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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Mª Jesús Leza Núñez

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Memorias de una bailarina rusa, n.º 136 - octubre 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8997-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Londres, 1919

La Gran Marcha Obrera

Los anarquistas

La Escuela Imperial de Danza

El cumpleaños de la gran duquesa Olga

El principe Kaliakin

Belleuve

La venganza

El atentado

La huida

Una carta

Malas noticias

El funeral

El bosque de Boroyaba

La partida

París

Escenas de la vida bohemia

Una visita inesperada

Viena

Praga

Budapest

Montecarlo

Los ballets rusos

Otra vez París

La Gran Guerra

Londres, 1919

Copos de nieve y trocitos de papel

Si te ha gustado este libro…

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Londres, 1919

 

Al llegar al hotel, el portero de noche me ha entregado un sobre cerrado que llevaba grabada en tinta dorada, en su parte posterior, un águila bicéfala. He subido a mi habitación, presa de un gran desasosiego. Una vez allí, sin tan siquiera desprenderme del abrigo, he rasgado torpemente el sobre; dentro había una tarjeta manuscrita que decía:

 

Estimada e inolvidable madame:

Hoy he tenido el inmenso e inesperado placer de volverla a ver, y esta vez sobre el escenario del Covent Garden. He descubierto, al cabo de los años, que, además de una mujer de extraordinaria belleza, es una notable artista. Mientras la contemplaba bailando el gran “pas a deux” de El lago de los cisnes, no he podido por menos de evocar aquellas maravillosas tardes pasadas en mi palacete de las afueras de San Petersburgo. Y usted, ¿las ha olvidado, acaso? Me temo que sí… ¡Ha pasado tanto tiempo!

¿Sería posible volver a verla? Si aún siente algo por mí, si no me ha olvidado del todo o, simplemente, desea charlar un rato con un viejo amigo, no dude en llamar al número de teléfono que figura al pie de esta carta.

Besa su mano.

Príncipe Yuri Mijailich Kaliakin

 

¡El príncipe Kaliakin! Sabía por los periódicos que había huido de Rusia como cientos de “rusos blancos” y que disfrutaba de un exilio dorado en París, pero nunca me lo hubiese imaginado aquí, en Londres. Por unos momentos, la sorpresa me ha dejado en suspenso, sin saber qué hacer ni qué pensar. Me he acercado a la ventana y, apretando la carta entre mis manos, miro a través del cristal: unos finos copos de nieve revolotean en el aire.

¡Es curioso!, me he dicho, hoy es domingo, estamos en enero y nieva en Londres, lo mismo que aquel domingo de enero nevaba en San Petersburgo.

Contemplo fijamente, a la vez que ensimismada, la farola de gas que ilumina la calle y, como los que se someten a la hipnosis se concentran en una bola de cristal, me vienen a la mente imágenes mezcladas con recuerdos de aquella época terrible, convulsa, sangrienta.

La Gran Marcha Obrera

 

Yo tenía entonces diecisiete años y caminaba de la mano de Dimitri, junto a una gran masa de obreros, mujeres y niños. A la cabeza de la marcha iba el padre Gapon, alentándonos y lanzando consignas que la muchedumbre repetía sin descanso. Muchos de los manifestantes portaban retratos del zar, los niños velas encendidas, los obreros pancartas, los ancianos iconos y, conforme avanzábamos, la muchedumbre se iba engrosando hasta formar una gran multitud.

Eran aproximadamente las cinco de la tarde, por lo tanto era ya de noche en aquella época del año. La noche anterior había caído una gran nevada y hacía mucho frío, aunque en ese momento parecía no sentirlo. Tampoco tenía miedo, pues caminaba junto a él, cogida de su mano, y además habíamos conseguido cruzar el puente de Trotski y sobrevivir a la carga de la caballería. Nos encontrábamos en los alrededores del Palacio de Invierno, ya que nuestro propósito era que el zar nos recibiese para darle a conocer nuestras reivindicaciones, mientras se oían sin cesar las consignas de los obreros: “¡Compañeros, no acobardarse ni retroceder!”. “¡Antes morir que ceder!”.

Habíamos alcanzado ya la explanada del palacio cuando una larga fila de soldados nos salió al encuentro, apuntándonos con sus fusiles. “¡No tiréis!”, gritó alguien. “¡No seáis asesinos del pueblo!”.

Estábamos a no más de treinta metros de los soldados cuando, sin previo aviso, se oyó la primera descarga. Recuerdo que Dimitri me soltó la mano, gritando que me tirara al suelo, y que el pánico que me invadió en esos momentos me obligó a intentar enterrarme bajo la nieve. Permanecí echada boca abajo escuchando ráfaga tras ráfaga durante no sé cuánto tiempo. Sentía la nieve introducirse por mis oídos, nariz y boca, el humo de los fusiles me ahogaba y una enorme y densa nube negra flotaba en el aire, envolviéndolo todo.

 

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Estábamos a no más de treinta metros de los soldados cuando, sin previo aviso, se oyó la primera descarga.

 

Cuando por fin cesaron los disparos y fui incorporándome poco a poco, el espectáculo que se extendía ante mis ojos era dantesco. Multitud de cuerpos ensangrentados, mezclados con los iconos y las pancartas, yacían esparcidos sobre la nieve. Una gran mancha escarlata se extendía sobre ella, un río de sangre que nacía del cuerpo inanimado de Dimitri. Mis gritos de horror y auxilio se apagaron, mezclados con los de los heridos y supervivientes que corrían a socorrer a sus compañeros. Un obrero cubierto de sangre gritó: “¡Dios maldiga al zar!”. Unas mujeres lloraban junto a los cadáveres de unos niños que aún apretaban en sus manitas los cirios, alguno todavía milagrosamente encendido, mientras yo gritaba sin cesar: “¡Levántate, Dimitri, por favor, levántate!”, intentando reanimarle inútilmente, sacudiéndole por los hombros. Sus ojos sin vida y aún abiertos parecían mirar al cielo; entonces me di cuenta de la horrible verdad: Dimitri estaba muerto.

No sé el tiempo que permanecí abrazada a su cuerpo. El padre Gapon y un compañero de Dimitri, Vasili, consiguieron por fin, con gran esfuerzo, separarme de él y llevárselo en una camilla, ya que los vecinos de las casas colindantes habían acudido a ayudar a los heridos, El padre Gapon, que a pesar de la horrible masacre no había perdido su entereza, habló con un caritativo caballero, que se ocupó de llevarme a casa en su propio carruaje a pesar de mi resistencia.

 

 

Los días siguientes a la muerte de Dimitri y de aquellos trágicos sucesos estuve enferma, muy enferma, sumida en una especie de delirio febril. ¿Por qué, Dios mío?, ¿por qué?, me decía, por qué él y no yo. Dimitri, un joven de veinte años, un ángel al que habían segado las alas prematuramente, en la flor de la vida; un ángel al que idolatraba y por el que hubiese dado mi vida.

Cuando conseguí recuperarme y despertar de la horrible pesadilla a la cruda realidad, percibí en el seno de mi propia familia cierta hostilidad hacia mi persona. No me extrañó. Mi padre, funcionario del Estado, era por añadidura un devoto y convencido zarista; no solo la muerte de Dimitri le traía sin cuidado, sino que además me reprochaba continuamente mi participación en la marcha proletaria. Incluso mi madre parecía rehuirme. Tampoco lo encontré raro, mi madre era una mujer cobarde, sometida en todo a su marido, sin opinión, sin carácter. En cuanto a mi hermano Alexis, cadete en la Academia Militar, me retiró la palabra al enterarse de mis ideas antizaristas y revolucionarias. Ante semejante panorama, me encerré en un hermético mutismo y, a los sentimientos de dolor, impotencia y rabia, se sumó uno nuevo, el del odio.

Comencé a odiar a mi familia. Odiaba a mi madre, odiaba a mi hermano, pero sobre todo odiaba profundamente a mi padre, en el que veía la representación del espíritu totalitario y burgués. Solamente soportaba y conservaba el cariño de la vieja y fiel criada María Nicolayedna que, ante la frialdad de mi familia, no se había separado de mi cama durante mi enfermedad. De no ser por ella, hacía tiempo que hubiese abandonado el hogar paterno.

Era extraño, pero ese odio me mantenía en pie, me alimentaba de mi propio odio y, en el fondo de mi corazón, surgió un sentimiento nuevo que no tardaría en convertirse en la razón de mi vida: la venganza.

Quería vengarme. Pero ¿cómo?, ¿de qué manera? Me sentía sola, muy sola, aislada de todo y de todos. Necesitaba salir de aquella casa maldita en la que me ahogaba, pero al mismo tiempo, algo en mi interior me decía que debía permanecer allí, fingir resignación, en una palabra, simular conformidad ante la nueva situación

 

 

Un día, ojeando los periódicos de la mañana, que hablaban de las revueltas y de las manifestaciones estudiantiles a favor de los obreros en la universidad, me acordé de Vasili. Vasili había sido amigo y compañero de estudios de Dimitri, superviviente de la masacre de aquel domingo, recordaba que él mismo había recogido su cadáver. Sabía, además, por antiguas confidencias de Dimitri, que pertenecía o había pertenecido a un grupo anarquista.

Aquella misma tarde me puse mi abrigo de paño, manguito y gorro de astracán y salí a la calle. Era a mediados de febrero y un viento frío y desapacible recorría las calles. No nevaba, pero montones de nieve se acumulaban en los bordes de las aceras, y las escasas personas con las que me crucé en dirección a la universidad caminaban tristes y cabizbajas. Flotaba en el aire algo extraño e inquietante que parecía augurar futuras desgracias.

Yo era entonces una muchacha de alma exaltada, con aspiraciones nobles y un corazón limpio y entusiasta. Mi concepto del mundo era algo cándido y me atiborraba a leer novelas románticas y amaba la música y el baile. Desde pequeña le había manifestado a mi padre mis deseos de estudiar ballet clásico, él lo había aceptado con cierto escepticismo y, empleando parte de su influencia, me había matriculado en la Escuela Imperial, también habían influido, o al menos así deseaba creerlo, mis largas y bien formadas piernas. Me consideraba una muchacha bastante agraciada, pero no era más vanidosa ni coqueta que las demás jóvenes de mi entorno. Había conocido a Dimitri en la universidad, durante un concierto de piano en el paraninfo, y no tardé mucho en enamorarme del estudiante rebelde y revolucionario que alimentaba mis fantasías románticas, y fue entonces cuando Dimitri cayó bajo las balas de los cosacos, agigantó aún más la idea de héroe que tenía de él hasta convertirla en mártir.

Cuando llegué a la universidad se hallaba revuelta, agitada. Había transcurrido casi un mes desde los terribles acontecimientos del Domingo Sangriento, y se veían las aulas vacías, las paredes forradas de pasquines llamando a la huelga general. Corrillos de estudiantes con aire conspirador por todo el recinto. Uno de ellos, que repartía propaganda, me alargó un panfleto que yo tomé distraídamente, pues mi único empeño en aquellos momentos era encontrar a Vasili.

Por fin lo reconocí entre un grupo de jóvenes y él, al verme, vino hacía mí y me abrazó emocionado. Nos sentamos en un banco del claustro y allí permanecimos un buen rato llorando juntos, recordando a Dimitri. También desahogué mis penas y angustias, el rechazo de mi familia, al mismo tiempo que le manifestaba mi firme deseo de servir a la causa revolucionaria.

Vasili me escuchó conmovido, volvió a abrazarme y después, tomándome de la mano, abandonamos la universidad y caminamos a lo largo de los canales del Neva, que en aquella época del año aun se hallaba helado en algunas zonas. Con la luz del atardecer iba levantándose la bruma sobre el río, retazos de neblina densa y blanca se deslizaban por encima del espejo de hielo, donde ya empezaba a reflejarse la luna.

Antes de llegar a los jardines Smolny, nos adentramos por unas estrechas y solitarias calles iluminadas por farolas de gas. La niebla que nos envolvía daba a los antiguos edificios y palacios un aire fantasmal, al fondo de una calle apenas se distinguía un cartel iluminado en el que se podía leer: «Café Varsava».

El viejo café Varsava era frecuentado por estudiantes, poetas, literatos y gente de la bohemia en general. De grandes dimensiones, ocupaba toda la planta baja de una manzana, a esas horas de la tarde se hallaba atestado de público tomando el clásico chocolate con nata. Con aire indiferente y ajeno al murmullo de las conversaciones, un cuarteto de cuerda tocaba sobre un estrado, junto a una enorme estufa de cerámica. A pesar del ambiente cargado y del humo de los cigarros, resultaba un lugar cálido y acogedor, donde la gente se refugiaba del frío, muchos de ellos huyendo de viviendas pobres e insalubres. Se decía que en este café, Pushkin había escrito versos y que el mismo Dostoievski lo había frecuentado, inspirándose en él para la ambientación de algunas de sus novelas.

Vasili, sin soltar mi mano, me llevó hasta una mesa al fondo del local en un rincón apartado, donde una pareja parecía conversar animadamente.

—Buenas tardes, Irina, buenas tardes, Levin –saludó, quitándose el sombrero—. Quiero presentaros a una querida amiga, Ludmila Goronodva.

El llamado Levin se levantó y me estrechó la mano. Por su aspecto, melena larga, lentes, levita de terciopelo y corbata, debía de ser estudiante, como luego él mismo confirmó. Era flaco y desgarbado, más alto de la media normal, de tez morena y ojos claros con mirada ausente y soñadora.

Irina, desde su asiento, me saludó con un amago de sonrisa y una leve inclinación de cabeza. Era una muchacha muy joven, más o menos de mi edad, no habría cumplido todavía los veinte años, de aspecto frágil, rostro ovalado, ojos grises y facciones delicadas, el cabello, rubio de un tono pajizo, lo llevaba recogido en una trenza y se cubría con un abrigo negro de paño raído que resaltaba su extrema palidez.

Nos sentamos junto a ellos y Vasili ordenó a un camarero que nos sirviese chocolate. Levin sacó una tabaquera y lio un cigarro, Irina y yo permanecíamos calladas, observándonos mutuamente.

—Ludmila era la prometida de Dimitri Petrovich, uno de los estudiantes que cayeron bajo las balas de la guardia cosaca durante la marcha obrera —empezó a contar Vasili en voz baja—, ella sobrevivió de milagro, pero vio morir a Dimitri desangrándose en la nieve.

Irina y Levin me miraron primero con sorpresa y después con lástima, pero no hicieron ningún comentario. Dimitri continuó.

—Ludmila está con la revolución y en contra del régimen totalitario del zar. Quiere tomar la antorcha de Dimitri y continuar su lucha contra la tiranía.

—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó Levin, en un susurro, y mirando a su alrededor.

—Tú ya me entiendes, Levin. Te lo diré sin rodeos: creo que Ludmila podría sernos útil.

—Me da la impresión de que no sabes lo que dices. Que hablas a la ligera, querido Vasili.

—¡Vamos, Levin! Conozco a Ludmila desde hace mucho tiempo. Es como una hermana para mí. Te aseguro que es absolutamente de fiar.

—Vamos a ver, muchacha, ¿cuántos años tienes? —me preguntó de pronto Levin, ajustándose las lentes y observándome atentamente.

—Diecisiete —le contesté mirándole directamente a los ojos. Él me sonrió. Me gustó su sonrisa, era franca, agradable, inspiraba confianza.

—Eres una criatura. ¿Se puede saber a qué te dedicas?

—Soy estudiante de danza clásica.

—¿Y tu padre?

—Mi padre es funcionario del Estado.

—Me da la impresión que estamos ante la clásica burguesita que se aburre mortalmente y que la revolución le resulta un juego excitante y hasta romántico —dijo Levin, aplastando la colilla del cigarro con cierto fastidio.

—¡Y tú que sabes, Levin Kaliayen! —saltó Irina—. No la conoces. ¿No acabas de oír que participó en la marcha obrera con riesgo de su vida?

—Eso no quiere decir nada, o muy poco. Sigue siendo una burguesa.

—Conozco a varios burgueses que han abrazado la causa menchevique —apuntó Vasili.

—¡Los mencheviques! —exclamó Levin con desdén—. Esos intelectuales con esas ideas suyas tan moderadas no conseguirán gran cosa.

—No nos desviemos de la cuestión. ¿Qué te hace desconfiar de Ludmila, no será por el simple hecho de ser mujer? —le encaró Irina.

—No digas sandeces; tú eres una mujer, pero eres diferente. Dime, Ludmila —se dirigió de nuevo a mí—, ¿desde hace cuánto tiempo te relacionabas con Dimitri?

—Desde que tenía quince años. Solía ir a buscarle a la universidad cuando terminaba mis clases en el instituto Smolny. He asistido a numerosas reuniones clandestinas de los estudiantes, y he sido convenientemente adoctrinada por Dimitri. Creo firmemente en la revolución, pero, sobre todo, creo en la justicia —le contesté con vehemencia.

—Está bien, muchacha, cálmate, y sobre todo no alces la voz, pueden oírte. Pareces sincera, y lo más probable es que vuelvas a tener noticias nuestras. En cuanto a ti, Vasili, opino que debes acompañarla a su casa. No es prudente que nos vean aquí juntos. Este es un lugar demasiado público, demasiado conocido.

—Tienes razón, Levin. Será mejor que nos vayamos ya. Vamos, Ludmila, te ayudaré a ponerte el abrigo.

Nos despedimos de Irina y de Levin con un fuerte apretón de manos. Vasili me acompañó hasta mi casa. Apenas cruzamos palabra por el camino, pero ya en la puerta y al despedirse me dijo: “Ten confianza, Ludmila. A pesar de todo, creo que les has causado una buena impresión”.

Aquella noche, después de muchos días, dormí plácidamente y sin pesadillas. Mi corazón latía lleno de esperanzas, algo en mi interior me decía que la entrevista en el café Varsava no había sido en vano.

Los anarquistas

 

Cinco días después del encuentro con Levin e Irina en el café Varsava, Vasili me envió una nota citándome en los jardines del Campo de Marte. Cuando llegué, Vasili me esperaba junto al estanque helado, y en ese momento miraba a unas jóvenes que patinaban cogidas de la mano. Contemplé con ternura su figura fuerte y tosca de campesino. Yo estimaba y admiraba a Vasili, siempre me había impresionado la historia de su vida. Vasili había venido a San Petersburgo desde una remota aldea de Ucrania para estudiar en la universidad. Como todos los estudiantes pobres y sin recursos, se había visto obligado a realizar los trabajos más inverosímiles y a dormir en infectas posadas. A pesar de todo, vestía con cierta dignidad y pulcritud. Su único y gastado abrigo de paño gris lo llevaba siempre limpio y cepillado, el cabello y la barba siempre muy cuidados, y solía cubrirse con un sombrero de fieltro de color negro. Al verme, me saludó quitándoselo, me cogió del brazo y me susurró al oído: “Te han aceptado, amiga mía”.

Abandonamos el parque. Vasili era poco hablador, no sonreía casi nunca. Sus rasgos faciales eran toscos y ordinarios: de tez muy morena, ancha y gruesa nariz, ojos pequeños y penetrantes, y las cejas muy negras y pobladas. Tenía fama de huraño y taciturno, pero intuía que poseía un corazón grande y noble.

En la avenida Nevsky tomamos un tranvía que llegaba hasta los arrabales de la ciudad. Nos apeamos en un barrio obrero, no muy lejos de una zona de fábricas y talleres. El barrio parecía triste y desolado, con viviendas baratas para trabajadores, de una sola planta, construidas en madera, ennegrecidas por el humo de las chimeneas, las calles estaban sin asfaltar, la nieve, sucia, de color gris parduzco al mezclarse con el barro. Al final de la calle principal y en el límite con la zona fabril había un viejo almacén de curtidos abandonado; a él nos dirigimos.

Vasili dio en la puerta tres golpes seguidos y uno más espaciado. Era la consigna. Nos abrió un hombre de unos treinta años, corpulento, más bien bajo, de piel cetrina y la cara picada de viruelas, llamado Ivan Ivanovich, y que, como tipógrafo de oficio, manejaba la imprenta clandestina. Al ser presentada pronunció, con voz de bajo de la estepa, un seco “bienvenida, camarada”, y continuó con su tarea en la prensa. Finalmente, Vasili me llevó hasta el último miembro de la célula que me faltaba por conocer, Nikolai Dimitrievich, un joven de unos veintipocos años, obrero metalúrgico, pelirrojo y lleno de pecas, menudo y vivaracho, que sonreía continuamente y, al hacerlo, lucía sin ningún complejo una dentadura en la que faltaban varios dientes. Nikolai era el encargado, junto con Irina, de la fabricación de las bombas para cometer los atentados.

Puedo decir que desde aquel mismo día quedé integrada en aquella célula anarquista. Teniendo en cuenta mi cultura pequeño burguesa, me destinaron al sector de la imprenta. El sótano húmedo y frío de aquel almacén estaba dividido en dos piezas separadas por un tabique de madera, la imprenta y el taller de elaboración de explosivos. Vasili realizaba con Ivan el trabajo manual de la prensa y yo ayudaba a Levin a redactar toda suerte de panfletos, en los que se pedía la libertad de los prisioneros políticos, sociales y religiosos, instrucción gratuita, traslado gradual de la propiedad de la tierra al pueblo, cesación inmediata de la guerra ruso japonesa, libertad absoluta de las asociaciones obreras, salario mínimo para vivir y otra serie de reivindicaciones.

Trabajábamos en silencio, teniendo como fondo el sonido ininterrumpido de la prensa tipográfica. Yo me sentía bien allí, con Levin. Levin me recordaba en cierta manera a Dimitri, el rostro dulce e inocente de un niño, la mirada soñadora y su peculiar manera de sujetarse los lentes. Intuía que yo no le era indiferente. Más de una vez le sorprendí mirándome, y siempre bajaba la vista. Ninguna palabra, ninguna insinuación.

De vez en cuando, de la habitación de al lado se escuchaban frases alarmantes y advertencias de Nikolai a Irina: “¡Cuidado con el tubo de cristal, si se rompe, podemos saltar todos por los aires!”. Entonces Levin me preguntaba si tenía miedo y yo le contestaba que no, que no tenía miedo en absoluto. La respuesta era sincera, en aquellos días me sentía bien, había recobrado la confianza en mí misma y me sentía útil a la causa revolucionaria.