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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 José de la Rosa

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Todas las estrellas son para ti, n.º 110 - septiembre 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8652-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

El mundo de Todas las estrellas son para ti

Dedicatorias

Nusfjord, Noruega

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Una carta encontrada en un cajón

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¡Gracias!

 

 

Para Nieves, Noemí, Maribel, Tessa, Bea, Kike y Juani.

Gracias por hacerme sentir que formo parte de algo hermoso.

Gracias a Carme por su infinita paciencia y sus consejos.

 

 

Nusfjord, Noruega. Principios de septiembre.

 

 

«El frío», pensó Inés observando los copos de nieve caer a través del ventanal. Siempre el frío, que volvía de escarcha la piel y petrificaba el corazón como una bocanada de agua helada. El frío a pesar de que el verano no había terminado. A pesar de que los pájaros apenas habían emigrado. Incluso siendo el año más caluroso de los últimos tiempos. El cielo seguiría encapotado hasta la llegada de una nueva primavera, dentro de demasiados meses. Eso quizá era lo que Inés más echaba de menos: un cielo azul, o tiznado de negro como en ese instante, pero tachonado con todas las estrellas. Con este último pensamiento su mente voló diez años atrás, sumergiéndose en unos recuerdos que se había esforzado en olvidar. Los apartó de su memoria con una sacudida de cabeza y decidió que era hora de volver al calor de un abrazo.

–Ven aquí, siéntate a mi lado –dijo Björn, señalando un hueco en el sofá, frente a la chimenea, como si hubiera leído su pensamiento.

Ella se alejó del ventanal. La nieve tornaba blanco el reflejo de la noche escandinava. Nieve temprana, casi inaudita, que se volvería perenne en el largo otoño que se aproximada. Björn la observó mientras se acercaba, desnuda y tan hermosa que parecía una aparición.

–Nunca terminaré por acostumbrarme a este frío –murmuró ella, derrumbándose a su lado.

–Nací aquí y jamás lo he hecho. Acostumbrarme.

Björn estaba tan desnudo como Inés. Se habían quitado la ropa el uno al otro, con prisas, casi a manotazos. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. El que habían tardado en recobrar fuerzas. Él la tapó con la manta de piel y la atrajo hacia su cuerpo. Para Björn era el regalo de cumpleaños perfecto: su cabaña, la primera e inusual nevada del año, un buen fuego, la nevera llena y su chica entre sus brazos. El mundo podía irse al garete, que en aquel momento no le importaba. Hundió la nariz en el cabello de Inés. Nunca se cansaba de su olor a hierba fresca y cítrico maduro. La deseó otra vez con tanta urgencia que con uno de sus fuertes dedos levantó el delicado rostro de Inés y pegó los labios a su boca. Ella reaccionó gimiendo, y dando un pequeño mordisco a la lengua curiosa que ya indagaba entre las comisuras. Era el mejor antídoto contra aquel frío, y uno de los mejores para paliar los anhelos del alma. Inés se estrechó un poco más contra aquel cuerpo grande y duro, como una gatita, soportando contra sus muslos la excitación de Björn: Un tipo capaz de hacer sentir a una mujer entre sus brazos cosas que ni soñaba que pudiera expresar su piel.

En lo mejor del beso, un preámbulo para todo lo demás, sonó una llamada de móvil. El sonido armónico de campanas tibetanas era tan desacertado en medio de algo que tendría un final delicioso, que a Inés casi le entraron ganas de reír. Quiso arrojarlo al fuego de la chimenea, pero miró de reojo la pantalla y supo que tenía que atenderlo.

–No lo cojas –le suplicó él, que una vez que empezaba sabía que no podría parar hasta quedar ambos exhaustos.

–Es de casa.

–Volverán a llamar si es algo importante –insistió–. Te tengo un fin de semana solo para mí. Sin trabajo de por medio ni prisas. Los dos desnudos, la chimenea y una noche muy larga. Me dijiste que era mi regalo de cumpleaños. Me lo prometiste.

Inés se mordió el labio, indecisa, lo que hizo que él se excitara aún más. No era normal que la llamaran desde casa a esas horas. Sabían que estaba de fin de semana en la cabaña que Björn tenía al norte de Noruega, en Nusfjord. Y su padre decía que solo los desaprensivos molestan a los demás más allá de las diez. Por otro lado, la promesa del escandinavo era suficientemente tentadora como para tenerla en cuenta. Al final se decidió.

–Dame dos segundos –le dijo, escapando de sus brazos y llevándose consigo la manta–, seguro que no es nada, pero me quedaré más tranquila.

Cogió el móvil y fue hasta el gran ventanal. Antes de descolgar le lanzó a Björn un beso con la punta de los dedos que él hizo la pantomima de atraparlo. La piel desnuda y blanquísima del vikingo contrastaba sobre el oscuro sofá cubierto de mantas. Un metro noventa de deseo que la esperaba excitado para cumplir con ella todas sus fantasías. Inés sintió un ligero escozor solo de pensar lo que sucedería en unos instantes, cuando ella volviera a sus brazos y lo dejara hacer, como le había pedido de regalo.

Lo dejó desamparado en el salón mientras, aterida, descolgaba para hablar con su padre y él la observaba con ojos soñadores y cargados de fuego. Al fin descorrió la cristalera y salió al otro lado, a la pequeña terraza donde la nieve ya había formado un modesto montículo. Sentía cierto pudor aunque papá estuviera a miles de kilómetros. De nuevo el frío. Un frío terrible a pesar de que el verano aún estaba dando sus últimos coletazos.

Fue una conversación breve. Demasiado breve para las largas peroratas que solía mantener cuando la llamaban desde casa.

Cuando Inés regresó con las mejillas encendidas por el frío, sus ojos estaban vacíos y parecía tan perpleja como si hubiera perdido algo y no fuera capaz de encontrarlo.

–¿Qué sucede? –preguntó él a la vez que se incorporaba, desacostumbrado a verla en aquel estado.

–Era mamá –murmuró Inés, aún incapaz de reaccionar ante la noticia que le habían transmitido con voz quebrada–. Mi padre ha muerto.

Capítulo 1

 

Dos semanas después, un amanecer de finales de verano en Sevilla.

 

–¿Qué diablos haces aquí? –preguntó Alejandro, sobresaltado, cuando Pedro apareció a su lado. No había esperado que la puerta del copiloto se abriera en aquel momento–. Me has dado un susto de muerte. Podría haberte disparado.

–He pensado que querrías un café.

Pedro, su antiguo compañero de patrulla, entró en el coche sin esperar una invitación y se sentó a su lado, haciendo oídos sordos a las quejas de su amigo. Dejó la bebida caliente junto a la palanca de cambio y se chupó su largo dedo índice, donde el vaso de papel había estado a punto de provocarle una quemadura.

–¿Me has oído? –insistió el otro–. Soy un policía de servicio y me has metido un susto de muerte. Podría haberte atravesado con una bala. Deberías saberlo, ahora que eres inspector.

–Déjate de gilipolleces. Ser policía y ver tantas películas de acción no debe de ser bueno. Con leche y doble de azúcar. También he traído donuts.

Le tendió la caja. Seis delicias redondas en un surtido que hacían la boca agua.

–Si no fueras mi jefe me enamoraría de ti. Lo sabes.

–¿Que sea un hombre no te causa reparos?

–Podría llegar a olvidarme de eso, te lo aseguro.

Ambos rieron de aquella vieja broma que arrastraban desde los días en que empezaron a patrullar juntos. El sol acababa de salir, septiembre era un mes lleno de posibilidades, y dos policías en activo que se conocían desde hacía años, no siempre tenían la oportunidad de tomarse un café sin prisas.

–Y ahora en serio, Pedro –dijo el otro–, ¿qué mierda haces aquí? Ya han quedado atrás tus tiempos de callejear y de pasar la noche a la intemperie como le sucede al pringado que tienes enfrente. Ahora eres el puto jefe. Deberías estar en tu despacho dejando que los demás te lamamos el trasero.

Pedro se removió incómodo en el asiento. Habían sido compañeros durante más de ocho años. Aquel era su coche, su asiento. Aunque no se atreviera a decirlo en voz alta, lo echaba de menos. Ahora todo su trabajo consistía en mover papeles de un lado a otro, en planificar, en supervisar, en otear. Pero a él le gustaba remangarse y meter las manos en el lodo hasta los codos.

–¿Es que acaso no puedo dar una vuelta para ver cómo están mis chicos? Sois mi gente. Esto también forma parte de mi trabajo –contestó tras dar un largo trago a su café.

–Eso no lo hace nadie.

–Yo sí.

–Los de arriba se van a cabrear contigo. No les dejas en buen lugar.

–Que se enfaden. Han sido ellos quienes han decidido ponerme donde estoy.

–Y tus méritos.

Pedro decidió no contestar. ¿Por qué diablos se había presentado al examen de inspector? En verdad que no lo sabía. Le gustaba su trabajo. Siempre había sido así. Desde pequeño había querido ser «El llanero solitario», para salvar a las buenas gentes de los malvados. En un despacho no estaba muy seguro de hasta dónde podría llegar, y temía que cada vez se fuera alejando más y más de la realidad, de las calles, de lo que de verdad le importaba.

Devoraron un par de donuts sin hablar. Cuando trabajaban juntos habían aprendido a respetar los silencios de cada uno. Demasiadas noches en vela, siguiendo el rastro de algún delincuente, dejando pasar las horas hasta tener a la presa acorralada y sin posibilidades de escapar.

–¿Qué tal ha ido la guardia? –preguntó Pedro al cabo de un rato.

–Aburrida –se encogió de hombros su compañero–, bastante aburrida, muy aburrida, por ese orden. Tengo que vigilar a un tipo que ha ido de bar en bar sin hacer otra cosa que tomarse una copa y mirar al vacío. Ahora está en ese after hour de enfrente, supongo que tomándose una copa y mirando el reflejo de las luces en las paredes. Y tranquilo –apuntilló–, antes de que me preguntes: no hay puertas traseras.

–Vaya, parece que vas aprendiendo a hacer tu trabajo, novato.

Él otro lo miró haciéndose el ofendido.

–Llevo veinte años en esto, muchacho. Diez más que tú. Casi podría ser tu padre.

–Muy prematuro hubieras tenido que ser.

Si Pedro estaba en mitad de la treintena, Alejandro había sobrepasado con creces los cuarenta. A partir de aquí las diferencias eran todas. Donde el primero se mostraba atlético, el segundo debía empezar a preocuparse por el sobrepeso. Trigueño contra aceitunado. Alto frente a chaparro. Ancho de espaldas a diferencia de unos hombros ceñidos. Nariz prominente contrastando con un perfil achatado. Labios gruesos a diferencia de apenas dos líneas desdibujadas. Incluso en la forma de vestir, cuando iban de paisano como ahora, eran marcadamente diferentes. Mientras Pedro no abandonaba botos camperos, vaqueros y camisetas, Alejandro era de traje gris y corbata.

Los dos viejos amigos y compañeros continuaron dando cuenta del desayuno, mientras al otro lado de la calle seguían llegando jóvenes con ganas de marcha al nuevo local de moda en Sevilla.

–Por cierto –le preguntó a Pedro su camarada–. ¿Cómo te fue con aquella rubia?

–¿Qué rubia?

El otro golpeó el volante, con una pantomima muy bien ensayada.

–¡Joder!, nunca le contestes eso a un hombre felizmente casado. Me hundes, de verdad.

Pedro intentó recordar.

–¿Te refieres a…?

–Sí –le apremió el otro–, al bombón de la otra noche. Te fuiste con ella.

Ahora la recordaba. Era una chica muy agradable. También bonita. Se encogió de hombros.

–Supongo que bien.

–¿Lo supones? –preguntó escandalizado–. Cuéntamelo todo. Me lo debes.

A Pedro no le gustaba hablar sobre sí mismo y mucho menos contar sobre las mujeres con las que estaba. Detestaba las conversaciones de bar donde algún idiota exponía sus alardes amatorios. Había roto más de una nariz por haber considerado que se faltaba el respeto en público a una desconocida.

–Tomamos un taxi y la acompañé a casa –contestó con desgana–. Poco más.

–¿Poco más?

–A la mañana siguiente tomé otro y me fui a la mía –si no daba esa contestación sabía que no lo iba a dejar en paz.

Alejandro volvió a golpear el volante.

–Sabes que te odio, ¿verdad?

–No pienso hablar de mujeres contigo.

–¿Porque eres un caballero? –se burló, retomando una antigua chanza que también arrastraban desde aquellos tiempos en que empezaron a patrullar juntos–. Eres el único idiota que no fanfarronea de sus conquistas. También el único al que soy incapaz de llevarle la cuenta de cuántas son. Un poco de información no nos vendría mal.

Pedro sonrió. Era hora de marcharse. Su amigo sería relevado en breve tras toda una noche de vigilancia y él debía llegar a su despacho.

–A ver si va a ser verdad que te has enamorado de mí –comentó a modo de despedida, retomando la broma del principio.

–Quizá no podríamos mantener relaciones sexuales –se lo pensó el otro–, pero formaríamos un gran matrimonio.

Pedro soltó una carcajada. Lo echaba de menos. De verdad que añoraba a sus amigos, a sus colegas de la calle, incluso a los chivatos y a los delincuentes habituales, con quien había aprendido la dureza de la vida, y a quienes incluso había llegado a respetar.

–Te veo esta noche en tu casa, para el partido –salió del coche y se apoyó en la ventanilla bajada–. Yo llevaré la cerveza y las patatas.

–A sus órdenes, jefe.

–Y te toca a ti avisar a los chicos.

Él otro asintió, y Pedro se marchó camino de la comisaría, a pasar un día más, donde lo más excitante sería esperar a ver cuándo caían las hojas de los árboles.

Capítulo 2

 

A Inés solo le quedaba por recoger el neceser, que aún permanecía abierto en el baño. Lo demás ya estaba doblado y guardado en su pequeña maleta de fin de semana.

Cuando la llamaron para que volviera a España, Björn le había preparado el equipaje porque ella era incapaz de hacer otra cosa que llorar. En principio era para dos días que se habían convertido en cuatro para transformarse en ocho y terminar sumando las dos semanas que llevaba en Sevilla.

Hacía diez años que no permanecía tanto tiempo seguido en la ciudad que la vio nacer. Diez años. Casi una tercera parte de su vida. En verdad, toda su vida.

Suspiró una vez más y tomó el retrato que descansaba sobre la mesita de noche. En la imagen aparecían su padre y ella, felices y sonrientes. Recordaba perfectamente aquel día. Fue en Navidad, cuando volvió a casa por primera vez tras haber conseguido un trabajo nada menos que en Noruega. Su padre había ido a recogerla al aeropuerto llevando al cuello un enorme espumillón dorado, dos copas y una botella de champán. Quería ser el primero en brindar con su hija. El primero en tenerla entre sus brazos tras dos meses de ausencia.

Inés tocó aquella imagen nítida de la fotografía que había tomado un turista cualquiera a instancias de papá. Ella con los cachetes enrojecidos a causa del aire acondicionado. Sonriente a la vez que avergonzada. Su padre alzando la copa con una mano y abrazándola con la otra mientras lanzaba uno de aquellos cómicos guiños suyos a la cámara. Alto, atractivo, fuerte, convincente. También hacía diez años de aquella fotografía. Ella ya no era la misma. Y su padre…

Notó que una lágrima escapaba de sus ojos y suspiró una vez más para contenerla. No podía seguir llorando. Su padre se había ido para siempre y ella debía aceptarlo cuanto antes. ¿Debería haber regresado más a menudo a casa? ¿Debería haberlos llamado con mayor frecuencia? Cuando todo es seguro, cuando tienes la absoluta certeza de que estarán ahí por mucho tiempo, o al menos durante más del que imaginas, los hábitos se relajan y todo se vuelve vago.

Inés se limpió el rostro con la manga. Tenía que dejar de pensar en él si quería cerrar la maldita maleta. Aún debía sacar la tarjeta de embarque para esa tarde y volar muchas horas hasta volver a Oslo. Miró otra vez la fotografía antes de ponerla encima de su ropa perfectamente doblada. Había sido no solo su padre, sino su mejor amigo. El perfecto cómplice. El más fiel de los aliados. La persona que siempre estaba cuando había algo que resolver, y que se retiraba discretamente cuando era necesario que ella diera un paso en solitario. Él la conocía como nadie. Sabía lo que rondaba por su mente antes incluso de que Inés fuera capaz de darle forma, y siempre estaba en sus labios la respuesta adecuada a las muchas dudas que azotaban su mente inquieta. Era el más férreo defensor de sus sueños. Decía que no somos nada sin un sueño que perseguir, y que debíamos sacrificarlo todo con tal de alcanzarlo.

«Dejar de pensar en él». ¡Qué cosa tan imposible! A lo máximo que era capaz de llegar pasaba por relegar su recuerdo a un segundo plano, latente bajo las rutinas diarias, agazapado como un felino que saltaría sobre su realidad en cuanto bajara la guardia. Debía volver a su rutina, empezar a plantearse tareas simples que desaceleraran su agitado corazón.

Decidió que había llegado el momento de hacer lo que llevaba dos semanas postergando: desmontar el despacho de su padre.

Mamá se lo había pedido porque ella era incapaz de hacerlo por sí misma. Desde el día del sepelio estaba cerrado con llave y un montón de cajas vacías permanecían apiladas contra la puerta. Ya no había excusas. Volvía a su vida ártica esa misma tarde y debía dejarlo todo listo.

Descendió las escaleras con un cuidado desacostumbrado, como si temiera que algo pudiera suceder al llegar abajo. Cuando sobrepasó el último escalón se enfrentó a la puerta cerrada, justo enfrente. De nuevo una lágrima acudió a sus ojos, pero tragó saliva, la apartó de un manotazo enfadado y atravesó, decidida, los pocos pasos que la alejaban de su objetivo. Sin pensarlo más descorrió las dos vueltas de llave y contuvo el aliento antes de abrir. Su madre estaba en el mercado. Ella misma la había animado, pidiéndole una receta de su niñez para su último almuerzo en casa. De esa forma le aliviaría el dolor de enfrentarse a la esencia misma de su esposo.

Inés se quedó plantada ante la puerta abierta de par en par. No había entrado en aquella estancia desde que había llegado. Los libros de viaje seguían ocupando cada hueco de la librería. Las paredes continuaban tapizadas con los recuerdos de cada uno de ellos. Las máscaras, las vasijas de cerámicas, los instrumentos musicales imposibles: Incluso la mesa del despacho estaba perfectamente ordenada, como siempre. Allí estaba todo. Allí se encontraban, resumidos en pequeños objetos, los sueños de un hombre que había sido su faro, su timón, su mejor amigo: La alfombra raída por sus huellas, pues como ella misma, necesitaba andar para poder pensar. El cenicero vacío, para recordarle que una vez fumó y jamás volvería a hacerlo. El chaleco de lana, desgastado en los codos y lleno de bolas, con un botón perdido desde tiempo inmemorial. Era su uniforme de batalla, según él, cuando se enfrentaba a sus tareas diarias en aquel pequeño despacho. Su mundo particular.

Inés tuvo que abrir la boca y tragar una bocanada de aire, porque tenía delante lo más íntimo del hombre que lo había sido todo en su vida.

Cuanto antes terminara, mejor.

Cuanto menos pensara, mejor.

Tomó una de las cajas vacías, dio un paso al frente, e intentando mantener la mente en blanco empezó a guardar los libros sin mirar los lomos. Sabía que en su interior muchos de ellos estaban garabateados, y otros timbrados con su nombre. Después continuó amontonando cada uno de aquellos recuerdos de sus viajes, cuidando de que no sufrieran desperfectos. Para ello tuvo que usar varias cajas y papel de periódico arrugado para protegerlos. Cuando le tocó el turno al viejo jersey necesitó sentarse, y lloró desconsolada antes de aspirar su aroma por última vez y encerrarlo en una caja para siempre. Al fin logró reponerse y se dedicó a los documentos que no habían sido ya guardados, como pólizas de seguros y la escritura de aquella casa.

No supo cuánto tiempo había pasado, pero cuando fue consciente de que se acercaba el mediodía, las paredes y estanterías estaban desnudas y un montón de cajas precintadas se apilaban junto a la puerta, esperando para ser llevadas al garaje.

Inés miró alrededor. La habitación parecía ahora otra bien distinta. Casi irreconocible. Solo le quedaban por vaciar los cajones del escritorio, pues todo lo demás ya estaba guardado. Se sentó en la silla de su padre, pero no quiso levantar la vista. No quiso enfrentarse a lo que él vería si estuviera allí. Abrió el primero. Solo había papel en blanco, su block de notas vacío y algunos bolígrafos descapuchados. En el segundo se amontonaban sin orden los útiles de escritorio, como abrecartas, gomas de borrar, clips, lápices y sacapuntas, pues tenía la costumbre de escribir con grafito. El tercero estaba cerrado con llave y no tenía la menor idea de dónde podría encontrarla. Pensó en preguntarle a su madre, pero quería terminar con aquello y llevar las cajas al garaje antes de que regresara del mercado, así que decidió trastear con la punta de un abrecartas hasta que la cerradura cedió con un crujido leve de metal chascado.

Dentro solo había un sobre de papel, que parecía indefenso en aquel espacio cúbico y vacío. Se quedó mirándolo, sin saber muy bien qué hacer. Debía de tratarse de algo importante para que su padre, que no tenía secretos, lo hubiera guardado bajo llave.

Al fin lo tomó con la punta de dos dedos, como si se tratara de algo peligroso, y lo miró a contraluz. Era un papel de buena calidad, y parecía muy manoseado, como si su padre lo hubiera llevado encima durante bastante tiempo. Le dio la vuelta. Esa cara estaba en blanco: Un sobre cerrado que solo tenía una dirección a medias en el envés, escrita a máquina, pero sin nombre del destinatario ni localidad ni código postal, algo realmente extraño. Una carta con las señas a medias y sin remitente, como si su padre no hubiera estado seguro de qué hacer con ella.

Indudablemente debía tratarse de algo importante. Quizá unas últimas disposiciones testamentarias. O un mensaje para sus seres queridos. Pero… ¿Y aquella dirección desconocida? No recordaba ninguna calle con ese nombre en Sevilla, pero después de diez años hasta el callejero podía haberse transformado a fondo.

Pensó en esperar a su madre. Muy posiblemente fuera un mensaje personal para ella. ¡La amaba con tanta devoción! Conocía tan bien a su padre que sabía que hubiera sido capaz de pensar en ello. Quizá había previsto que podía suceder algo así y… pero desistió de aquella idea. Si se tratara de eso, de un mensaje póstumo para sus seres queridos, ella era su única hija, y no le importaría que le echara un vistazo.

Con el mismo abrecartas que había usado para abrir el cajón rasgó el sobre y extrajo un trozo del mismo papel que había en el primer cajón. Estaba escrito a lápiz con la inconfundible letra de su padre. La hubiera reconocido en cualquier parte. El trazo afilado, elevado, inundando las otras líneas de escritura.

Sonrió al sentirlo cerca. Alguien tan especial como papá era lógico que hiciera una salida excepcional y llena de fuegos artificiales.

Suspiró una vez más, y se enfrascó en la lectura.

Entonces, el abrecartas escapó de sus manos, e Inés tuvo la absoluta certeza de que aquello debía de ser un error.

Capítulo 3

 

Pedro miró el reloj de su móvil mientras aguardaba en la larga cola de la gasolinera.

Había repostado otras veces en aquel lugar y nunca habían sido tan lentos en cobrar. No había cestas para comprar, así que llevaba las bebidas sujetas como podía, como si acunara a un niño pequeño. Llegaba tarde y si no se apresuraba se perdería el primer tiempo del partido. Su jornada se había complicado y hasta que no despachó el último expediente, dos horas después de lo esperado, no había podido abandonar la comisaría.

Los chicos estaban prendiendo fuego a su WhatsApp y no dejaban de mandarle mensajes para saber cómo era posible que aún no estuviera allí. Cada vez era más evidente que lo de detenerse en aquella gasolinera a comprar cervezas y patatas no había sido una buena idea. Llevaba quince minutos en la cola y aunque delante de él solo quedaba un cliente por despachar parecía que no terminaba nunca. Su móvil sonó de nuevo.

–¿Dónde diablos te has metido?

–Estaré allí antes de que cuelgues.

–Tienes aquí a seis tipos sedientos que empiezan a maldecirte.

–Pues controla el aquelarre, y no empecéis a cenar sin mí.

–Lo siento, hay interferencias…shshshs…. de lo último no me he enterado.

La comunicación se cortó y Pedro no pudo evitar sonreír. Alejandro era un auténtico payaso. Hubiera tenido una carrera más brillante en el circo que en el Cuerpo de Policía, pero a veces la vida era caprichosa.

Al fin la persona que iba antes que él en la cola terminó de ser despachada y Pedro pudo llegar al mostrador.

–Tengo un poco de prisa –apremió al dependiente, que lo miró con absoluta indiferencia.

Sus compras fueron pasando una a una ante el lector digital, con una lentitud pasmosa. Con las patatas el dependiente tuvo que introducir el código a mano, equivocándose en dos ocasiones. Lo mismo sucedió con los pistachos.

–El programa es nuevo –se excusó –. Falla algunas veces. He de reiniciar el equipo.

Pedro intentó esbozar una sonrisa, pero fue incapaz. Era tarde, muy tarde, y tenía tanta sed como hambre.

Al fin, el importe de su cuenta apareció en la pantalla y él le tendió un billete de cincuenta.

–Lo siento –se excusó de nuevo el dependiente–. No tengo cambio.

–Pues me temo que es el único billete que me queda en la cartera.

–En ese caso tendrá que dejar aquí su compra. Yo se la guardaré hasta que encuentre un sitio donde le cambien en billetes más pequeños.

Pedro entornó los ojos, donde apareció una mirada amenazadora. No estaba muy seguro de si aquel chico era un joven inocente o se estaba quedando con él. Se encontraban en un store en medio de la autopista. Si tenía que buscar cambio debía conducir hasta salirse en alguno de los pueblos del Aljarafe y perder otra media hora para regresar a aquel maldito lugar. Decidió respirar hondo y tener paciencia, algo que no siempre lograba armonizar.

–¿Aceptan tarjeta?

–Sí señor.

Nunca las usaba. El dinero de plástico le daba cierta grima. Prefería las cosas reales, que se pudieran tocar, contar, dividir. Rebuscó en su cartera. Había una Visa que utilizaba en los viajes, para ahorrarse comisiones cuando sacaba dinero en una moneda diferente. Esperaba que no estuviera caducada, pues hacía un par de años que no la usaba. Rebuscó entre los papeles que se amontonaban en la pequeña cartera sin encontrarla. Detrás de él escuchó el resoplido de otro cliente, que esperaba ansioso a que terminara. Le entraron ganas de decirle, desde muy cerca, que tuviera paciencia como la había tenido él, pero sabía que ese tipo se lo podría tomar mal y se metería en un lío. Al final optó por sacar todos los papeles aprisionados en aquella cartera de cuero y dejarlos sobre el mostrador. Allí estaba la maldita Visa, entre un cartón doblado y su tarjeta sanitaria. Con una sonrisa de satisfacción se la tendió al dependiente que, sin prisa alguna, la pasó por el TPV.

Mientras la impresora vomitaba el recibo y el pago era aceptado, Pedro volvió a guardar con cierto orden todos aquellos papeles. El cartón era demasiado grueso y ocupaba tanto espacio que decidió deshacerse de él. Antes de tirarlo a la papelera lo desdobló, no fuera a ser algo importante, y entonces sintió como si de pronto alguien hubiera disparado un flash ante sus pupilas.

Hacía tanto tiempo que no miraba aquella fotografía que casi se había olvidado de que existía. Aquel cartón arrugado había viajado de cartera en cartera a lo largo de demasiados años. Como un recuerdo atrapado en papel que pudiera ser atesorado y preservado incluso del paso del tiempo. Sus largos dedos acariciaron la imagen. Recordaba el momento inmortalizado como si hubiera sido ayer mismo, como si hubiera sido tomado solo unos minutos antes, justo al entrar en aquella gasolinera. Un cúmulo de sentimientos se agolpó en su corazón. Seguían ahí, intactos, como una piedra dura a la que el viento no lograba arrancar el menor arañazo.

Miró hacia el exterior por el ventanal de la gasolinera. Allí estaba. El cielo tachonado con todas las estrellas. Sin darse cuenta tragó saliva. Las capas con las que había envuelto aquel recuerdo se deshicieron al instante, dejando al descubierto la triste verdad. Una verdad que la distancia había sido incapaz de diluir, de disipar, de destilar como un licor amargo y embriagador. Y entonces descubrió que no quería marcharse a ver aquel partido que tanto había celebrado con sus colegas. Que no deseaba nada más que volver a aquel instante inmóvil y ajado en el papel fotográfico, e intentar retenerlo como algo precioso.

–Señor, su ticket –volvió a repetir el dependiente, pero Pedro había estado tan absorto que no lo había oído la primera vez.

Cuando lo miró a los ojos, el muchacho lo observaba alarmado, mientras en una mano le tendía el recibo y la tarjeta. Su compra estaba preparada sobre el mostrador y el tipo de detrás volvía a resoplar con evidente malestar.

Pedro observó una vez más la vieja fotografía. El tiempo había roto la emulsión fotográfica, marcando una línea blanca que la recorría de arriba abajo. De nuevo la acarició, y llegó a sentir que estaba caliente, como un corazón que aún palpita.

Sin más, sin pensarlo, la rompió en varios trozos y los tiró a la papelera.

–Ahora sí –dijo mientras recogía sus bolsas y se guardaba la tarjeta en el bolsillo–. Buenas noches.

Capítulo 4

 

Inés dio una nueva vuelta en la cama, a sabiendas de que no conseguiría conciliar el sueño. Extrañaba la suya, porque aquella ya era la cama de invitados de casa de sus padres. Pero esta vez no se trataba de eso. Era la maldita carta, que no salía de su cabeza.

Al final desistió. Hacía calor a pesar de ser de madrugada, y el aroma a dama de noche entraba por la ventana, embriagándolo todo. Aquella fragancia aterciopelada contrastaba con su estado de ofuscación, lo que conseguía que aún se sintiera peor.

Salió de entre las sábanas y se sentó en el pretil de la ventana, cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. El silencio era absoluto a aquella hora de la madrugada y la calle de la solitaria urbanización donde vivían sus padres se iluminaba tenuemente con las dispersas farolas.

Echó de menos un cigarrillo, a pesar de que hacía años que no fumaba. En aquel momento ella debería de estar entre los brazos de Björn, en su casa de Oslo, envuelta en mantas e intentando entrar en calor ante la chimenea, y no insomne, preocupada por fantasmas del pasado. Y allí seguía, en la cálida noche sevillana, en casa de sus padres, porque había dejado que su vuelo partiera sin ella.

No había otra opción. No podía marcharse sin saber qué diablos encerraban las palabras escritas en aquella carta, y guardada por su padre en un cajón solitario. ¿Cómo volver a su cotidianeidad con aquella duda atravesándole el alma?

Lo supo en el mismo instante que leyó el primer párrafo. Lo supo en el mismo momento en que la imagen de su padre, construida a base de amor y respeto, se vino abajo en forma de trazos y letras de grafito.

Miró a lo lejos, donde los ladridos de un perro rompían el silencio de la noche estival. Le era imposible apartar de su cabeza la confusión, la perplejidad, el dolor que había sentido esa misma mañana. ¿Cuánto tiempo había permanecido inmóvil sentada ante el escritorio? Ni siquiera era capaz de recordarlo. Su mente se había convertido en un mecanismo frenético que intentaba convencerse de que aquello tenía una explicación lógica que no lograba encontrar.

Así la había encontrado su madre, Clara, que había llegado en algún momento que Inés era incapaz de identificar. Ella también se había quedado petrificada ante las puertas del despacho abiertas de par en par, las paredes y anaqueles vacíos, y las cajas apiladas. La sonrisa postiza que esbozaba para convencer a su hija de que todo marchaba bien se había diluido al instante, y en su lugar sus ojos se opacaron, llenos de dolor.

–Mamá –había exclamado Inés cuando reparó en su presencia, poniéndose de pie y guardando de forma apresurada la carta en el bolsillo trasero del pantalón.

–Ya lo has recogido todo –murmuró Clara sin atreverse a franquear el umbral–. Luego te ayudaré a llevarlo al garaje.

–No es necesario. Lo haré yo misma.

–Pero debes coger un avión.

–Aun así, lo haré.

–Entonces voy a preparar el almuerzo –murmuro, cansada–. Quiero que lleves el estómago lleno antes de que embarques.

Su madre iba a volverse cuando Inés avanzó hacia ella, sin estar muy segura de lo que iba a decirle.

–He cambiado el billete, mamá –habían mentido sus labios –. Voy a quedarme unos días más en Sevilla.

Clara se había detenido en seco y la había mirado de aquella forma que aún recordaba de niña, y que intentaba averiguar qué se escondía detrás de las palabras.

–Pensaba que hoy mismo terminaba tu permiso y que mañana…

–He hablado con mi jefe –se inventó sobre la marcha–. Está todo arreglado. Me ha dicho que me quede un poco más. Tanto como necesite.

–Si es por mí… te aseguro que me encuentro bien.

–Por ti, por mí, por todo esto. Me apetece estar en casa, y apenas he paseado por la ciudad. Papá no me lo perdonaría. Me quiero llevar un recuerdo amable de todo esto. Creo que se lo debo. Él lo hubiera querido así.

De nuevo los ojos de su madre intentando asegurarse de que todo marchaba como debía.

–¿Seguro que estás bien?

–Seguro.

Su sonrisa pareció convencerla. En el fondo agradecía que se quedara unos días más. Era su única hija y quizá tuvieran tiempo de charlar de algo que no fuera doloroso de recordar, de ponerse al día, de trazar proyectos de futuro ahora que solo quedaban ellas dos.

–Entonces ya no hay prisa –dijo Clara mientras se deshacía de la ligera chaqueta de verano–, así que voy a refrescarme antes de meterme en la cocina. Quizá podamos tomarnos un vino en el jardín y charlar como una madre y una hija.

–Sería estupendo.

Cuando Clara desapareció camino de su habitación, Inés había soltado el aire, la angustia contenida en sus pulmones, y había tenido que apoyarse en la pared para no caer. Nunca le había mentido a su madre. Ni siquiera las mentiras veniales de la adolescencia. Ella no. Y, sin embargo, en aquel momento, no solo le había ocultado la existencia de una carta comprometedora, sino que acababa de poner en peligro su futuro profesional y ni siquiera lo había dudado.

Su jefe había sido claro sobre el tiempo del que podía disponer. La necesitaba en la oficina y la necesitaba ya. Su mente seguía bullendo, como si un fuego incesante hiciera burbujear sus pensamientos. No sabía muy bien qué hacer ni por dónde empezar. No sabía si la decisión que acababa de tomar, delante de su madre, era una locura o la más acertada de su vida. Debía llamar a su jefe y decirle que no regresaría por ahora. Tendría que soportar sus comentarios mordaces y sus amenazas veladas. Todo muy civilizado, por supuesto, pero negro y oscuro como el ala de un cuervo. Después tendría que llamar a Björn para que no fuera a recogerla al aeropuerto. Ya se lo había pedido, pero él había insistido en que estaría allí cuando su vuelo aterrizara. Ya estaba suficientemente preocupado por ella, y esto terminaría por alarmarlo. Era protector y llevaba mal no estar allí para cuidarla.

Su madre bajó al poco, vestida con ropa cómoda y más relajada. Seguía siendo una mujer bonita, y era evidente que la elegancia que todos achacaban a Inés se la debía a ella. Inmediatamente habían salido juntas al jardín, donde se sirvieron dos copas de vino fino, intentando aparentar una normalidad que era extraña para ambas. Mientras Clara ansiaba que todo adquiriera el aspecto de una cordura que nunca volvería, Inés intentaba disimular las mil ideas que se agolpaban en su mente.

–¿Qué tal con Björn? –le había preguntado Clara tras el primer sorbo.

–Bien. Con él las cosas solo pueden marchar bien.

–Parece un buen tipo.

–Lo es, y sabe lo que quiere.

–Espero que sea a ti.

–Al menos eso dice.

Ambas rieron. Era la primera vez que lo hacían juntas desde…

–Me alegra que no te hayas dejado influir por las impresiones de tu padre –había comentado Clara, alzando la copa–. Ya sabes que a él no le gustaba nadie que pudiera menoscabar tu afecto por él. Eras su niña y cualquier hombre era poco para ti.

Y era cierto. Cuando conoció a Björn le dijo que era demasiado rubio, demasiado alto y demasiado cachas, características que para Inés no eran ningún inconveniente, pero al parecer para su padre configuraban toda una desgracia. Solo uno le había gustado, pero la vida era caprichosa en los vericuetos que tomaba para proseguir su curso.

–Lo recuerdo bien –había murmurado Inés sin perder la sonrisa–. Si le hablaban cuando se los presentaba eran demasiado descarados. Si contestaban correctamente a sus preguntas trampa eran demasiado listos, o demasiado estúpidos si no sabían las respuestas.

–Así era tu padre –había recordado Clara–. Y aunque no esté, seguirá con nosotras durante el resto de nuestras vidas.

Aquellas palabras aún baqueteaban en su cabeza. ¿Cómo era posible que no conociera a un hombre al que estaba segura de conocer perfectamente? ¿Qué misterio encerraban las palabras contenidas en aquella carta, que desdibujaban la figura de un caballero al que había querido tanto como admirado?

Ella y su madre habían permanecido en silencio hasta que el sol sobrepasó la parra y empezó a calentar aquella zona del jardín.

–¿Eres feliz en Noruega? –había preguntado Clara de improviso–. Sé que es así, pero a veces me pregunto si no estás demasiado lejos.

–El lugar da igual, mamá. Madrid estaría igual de lejos.

–No sé si eso es cierto.

Inés se puso de pie. Se sentía a gusto con su madre, pero si seguían abriendo su corazón era posible que no pudiera ocultarle el contenido de la carta que había descubierto esa mañana.

–Será mejor que preparemos el almuerzo –dijo con una sonrisa–. Mi estómago ya no está acostumbrado a comer tan tarde.

Así había logrado escabullirse de las preguntas incómodas. El almuerzo lo sobrellevó hablando del tiempo y rememorando más anécdotas sobre papá. Después salió a estirar las piernas, a ordenar ideas.

Cuando estuvo a solas y suficientemente lejos volvió a leer la carta. Esta vez intentando controlar las emociones que le producían cada palabra: ¿Cómo era posible? ¿Cómo había conocido tan poco al hombre al que más admiraba? ¿Al que más quería?

Había sido una tarde de infierno. Cuando regresó a casa había nuevas visitas en el salón aguardando para dar el pésame, pero esta vez lo agradeció, porque al menos no tendría que quedarse a solas con su madre con la necesidad de llenar silencios. Un matrimonio trajo algo de comer y su madre insistió en que se quedaran a cenar. Inés había logrado retirarse pronto, aunque sabía que no podría dormir.

De nuevo miró hacia la oscuridad, donde el perro ya había dejado de ladrar. Le entraron ganas de fumar un cigarrillo, a pesar de que ella y su padre habían dejado de fumar el mismo día. Uno de esos retos de los que se sentía orgullosa.

«No tengo tiempo», pensó, pues debía retomar su vida en el punto donde la había dejado dos semanas antes. Sin embargo, no iba a marcharse de Sevilla sin saber qué había pasado en la vida de su padre. Qué secretos se ocultaban tras aquella hoja de papel amarillento, garabateada por la misma mano que la acunaba de pequeña.

Y tenía una ligera idea de por dónde empezar.