiertos, con la mirada clavada en el rectángulo de la ventana por donde se filtraba la luz de la luna. Sus pensamientos volaban una y otra vez al hombre que había irrumpido en su vida, con el permiso de su padre, para organizar el modo en que llegaría a España. Un hombre diferente a los que había conocido hasta entonces. No parecía un caballero de los que andaban por los salones sin nada más que hacer que pavonearse ante las damas de la corte; tampoco parecía un mozo cualquiera. Vestía pantalón largo, como los revolucionarios; sin embargo, sus ropas no parecían baratas. También resultaban incongruentes sus modales, correctos y educados aunque algo bruscos. Un misterio que atraía su curiosidad y que no sabía si quería desvelar.

La que seguro que lo había hecho era la mujer que les había recibido. Se mostraba ante él con total descaro, le tocaba y hablaba con la confianza que daba la intimidad, al menos eso creía, puesto que ella no la había compartido con nadie. A su edad, muchas mujeres estaban casadas y tenían hijos, pero su madre había hecho prometer a su padre que solo ella elegiría a su marido. Y allí estaba, soltera, con un futuro incierto y camino de otro país para vivir con unos familiares a los que solo conocía de oídas. Recordaba a su tío Jean de alguna visita que les había hecho cuando era muy pequeña, un recuerdo remoto que no le servía para mucho.

Volvió a pensar en Armand. Seguramente estaría en brazos de su amiga. Un desagradable pinchazo en el corazón la sorprendió. Hacía unas horas que lo conocía, la mitad de las palabras que habían cruzado habían sido para discutir, entonces ¿por qué le molestaba que se acostara con una mujer deseable? Por lo que sospechaba, tenía mucho éxito entre las de su género, fuera cual fuera su clase social, y al parecer él se dejaba querer sin más compromiso. El señor Bandon podía estar con quien le apeteciera, se dijo, y a ella no le afectaría en absoluto.

Todavía no había ni rastro de la luz del nuevo día cuando Alma abandonó su habitación. En la chimenea quedaban rescoldos del fuego de la noche. Los removió y se sentó junto al hogar, arrebujada en la manta que había usado para taparse en la cama. La casa estaba silenciosa. No tenía ni idea de qué hora era o si faltaba mucho para que la dueña hiciera su aparición para comenzar a preparar el desayuno.

Ese momento de tranquilidad la hizo sentirse segura, incluso relajada, aunque la sensación de bienestar solo duró hasta que la puerta se abrió de golpe, provocando un ruido inesperado. El susto le hizo dar un pequeño grito que alertó al recién llegado de su presencia.

—¿Señorita Ledoux?

La voz grave de Armand la tranquilizó. Durante unos segundos, había creído que les asaltaban.

—Sí. Soy yo.

Él se aproximó hasta quedar en su campo de visión. Llevaba un grueso abrigo y unas botas. La miró con extrañeza.

—¿Qué hace aquí? Debería estar durmiendo.

Ella se encogió de hombros en un gesto indiferente.

—Mañana será un día muy largo. No crea que vamos a parar cuando usted piense que necesite hacerlo.

Ella se enderezó en el asiento y le dirigió una mirada combativa, buscando la causa de su actitud desagradable.

—No tengo intención de hacerlo. Sé muy bien que urge llegar a Rouen, así que no me achaque cosas que ni he hecho ni pienso hacer, monsieur. Prometí que no sería un estorbo y cumpliré mi promesa.

Él la observó en silencio. No conocía el motivo por el que sentía esa necesidad de provocarla. Al entrar y verla encogida en la mecedora, en su interior se había removido algo que tenía muy escondido, esa fibra que hacía mucho tiempo que nada ni nadie tocaba. Suponía que ese ataque innecesario había surgido como un mero escudo defensivo.

—¿Ha conseguido descansar algo? —preguntó conciliador, al tiempo que se sentaba frente a ella.

—No he dormido mucho. He preferido que Sophie ocupe toda la cama. Me temo que se está poniendo enferma.

—Se preocupa mucho por ella ¿no?

Alma se mostró sorprendida.

—¿Por qué no iba a preocuparme?

—Porque es una criada.

—Es una persona. Yo me preocupo por las personas sin importarme dónde hayan nacido, señor.

A Armand le gustó esa respuesta y empezaba a gustarle ella. Alma era bellísima, de aspecto sereno y algo distante, un rasgo que le hacía gracia. Las señoras de la nobleza tenían ese punto de altivez, que solían perder cuando estaban en su compañía. Sin embargo, a ella le sucedía todo lo contrario. La forma en que trataba a Sophie y al resto de la gente, le había revelado que solo le dedicaba a él esa característica algo irritante de su personalidad. André le había prevenido del carácter independiente de su hija, lo cual le agradecía porque era bastante infrecuente encontrar a una dama que defendiera sus ideas con tanta determinación.

—Esa chica tiene mucha suerte de tenerla como ama —dijo antes de ponerse en pie y salir de nuevo.

Alma se quedó pasmada ante esa declaración. ¿Le había hecho un cumplido?

No se había recuperado todavía de la impresión cuando apareció Ana en la estancia. Se mostraba fresca y lozana, como si no se hubiera acostado apenas unas pocas horas antes. La saludó con un alegre «bonjour» y añadió un tronco de leña a la chimenea. Removió los rescoldos hasta avivar la llama, que pronto prendió en las ramas secas. En unos minutos, el fuego crepitaba en el hogar. Después, se dispuso a trastear entre los cacharros de la cocina. Alma no quiso ni imaginar que su acompañante tuviera algo que ver con ese buen humor.

La puerta volvió a abrirse. En esa ocasión, junto a Armand apareció un desconocido de aspecto distinguido, a pesar de sus ropas modestas. Ana se giró hacia ellos y les sonrió.

—Pasad y calentaos. Pronto tendré preparado algo para comer.

—Pascal, esta es la señorita Ledoux —dijo Armand sin dar más explicaciones—. Mademoiselle, Pascal guiará nuestros caballos hasta que lleguemos a la costa.

El criado se inclinó en un gesto respetuoso, que a Alma le pareció demasiado gentil para un mozo de cuadras. Ella le correspondió con una inclinación de cabeza y una atractiva sonrisa que dejó a ambos hombres sin respiración.

Una hora después, daban las gracias y decían adiós a su anfitriona. Esta les había preparado algo de comida para el camino, que Armand guardó dentro del coche. Los rayos del sol empezaban a iluminar la mañana, mostrando una especie de claro dentro de la arboleda. Comenzaba una larga jornada para ellos.