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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Ana Ruiz Vivo

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La ley del corazón, n.º 142 - diciembre 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9003-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

—¡Lanza la pelota! —gritó Toni como si le fuera la vida en ello.

Le hablaba en español, como siempre lo hacían cuando estaban en familia.

Gonzalo sonrió al ver cómo aquel diablillo se movía con la rapidez de una anguila, a pesar de que apenas levantaba un metro del suelo. Estaba a punto de cumplir seis años, pero era capaz de agotar a tres hombre como él, que ya rozaba los cuarenta.

Al ver que el niño se impacientaba ante su falta de respuesta, pateó con fuerza el balón y sonrió al observar incredulidad en sus ojos oscuros; seguramente impresionado al comprobar que su tío no estaba tan oxidado como pensaba.

—¡Qué mal juegas, Gonzalo! —se burló el condenado chiquillo.

No parecía dispuesto a dar su brazo a torcer.

—¡Te vas a enterar, renacuajo!

Se alisó el pelo, tan negro con el de su sobrino, aunque en las sienes ya pintaba alguna que otra cana caprichosa, que según Eleonora le conferían cierto aire señorial. Se colocó la gorra con la visera hacia atrás, del mismo modo que la llevaba el niño, igual que los raperos a los que le gustaba observar en las calles cuando se dirigía a los juzgados, y flexionó las piernas, apoyando las manos en las rodillas.

—¡Dispara! —gritó con voz grave.

Tony chutó con fuerza. La pelota dibujó un arco perfecto mientras se aproximaba a él como si fuera un cometa.

«Joder, con el pequeñajo», se dijo, elevando los brazos sin siquiera rozarla. Corrió por la arena para capturarla y, exhausto, se tumbó de espaldas, con los brazos en cruz, como si acabara de recibir un disparo mortal.

A lo lejos, el rumor del mar parecía burlarse.

Afortunadamente aquel trozo de playa era privado y se encontraban a solas. De otra manera no se atrevería a comportarse como un muchacho despreocupado, que era lo que estaba haciendo ahora.

—¡Qué malo eres, abuelito! ¡No paras ni una! —Toni se burlaba mientras daba palmadas de alegría al ver que la pelota estaba demasiado lejos como para arrastrarse hacia ella.

Él se tomó su tiempo para recuperar el aliento de la carrera. Estaba en buena forma, hacía ejercicio habitualmente, pero aquel demonio mermaba toda su energía.

—Has hecho trampa. —Simuló enfadarse como si también tuviera seis años—. ¿Ahora qué? ¿Pretendes que me bañe vestido? —Señaló el balón, que se mecía en la orilla de la playa, donde a cada nueva ola, se adentraba un poco más en el océano.

Al ver que el pequeño no parecía dispuesto a sacrificarse por «el abuelito», se puso en pie, sacudió la arena que le rebozaba la ropa y echó a andar con gesto cansino hacia el agua.

Menos mal que había sido previsor. Se había puesto la camiseta más vieja que conservaba y un pantalón de deporte que parecía a punto de caerse a pedazos. Ambas prendas de color negro, que ya habían sido rescatadas de la basura media docena de veces, según decía él, porque tenían un valor sentimental. Según Eleonora, porque parecía tener un radar que le avisaba cada vez que tiraba cualquier ropa agujereada y gastada que él guardaba como si fueran trozos de su pasado.

—¿Sabes una cosa, Toni? —Se giró para hablar con el niño, que se mondaba de risa al verlo caminar de espaldas hacia la pelota—. Estoy pensando que ya que soy tan viejo, la próxima vez que lances como si fuera un misil, podrías ir tú a…

Se chocó con algo, por lo que se giró con rapidez. Juraría que segundos antes no había nada entre el agua y él… salvo el balón.

—Disculpe, señor. —Escuchó una voz agradable que le hablaba en inglés, agradable y femenina, por lo que se giró con brusquedad.

Se topó con unos ojos claros y una sonrisa preciosa que le impresionó hasta el punto de dejarlo mudo. Llevaba la pelota en las manos, de modo que sus generosos senos y él no habían chocado gracias al balón que se interponían entre los dos.

—¿Disculpas? —repitió él sin comprender, en el mismo idioma.

No sabía de dónde había salido aquella mujer medio desnuda, cuya visión con algo tan rotundo como su balón pegado a sus pechos le hacía sentirse como un tonto.

—Sí, creo que cuando comenzó a caminar de espaldas, debí avisarle de mi presencia.

El sol incidía directamente en sus ojos, de modo que lo único que percibía era la esbelta silueta de una sirena de larga melena castaña. Afortunadamente, al colocarse la mano como visera, comprendió que no iba desnuda, sino que llevaba un pareo de color rojo anudado en las caderas encima de un biquini, y pensó que «afortunadamente», porque Toni seguía allí, muy pendiente de ellos dos, sin perder palabra de la conversación y hubiera sido complicado tener que explicarle determinados aspectos de la anatomía de aquella intrusa. Una estupenda anatomía que fulguraba por las gotitas de agua salada que la cubrían.

—No se preocupe. Disculpas aceptadas. —Consciente de que era un mal educado, se quitó la gorra y se la colocó de forma correcta sobre el pelo revuelto.

—Gracias.

Ahora ya podía verla mucho mejor. Se separó de ella para concederle un poco de espacio y le tendió la mano. Al descubrir que la llevaba manchada de arena, la limpió con un par de golpes sobre la pernera del pantalón corto y volvió a ofrecérsela.

—Mi nombre es Gonzalo, y la culpa ha sido mía por no mirar por donde ando.

Ella sonrió otra vez, al tiempo que le estrechaba la mano con otra mucho más pequeña y limpia. Y por la forma de mirarlo supo que estaba intentando adivinar de dónde provenía su acento latino, que apenas conseguía suavizar la inflexión de su voz grave. El mismo tono autoritario que día a día esgrimía en el estrado, para regocijo de unos cuantos y temor de muchos otros.

—Yo soy Lara, encanta de conocerle, Gonzalo.

Él estaba acostumbrado a que lo miraran de aquella manera, entre curiosa e indagadora. Sentía una sensación similar a la de miles de alfileres clavándose en su piel, como cuando un acusado esperaba a que se pronunciara. Aunque esta vez, los alfileres parecían estar por todo el cuerpo, por lo que cayó en la cuenta de que no vestía uno de sus mejores trajes, precisamente. Ni la toga que era algo así como un uniforme militar en plena campaña.

—Lo mismo digo. Y usted es española. —Adivinó por su acento extranjero, igual que el de él.

Al darse cuenta de que todavía sostenía su mano, la soltó con rapidez.

Lara asintió con una sonrisa preciosa, su melena castaña ondeó sobre sus hombros y el aire pareció impregnarse de un sutil aroma de flores.

—Y usted debe ser mejicano.

Sonrió de nuevo, dando a entender que la respuesta era más que obvia.

Le entregó la pelota.

—Llevo más de media vida en California, pero sí, nací en México. —Cambió el inglés por el español y ella se lo agradeció en el mismo idioma. Cansado de tener el sol de frente, la sujetó por los hombros y la giró hasta quedar igualados para observarse el uno al otro—. Perdone, pero me gusta ver la cara de las personas cuando hablo con ellas. Digamos que es deformación profesional.

Lara hizo un gesto como si estuviera de acuerdo con él y volvió a sonreírle. Aquella mujer tenía una sonrisa que anulaba las entendederas. Sus ojos eran desconcertantes. Espléndidos. Eran los más verdes que había visto nunca. Además, su nariz respingona le daba cierto aire infantil, aunque de niña no tenía nada. En realidad, era una de las mujeres más bonitas que había visto en mucho tiempo. Apreció su boca jugosa, con el labio inferior terriblemente tentador y, sin saber por qué, se lamió los suyos, ligeramente salados por la brisa del mar.

—¿Y bien? —Se llevó las manos a las caderas en pose impaciente—. ¿Qué tal la rueda de reconocimiento?

Él la miró extrañado, por lo que ella rompió en suaves carcajadas.

Unos graciosos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas, haciéndola más deliciosa.

Gonzalo sintió que un molesto rubor teñía sus facciones morenas, aunque bien podía justificarse por las altas temperaturas que asolaban la costa en los últimos días. Afortunadamente, ella le indicó con una mano a su espalda, por lo que se ahorró tener que responder a su pregunta.

—Al parecer tu hijo se ha aburrido de esperarte.

Él se giró a tiempo de ver a Toni alejándose hacia la magnífica construcción que se divisaba al fondo.

—Toni, espera —lo llamó en voz alta. El niño obedeció en el acto—. ¡Ah! No es mi hijo —le aclaró al tiempo que echaba a andar de espaldas, sin dejar de mirarla.

Era como si desde que la había conocido, pensara y actuara como un cangrejo. Jamás le había ocurrido nada similar.

Ella puso de cara de «eso dicen todos», pero fue mucho más delicada y se despidió con un simple adiós mientras alzaba una mano en el aire.

—Mejor digamos: hasta otra. Adiós suena demasiado… formal. —«¡Por Dios, estaba tratando de ligar!», se dijo extrañado de sí mismo.

—No creo que volvamos a coincidir. —Ella se puso muy seria—. Hemos tenido suerte de que no haya guardias por aquí. ¿No sabe que estamos en una playa privada?

—Sí, claro que lo sé. —Procuró esconder la sonrisa que asomaba a sus labios.

—Pues no tentemos a la suerte. Ya sabemos cómo se las gasta el señor Cruz.

—¿Y eso?

—¡Me aburro, Gonzalo! —lo llamó Toni desde el otro extremo de la arena.

Él le hizo un gesto con la mano para que guardara en silencio y regresó su mirada oscura a ella.

—¿Qué quiere decir con ese comentario?

—Pues que no creo que al dueño de esta propiedad le hiciera mucha gracia saber que su playa está siendo invadida por gente como nosotros.

—¿No? ¿Y por qué?

—Usted debería saberlo, si es que vive cerca. ¿O ha venido, como yo, en coche?

—Vivo cerca… —Al escuchar la voz del niño que volvía a llamarlo, repitió con la mano el gesto de que esperara—. Perdone que insista, pero no he escuchado nada llamativo sobre ese hombre, el propietario de la playa. Al menos, no he oído nada que me haga temer por mi vida ni por la de mi sobrino.

Como lo dijo tan serio, ella pareció a punto de creérselo, pero volvió a sonreír, demostrándole que no estaba de acuerdo con él.

—No lo conozco personalmente, pero puedo asegurarle que tiene muy malas pulgas. Dicen que es mejor tenerlo de su lado, ya sabe…

—No. No lo sé. —Ya iba a marcharse cuando él la hizo volverse al preguntarle en un tono que sonó demasiado autoritario—: ¿Y qué tipo de gente somos nosotros, para no agradarle a ese hombre?

Ella echó un vistazo a su ropa demasiado usada y fingió que no pensaba lo mismo que él, al ver que se alisaba la camiseta polvorienta.

—Adiós, Gonzalo, ha sido un placer charlar contigo. Pero tengo de prisa.

La observó mientras se alejaba hacia una duna que indicaba el término de la playa y los ojos se le fueron directamente a las caderas, que se contoneaban con suavidad al caminar descalza por la arena blanca. Cuando llegó a la valla que delimitaba el terreno con un letrero de «prohibida la entrada», se giró, como si supiera que seguía mirándola, y alzó un brazo en el aire para despedirse.

«Malas pulgas» repitió él al recordar sus palabras. Le habían dicho muchas cosas, pero era la primera vez que alguien le decía en su cara que tenía malas pulgas.

Al comprobar que Toni había desaparecido de su campo de visión, aligeró el paso y frunció el ceño, no se relajó hasta que vislumbró su cuerpecito en la entrada al jardín. Entonces, botó el balón un par de veces, tomó aire como si necesitara liberar algo y echó a andar hacia la casa.

—¿Por qué me has desobedecido? —Su voz sonó brusca. Sin opción a ignorarla.

—Lo siento. —Apenas fue un murmullo.

Toni escondió la mirada, cruzó las manos en la espalda y se mordió los labios como si estuviera a punto de llorar.

—¡Ey, ey, renacuajo! —Él se puso en cuclillas para quedar a su altura y suavizó el tono para seguir hablándole—. No pasa nada, ¿vale? No te asustes, no pasa nada.

A veces olvidaba la verdadera situación de aquel pequeño al que trataba desde hacía un año como a su propio hijo. Por eso le exigía en exceso, porque lo consideraba suyo y porque, como había dicho «la intrusa de la playa», tenía malas pulgas. Pero Toni no tenía la culpa de nada, y el pobrecillo ya había sufrido bastante en su corta vida.

—Es que tardabas mucho, Gonzalo, y esa mujer no paraba de hablar y hablar… —El niño intentaba buscar una respuesta que lo complaciera.

Él le tendió la mano y echaron a andar al interior.

—Lo siento, de verdad. Perdóname por haberte gritado, pero no vuelvas a desaparecer sin avisarme antes. Ya sabes que no nos gusta que te alejes.

—Vale —aceptó con otro murmullo.

—Vale —repitió él en tono animoso—. ¿Quieres un helado? —Al verlo afirmar con la cabeza, añadió—: Pues vamos a que nos lo dé Eleonora.

Toni alzó su carita morena y le sonrió, dándole a entender que ya había dejado atrás el incidente.

— ¿Quién era esa mujer, tío Gonzalo?

—Una amiga.

—Es muy guapa tu amiga. Me gusta.

—Sí.

—¿Sí, es muy guapa, o sí, te gusta? —inquirió Toni al llegar al vestíbulo.

—Es guapa —reconoció él.

—¿Y no te gusta?

—¿Tú qué crees? —sonrió ante su insistencia.

El niño rompió en alegres carcajadas.

—¡Que también te gusta!

Él también se echó a reír.

—¡Qué diablillo eres!