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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Hannah Bernard

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una nueva familia, n.º 1857 - julio 2016

Título original: Their Accidental Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8702-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Laura echó la cabeza hacia atrás y miró hacia arriba. Todavía le quedaba un buen trecho. Dejó caer los hombros, fatigada. El camino que subía se le antojaba arduo y difícil.

Pero al final del viaje estaba la recompensa.

Aquello no era exactamente el Everest; tan sólo se trataba de un piso a las afueras de Chicago. Todo lo que tenía que hacer era subir tres plantas y se encontraría en su casa, un lugar seguro y muy acogedor. Después, sólo tenía que cerrar la puerta para olvidarse de todo.

La sombra de los árboles indicaban que ya había llegado el otoño. Y eso que ella apenas había notado que había pasado el verano. Sólo había sido consciente del calor y de la importancia del aire acondicionado de la oficina. Aparte de eso, y del olor a barbacoa en el aire, no había ninguna diferencia con el resto de las estaciones.

¡Por fin era viernes!

Con todo un fin de semana por delante.

Por primera vez en mucho tiempo, tenía algunos días libres; ni siquiera tenía trabajo que llevarse a casa. Dos días de descanso para hacer lo que quisiera. Se podía dar un baño de espuma, poner música suave y soñar despierta. También podía agarrar un libro y dedicarse a leer, aunque no creía que pudiera mantener los ojos abiertos durante mucho tiempo. También podía seguir con aquel jersey que había empezado a tejer hacía seis meses, antes de que Young & Warren la contratara. O podía llamar a uno de esos amigos que probablemente pensaban que había muerto y que se habían perdido el funeral.

Por supuesto, también estaban las tareas de la casa. Hacía tres días que se había quedado sin tazones para los cereales del desayuno. Aunque eso no la había molestado demasiado porque, en realidad, la leche se había acabado unos días antes.

Ni siquiera había encontrado ropa interior limpia por la mañana. Después de unos minutos de deliberación, había decidido no ponerse nada.

Mal asunto.

Había pasado toda la mañana reunida, imaginándose que todos los presentes se habrían dado cuenta, que podrían vérselo en la cara, o si no, en el trasero. Durante una pausa para el café, había salido precipitadamente a comprarse una docena de braguitas.

Al menos había servido par averiguar algo: que las revistas para mujeres mentían. Que ir sin ropa interior no te hacía sentir sexy, sino incómoda y desnuda.

Si hubiera tenido más de diez minutos, no tendría que llevar unas braguitas de algodón verde, con caras sonrientes y frases en francés.

No sabía lo que ponía ni le importaba. Nadie iba a verla en ropa interior y, mucho menos, alguien que hablara francés. Sonrió para sí. Estaba tan ocupada últimamente que no le importaba que su príncipe azul no apareciera todavía. Habría tenido que decirle que volviera en otro momento.

–¡Eh! ¡Hasta luego!

Justin Bane, su vecino, pasó por su lado como una exhalación. Apenas tuvo tiempo de discernir una figura borrosa que olía a cuero y a sándalo y que la adelantó en las escaleras desapareciendo antes de poder contestarle.

Por supuesto que él podía ir deprisa. ¡No llevaba sus tacones! Ni unas braguitas de color verde chillón con mensajes en francés. Ni trabajaba el mismo número de horas que ella. ¡Hasta tenía energía para canturrear en la ducha! No, subir a un tercero no significaba nada para él.

Subió otro escalón y dejó escapar un suspiro.

Se había mudado a las afueras para escapar de un apartamento minúsculo del centro. Pero ¿por qué diablos había tenido que elegir un tercer piso en un bloque donde el ascensor siempre estaba averiado?

De acuerdo, hacía seis meses era una chica joven y estúpida. Al conseguir el trabajo de sus sueños había imaginado que podría con todo, incluso con un tercer piso.

Dejó escapar otro suspiro. Los sueños no siempre eran lo que una imaginaba. Las semanas de ochenta y cuatro horas, sin fines de semana, habían acabado con todas las fantasías de aquellos felices años en la facultad de Derecho.

No podía escapar a las tareas de la casa, pero aún tendrían que esperar un poco más. Quizá el domingo tuviera fuerzas para poner la lavadora o el lavavajillas. Esa noche, pediría algo de comer por teléfono y se sentaría frente al televisor a ver una película y olvidarse de todos los asuntos legales del bufete. De los divorcios, de las batallas por las custodias…

Su estómago rugió.

Comida. Oh, sí. Aquél era otro de sus planes para el fin de semana. Apenas había tenido tiempo de comer en toda la semana. Ni en la pasada. Ni en la anterior. La fruta entre horas había sido uno de sus mayores lujos, y las comidas calientes ni las recordaba. La boca se le hizo agua.

Al pasar por el piso de Justin en dirección al suyo, un aroma exquisito le dijo que él no se conformaba con fruta y sándwiches (sus mayores logros en la cocina eran los sándwiches de queso fundido).

El olor a pollo hizo que el estómago se le encogiera por el hambre y se prometió que ese fin de semana comería bien. Quizá invitara a algún amigo y cocinara algo complicado; hamburguesas tal vez.

Aunque aquello significaba que tendría que salir a hacer la compra.

Dejó escapar un gruñido y se apoyó en la barandilla. Al día siguiente pensaría en hacer la compra. En ese momento no pensaba hacer nada. Con llegar a casa ya tenía suficiente.

«Dos pisos más», pensó al llegar al primero.

–¿Estás enferma?

La voz sonó a pocos centímetros de distancia. Ella se obligó a levantar los ojos y se encontró con unos ojos negros que mostraban preocupación. Ella negó con la cabeza lentamente en respuesta a su pregunta. Justin otra vez. Ni siquiera lo había oído bajar las escaleras.

Se había quitado la chaqueta de cuero y llevaba unos vaqueros negros y una camisa del mismo color. Tenía las manos metidas en los bolsillos y la miraba desde lo alto, a pesar de que ella llevaba unos tacones de vértigo. Intentó no respirar. Sólo una inhalación de aquellas feromonas masculinas cuando había pasado por su lado al subir las escaleras había sido suficiente tentación por un día; y eso que no lo había visto bajar de su moto.

No es que le gustaran las motos especialmente, pero a él le quedaban fenomenal.

Lo miró a los ojos y sintió que el corazón le daba un vuelco. Desde que se había mudado sentía una increíble atracción por aquel hombre. Era absurdo. Era demasiado mayor para aquellos enamoramientos.

¿Verdad?

Justin le tocó la frente durante unos segundos, como para comprobar su temperatura. Después le agarró la muñeca y le tomó el pulso. ¿Qué era? ¿Médico? Alguien le había dicho que era profesor, pero no se parecía en nada a ninguno de los profesores que ella había tenido. Quizá estuvieran equivocados y de verdad era médico. Quizá, si dejaba de respirar, él le hiciera el boca a boca. Una idea que no le resultaba nada desagradable.

Justin frunció el ceño.

–Laura, tienes el pulso muy acelerado. Y, a menos que estés subiendo y bajando las escaleras para hacer ejercicio, has tardado más de cinco minutos en llegar hasta aquí. ¿Qué te pasa?

Justin, el vecino caballeroso que iba en su rescate, sin darse cuenta de que ella estaba chiflada por él. ¿Qué iba a pasar a continuación? Se lo imaginó tomándola en brazos para llevarla a su piso, donde la dejaría con cuidado sobre el sofá.

Cerró los ojos para concentrarse mejor en la fantasía. Sus brazos eran fuertes y gentiles, sus movimientos, seguros y confiados, y tendría una mirada íntima en aquellos ojos oscuros y una sonrisa sensual en sus labios mientras le concedería todos sus deseos. Dejó escapar un suspiro al pensar en todas las cosas que podría hacer por ella.

Cocinar, limpiar y darle el mando a distancia.

¡Ah, sí! Los hombres servían para algo. Sólo tenían que cooperar.

–¿Laura?

Volvió a abrir los ojos y vio que él se acercaba más. Sintió verdadero horror al ver que estaba intentando olerle el aliento.

–¡No estoy bebida! –protestó ella, alejándose de la pared.

Él la rodeó con un brazo, por miedo a que se cayera, y ella se dio de bruces contra su pecho.

Oh, no. Aquél no era un buen momento para respirar, se recordó, pero sus pulmones no le hicieron caso. Tanta proximidad no era buena. Le hacía preguntarse qué se sentiría al dar una vuelta en moto con él, a pesar de que sentía fobia por las motos.

Se apartó de él, tomó aire, agarró su maletín y pasó por su lado con determinación. El tramo de escaleras que tenía delante la amedrentó. Era empinado y largo. Pero no importaba, ella podría conquistarlo.

–No te preocupes por mí –le dijo por encima del hombro mientras él la observaba con los brazos en jarras–. Es sólo que estoy exhausta. Algunas personas no tenemos la suerte de trabajar sólo cuarenta y ocho horas –Laura no sabía exactamente qué era lo que él hacía, pero siempre estaba en casa cuando ella llegaba. Y parecía que tampoco trabajaba los fines de semana.

La envidia era muy poderosa. Para ser totalmente sincera, le molestaba que trabajara menos que ella. Eso y las pizzas caseras que preparaba. Sin embargo, apenas lo conocía, por lo que no tenía ningún motivo real o lógico para estar molesta con él.

Se dijo a sí misma que era por su arrogancia. Los hombres que iban en moto siempre eran demasiado arrogantes.

Por supuesto, si profundizaba un poco, cosa que no le interesaba lo más mínimo, quizá descubriera que el verdadero motivo por el que estaba molesta era que Justin no había mostrado el más mínimo interés por ella durante los seis meses que habían vivido puerta con puerta. Algunos saludos en las escaleras y unas maravillosas charlas de diez segundos sobre el tiempo, eso había sido todo.

Giró la cabeza para mirarlo. Sí, estaba verdaderamente molesta. Aunque eso no le interesaba. En realidad, no era su tipo, aunque hubiera tenido tiempo para algo tan irrelevante como buscar su media naranja, el amor verdadero. Era una cuestión de orgullo. A Justin no le haría ningún daño mirarla con una sonrisa pícara de vez en cuando.

–Estás realmente exhausta –señaló él, detrás de ella–. Te vas a caer de un momento a otro. ¿Estás segura de que no estás enferma?

–Sí. Estoy bien. Sólo estoy cansada. Y hambrienta, pero eso es culpa mía. Durante la hora de la comida, aunque no es una hora sino diez minutos, salí a comprarme ropa interior. Así que no he comido nada desde esta mañana –frunció el ceño pensativa–. No, esta mañana tampoco comí porque no había nada en la cocina.

–Te fuiste a comprar ropa interior en lugar de comer. Vaya, vaya –se puso a su lado y la miró desde arriba–. Estás escuálida, no me costaría nada llevarte en brazos hasta tu casa.

¿Llevarla en brazos?

La fantasía era una cosa y otra muy distinta la realidad.

–No soy una inválida –gruñó mientras se agarraba a la barandilla.

¿Escuálida? ¿No podía haber dicho delgada, esbelta, algo que no fuera tan negativo? ¡Escuálida! Aquello no tenía nada de sexy.

Así que ése era el motivo: le gustaban las chicas voluptuosas. Por eso no había intentado ligar con ella.

–Puedo arreglármelas –dijo subiendo otro peldaño.

–Al menos, deja que te lleve el maletín. Parece que pesa mucho.

–De acuerdo. Gracias –añadió a regañadientes mientras le daba el maletín de cuero negro. Lo había estrenado al empezar a trabajar para su bufete, pero ya estaba bastante ajado–. Ten cuidado, tiene cosas muy importantes.

Cosas realmente difíciles. No estaba segura del motivo, pero había acabado haciendo todo el trabajo difícil de la empresa, y eso estaba interfiriendo con su sueño y su paz mental. Dos cosas que necesitaba urgentemente. Algunos de los asuntos eran causas perdidas, con los niños como principales víctimas.

Algunas veces odiaba el trabajo de sus sueños.

Justin agarró el maletín y, durante un momento, ella se sintió mejor. Escalón a escalón consiguió llegar al segundo piso. Justin subió detrás de ella en silencio.

La fatiga volvió y tuvo que sentarse en un escalón, desesperada por recuperar algo de fuerzas. Apoyó la cabeza en las rodillas y dejó escapar un gruñido, avergonzada por mostrar tanta debilidad delante de él. Pero realmente estaba sin fuerzas.

–Voy a descansar un minuto, Justin. Si quieres puedes dejar el maletín delante de la puerta. Eso sería fantástico.

Justin soltó una palabrota. Se inclinó sobre ella, dejó caer el maletín en su regazo y la tomó en brazos. Ella abrió la boca para protestar y se enderezó para intentar soltarse, pero antes de poder decir nada, él ya la había llevado hasta la puerta.

–Sí. Definitivamente escuálida –repitió él–. No pesas nada. No me extraña que no tengas fuerzas.

A Laura le habría gustado protestar, pero no pudo. Principalmente porque el contacto físico la había dejado sin aliento y había reemplazado su sangre por fuego. Aquel hombre olía muy bien. Demasiado bien.

El hambre hacía cosas realmente curiosas con la química del cuerpo.

–Las llaves –gruñó él frente a la puerta. No parecía que fuera a soltarla–. ¿Qué estás intentando hacerte, Laura? Tienes que saber que todo tiene un límite o caerás enferma.

–Déjame –dijo ella enfadada consigo misma por el ataque de lujuria que había sentido desde que él la había tomado en brazos.

Era fuerte y todavía olía a cuero, aunque ya no llevaba la cazadora. Lo que más le apetecía era rodearle el cuello con los brazos y acurrucarse contra su pecho. No le importaría quedarse a dormir allí. Después, cuando se despertara, la cosa podía ponerse más interesante.

No iba a negarlo. La atracción que sentía por su vecino, aunque se había olvidado de ella últimamente, seguía ahí.

–Justin, déjame en el suelo. Las llaves están en el maletín. Déjame que las saque.

Cuando él hizo exactamente lo que ella le pidió, un sentimiento de pérdida la invadió. Se insultó a sí misma mientras sacaba las llaves del maletín.

«Hogar, dulce hogar». Sólo a unos centímetros de distancia. Debería estar pensando en el confort de su casa, no en el de los brazos de Justin. Debería estar pensando en meterse en la cama. Sola.

Cuando, al cuarto intento, logró meter la llave en la cerradura, lo miró e intentó sonreírle.

Estaba demasiado cansada para preocuparse por el comportamiento.de Justin Probablemente lo había hecho con buena intención. En realidad, no había hecho nada malo.

–Gracias por ayudarme. Al final habría logrado llegar, pero gracias por tu ayuda.

Él la agarró del brazo, impidiéndole que entrara.

–¿Hay alguien a quien puedas llamar? ¿Alguien que se quede contigo? No me parece que estés en condiciones de quedarte sola.

–Estaré bien, de verdad. No te preocupes. Gracias –entró en la casa, se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. Al cabo de un rato, escuchó las pisadas de Justin alejarse y el sonido de su puerta al cerrarse.

Pensó dejarse caer allí mismo para echar una siesta, pero necesitaba una ducha, cambiarse de ropa y comer algo. Aunque, en aquel instante, pasar el fin de semana allí mismo, sobre unos baldosines que no había fregado ni barrido durante semanas, le pareció una idea fantástica.

Dos segundos más tarde, una oleada de adrenalina inundó sus sentidos e hizo que se olvidara del cansancio.

Había alguien en el piso.

Laura agarró el maletín y se lo puso delante a modo de escudo mientras miraba en dirección al lugar de donde había provenido el ruido: su dormitorio. Con el corazón en un puño, se acercó de puntillas y se asomó al pasillo. No pudo ver nada. La puerta del dormitorio estaba casi cerrada.

Se quedó muy quieta, intentando pensar en algo a pesar del pánico que la invadía. ¿Había dejado la puerta entreabierta por la mañana? La cabeza empezó a dolerle por el esfuerzo. No se acordaba. Sin respirar apenas, miró hacia el salón. Allí no había nada fuera de lo normal. No parecía que faltara nada.

Pero no tenía dudas de que había oído algo.