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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2000 Katherine Garbera

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un padre muy especial, n.º 967 - febrero 2020

Título original: Her Baby’s Father

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-111-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

La señorita MacFadden se estaba retrasando. Reese Howard era extremadamente puntual. De niño se perdió muchas cosas a causa de los retrasos, de manera que la puntualidad había acabado por ser una de sus pasiones.

A lo largo de su vida se había esforzado por romper los moldes que le impusieron durante su infancia. Aunque no nació destinado a tener éxito, lo había alcanzado. ¿Pero a qué precio?

Aún no había cumplido los treinta y cinco años y ya sufría de tensión alta. Debido a un historial de problemas de corazón en su familia y a su adicción al trabajo, su médico le había recomendado que se retirara. En lugar de retirarse, cambió de trabajo, dejando su puesto de reportero investigador en el periódico Los Angeles Times. Había pasado de ser un hombre metido en el meollo de los asuntos a ser un escritor de superficialidades.

Aquel nuevo encargo para la sección Estilos de Vida de la revista California Magazine, un artículo que iba a ser titulado Inseminación Artificial: Futura Oleada, no le hacía ninguna gracia.

Volvió a mirar su reloj y maldijo aquel ridículo encargo. Sabía que su enfado iba más dirigido hacia sí mismo y hacia las circunstancias que lo habían llevado allí que al retraso de la señorita MacFadden.

Hacía un día caluroso. Quería estar en el Time Lapse, su yate de diez metros, navegando por la bahía de San Francisco en lugar de andar dando vueltas frente a una clínica de inseminación artificial. Sintiéndose más viejo de lo que tenía derecho a sentirse, respiró profundamente y trató de relajarse.

Pero no podía relajarse. Se sentía como un pervertido; temía que alguien lo viera y pensara que era un donante.

Lo irritaba la idea de que existieran bancos de esperma para mujeres solteras. Comprendía que una pareja con problemas de fertilidad necesitara acudir a un lugar como aquel, pero una mujer sola… nunca. El deber de un hombre era dejar embarazada a su pareja.

Sabía que aquel pensamiento era totalmente machista, pero por algún motivo había creado Dios ambos sexos y los había puesto juntos en la tierra.

Aunque él no se había dejado domesticar y, probablemente, nunca tendría hijos, su orgullo masculino se disparaba ante la idea de que una mujer estuviera dispuesta a tener un hijo por su cuenta. Había suficientes hombres en el mundo como para que los bancos de esperma no resultaran necesarios.

La revista para la que trabajaba había decidido correr con los gastos del tratamiento para Sabrina MacFadden si esta les contaba todos los detalles de su decisión. Debía estar desesperada. Probablemente tendría treinta y ocho años, no habría estado nunca con un hombre y sería tan atractiva como un poste de la luz.

¿Y él había dejado Los Angeles para eso?

Parpadeando contra el sol del atardecer, se apoyó contra un lateral del edificio mientras esperaba a la señorita MacFadden. El peculiar sonido de un motor llamó su atención hacia la zona de aparcamiento. Se trataba de un Mustang descapotable del sesenta y nueve que acababa de entrar. La conductora llevaba unas grandes gafas de sol y el pelo sujeto con un pañuelo rojo. Apagó el motor y salió del coche. Se quitó el pañuelo y una larga melena de pelo castaño pelirrojo cayó en oleadas en torno a sus hombros. Reese quiso enterrar sus manos entre sus espesos rizos.

Oh, sí.

La mujer sacó del coche un chaqueta azul marino. Mientras se la ponía, la blusa de seda que vestía se tensó contra sus pechos. Reese supo que debía apartar la mirada, pero no fue capaz de hacerlo.

La mujer caminaba como un sueño. Reese se planteó momentáneamente la posibilidad de olvidar su trabajo para tratar de ligársela. Era la viva representación de un sueño que tuvo a los dieciséis años. Su coche favorito y una mujer sexy juntos, ambos a cien.

«Cerdo», pensó.

La mujer que avanzaba hacia él tenía piernas interminables. Parecían empezar en sus axilas y continuar hacia abajo para siempre. La falda lisa que vestía terminaba a medio muslo y subía un poco a cada paso que daba. Nunca había visto unos muslos tan perfectos. Parecía un sueño hecho realidad. Fantaseó sobre aquellas piernas mientras la mujer seguía avanzando con la fluidez de una bailarina.

Reese imaginó que estaban en una playa desierta y que ella solo llevaba puesto un diminuto bikini. Su cuerpo sería una mezcla del de Cindy Crawford y Kathy Ireland, pero tampoco demasiado perfecto, porque la perfección era su propio diablo. Tendría la mente de un físico nuclear y cocinaría como Betty Crocker, porque toda mujer debía saber cocinar.

Sabiendo que llevaba los ojos cubiertos por sus gafas de aviador, siguió contemplando el escultural cuerpo de la mujer hasta que se detuvo frente a él. Una suave brisa veraniega agitó su pelo y llevó hasta él su delicado aroma a flores.

–Discúlpeme –dijo ella.

Sus grandes gafas ocultaban sus ojos y la mitad de su rostro, pero su nariz era un poco respingona. Eso le gustó a Reese. Con su cuerpo, unos rasgos clásicos habrían sido demasiado.

–¿Sí?

–¿Es usted Reese Howard?

«Ah, la fantasía continua», pensó él. Tal vez había estado demasiado rato al sol. La boca de la mujer lo atraía como un imán. Quería besar aquellos labios, sobre todo el inferior, carnoso y sensual, que parecía estar rogando la caricia de un hombre…

–Sí, señorita.

–Estupendo. Soy Sabrina MacFadden. Siento llegar tarde.

Alargó una mano y Reese se la estrechó automáticamente. El contacto con sus delicados dedos hizo que una intensa corriente lo recorriera desde el brazo hasta la entrepierna. El sol debía haberlo aturdido, porque no recordaba haber reaccionado nunca de forma tan inmediata debido al contacto con una mujer. Sus dedos eran largos y finos. La femenina delicadeza con que ella le sostuvo la mano le hizo sentirse como un bruto, como un viril guerrero dispuesto a conquistarla y hacerla totalmente suya.

Ella se quitó las gafas con la mano libre y Reese se encontró frente a unos ojos del color del mar Caribe, donde había pasado el último verano. Unos ojos vulnerables que parecían invitarlo a acercarse a la vez que le rogaban que se mantuviera a distancia. Unos ojos que le hicieron pensar en un hogar, no en la casa en que pasó su infancia, sino en el auténtico hogar que siempre había anhelado secretamente.

Al darse cuenta de que aún no había respondido, murmuró:

–No hay problema. Podemos empezar nuestra entrevista en el Bay Side Café, que está ahí enfrente.

Pero sí había un problema. Aquella mujer estaba alterando su libido y sus instintos de protección. Y eso no le gustaba. Se suponía que iba a ser mayor y que iba a tener más pinta de solterona. Sin embargo era joven, sexy, vibrante, y estaba intensamente viva, en un sentido que Reese prácticamente había olvidado.

Ya solo tenía ese sentimiento cuando estaba haciendo algo peligroso: descender haciendo rapel en plena noche, conducir su moto a través del Paso del Diablo a ciento cincuenta por hora…

Tomó el codo de la mujer para ayudarla a cruzar. Ella se puso rígida de inmediato. De acuerdo, sabía que no necesitaba su ayuda, pero quería tocarla. Deseaba sentir aquel largo y elegante brazo bajo su mano. Quería pasarle un brazo por los hombros y estrecharla contra su cuerpo.

La soltó. A fin de cuentas, él era un profesional. No se involucraba en relaciones personales con sus entrevistadas.

Cuando entraron en el café, Mario, el dueño, alzó su pulgar cuando vio la mujer que lo acompañaba.

Era la clase de mujer que atraía la atención de los hombres. Desde luego, no tenía aspecto de verse obligada a tener un hijo sola. «Si al menos quisiera seguir soltera y sin hijos», pensó Reese. Pero estaba seguro de que perdería su encanto en cuanto empezaran a hablar.

Aunque en Los Angeles trabajó muy duro, también salió mucho y fue a muchas fiestas. Apenas había tenido tiempo para una relación seria, cosa que no le importaba. Reconocía que la mayoría de las mujeres le parecían iguales. Hacía tiempo que había perdido la sensación de anticipación y emoción por conocer y descubrir a alguien nuevo.

Pero allí estaba. Y más fuerte que nunca, precisamente por lo inesperado. Hacía mucho que no se sentía tan vivo.

Y era una mujer la que le estaba haciendo sentirse así, no el mar en medio de una inesperada tormenta o los rápidos del Colorado. ¡Era una mujer!

Rogó al cielo que fuera tonta.

 

 

Sabrina MacFadden jugueteó nerviosamente con su vaso de agua. Reese Howard no era la clase de hombre que había imaginado. Tampoco había esperado sentir una chispa de deseo cuando se habían tocado. Como secretaria del vicepresidente de ventas, se pasaba el día estrechando manos, pero no estaba preparada para la conmoción que había sentido al estrechar la de aquel hombre. Había sido como encontrar el yin de su yang.

Debería haber sido el típico periodista con aspecto de pertenecer a otra época, y no el musculoso tipo que estaba sentado frente a ella. Probablemente, aquel hombre nunca se había topado con un obstáculo que no pudiera conquistar.

Sus poderosos biceps se tensaron cuando apoyó los codos sobre la mesa. Sabrina nunca se había sentido más femenina. Nunca había estado junto a un hombre cuyo nivel de testosterona fuera tan alto que casi podía olerse. Era todo un hombre. La clase de tipo que podía entrar en cualquier antro de la carretera más apartada y sentirse como en casa.

Cuando le había tocado el codo había sentido su calor a través de la chaqueta. Por unos instantes olvidó por qué había renunciado a los hombres. Pero el recuerdo volvió a aflorar de inmediato. No había ningún Señor Perfecto esperándola ahí fuera. Solo tipos atractivos dispuestos a pasar un buen rato antes de despedirse. Reese Howard no sería diferente, se recordó con firmeza.

–¿Te gusta el café con leche?

–Sí –contestó Sabrina.

Reese pidió café para ambos de un modo que molestó a Sabrina. Pero lo dejó pasar, porque supuso que estaría enfadado con ella por su retraso. Probablemente necesitaba restablecer su posición de control. Habiendo trabajado con hombres durante varios años, estaba acostumbrada a la forma en que trataban de acaparar el poder y sabía cuándo merecía la pena discutir y cuándo no.

Reese la miraba atentamente a través de sus gafas, y eso la estaba poniendo nerviosa. Se pasó una mano por el pelo, suponiendo que lo tendría bastante revuelto. No quería que el periodista diera un mal informe a su jefe.

«Preocuparse no sirve de nada. Tranquilízate», se dijo.

Pero no podía. Se jugaba mucho en aquel encuentro inicial. ¿Y si Howard sugería a sus editores que buscaran otra mujer para el artículo sobre la inseminación artificial? Tendría que encontrar algún modo de pagarse el tratamiento ella misma, y andaba escasa de dinero porque estaba ahorrando para comprarse una casa en Mount Tam. A los bancos les gustaba saber que tenías dinero en la cuenta antes de prestarte más.

Lo único que poseía de verdadero valor era el coche clásico que su padre compró para ella cuando nació. Tras su muerte, acaecida dos años atrás, se prometió venderlo tan solo en caso de extrema urgencia, y en aquellos momentos tenía otra opción. Una opción que podía llegar a hacer realidad su sueño de ser madre.

Miró hacia la bahía y recordó por qué había empezado a hacer sacrificios. Siempre quiso tener una gran familia, pero sus padres ya tenían más de cuarenta años cuando ella nació, y no pudieron tener más hijos. Echaba de menos a su madre y a su padre, y anhelaba los lazos familiares como otros anhelaban el dinero o el poder.

Y quería hijos porque había un gran vacío en su alma que no podía ser colmado por el trabajo o las citas. Necesitaba responsabilizarse de un pequeño ser, transmitirle los cuentos y las habilidades que había aprendido de sus padres y dejar atrás una pequeña parte de sí misma. Y quería iniciar una familia antes de hacerse demasiado mayor como para disfrutar de un bebé.

Su fallido matrimonio le había demostrado que la única forma de llegar a tener una familia sería lanzándose personalmente a crear una. Necesitaba la estabilidad, el amor y el cariño de una familia. Quería ser capaz de lograr algo significativo antes de morir. Una de sus mejores amigas había muerto el año anterior de cáncer, y Sabrina estaba convencida de que todo sucedía por algún motivo. La muerte de Marcia le hizo ver que había llegado el momento de cambiar. No iba a vivir siempre.

Quería que cada detalle de aquella entrevista fuera perfecto. Con un poco de suerte, lograría impresionar lo suficiente al periodista para que convenciera a su editor de lo importante que sería que ella tuviera un hijo. Debía recuperar los puntos perdidos por haber llegado tarde. La revista aún no había pagado por nada y aquella entrevista sería el factor decisivo.

En cuanto les llevaron el café, Reese sacó un pequeño cuaderno de su bolsillo trasero.

–Cuéntame por qué decidiste tener un hijo por tu cuenta –se quitó las gafas y Sabrina se encontró frente a unos ojos del color de la noche más oscura. Pensó que tenían que ser marrones, aunque parecían casi negros. Las líneas de su rostro revelaban que había llevado una vida dura y que pasaba mucho tiempo al sol. Siempre le habían atraído los hombres de ese tipo. Reese Howard era un hombre duro y muy atractivo… y en el aparcamiento la había mirado con evidente interés.

–Me siento sola –contestó, finalmente, pensando en las pasadas y solitarias navidades. Todos sus amigos las habían pasado con sus respectivas familias, y aunque Kalya había insistido en que la acompañara, ella no aceptó.

Hacerlo habría sido mostrarle a su amiga y al mundo aquello de lo que carecía. Fue entonces cuando decidió tener un hijo. La idea llevaba rondándole varios meses, pero encontrarse sola frente a su árbol de Navidad le hizo decidirse.

–¿En qué sentido te sientes sola? –preguntó Reese, que aún no había anotado nada en su cuaderno.

Sabrina pensó que su voz, grave y profunda, se parecía a la del amante sin rostro de sus sueños. Empezó a sentirse más cómoda y prácticamente olvidó que aquel no era un encuentro entre amigos, sino un entrevista de negocios. Aquel hombre le hacía sentirse como si fuera la única mujer en el mundo. Se notaba que le importaba lo que tuviera que decirle.

–No tengo familia. Todos mis compañeros de trabajo la tienen, buena o mala, pero yo no.

–¿Eres huérfana?

–En realidad no. Pero mis padres murieron hace unos años –Sabrina dejó que el recuerdo de su padre pasara por su mente. Solía oler a un exquisito tabaco de pipa, y cuando la abrazaba hacía que se sintiera querida y a salvo, cosa que no le sucedía hacía mucho. Y echaba de menos la sonrisa de su madre y su cálida comprensión.

Quería tener un hijo para darle la misma seguridad y apoyo que le dieron a ella sus padres. Quería compartir la alegría de vivir con otro ser, con su familia.

–Lo siento –dijo Reese, y Sabrina vio en sus ojos que era sincero. Cuando, por un instante, sus miradas se encontraron, sintió la misma descarga que cuando se habían tocado.

–Gracias. Aún los echo de menos –unas lágrimas ardieron en el fondo de sus ojos, pero no llegaron a caer. Parpadeó varias veces y apartó la mirada.

–Mi padre también murió –dijo Reese.

–¿Y tu madre? –preguntó Sabrina, aunque ella era la entrevistada.

–Murió al darme a luz –contestó Reese, en un tono que no animaba a hacer más preguntas.

Sabrina sintió el impulso de tocarlo. Tomó su mano y le acarició los nudillos con el pulgar. Él la miró un largo momento antes de bajar la vista.

Sabrina miró sus manos unidas, asombrándose de nuevo con el tamaño del periodista. Su mano morena contrastaba con la de ella, mucho más pálida y diminuta. Junto a su áspera piel, la de ella parecía suave como la seda.

Apartó la mano lentamente, reacia a dejar de tocarlo. Pero sabía que debía mostrarse más profesional. Por cómoda que se sintiera con él, no debía olvidar que él no era su amigo, por mucho que su profunda mirada le hiciera parecerlo. Solo era un desconocido.

–¿Por qué es tan importante para ti tener un hijo por tu cuenta?

Sabrina volvió a mirar hacia el mar. Sabía por qué quería un bebé, pero nunca lo había expresado en palabras. Más que nada, era una sensación de que algo le faltaba.

–No sé si esto lo expresará bien, pero siento que me falta una gran parte de mí misma. Mis brazos anhelan sostener un bebé, no el de mis amigos, o el de mis compañeros de trabajo, sino el mío.

Miró a Reese para comprobar si entendía lo que trataba de decirle, pero su expresión era inescrutable. Sus sueños sobre el bebé estaban muy unidos a la mujer que soñó ser cuando tenía dieciocho años y estaba a punto de casarse.

Se vio a sí misma en una iglesia llena de familiares y amigos, mirando al hombre que pensaba que la amaría para siempre, el futuro padre de los cuatro hijos que soñaba tener.

En aquel momento volvía a sentirse como una mujer a punto de cambiar. Pero ahora era ella la que controlaba la situación, y, finalmente, estaba a punto de conseguir que su sueño se hiciera realidad. Todo lo que tenía que hacer era convencer al hombre que estaba sentado frente a ella.

Tomó su taza de café y dio un largo trago. Se sentía como si hubiera recuperado el terreno que había perdido por llegar tarde.

–Una última pregunta y daremos esto por zanjado –dijo Reese, dedicando a Sabrina una sonrisa que no llegó a alcanzar sus ojos–. ¿Por qué no quieres un hombre en tu vida?