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Ángel López García

Pluricentrismo, Hibridación y Porosidad en la lengua española

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LINGÜÍSTICA IBEROAMERICANA

Vol. 42

DIRECTORES:

MARIO BARRA JOVER, Université Paris VIII

IGNACIO BOSQUE MUÑOZ, Universidad Complutense de Madrid

ANTONIO BRIZ GÓMEZ, Universitat de València

GUIOMAR CIAPUSCIO, Universidad de Buenos Aires

CONCEPCIÓN COMPANY COMPANY, Universidad Nacional Autónoma de México

STEVEN DWORKIN, University of Michigan

ROLF EBERENZ, Université de Lausanne

MARÍA TERESA FUENTES MORÁN, Universidad de Salamanca

DANIEL JACOB, Universität Freiburg

JOHANNES KABATEK, Eberhard-Karls-Universität Tübingen

EMMA MARTINELL GIFRE, Universitat de Barcelona

JOSÉ G. MORENO DE ALBA, Universidad Nacional Autónoma de México

RALPH PENNY, University of London

REINHOLD WERNER, Universität Augsburg

Ángel López García

Pluricentrismo, Hibridación y Porosidad en la lengua española

Iberoamericana · Vervuert · 2010

Este libro se ha beneficiado del proyecto FFI2008-05248 del Ministerio de Ciencia e Innovación y de la ayuda AORG/2009/175 de la Consellería d’Educació de la Generalitat Valenciana

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ISBN 978-84-8489-533-6 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-86527-568-4 (Vervuert)

Depósito Legal:

Diseño de la cubierta: Carlos Zamora

Impreso en España

Este libro está impreso integramente en papel ecológico blanqueado sin cloro

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1.Sobre la organización neuronal de los módulos lingüísticos

2.Lenguas y dialectos

3.Formalización de la variación lingüística

4.Neurolingüística de la variación

5.Pluricentrismo y policentrismo

6.Hibridación lingüística

7.La Porosidad lingüística

8.Las variantes interlingüísticas desde el punto de vista evolutivo

BIBLIOGRAFÍA

Das Problem der Sprachmischung, welches mit dem der Bilinguität aufs Innigste zusammenhängt, ist ein ziemlich verwickeltes und nur auf psychologischer Grundlage ins Klare zu setzen. Zwei Sprachen mischen sich nicht wie zwei ungleichartige Flüssigkeiten, sondern als verschiedene Tätigkeiten eines und desselben Subjektes.

(Hugo Schuchardt Brevier, 868)

INTRODUCCIÓN

¿Otro libro sobre variación lingüística en español? En cierto sentido: soy consciente de que este no es mi tema y de que tal vez sea la persona menos indicada para ocuparme del mismo. Sin embargo, quiero advertir al lector que el presente trabajo no versa realmente sobre la variación lingüística en español, ni siquiera sobre métodos de análisis que permitan abordarla con solvencia1. Las páginas que siguen se ocupan más bien de investigar sus condiciones de posibilidad.

Estamos los lingüistas tan acostumbrados a la idea saussureana de que una lengua es un sistema –idea de la que la competencia chomskiana no deja de ser una variante más– que no se nos ocurre plantearnos la posibilidad de que no lo sea. La consecuencia inevitable de dicho planteamiento es que la lengua se hace prevalecer sobre el habla y la competencia sobre la actuación. La lengua se concibe como un código y el habla, como la realización imperfecta del mismo. En estas condiciones, la variación lingüística queda relegada inevitablemente a la periferia del lenguaje. Como si dijésemos: el perro (canis lupus familiaris), aunque sea una especie remisible a abstracciones superiores (género canis, familia cánidos, orden carnívoros, clase mamíferos, etc.), se manifiesta como este fox terrier o aquel caniche. De manera similar, se supone que los paradigmas de la conjugación verbal, los esquemas de subordinación o el vocabulario del parentesco son la realidad última del lenguaje (la lengua que está depositada en el cerebro de todos sus hablantes) y que los distintos enunciados individuales se ajustan mejor o peor a ella. Por eso, la moda de la variación lingüística, que ha llevado a incrementar el interés de los lingüistas por la lengua hablada (análisis de la conversación, encuestas sociolingüísticas, patologías del lenguaje, lingüística de corpus…) esconde una falacia. Estos temas, que han llegado a constituir la materia obligada de nuestros congresos, no suponen una inversión de la perspectiva tradicional. Se estudia la lengua hablada para descubrir el sistema que la subyace, nunca en sí misma y por sí misma. El término de variación es suficientemente explícito: interesan las variaciones de algo que se supone las subyace. Si se me apura, hasta se concluye que las secuencias estereotipadas en las que antaño se complacían los lingüistas de despacho, atentos a clavarle un asterisco a las enrevesadas elaboraciones de su atormentada mente gramatical, resultan inverosímiles, pero nadie pone en duda que las secuencias que se han recogido respon den a una realidad subyacente. El sistema, la lengua-i, el código, la estructura: he aquí el objeto de estudio de la Lingüística.

Pues bien, este libro cuestiona justamente dicha convicción. ¿Y si no hubiese otra cosa que variantes? Si la única realidad del lenguaje fuesen las variantes, no se trataría de variantes de algo, sino de elementos que forman una clase de equivalencia. Esto resulta evidente en Biología: la especie “perro” no existe en el mundo, ella misma también es una abstracción (el punto de vista opuesto se llama realismo filosófico y está totalmente desacreditado). Un biólogo no puede estudiar sino perros concretos. Es posible que en la Edad Media se creyese en la existencia de la especie perro, de la perreidad. Hoy ya no es así. Los perros concretos forman una especie porque pueden mantener relaciones sexuales y tener descendencia, nada más. Este punto de vista debería hacerse extensivo al lenguaje, pero resulta inusual2: las variantes no se consideran muestras de una clase a cuenta de su carácter alternante (es decir, por poder sustituirse unas a otras), sino porque remiten a un código mental. Curiosamente, a estos efectos la Lingüística parece haber retrocedido. En los años cincuenta del siglo pasado, el distribucionalismo estudiaba las categorías de formas o de esquemas sintácticos como meras clases de equivalencia3. Pero en el momento presente, cuando junto al auge de la lingüística variacionista vivimos el apogeo de la neurolingüística, ninguna teoría que se precie puede sustraerse al sortilegio de concebir el lenguaje como un fenómeno mental.

En suma. El autor de estas líneas no es especialista en variación, ya lo he dicho, pero lleva trabajando algún tiempo en neurolingüística (López García 2007). Así que me he propuesto investigar la moda de la variación desde la moda de nuestro interés creciente por la base neurológica que subyace al comportamiento lingüístico. En este libro trataré de las estructuras nerviosas que presumiblemente sustentan los fenómenos de variación. Dicho esto, el lector puede pensar que se va a encontrar con neuroimágenes variacionistas (resonancias magnéticas, tomografías de emisión de protones, electroencefalogramas, etc.). Siento desilusionarle una vez más. La variación ocurre en condiciones de habla real y nunca podrá ser investigada con sujetos de experimentos a los que se tumba en una camilla y se mete la cabeza en una especie de casco de acero. A estas personas se les puede pedir que pulsen un botón cuando una palabra se repite o cuando les parece rara, pero no que hablen libremente como si estuvieran en su casa. Sin embargo, la ciencia viene utilizando desde Galileo un método complementario de la experimentación y en el fondo mucho más potente que ella: la formalización matemática. Es el que seguiré aquí. Cierto que tampoco ha faltado en la Lingüística del último siglo, como de todos es sabido. Lamentablemente los lingüistas teóricos de referencia –el Chomsky de los algoritmos o el Hjelmslev de la teoría de clases– hicieron un amplio despliegue de formalismos adecuados para explicitar el supuesto sistema de la lengua en el que creían, pero no emplearon formalismos acomodados a la variación, tal vez porque les parecía un fenómeno accidental. De ahí que vayamos a dedicar cierta extensión a familiarizar al lector con las nociones fundamentales de la Topología, la rama de las matemáticas en la que nos basamos.

Y una última observación. Los distintos patrones de variación que estudiaré –el pluricentrismo, la hibridación y la porosidad– se ejemplifican con dialectos de la lengua española. Se podría pensar que lo hago simplemente porque es la lengua en la que está escrito este libro y resulta razonable suponer que la conocen bien e interesa a sus lectores. Evidentemente estas circunstancias están ahí, pero no constituyen el motivo principal. Por el contrario, pienso que estos patrones de variación, aunque se dan en muchas otras lenguas, caracterizan constitutivamente a la lengua española y revisten un interés especial para su estudio. No puedo ocuparme aquí de este aspecto del asunto para el que remito a otros trabajos míos (López García 2006) .

1. SOBRE LA ORGANIZACIÓN NEURONAL E LOS MÓDULOS LINGÜÍSTICOS

La Lingüística viene soñando desde su fundación, desde que August Schleicher se inspiró en Charles Darwin para concebir las leyes de la lengua como leyes biológicas, con el honroso distintivo de ser una ciencia como las de la naturaleza, un representante de las Naturwisssenschaften y no un miembro reticentemente agregado a las Geisteswissenschaften. No sin polémica, es verdad. Toda la revolución saussureana y su legado sociológico representaron un intento de optar por la ubicación contraria en la que la Lingüística se convirtió en modelo de las ciencias humanas. Pero esta fase de cabeza de ratón no sirvió de nada. A la postre volvió a imponerse la añoranza del naturalismo cientifista y hoy nos movemos otra vez en la periferia de las ciencias duras como cola de león.

Lo queramos o no, la “lingüística lingüística” se identifica con el formalismo, mientras que el estudio del habla real se mira con indulgencia y un cierto desprecio. Ello tal vez sea debido a que las declaraciones programáticas que sustentaron el cambio de paradigma partían de una falsa premisa, la de que existe una oposición irreductible entre el álgebra y la teoría de conjuntos. Mas, como sabemos desde Descartes y Leibniz, esto no es así. Una situación formal puede ser descrita y manipulada tanto geométrica como aritméticamente: en el primer caso la abordamos mediante una serie de valores –coordenadas– de un conjunto y en el segundo, mediante operaciones aplicadas a dichos elementos que se representan por variables. Una curva en el espacio es un conjunto de puntos sucesivos y, además, puede definirse por una ecuación. No obstante, ontológicamente no se trata de lo mismo. La curva, si alguien la traza en una pizarra, tiene existencia material e imaginaria para los que la están viendo. La ecuación, por el contrario, no existe en el mundo físico, sólo es una instrucción para darle existencia. En términos aristotélicos diríamos que la ecuación es la figura en potencia, mientras que el trazo de la curva definida por ella es su manifestación en acto. Lo curioso es que los lingüistas que se rebelaron contra Saussure a mediados del siglo XX llegaron a creer que lo importante eran los algoritmos que definen los sintagmas (palabras, frases, oraciones) en vez de los sintagmas mismos y –peor aún– llegaron a considerar dichos algoritmos como la única realidad mental del lenguaje.

En los años cincuenta del siglo pasado, con las Syntactic Structures de Noam Chomsky, se puso de moda la consideración del lenguaje como un algoritmo y el resultado de esta opción, que continúa vigente hoy en día, ha sido doble: por un lado situó en un segundo plano el planteamiento conjuntístico que en aquellos mismos años había propuesto Louis Hjelmslev en sus Prolegomena to a Theory of Language siguiendo la tradición gramatical; por otro, confirió a la sintaxis un papel estelar que los desarrollos posteriores se resistieron a abandonar. Las huellas de esta decisión metodológica –que no epistemológica– perviven todavía en el modelo minimalista de la gramática generativa, el cual se siente obligado a partir de merge, una operación de adición, a pesar de las sucesivas renuncias a tratar grandes parcelas del lenguaje fuera del diccionario. Y entiéndase que no estoy poniendo en cuestión los evidentes aspectos algorítmicos del lenguaje; lo que pongo en duda es que la concatenación de símbolos sea lo prioritario del lenguaje y menos todavía lo que lo convierte en una capacidad exclusiva de la especie humana.

Si tornamos a comparar esta situación con la de las ciencias de la naturaleza, que tanto nos gusta imitar, se hará patente al punto la inconsecuencia del proceder de la moderna Lingüística. La Química también es una ciencia que se ocupa de concatenaciones de elementos representados por símbolos de un lenguaje formal. En este sentido, el equivalente del sintagma nominal la casa, compuesto del determinante la y del nombre casa, podría ser la sal ClNa, compuesta del halógeno Cl y del metal Na. Ahora bien: la Química es ante todo la ciencia que estudia las propiedades de los elementos químicos y de sus compuestos, no una disquisición sobre las reglas formales de su composición. Por eso, no se ha servido nunca de modelos algorítmicos para explicar la óxido-reducción, pero sí ha echado mano de modelos conjuntísticos desde la época de Lavoisier. Algo parecido cabe decir de la Biología molecular y de su extensión al dominio de los seres vivos: en esta ciencia lo que importa es el código genético, las listas de proteínas obtenidas a partir de la unión de aminoácidos del código y las listas de genes que las determinan, tan apenas la forma en la que se encadenan.

Otro efecto indeseable de la extravagancia de los lingüistas al privilegiar la sintaxis sobre los demás componentes fue el salto conceptual manifestado en el conocido reduccionismo ontológico: resulta que, para una parte nada marginal de los lingüistas, una lengua se concibe fundamentalmente como su sintaxis, porque el lenguaje se interpreta como un algoritmo que media entre dos niveles de interfaz, el fónico y el lógico-semántico. Se pasa así de valorar la sintaxis como el componente más perfecto del lenguaje a equipararlo sin más a la totalidad del mismo. Lo anterior arrastra un corolario no menos cuestionable: todas las concatenaciones de signos que se aparten del patrón idealizado en el que confluyen las propiedades examinadas se considerarán irregularidades1. Así, un erbo como convenir se llamará “defectivo”, porque no puede conjugarse en todas las personas gramaticales; un sintagma como triángulo escaleno se considerará una “colocación” y resultará desviante respecto a la llamada sintaxis libre, porque el adjetivo escaleno no puede acompañar a otro nombre diferente; etc. La traducción del prejuicio sintacticista a las ciencias naturales conduciría a afirmaciones tan extrañas como la de que el Helio es defectivo, ya que no se combina con otros elementos, o la de que los murciélagos, unos mamíferos con alas capaces de volar como las aves, son una especie de fósil evolutivo.

Lo curioso es que cuando se reivindica la condición social y semiótica del lenguaje, la respuesta que se suele obtener por parte de los formalistas es que, en efecto, el mundo exterior también importa, pero el lenguaje es sobre todo un fenómeno mental, un verdadero órgano de la mente. Sin embargo, esta contestación, en la que el lenguaje aparece como sinónimo de sintaxis, esconde una falacia, pues, en las lenguas todo es mental y todos los datos del mundo que han recibido un revestimiento lingüístico fueron percibidos previamente por los sentidos y convertidos en una red de sinapsis neuronales. En el lenguaje no hay datos de fuera y datos de dentro, todos vienen de fuera y se han incardinado dentro. En este sentido, tan mental resulta el fonema /t/ de atún como el significado “atún” o su condición de antecedente del relativo en el atún que trajiste estaba muy bueno. Pero este planteamiento mentalista en Lingüística es muy antiguo, surgió en cuanto se abandonaron los prejuicios normativos, ya en el Renacimiento, y no ha abandonado a los lingüistas (con alguna sonada excepción como los postulados de Bloomfield) hasta hoy.

Es inevitable que al leer las líneas precedentes un lector avisado piense que está asistiendo a la enésima diatriba de los funcionalistas contra los formalistas; y puesto que se ha aludido al basamento neurológico del lenguaje, es muy posible que saque a colación el doblete conexionismo/modularismo en defensa de estos últimos. El argumento funciona como sigue. Basándose en la moderna neuroimagen, la cual pone de manifiesto que cada vez que se realizan actividades lingüísticas (también de otros tipos) se registra actividad eléctrica en la totalidad del cerebro, aunque no de la misma intensidad en todas las zonas, los llamados conexionistas (que vienen a coincidir con los funcionalistas) sostienen que no existe tal cosa como las tradicionales áreas del lenguaje, es decir que no hay un área sintáctica, un área fonológica, un área léxica y así sucesivamente. Se ha intentado contrarrestar la fuerza argumentativa de esta objeción aludiendo a las tradicionales áreas de Broca y de Wernicke, pero ello tiene el inconveniente de basarse en las condiciones patológicas (es decir, en las carencias lingüísticas de sus respectivas afasias) para extraer conclusiones sobre el cerebro de los hablantes sanos, algo que en Medicina resultaría impensable. Es como si a partir de una serie de análisis de sangre de pacientes enfermos hiciésemos predicciones sobre las cifras normales, esto es, como si el hecho de que 300 mg% de colesterol se considere una cifra mala justificase que 150 mg% es buena y no al revés. Además, la afección traumática de las áreas de Broca y de Wernicke no sólo tiene manifestaciones lingüísticas, algo que es común a todas las patologías del lenguaje. A pesar de ello, el conexionismo no acaba de imponerse: últimamente los estudios sobre el llamado síndrome de lenguaje específico han puesto de manifiesto que sí existe una especificidad neuronal relativa a comportamientos lingüísticos, de manera que hay pacientes que tienen problemas con la morfología nominal, pero no con la verbal, etc.

Entre el modularismo y el conexionismo a ultranza parece prudente optar por el primero. Sin embargo, estos módulos no justifican la centralidad de la sintaxis (ni de ningún otro componente2) tal y como la estamos discutiendo aquí. En realidad, la especificidad afecta por igual a todos los componentes del lenguaje: algunos pacientes sólo tienen dificultades con ciertos sonidos y otros, si bien son incapaces de acordarse de términos abstractos, manejan perfectamente los concretos. El modularismo no es privativo de la sintaxis, es una peculiaridad del lenguaje como tal. Además, la extensión de los módulos es variable: el conjunto de morfemas flexivos del presente de indicativo de los verbos regulares en -ar del español es un módulo; el paradigma flexivo del verbo español es un módulo; y el diasistema románico del verbo en hablantes plurilingües es igualmente un módulo.

Para entender cómo se llega neurológicamente a esta modularidad escalonada, considérese el ejemplo de los sistemas de cristalización en la naturaleza. Los minerales que cristalizan lo hacen siguiendo alguno de estos sistemas: el cúbico, con tres ejes que se cortan en ángulo recto y todas las caras iguales; el tetragonal, con sólo dos ejes en ángulo recto y las caras iguales; el ortorrómbico, con tres ejes que no forman ángulo recto y las caras iguales; el triclínico, con caras desiguales y sólo dos ejes que se cortan en ángulo recto; el monoclínico, con caras desiguales y con ejes que no forman ángulo recto, etc. Como se puede ver, existen varios criterios: el criterio “número de ejes que se cortan en ángulo recto” y el criterio “caras iguales o diferentes”. Dichos criterios se combinan de manera aleatoria para dar lugar a los sistemas de cristalización referidos. Evidentemente el grado de simetría de un cristal no tiene nada que ver con la mente. Pero el cerebro del geólogo lo reproduce en su metalenguaje combinando dichos criterios, de forma que mnemotécnicamente reconstruye dichos sistemas uniendo el número de ejes al tipo de ángulos que forman al cortarse y a la cualidad de las caras. En el lenguaje sucede lo mismo, sólo que el dato empírico también constituye una realidad mental, esto es, tanto el metalenguaje del investigador como el lenguaje del investigado consisten en conexiones neurológicas y, además, tienden a ser equivalentes.

Edelman (1987, 1988) ha descrito cómo procede el cerebro para formar redes neuronales cada vez más amplias. Prescindiendo de detalles menores, básicamente se trata de que las neuronas forman redes siguiendo varias etapas de complejidad creciente. Las agrupaciones destinadas a un efecto ocasional se llaman redes primarias. Éstas se deshacen inmediatamente, pero la reiteración de las mismas acaba facilitando su velocidad de disparo y, por consiguiente, su existencia como improntas neuronales estables en el cerebro. Seguidamente las redes primarias se agrupan en redes secundarias y éstas, a su vez, en mapas de representación neuronal. Un ejemplo aclarará esto: la visión de una manzana supone no sólo la sensibilización de las neuronas de la retina por los rayos de luz que refleja cada punto de la manzana, sino también el reconocimiento de este conjunto de estímulos luminosos por un mecanismo de recuerdo almacenado en la memoria y que en este caso sería la imagen general “manzana”. ¿Cómo se ha fijado dicha imagen? A base de combinar cualidades lumínicas de intensidad, saturación, longitud de onda, etc. –resultado nervioso de redes primarias–, que a su vez se combinan en una cualidad de color –a la que se llega neurológicamente mediante una red secundaria– y ésta con otras cualidades de volumen, forma, brillo, etc. para dar lugar a la imagen final –mapa mnemotécnico–. Esto es algo más que una hipótesis, se ha comprobado empíricamente por lo que respecta a las dos primeras fases.

La idea que querría proponer aquí es que los módulos lingüísticos resultan de un comportamiento neurológico similar y en realidad no podrían surgir de otra manera. Ciertos hábitos de agrupamiento sináptico se enlazan con otros para formar eso que llamamos componentes o subcomponentes del lenguaje. Por ejemplo, piénsese en el sistema consonántico del español. Suponer que tenemos en la mente algo parecido al cuadro de oposiciones consonánticas que describen los tratadistas3 me parece enteramente gratuito. Ese cuadro es el resultado científico de formalizar lo que sabemos como hablantes, pero este conocimiento consta de redes sinápticas que se establecen en torno a la cesura de Rolando y que son analizadas en la zona contigua del lóbulo parietal, más otras redes que se ubican en el hemisferio derecho y que están especializadas en el análisis de las curvas tonales, más otras redes relativas a la duración y que se ubican en la zona temporal inferior, etc. Algo parecido cabe decir, naturalmente, de los esquemas sintáctico-semánticos relativos a los verbos de movimiento o de los sufijos de nominalización. En todos estos casos, una cosa es la realidad mental –la forma en que los hablantes y los oyentes construyen neurológicamente los módulos– y otra muy diferente es la moda que en cada momento ha llevado a los lingüistas a dar cuenta de dichos módulos en sus tratados. A juzgar por lo que se encuentra en las gramáticas que siguen el modelo del latín hasta finales del siglo XIX, el componente central de una lengua era la morfología flexiva y todo lo demás se consideraba que eran meros añadidos; luego, en la primera mitad del siglo XX, sólo se prestó atención a la morfofonología; más tarde, casi hasta hoy mismo, era la sintaxis; y en el momento presente nos encontramos con el privilegio de la semántica. ¿Cómo tomaríamos en serio a una ciencia que dijese que el centro del mundo físico lo constituye la masa, luego la energía, luego el electromagnetismo y así sucesivamente? Pues algo parecido es lo que viene haciendo la Lingüística desde su fundación.

En realidad, el fundamento neurológico de los distintos componentes del lenguaje, tal y como acostumbran a distinguirlos los gramáticos, es más bien pobre. Los lingüistas hablamos de sintaxis frente a morfología porque la primera se ocupa de la agrupación de las formas en cadenas y la segunda de la organización interna de dichas formas mediante paradigmas. Convencionalmente decimos que la caracterización de María, en María llegará tarde, como sujeto es un hecho sintáctico, mientras que la definición de llegará como futuro imperfecto de indicativo de llegar (frente al presente llega o la 2ª persona llegarás, etc.) es un hecho morfológico, a pesar de que ambos rasgos se extienden al conjunto de la cadena, y aun es más importante el segundo que el primero, puesto que la adición de hoy sería incompatible con llegará, pero no así con el sujeto María. Sin embargo, la organización interna de las formas también supone procesos de encadenamiento, esto es, procesos sintácticos, y, al revés, las cadenas sintácticas también forman parte de paradigmas. Por ejemplo, el análisis permite reconocer tres elementos sucesivos en llegará: el radical llegar-, el morfo de futuro -a- (antiguo HABET) y el morfo cero -ø de 3ª persona del singular, los cuales deben disponerse precisamente en este orden. E inversamente: María llegará hoy forma parte de un paradigma de esquemas sintáctico-semánticos que pueden ser sustituidos por otras estructuras oracionales intransitivas de movimiento como el tren ha salido de la estación, pero no por esquemas transitivos como el perro come carne o impersonales como se habla inglés.

En otras palabras, que es muy improbable que lo que solemos llamar Sintaxis y Morfología tengan algún tipo de realidad lingüística a pesar de su venerable tradición metalingüística. Lo que sí debe de existir en el cerebro son pautas de establecimiento de redes sinápticas diferenciadas que subyacen al comportamiento morfológico y al comportamiento sintáctico respectivamente. Así, el comportamiento paradigmático, típico de la morfología, consiste en listas de elementos intercambiables a instancias de las necesidades del entorno. Si el sujeto es yo, el hablante echará mano de llegaré, si es tú, de llegarás, si es él o ella, de llegará, etc. O sea, lo mismo que hacemos cuando al preparar la lista de la compra pensamos que nos falta fruta y separamos mentalmente la idea de “manzana” de un repertorio al que también pertenecen “guayaba” (que sabemos no está disponible en esa época), “pera” (que no le gusta a nuestra hija), etc. Estas listas se van elaborando a base de interiorizar la huella de memoria corta en el sistema límbico y de almacenar después la serie en repertorios de memoria larga que se suelen ubicar en el córtex prefrontal. No obstante, no tenemos ningún dato empírico que sugiera que el almacenamiento paradigmático de nombres de frutas, de ríos de Europa, o de miembros de una familia difiere en algún sentido del almacenamiento paradigmático de las formas flexivas de un verbo (tal y como se estudian en Morfología) o del paradigma de esquemas sintáctico-semánticos oracionales (propios de la Sintaxis).

Tampoco los hábitos de concatenación, que los lingüistas acostumbramos a llamar sintácticos y que, según hemos visto, se dan igualmente en Morfología, resultan ajenos a la vida diaria. Todas las acciones habituales, que tenemos más o menos automatizadas, responden a este tipo de patrón neurológico. Abro el grifo, me mojo las manos, tomo la pastilla de jabón, me froto las manos con ella, dejo la pastilla en la jabonera, froto las manos entre sí, coloco las manos bajo el grifo, lo cierro y me seco las manos en la toalla: he aquí un acto maquinal que hacemos varias veces al día. La secuencia de acciones puede alterarse a veces, pero por lo general es fija: puedo tomar el jabón y mojarlo junto con las manos, pero no puedo secarme las manos antes de abrir el grifo. Pues bien, en el lenguaje ocurre lo mismo. Extraigo un elemento léxico de la memoria para que haga de sujeto, añado un verbo, luego un complemento nominal, luego un complemento preposicional y obtengo mi amigo vende libros por la tarde, donde en algún caso podría alterar el orden de algunos elementos, como en por la tarde mi amigo vende libros, pero no en otros como en ?libros por la tarde mi amigo vende. Cada elección condiciona las siguientes, y ello se aplica tanto a las acciones lingüísticas como a las que no lo son. Si tras abrir el grifo agarro una botella, lo que hago es iniciar el proceso de llenarla y no el de lavarme; si tras mi padre elijo el verbo comer, ya estoy excluyendo un complemento como libros y propiciando otro como, por ejemplo, huevos. Este tipo de concatenaciones semiautomáticas tiene como soporte los circuitos neuronales del sistema límbico, en particular los del núcleo caudado.

El lector podría pensar que estoy redescubriendo el Mediterráneo porque acabo de llegar a la distinción saussureana (Saussure 1979 [1916]: 2ª parte, cap. 4) fundamental entre relaciones sintagmáticas y relaciones paradigmáticas. No le faltaría razón porque, en efecto, estos dos tipos de relación sobrevuelan todo el entramado del lenguaje y tienen justamente el fundamento neurológico que acabamos de ver. Por ello, para justificar la diferencia entre los módulos lingüísticos habrá que profundizar algo más en dicho basamento mental. Las pautas de organización nerviosa que es preciso considerar también son dos: las dimensiones de empaquetamiento de los estímulos y la sensibilidad del umbral de excitación. En cuanto al primer criterio, Miller (1956) estableció hace muchos años la tendencia de la mente a tratar un máximo de seis o siete unidades a la vez. A partir de dicha cifra, más o menos, se procede a empaquetar otra media docena de unidades y así sucesivamente. En el nivel superior de elaboración nerviosa cada paquete funciona como una sola unidad de nuevo cuño, de manera que se producen nuevos empaquetamientos:

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Este cuadro sugiere cómo se ha llegado en las lenguas del mundo a las unidades de los distintos módulos a partir de las limitaciones de empaquetamiento impuestas a nuestra capacidad sináptica. Así, lo que llamamos Morfología es el componente que aglutina las unidades mínimas con sonido y sentido, los morfemas, en paquetes de una media docena de ellos cada vez; es decir, lo que en la tradición gramatical española se suele entender por palabra: sí, mí-a, roj-a-s, intelig-ente, dij-éra-mos, in-dige-st-a-s, des-torn-ill-ador-c-it-o-s. Son raras las palabras de más de seis o siete morfemas, no porque seamos incapaces de recordarlos o de pronunciarlos, sino porque a partir de dicho límite se alcanza un nuevo nivel de empaquetamiento en el que las redes sinápticas n-arias se convierten en redes sinápticas n+1-arias. Algo parecido sucede en el nivel siguiente: las palabras se empaquetan en grupos de un máximo de seis o siete elementos formando lo que los gramáticos llaman frases: adiós, mi + casa, no + prefiere + descansar, el + mejor + regalo + de + su + vida. Dicho nivel se llama Sintaxis de la frase en la tradición gramatical. La tendencia al empaquetamiento controlado continúa en el nivel siguiente, el oracional, el cual consiste en asociaciones de una media docena de frases como máximo: /¡calla!/, /mi prima + es alta/, /los rosales + tapan + la vista de la carretera/, /Juan + regaló + un libro + a María + para su cumpleaños/. Este último nivel se conoce por el nombre de Sintaxis de la oración, aunque no es infrecuente que se trate junto con el anterior como un solo módulo. Cuando las sinapsis neuronales afectan a unidades sin sentido, esto es, cuando se producen en la zona cerebral dónde se procesan los movimientos articulatorios que producen los sonidos o en la zona cerebral donde se descodifican los estímulos acústicos, la tendencia al empaquetamiento en grupos de una media docena de unidades funciona igual: las sílabas suelen constar de entre uno y seis fonemas4 (a-la, vas-to, tres, trans-por-tar), los sirremas o grupos fónicos situados entre pausas se componen de una media docena de sílabas.

En cuanto a la sensibilidad del nivel de excitación, Hebb (1949: cap. 4)5 formuló hace medio siglo una famosa ley según la cual cada neurona tiene un umbral diferente de excitación que se dispara con mayor o menor facilidad en función de su frecuencia de uso y que se puede modificar por asociación reiterada con otras neuronas. Los umbrales de excitación no son privativos de las neuronas, afectan igualmente a redes neuronales amplias, las cuales presentan un grado de sensibilización que es la media de los grados de las neuronas que las integran. Por ejemplo, los conductores avezados responden con mucha mayor rapidez a los signos que evidencian un cambio de las condiciones de la conducción (semáforos que cambian de color, obstáculos en la calzada) que los conductores novatos; asimismo, las personas acostumbradas a asistir a la ópera captan mejor las modulaciones de la voz de los cantantes que las que no asisten nunca. En el lenguaje estas diferencias de umbral de excitación se manifiestan en la oposición “discurso libre/discurso repetido”. Considérese la secuencia Juan no ha traído los tomates que le encargué. Cuando el hablante dice Juan, el horizonte de expectativas del oyente es amplísimo, sabe que a continuación puede venir casi cualquier cosa (pero no del todo: es un número primo resulta imposible fuera del teatro del absurdo). Cuando el oyente recibe la segunda palabra, esto es, Juan no, ya se imagina que seguirá un verbo, aunque la incertidumbre sobre el contenido del mensaje continúa. Cuando recibe ha traído, es decir, tras escuchar Juan no ha traído, puede colegir que seguirá un sustantivo, pero sigue sin saber si será un abstracto –la maledicencia–, una cosa –el libro– o una persona –a su hermano–. Incluso con Juan no ha traído los tomates, a pesar de tratarse de una oración completa, subsisten numerosas posibilidades de continuación. A este tipo de secuencias se las suele llamar discurso libre y es de ellas de las que se han ocupado habitualmente los gramáticos a los que les gusta teorizar sobre la infinita capacidad productiva del lenguaje. Por eso, cuando se encuentran con una secuencia como más vale pájaro en mano que ciento volando, no tienen más remedio que recluirla al apartado de las irregularidades. En este refrán, la libertad de elección de términos o de colocación lineal de los mismos por parte del hablante es nula y la sorpresa del oyente ante los elementos que va percibiendo resulta débil: al oír más, puede esperar muchos elementos, con más vale, también, pero con más vale pájaro, ya se han cerrado prácticamente todas las posibilidades de innovación. A este tipo de discurso se le suele denominar discurso repetido (Coseriu 1977: 113).

El problema de considerar el doblete “discurso libre/discurso repetido” como una oposición es que así se escamotea su verdadera naturaleza neurolingüística. En realidad, Juan no ha traído los tomates que le encargué (secuencia m) está en uno de los extremos de la gradación de excitación del umbral, el de valor mínimo, mientras que más vale pájaro en mano que ciento volando (secuencia M) está en el otro extremo, el de valor máximo. Hemos oído tantas veces este refrán sin modificación alguna que, nada más iniciarlo, la red neuronal que lo codifica se dispara por completo. En cambio, como la otra oración resulta bastante imprevisible, el tiempo de disparo se alarga, pues los umbrales de excitación se mantienen bajos. Sin embargo, los umbrales de excitación forman una línea continua, de manera que entre uno y otro extremo caben muchas posibilidades intermedias. El refrán en casa del herrero, cuchillo de palo (secuencia M-i) tiene otra modalidad, en casa del herrero, sartén de madera, por lo que el grado de previsibilidad de cualquiera de las dos variantes tras la emisión del primer sintagma es menor que en el refrán anterior. Y, al contrario, la oración “libre” las mujeres morenas son menos sensibles al sol que las rubias (secuencia m+j) tiene un grado de previsibilidad mayor que la oración Juan no ha traído los tomates que le encargué por lo que respecta al último sintagma. Pero ello no agota el análisis. La secuencia no sólo cantaba sino que también tocaba la guitarrasino querubiaspelirrojas,