Ediciones de Iberoamericana

Historia y crítica de la literatura, 62

CONSEJO EDITORIAL:
Mechthild Albert,
Enrique García Santo-Tomás,
Frauke Gewecke †,
Aníbal González,
Klaus Meyer-Minnemann,
Katharina Niemeyer,
Emilio Peral Vega,
Roland Spiller.

A Bernardo, mi hijo.

Índice

INTRODUCCIÓN

FUNDAMENTOS

1. El oro perdido

2. El Barroco como marca de agua de la literatura hispanoamericana

EL BARROCO COMO LATENCIA

1. La narrativa de Pablo Palacio: la (re)construcción del signo de filigrana barroca

1.1 Barroco, realismo y vanguardia en la crítica literaria hispanoamericana

1.2 ¿Contaminación narrativa?

1.3 El signo de filigrana barroc(a)

1.3.1 El texto como cadáver (disecado)

1.3.2 La narrativa de fibra barroca

2. Melancolía, la filigrana barroca de la narrativa de Juan Carlos Onetti

2.1 Narcisismo y melancolía en El pozo

2.2 La vida breve o el desplazamiento barroco

2.3 Para una tumba sin nombre: las versiones de la (re)construcción melancólica del objeto perdido

3. La narrativa de Jorge Luis Borges: una política de la latencia

3.1 La (pre)ocupación de la literatura borgeana

3.2 “Yo, judío”

3.3 ¿Literatura entre meta-paranoia y para-paranoia?

3.3.1 Latencia, palimpsesto e imagen paranoica

3.3.2 ¿Monadología o nomadología?

3.4 Borges’ “dirty little secret”

EL BARROCO COMO MANIFESTACIÓN

1. El Barroco como expresión/manifestación americana en el sistema poético de José Lezama Lima

1.1 El desierto, la noche

1.2 La noche

1.3 Para(d)íso

1.4 Oppiano Licario, la continuidad, la transfiguración

1.5 Reescritura y resurrección de los restos sacramentales licarianos

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

Introducción

La discusión en torno al Barroco posee una larga tradición en Hispanoamérica. Con el término Barroco se han estudiado allí fenómenos estéticos y culturales no sólo del siglo XVII y XVIII, sino también contemporáneos, los cuales, si bien comparten algunas características entre sí, se revelan finalmente como muy diversos.

Al Barroco literario hispanoamericano se lo ha abordado generalmente a partir de la oposición entre Barroco y Neobarroco, esto con el objetivo de diferenciar un Barroco del tiempo de la Colonia del regreso de este estilo en la literatura del siglo xx.

Han sido sobre todo los escritores cubanos José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy quienes han buscado relacionar de forma teórica el concepto de Barroco con la literatura hispanoamericana y han convertido la mencionada estética en programa de su propia literatura.

Especialmente la obra literaria de estos autores ha sido calificada de neobarroca, pues ella se conecta de una forma consciente con las propuestas literarias de los escritores del siglo XVII y XVIII, y sus reflexiones dialogan con las teorizaciones que sobre este estilo se llevan a cabo en el campo de la historia del arte a finales del siglo xix y comienzos del xx.

Sin embargo, la división simple entre un Barroco y un Neobarroco hispanoamericanos presenta por lo menos tres problemas. Primero, no evidencia inmediatamente, casi oculta, las diferencias entre ambas formas del Barroco. Segundo, no distingue entre las distintas tendencias del denominado Neobarroco; tercero, no resulta útil para abordar obras literarias en las que su filiación barroca no resulta evidente a primera vista.

Por ello creo necesario revisar el concepto actual de barroco literario hispanoamericano. En este sentido, propongo diferenciar entre distintas formas del mismo: a) un Barroco dominante —que se corresponde con el Barroco histórico hispanoamericano—, b) un Barroco manifiesto, c) un Barroco latente y d) un Barroco como manifestación. La presente investigación atiende a las últimas dos formas del Barroco, vale decir, busca postular la existencia de una Barroco latente en relación con un Barroco como manifestación.

La clasificación propuesta brinda una posible solución a los problemas anotados con respecto a la concepción común del Barroco literario hispanoamericano, pues permite, primero, pensar diferenciadamente la estética denominada como Neobarroca; segundo, abordar un Barroco no visible a primera vista y, tercero, abrir, a partir de ello, una reflexión sobre el fenómeno de la latencia y la manifestación en la narrativa de los autores analizados.

La forma extrema del Barroco manifiesto, vale decir, el manifiesto barroco, es una suerte de construcción ideal que sirve en este estudio de contraparte tanto del Barroco latente como del Barroco como manifestación. Barroco manifiesto y manifiesto barroco que pueda ser acaso intuido en el prólogo de Alejo Carpentier a El reino de este mundo y en su ensayo “Lo barroco y lo real maravilloso”.

En efecto, en estos textos de Carpentier se descubre una concepción del Barroco constituida a partir de una mirada turística y como producto de la ontologización-naturalización de una percepción; el Barroco hispanoamericano sería posible en este caso en tanto mímesis de un mundo —exotizado— esencialmente barroco.

Antes de pasar a esbozar rápidamente el Barroco latente, que constituye el objeto principal de este trabajo, cabe referirse explícitamente al Barroco como manifestación. Dicha forma de Barroco descubre el límite de la clasificación, pues ella está construida a partir del análisis de la propuesta del cubano José Lezama Lima que oscila entre un Barroco como ocultamiento y como expresión/manifestación americana. En todo caso, el Barroco lezamiano hace de imán en torno al cual se agrupan magnetizadas las propuestas del Barroco latente: la del ecuatoriano Pablo Palacio, la del uruguayo Juan Carlos Onetti y la del argentino Jorge Luis Borges.

En la concepción y el estudio de un Barroco como latencia cabe calificar los planteamientos de Walter Benjamin, Bolívar Echeverría, Julio Ortega y Emir Rodríguez Monegal como fundamentales.

Vale decir, que a pesar de que Benjamin ha sido leído con gran entusiasmo en América Latina, precisamente su libro sobre el Barroco Ursprung des deutschen Trauerspiels ha sido, con contadas excepciones, descuidado por la crítica especializada. Lo que constituye a mi entender un vacío importante en la investigación sobre el Barroco en el continente, pues justamente la puesta en relación benjaminiana de una serie de elementos que pertenecen a la idea del Barroco con el acontecimiento histórico, posibilita salvar la oposición —que se ha vuelto problemática para la crítica— entre un Barroco histórico y otro de carácter transhistórico.

Es precisamente el despliegue de Benjamin de una serie de elementos que pertenecen a la idea del Barroco, lo que permite la concepción del Barroco como filigrana(s) del texto literario. En el caso específico del texto narrativo hispanoamericano se trataría de una filigrana que se encuentra en las más diversas propuestas literarias del continente.

Siguiendo al peruano Julio Ortega se podría afirmar que el Barroco es el modelo o la estética latente del texto hispanoamericano, desde sus inicios hasta el presente, lo cual podría acarrear sin embargo el riesgo de caer en una visión esencialista de la literatura hispanoamericana. En todo caso, este riesgo es evitable si se piensa la filigrana barroca del texto en cercanía de la idea de origen benjaminiana, la cual debe ser concebida como una categoría histórica.

Otra tesis importante para la concepción de este trabajo es la planteada por el pensador ecuatoriano Bolívar Echeverría, quien en La modernidad de lo barroco define el Barroco como un ethos, vale decir, como una forma de habitar la modernidad capitalista. Si bien los planteamientos de Echeverría sobre este fenómeno se sitúan en un nivel más general de análisis, su perspectiva se descubre como productiva para el presente trabajo, debido a la adaptación que realiza el filósofo ecuatoriano del pensamiento de Benjamin para la realidad latinoamericana. Se puede afirmar, en este sentido, que Echeverría concibe al hombre americano como una figura del Barroco histórico delineado por Benjamin en Ursprung: en un siglo de guerras y de estado de excepción constante, se emprende el intento de reconstrucción de lo destruido, pero lo que se hace en realidad es la (re)construcción de algo nuevo.

Con el concepto de ethos barroco se hace posible pensar además no sólo la realidad cultural de los siglos XVII y XVIII americanos, sino igualmente las expresiones culturales, incluida la literatura, del siglo xx. Pues, según esta concepción, el Barroco en América Latina habría permanecido, en distintos niveles, de una forma dominante, hasta volverse paulatinamente marginal y subterráneo, latente, en vocabulario de la presente investigación.

El pensamiento del filósofo ecuatoriano se descubre así como una suerte de puente entre la lectura de Benjamin del Barroco europeo y la de Ortega, la cual da cuenta del Barroco como el estilo latente del texto hispanoamericano, y también la de Rodríguez Monegal, quien lo concibe como una marca de agua.

Cabe agregar, en este punto, que marca de agua, en tanto concepto literario, no se encuentra establecido ni posicionado. Sólo lo he podido encontrar en dos textos de Rodríguez Monegal: Lautréamont austral y su prólogo a las Obras completas de Onetti.

Es necesario recordar que la marca de agua, señal o marca transparente hecha en el papel al tiempo de fabricarlo, es uno de los significados de filigrana y que su otro significado se refiere, según el Diccionario de la lengua española, a la obra formada de hilos de oro y plata, unidos y soldados con mucha perfección y delicadeza.

Es así como se puede afirmar que nos encontramos frente a una marca de agua barroca como marca de origen del texto hispanoamericano, constituida ésta por una serie de filigranas que la forman y que la definen históricamente. Además, esta serie de filigranas es parte fundamental de un Barroco como latencia.

Una visión oblicua/lateral y a contraluz1 permite observar las distintas filigranas que constituyen el Barroco en los textos de Palacio, Onetti y Borges, las cuales se verán, como ya se dijo, imantadas por el Barroco como manifestación de la obra de Lezama.

En el primer capítulo, que corresponde a los fundamentos de la investigación, abordo brevemente lo que he definido como un Barroco manifiesto, esto a partir de una lectura sesgada/oblicua del prólogo carpenteriano a El reino de este mundo. La visualización de esta forma de Barroco sirve para abrir la reflexión sobre el funcionamiento del texto hispanoamericano, como lo define Ortega, y para la posterior postulación del Barroco como marca de agua, que vendría a constituirse como el polo opuesto de dicho Barroco manifiesto.

En el segundo capítulo abordo la obra de tres autores diversos —que si bien son contemporáneos, su obra se desarrolla a ritmos y en geografías distintos— bajo el concepto general del Barroco como latencia.

La obra del ecuatoriano Palacio sirve para definir el signo de filigrana barroca y su trayectoria en la interacción con otras estéticas, todo esto mirado dentro de la tradición de la literatura hispanoamericana. Hacer justamente esto con la propuesta palaciana es de gran relevancia, pues ella se ha constituido en un desafío para la crítica a la hora de ser entendida dentro del contexto ecuatoriano y el continente.

De la misma manera, la constantemente criticada alienación de la literatura de Onetti y sus figuras se descubre a partir del concepto de melancolía —como filigrana barroca de su propuesta—, como parte de un proceso crítico y creativo. La figuras onettianas arruinan el mundo representado y logran de esta manera distanciarse de él y de sí mismas.

En sus novelas no existe ya un orden natural del mundo, lo que constituye parte del momento crítico onettiano; y en la negación de un nuevo orden se reconoce el gesto político de la propuesta del escritor uruguayo. Sus figuras construyen discontinuidad y poseen quizá una mirada similar a la del ángel de la historia benjaminiano que, “[e]n lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar”.2

En la propuesta de Jorge Luis Borges, la definición de un Barroco como latencia encuentra su justificación plena, sobre todo, porque en su programa literario se descubre el intento de ocultamiento explícito de una etapa de su literatura que se deja relacionar satisfactoriamente con la tradición barroca. Será a partir del concepto de paranoia y mediante un proceso de recontextualización de su obra como se descubrirá la conveniencia de esbozar un concepto de latencia para la narrativa del escritor argentino.

El ocultamiento borgeano de una fase de su obra se corresponde con el ocultamiento del contexto de producción de su literatura, que tiene que ver con su crítica al nacionalismo y el fascismo.

Un elemento clave de este movimiento de ocultamiento tiene que ver con la crítica de Borges del color local en la literatura. El color local significaría para él la proyección sobre la cultura de la mirada de un turista, un falsario o un nacionalista. Justamente esta mirada construida en la representación estaría actuando en un Barroco manifiesto que sería el polo opuesto de una literatura de la latencia, en la cual la propia realidad sería visible —lateralmente y a contraluz— como marca de agua.

Precisamente, esta tensión entre lo manifiesto y lo latente es lo que se pone al descubierto en el título de la presente investigación: El Barroco, marca (de agua) de la literatura hispanoamericana.3 Esto se evidencia en el paréntesis que convierte una marca (manifiesta) —entendida como parte del dispositivo de venta de un producto para el consumo turístico y la exportación—, en una marca de agua (latente).

Habría que decir, finalmente, que para entender el atractivo del concepto de marca de agua desarrollado por Rodríguez Monegal a partir de la figura del Conde de Lautréamont, el cual no ha tenido hasta el momento la merecida atención de la crítica especializada, se debe recordar que el manifiesto barroco carpenteriano se asienta justamente sobre la crítica a dicha figura como precursor de los surrealistas y sus experimentos literarios: frente a la artificialidad de los experimentos europeos, debería salir, según dicho prólogo/manifiesto, a la luz la naturalidad, vale decir, la natural exuberancia del Barroco americano y el “realismo maravilloso”.

El concepto de marca de agua debe ser visto como un cuestionamiento radical —en mi opinión ésta es la crítica latente de Lautréamont austral— de la referida concepción carpenteriana, que sobrevive en gran parte de la crítica especializada, de un Barroco como imitación, mímesis o incluso expresión de la naturaleza y el mundo americanos. Esta misma crítica se despliega lateralmente en el presente trabajo, mediante la postulación de un Barroco como latencia frente a un Barroco como manifiesto, el cual sería más bien producto de la mirada del turista que tiende a esencializar y naturalizar la construcción artificiosa del Barroco.

Parte fundamental de dicha crítica la elaboro además a partir de la obra de Lezama Lima. Precisamente el Barroco como manifestación/expresión americana se revela en la propuesta lezamiana en toda su artificialidad. Si se tiende, como lo ha afirmado Bolívar Echeverría, a olvidar el trasfondo de desesperación y miseria que encubre el lujo teatralizado del Barroco y la construcción de lo “real maravilloso americano”, el Barroco como manifestación, junto a un Barroco como latencia, descubre a esta estética en toda su ambivalencia.

1 De una mirada lateral y a contraluz se hablará en este trabajo, la cual posibilita la visión del objeto (anamórfico) de estudio. Visión a contraluz que alude, por lo demás, a un Barroco como estilo de contraconquista en respuesta a un Barroco como estilo de contrarreforma.

2 Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Traducción de Bolívar Echeverría, México, Ed. Contrahistorias, 2005, p. 23.

3 El título original de la investigación lleva este paréntesis, que pone en evidencia la tensión mencionada.

Fundamentos

1. EL ORO PERDIDO

En cierto sentido general, (el funcionamiento de) la literatura hispanoamericana puede ser vista(o) como una suerte de sobreinscripción (nota lateral, al margen) o también de puesta entre paréntesis o acotación; lo cual manifestaría cierto carácter residual de la escritura hispanoamericana o bien la revelaría como el reverso opaco de una tradición existente.

Esto puede resultar inmediatamente comprensible y concreto si se piensa solamente en la historia de coloniaje del continente americano. Por lo demás, tanto la sobreinscripción como la escritura entre paréntesis son imágenes que brindan la posibilidad de descubrir la forma en que una literatura se inserta dentro de una tradición más amplia.

No extrañará, entonces, que sean precisamente dos anotaciones —a las que se podría denominar como residuales— las que abran el tema de la presente investigación.

La primera es una anotación entre paréntesis de Alejo Carpentier sobre Isidore Ducasse en el prólogo a El reino de este mundo (1949): “(Hay, por otra parte, una rara casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que tuvo un excepcional instinto de lo fantástico-poético, hubiera nacido en América y se jactara tan enfáticamente, al final de uno de sus cantos, de ser “Le Montevidéen”)”.1

La anotación carpenteriana abre un espacio distinto en su texto, a primera vista una suerte de umbral, de espacio liminar dentro de su propia escritura. Mas, si se mira con mayor atención, se descubre que se construye de esta manera un afuera del texto, un otro piso de la estructura del texto que, como en la arquitectura barroca, si bien se relaciona mediante un pliegue con el otro piso, conserva su autonomía. Abordar el texto de Carpentier en esta forma posibilita pensar la estructura del prólogo/manifiesto sin tener que constatar inmediatamente una contradicción. La concepción de apertura de un umbral o, más bien, de un segundo piso, o de un umbral que abre un segundo piso, permite concebir el texto carpenteriano bajo una estructura distinta y dejar así sin efecto una posible contradicción. Pues lo que se encuentra anotado entre paréntesis pone en riesgo por sí mismo toda la argumentación carpenteriana sobre “lo real maravilloso americano”, por lo que cabe suponer que la apertura de un espacio distinto dentro del mismo texto, la creación de un afuera (de una fachada que haría de primer piso) es lo que sostiene finalmente al texto del escritor cubano.

Además, habría que dar un paso adicional y pensar inversamente la estructura del texto, es decir, se debería pensar que el afuera del texto, la fachada barroca, no es la puesta entre paréntesis, sino, muy por el contrario, el cuerpo mismo del texto. En este sentido, todo el texto aludiría al comentario entre paréntesis, éste sería su significado oculto. Es decir, que el contenido del mensaje carpenteriano se encontraría en lo escrito entre paréntesis y el resto sería la fachada que tendría como objetivo el esconder el oro barroco, resguardado entre paréntesis. Así, todo el texto de Carpentier no estaría en contradicción con lo escrito entre paréntesis, sino que lo resguardaría, lo aludiría y lo eludiría constantemente. La escritura entre paréntesis sería el discurso Otro oculto, latente, pero siempre presente.

Se podría afirmar asimismo, a manera de hipótesis, que esta posible estructura del prólogo a El reino de este mundo da cuenta del funcionamiento de la literatura hispanoamericana, entrega una imagen con la cual pensar la literatura del continente.

En el prólogo, no sería la argumentación, el afuera del paréntesis, la reflexión sobre la naturalidad de “lo real maravilloso americano” y la escritura barroca como su mimesis, lo que hablaría de la literatura del continente, sino aquel comentario que abre un umbral y un segundo piso en el texto, aquél que parece estar en contradicción con todo el cuerpo de la escritura.

Del mismo modo, la relación del paréntesis con todo el cuerpo del texto podría revelar, por un lado, el lugar y el funcionamiento de la literatura hispanoamericana con respecto a la tradición en la que se inscribe. Por otro lado, la escritura hispanoamericana se asemejaría al paréntesis carpenteriano que abre con su accionar un umbral, donde le es posible inscribirse. Ésta se crearía así su propio lugar como inscripción (crítica) dentro de un discurso existente.

Continuando con esta asociación de imágenes, se podría aventurar que lo que diferenciaría al texto hispanoamericano sería precisamente su accionar como paréntesis, su apertura radical como umbral, su presencia como el discurso Otro (alucinatorio),2 su accionar como discurso que mina los discursos estables, como el discurso Otro del clasicismo y el positivismo; su funcionamiento como reverso opaco, su presencia como oro perdido, su inscripción finalmente como escritura barroca.

Si pudiéramos utilizar diacrónicamente tres de los puntos esenciales de la topología lacaniana para referirlos a tres períodos simbólicos, podríamos aventurar la siguiente hipótesis: si en el algoritmo lacaniano predomina A nos encontramos en el espacio simbólico del clasicismo; si privilegiamos, en el mismo esquema al S nos encontramos en el del romanticismo; si, finalmente, se trata de (a) entramos en el apogeo del barroco.3

Lo afirmado por Severo Sarduy en el apéndice de Lautréamont Austral con respecto al Barroco, ayuda a comprender la literatura hispanoamericana en su conjunto como una puesta entre paréntesis del gran objeto A, del clasicismo, el positivismo o, siguiendo a Sarduy en alusión a Borges, de la biblioteca total. En dicha biblioteca, como en la “Biblioteca de Babel” borgeana, todo se encontraría ya previsto e impreso, se generaría “tanto la tradición como la subversión”.4

Finalmente el objeto (a) básicamente y por definición perdido; opera en “esa división en que el sujeto se reconoce en el hecho de que un objeto lo atraviesa sin que ambos se penetren en lo más mínimo, división que da origen a lo que llamamos objeto a”, objeto que se rencuentra [sic] relacionado con lo residual, por ejemplo, con lo que ocupa el fondo irreductible de la botella de Klein, con lo opaco, con algo que cae del cuerpo y lo redobla como su propia materialidad: el oro y su doble, el fasto cargado del barroco parecen [sic] estar bajo el signo de esta a, como una miniaturización y un reflejo del Gran Código en el algoritmo: A.5

Como he anotado hasta el momento, no es sin embargo la miniaturización, ni tampoco el reflejo del Gran Código lo que define al Barroco, sino sobre todo la puesta en crisis de A. El redoblamiento al que alude Sarduy sería una tensión que provocaría (u obligaría), como en el paréntesis carpenteriano, (a) la reconstrucción constante del sentido; la ambigüedad caracterizaría a este tipo de construcciones redobladas o dobles, o que se duplican y proliferan, y que se constituirían como apertura radical del discurso.

Lo dicho guarda a su vez relación con la segunda anotación a la que me había referido más arriba. No sólo como imagen de duplicación de la primera anotación, sino porque la primera se despliega efectivamente en la segunda.

Se trata de la siguiente anotación manuscrita de Isidore Ducasse en la Ilíada traducida por José Gómez Hermosilla: “Propiedad del señor Isidoro Ducasse nacido en Montevideo (Uruguay) – Tengo también Arte de hablar, del mismo autor. 14 de abril 1863”.6

Esta anotación manuscrita, que suscita la elaboración de Lautréamont austral, abre, al igual que el paréntesis carpenteriano, un umbral dentro del discurso. La anotación de Ducasse en español no se inscribe únicamente en una página de la Ilíada, sino en todo un saber; se constituye como el discurso Otro de un conocimiento establecido sobre el Conde de Lautréamont, poeta francés, asumido como padre por los surrealistas y como precursor de la literatura del siglo xx por la crítica especializada.

Carpentier, quien buscaba definir el lenguaje barroco como el medio más idóneo de dar cuenta de “lo real maravilloso americano”, basa su proyecto, manifiesto en el prólogo a El reino de este mundo, en la crítica del Conde de Lautréamont y sus herederos, los surrealistas.

La concepción literaria de Carpentier, desarrollada en dicho prólogo, tiende a la naturalización de lo real maravilloso y el Barroco. Según esta perspectiva, lo real maravilloso sería patrimonio del continente americano y el lenguaje barroco se constituiría como el medio capaz de dar cuenta de esa realidad sorprendente.

Los experimentos ducassianos y de los surrealistas son condenados en cambio por su artificialidad y carencia de fe. Ésta es, en muy breves rasgos, la fachada del texto carpenteriano, de la cual el entre paréntesis es el reverso opaco que guarda la noticia de la procedencia americana de Isidore Ducasse. Por lo demás, el contenido del paréntesis remite inmediatamente al contenido de la anotación manuscrita del propio Ducasse. Mas no es sólo la coincidencia entre ambos contenidos lo que parece importante, sino sobre todo su funcionamiento dentro de un cuerpo textual más amplio,7 su funcionamiento como reverso (o primer piso) dentro de una estructura barroca.

Tanto el entre paréntesis como la anotación manuscrita abren una herida en el cuerpo textual, lo tatúan, se injertan en él de una manera particular. En términos sarduyanos se diría también que ambas anotaciones se encuentran relacionadas con la opacidad y lo residual del cuerpo textual, lo que generaría un exceso de significación. En este sentido, se podría afirmar que también el texto hispanoamericano se constituiría a partir de una escritura de carácter residual en el marco de un cuerpo textual total. La problemática esbozada quisiera relacionarla con el nacimiento y la constitución de un discurso hispanoamericano.

El incario es traducido por el Inca a la lengua filosófica de su tiempo en una estrategia de lectura y escritura que hace de la traducción cultural una reconstrucción del sujeto americano en el nuevo discurso histórico. Este nuevo discurso está hecho de resúmenes, alusiones, remodificaciones, y nuevos ordenamientos; esto es, de una textura formal que abre el umbral (un espacio marginal, un margen de escritura) donde el sujeto americano pueda enunciar su nombre entre los lenguajes, su renombre entre los repertorios de los saberes legítimos.8

En esta cita de Julio Ortega del Discurso de la abundancia quiero resaltar por el momento un elemento de la escritura hispanoamericana que la habría constituido desde su comienzo y que abre además el camino de la reflexión con respecto a las dos anotaciones que me ocupan. Me refiero a la apertura de un umbral de escritura en la (re)construcción a partir de lo precedente, como en el texto del Inca Garcilaso de la Vega al que se refiere Julio Ortega.

Me interesa destacar entonces la problemática de la (re)construcción al mismo tiempo del sujeto y el discurso americanos en un espacio marginal9 de escritura, a partir de la reelaboración de lo precedente.

Cabe añadir que éste es un tema que debe ser abordado con mayor cuidado, pues Ortega propone en su texto varias claves para entender el funcionamiento del texto hispanoamericano que no se limitan a las esbozadas hasta el momento. Por ahora me detendré, sin embargo, una vez más en la anotación manuscrita de Isidore Ducasse.

Como lo anotan Emir Rodríguez Monegal y Leyla Perrone-Moisés en la introducción al libro sobre Lautréamont, es posible hacer dos comprobaciones fundamentales a partir de dicha inscripción manuscrita, a saber, que para Ducasse el español era una lengua de cultura en la que leía a Homero y su “interés especializado por la lengua y la literatura españolas”.10

La inscripción manuscrita de Isidore Ducasse revela la voluntad de dejar una huella de su origen y actúa como reverso opaco de su propia escritura. Precisamente por ello, la inscripción es una suerte de huella del “oro perdido”, de eslabón oculto que hacía falta a la crítica para entender ciertos aspectos clave de la escritura ducassiana.

Si se tienen en cuenta estas circunstancias, las incorrecciones que revela la escritura de Lautréamont parecen no sólo menores sino inevitables. El bilingüismo suele producir curiosos traumas, el menor de los cuales no es el sentimiento de duplicidad y escisión de la personalidad. En el caso de Isidore, este sentimiento se manifiesta también en la manipulación de la lengua francesa a partir de una práctica de extranjero.11

La inscripción manuscrita permitiría entender una serie de marcas (de agua o de origen) dejadas por el Conde de Lautréamont en sus Chants.

Parece indudable que, en el momento en que Isidore comienza a preparar sus Chants —momento que tal vez coincida con la adquisición de la Ilíada de Hermosilla, en el lapso que su nombre desaparece de cualquier registro escolar de Tarbes o de Pau—, él asume voluntariamente la máscara de suramericano, de montevideano más específicamente, para enfrentar el mundo de la escritura francesa a partir de una singularidad total. Esa singularidad, tanto lingüística como retóricamente, está apoyada en la práctica (hasta ahora invisible) del español y de su literatura.12

Existiría en Ducasse la voluntad de asumirse como americano,13 de inscribirse en el margen de la literatura francesa y europea. Se descubre así un elemento en que coinciden la inscripción manuscrita de Ducasse y ciertos pasajes de los Chants que aluden a la singularidad americana del Conde de Lautréamont. Rodríguez Monegal y Perrone-Moisés leen en dichos pasajes de los Chants un gesto patriótico de Ducasse, típico de escritores que pertenecen a una cultura minoritaria y que durante el siglo xix se encuentra en la mayoría de los escritores latinoamericanos.14

El final del Canto Primero es entonces revelador del americanismo de Ducasse, no solamente por lo que contiene en términos de información, sino por su enunciación misma. A través de su gesto patriótico y de la forma de su discurso —mezcla de figuras oratorias y de clichés locales— Isidore testifica su origen.15

No es, de esta manera, el contenido de la inscripción o el de los Chants lo que revela ciertos rasgos de una escritura americana de Ducasse, sino que es la forma de inscribirse en el texto y de relacionarse con las prácticas constituidas lo que marca la diferencia.

Isidore Ducasse parte del puerto de Montevideo y llega a París en medio de una situación ambivalente que se revelaría en la duplicación de su nombre en Isidore/Isidoro,16 como consecuencia de su bilingüismo. Habiendo vivido una situación “colonial” con respecto a su lengua, debido a la distancia con Francia y a ciertas interferencias en su idioma materno, Ducasse busca conquistar entonces toda la cultura del país de sus padres. Como lo anotan, siguiendo a Octavio Paz, los autores de Lautréamont austral, esta situación —¿feliz fatalidad o voluntad?— sería similar a la de los hispanoamericanos con respecto a la lengua española.17

La situación de Ducasse habría sido descrita por el crítico y poeta francés Francis Ponge —citado en Lautréamont austral— a partir de la imagen de un cóndor andino que sobrevuela París.

Esa imagen utilizada por Ponge, contrariamente a tantas otras inventadas por los críticos de Lautréamont, no es arbitraria. No es un gallo el que amenazaría el patrimonio francés sino más bien un pájaro americano, el cóndor o el vampiro de los Andes. Y no deja de tener interés el subrayar que esta actitud ambigua (“amenazador y tutelar”) atribuida por Ponge a Lautréamont es aquella que caracteriza, en los mejores casos, las relaciones de los escritores americanos con la cultura europea.18

Los autores de Lautréamont austral, sin dejar de remarcar la calidad de escritor francés de Ducasse, ven en su labor “las marcas de una distancia y una diferencia colonial americana”, y para ellos “[a]nte la cultura europea en general y la francesa en particular, Ducasse se condujo como un bárbaro, como antropófago”.19 Además, Rodríguez Monegal y Perrone-Moisés relacionan esta problemática con la de la intertextualidad.

La apropiación y la transformación de textos anteriores para producir un nuevo texto no es, evidentemente, el privilegio de las literaturas americanas. Pero el intertexto es para ellas una suerte de fatalidad, la carga de aquellos que llegaron demasiado tarde, cuando todo parecía estar ya dicho. La arrogancia manifestada por Ducasse a ese respecto es frecuente en las culturas recientes o periféricas, las que transforman la sumisión y el complejo de inferioridad en desafío insolente. La imitación es entonces transformada en ejercicio voluntario y desengañado de plagio y collage. La situación de marginalidad y de dependencia es vivida de manera carnavalesca: canto paralelo, parodia.20

En los Chants, Ducasse sitúa el origen del poeta en las costas americanas, en Montevideo precisamente, y, como se lee en Lautréamont austral, el borde/orilla sería al mismo tiempo el lugar de los excluidos y los parodistas. Lo expresado en la cita se refiere, en todo caso, más a las características de una literatura marginal que a las de una escritura hispanoamericana, esto a pesar de que la alusión a la costa americana prefigura el tema del viaje, las conquistas y las “contraconquistas”. Si se relacionan, sin embargo, las nociones arriba mencionadas, como la intertextualidad, la parodia y la imitación con una crisis de la representación y el Barroco, se hace posible descubrir ciertas características y procedimientos concretos del texto hispanoamericano.

Sarduy, en “Lautréamont y el Barroco”, texto que hace de apéndice del libro Lautreamont austral, (re)construye un juego fonético que sería una suerte de confesión de Ducasse, oculta en su seudónimo: “L’autre est à Mont(evideo)”. Esta confesión revelaría un cuestionamiento a la noción de sujeto y la pertenencia a un lenguaje y un lugar.21

Si el Otro ha quedado en Montevideo, el que está entre nosotros —en el París turbulento de los románticos, entre los personajes mórbidos de la novela negra— exhibe un oro robado. No es de extrañar que este oro desviado de su destino sea, como el poeta, americano; tampoco que en su brillo se oculte —con su reverso excremencial, con su antimateria que es el desecho— el oro que metaforiza al barroco.22

De la misma manera que el entre paréntesis carpenteriano, al poder ser concebido éste como un reverso excremencial u opaco del texto principal (que brilla), construiría una estructura doble en el mismo texto, el seudónimo de Ducasse revelaría una duplicación de la “entidad sujeto”.

Si el Lautréamont visible se halla en el París del siglo xix, el otro que participa de esa entidad sujeto está en Montevideo, pero se hace presente, aunque invisible, como portador del “oro robado”, o sea el barroco, ese oro desviado de su destino y que, como el propio poeta, es americano. Lautréamont, entiéndase, carga con su doble, con su oro robado, su americanidad secreta, hacia la turbulencia de la gran capital del siglo xix.23

La investigadora brasileña Irlemar Chiampi alude en esta cita al apéndice escrito por Sarduy, que, según ella, “rectifica nuestro conocimiento de cómo se aprovechan los restos o residuos del barroco en la modernidad estética”24 y cuya importancia radica en que, de esta manera, “Sarduy puede volver a su tema predilecto del estatuto semiológico del barroco y, sin hacer malabarismos ideológicos para reivindicar la americanidad de esa estética, elaborar una coda a su teoría (…)”25 sobre el Barroco.

A lo que se refiere Chiampi es a que la constatación —que es lo que persigue Lautréamont austral— de la influencia del Barroco en Isidore Ducasse a través de sus lecturas del retórico neoclásico José Gómez de Hermosilla, constituye una suerte de eslabón —oro— perdido en la investigación sobre el Barroco americano.

1 Alejo Carpentier, El reino de este mundo, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1993, p. 16.

2 A la luz de esta reflexión, resulta extremadamente interesante la comparación de Severo Sarduy en “Barroco”, del lenguaje barroco con la Grundsprache, “en que el presidente Schreber escucha sus alucinaciones y que Lacan identifica con los mensajes autónimos de que hablan los lingüistas: el objeto de la comunicación es el significante y no el significado” (Severo Sarduy, “Barroco”, en Obras completas II, Paris, Ed. Unesco, 1999, p. 1221). Esta idea prefigura, por lo demás, la relación entre Barroco y discurso alucinatorio (paranoico), que será tratada en el capítulo en torno a la obra de Jorge Luis Borges.

3 Severo Sarduy, “Lautréamont y el Barroco”, en Emir Rodríguez Monegal y Leyla Perrone-Moisés, Lautréamont austral, Montevideo, Ediciones de Brecha, 1995, p. 116.

4 Ibíd.

5 Ibíd., p. 117.

6 Descubierta por Jacques Lefrère. Citado en Monegal y Perrone-Moisés, Lautréamont austral, ob. cit., p. 10.

7 Resulta interesante dirigir la atención no al mensaje, sino más bien volverlo a éste opaco, esto a semejanza de lo anotado por Michelle de Certeau en La fábula mística con respecto al adjetivo místico, que hace por su funcionamiento junto al sustantivo las veces de las comillas y dirige la atención hacia los significantes. (Véase Michelle de Certeau, La fábula mística, Madrid, Siruela, 2006, p. 147.)

8 Julio Ortega, El discurso de la abundancia, Caracas, Monte Ávila Editores, 1990, p. 54.

9 Si bien al referirme a los planteamientos de Ortega conservaré la palabra marginal para abordar el tema del espacio de la escritura hispanoamericana, debe quedar claro que en la presente investigación se prefiere el término lateral, que alude más bien a una mirada y una lectura críticas, y que no acarrea el riesgo de una división espacial (geográfica) entre lo principal y lo secundario, lo central y lo periférico.

10 Rodríguez Monegal y Perrone-Moisés, Lautréamont austral, ob. cit., p. 10.

11 Ibíd., p. 74.

12 Ibíd.

13 Otro punto extremadamente interesante de la cita es la idea de lo suramericano como una máscara para enfrentar la tradición desde la singularidad. Habría que pensar si no es precisamente éste un gesto que define en gran medida la escritura del continente.

14 Véase Rodríguez Monegal y Perrone-Moisés, Lautréamont austral, ob. cit., p. 74.

15 Ibíd., p. 97.

16 Así se titula uno de las secciones de Lautréamont austral.

17 Esta situación se daría, según Borges, también en relación con todo el saber occidental. El escritor hispanoamericano tendría la distancia suficiente con respecto a dicho saber, lo que le permitiría moverse con mayor libertad dentro del terreno de la tradición. Sin embargo, habría que pensar en este punto, si no es precisamente la elaboración de una máscara de hispanoamericano lo que ha permitido caracterizar a la escritura del continente como reverso de los grandes discursos. Así, la máscara hispanoamericana no sería una más entre otras posibles, sino una que tiene una larga tradición y la fuerza suficiente como para construir un discurso que se concibe a sí mismo como crítico de los saberes establecidos.

18 Rodríguez Monegal y Perrone-Moisés, Lautréamont austral, ob. cit., p. 101.

19 Ibíd., p. 102.

20 Ibíd., p. 103.

21 Véase ibíd., p. 116.

22 Ibíd.

23 Irlemar Chiampi, Barroco y modernidad, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 90.

24 Ibíd., p. 89.

25 Ibíd.

 

2. EL BARROCO COMO MARCA DE AGUA DE LA LITERATURA HISPANOAMERICANA

En el prefacio de Barroco y modernidad, Irlemar Chiampi anota que “[t]odo debate sobre la modernidad y su crisis en América Latina que no incluya el barroco resulta parcial e incompleto”.1 Así lo han entendido un sinnúmero de investigadores, sobre todo latinoamericanos, que, desde distintas disciplinas o varias a la vez, han abordado la problemática del Barroco en el continente americano. Cabe mencionar asimismo los distintos proyectos de “americanización” del Barroco de los escritores cubanos José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy.

No sólo las propuestas desde la literatura constituyen abordajes muy variados y heterogéneos del Barroco, como en los ejemplos mencionados, sino que el panorama es similar en otros acercamientos, sea porque algunos de ellos parten de la crítica literaria, la historia o la filosofía, o sea porque las respectivas investigaciones se concentran en los distintos reciclajes del Barroco realizados en el continente americano.

Este último caso corresponde al de Chiampi, quien relaciona en una sección de su libro el Barroco y el Neobarroco latinoamericanos con la propuesta posmoderna.

Ya la propuesta posmoderna de reciclar lo barroco se ubica en el contexto de un nuevo orden cultural que puso en descrédito los Grandes Relatos (el del Progreso, del Humanismo, de la Ciencia, del Arte, del Sujeto), tomando el neobarroco como un instrumento privilegiado de crítica (latinoamericana) del proyecto (eurocéntrico) del Iluminismo.2

La posición de Chiampi —que revela uno de los puntos coincidentes de los distintos abordajes con respecto al Barroco americano, a saber, la concepción de esta estética como instrumento de crítica— invita a pensar esta problemática “más allá del debate académico generado por la oposición entre un concepto del barroco como estructura histórica y un concepto del barroco eterno, atemporal”.3

Con este comentario, la investigadora brasileña se refiere no sólo a conceptos del Barroco latinoamericano, sino también a conceptos que abordan “el barroco como un estilo, una práctica discursiva del siglo XVII, fuertemente ligada a la Contrarreforma, a las monarquías y a la clase aristocrática —por lo tanto, un concepto reaccionario y antimoderno— y, por otro, el barroco como una forma que resurge, no importa cuándo ni dónde, para negar el espíritu clásico”.4 Chiampi busca pensar en todo caso el Barroco “después de esa dicotomía”,5 pretende reflexionar sobre la apropiación cultural que se ha hecho de este discurso en el continente.

A partir de esto, se debe aclarar que es posible descubrir, por lo menos, dos tendencias de abordaje del Barroco hispanoamericano. Por un lado, la que resalta la serie de reciclajes del Barroco y, por otro, la que concibe, como se vio con Ortega, la escritura hispanoamericana como barroca, debido a la serie de desplazamientos de los discursos hegemónicos que ésta realiza.6

Una tendencia aborda el Barroco manifiesto y el Barroco como manifestación —denominados así en este trabajo—, y la otra se relaciona con una idea del Barroco como modelo latente del texto hispanoamericano, lo cual abre la posibilidad de pensar un Barroco latente en la narrativa del siglo xx. Siguiendo al propio Ortega en El discurso de la abundancia, para quien el Barroco es rastreable desde el inicio del texto hispanoamericano en el problema de la representación del continente, busco desarrollar un concepto de Barroco hispanoamericano como marca de agua de la narrativa del continente.

Entonces, si bien la posición de Chiampi con respecto al Barroco hispanoamericano es muy útil para pensar más allá de las mencionadas dicotomías, y resulta muy interesante su afirmación de que habría que “reconocer que el imaginario latinoamericano siempre tuvo dificultad para manejar la idea de la historia lineal”7 y de que por ello estaríamos “más propensos a reinventar ‘lo barroco’ en diálogo con el lenguaje contemporáneo”,8 pues, según continúa, “lo barroco se dinamiza para nosotros en la temporalidad paralela de la metahistoria: es nuestro devenir permanente, el muerto que continúa hablando, un pasado que dialoga con el presente a través de sus fragmentos y ruinas (…)”,9 se debe dejar en claro que la presente investigación cree necesario el separar entre varias formas del Barroco: dominante, manifiesta, como manifestación10 y latente. El estudio de esta última forma del barroco hispanoamericano, la cual no ha sido reconocida por la crítica y se constituye como el polo opuesto del Barroco manifiesto del siglo xx, es el objetivo principal de este trabajo.

Por su parte, Chiampi concentra su atención, como gran parte de la crítica, en las reapropiaciones conscientes del Barroco que se han hecho en el continente.

Dos vertientes pueden compendiar este proceso; por un lado la legibilidad estética, que corresponde a los dos primeros momentos de inserción del barroco en nuestra historia literaria, el modernismo y la vanguardia; y por otro la vertiente de la legitimación histórica, que se inicia con la “nueva novela” gestada en los años cincuenta y avanza en el periodo del boom de los años sesenta.11

Como ella anota a continuación, la segunda vertiente se completa en los decenios 1970-1980 con los escritores designados como del posboom. Para Chiampi, quien retoma con modificaciones el ordenamiento de Rodríguez Monegal con respecto a los instantes de ruptura de la literatura del continente, las inserciones del Barroco “coinciden, grosso modo, con los ciclos de ruptura y renovación poética que compendian su proceso: 1890, 1920, 1950, 1970”.12

En ellos la continuidad del barroco revela el carácter contradictorio de esa experiencia moderna, que canibaliza la estética de la ruptura producida en los centros hegemónicos, al tiempo que restituye lo incompleto e inacabado de su propia tradición para nutrir su búsqueda de lo nuevo.13

Estas anotaciones son de todas maneras muy importantes, pues sirven para recordar que los escritores que representarían al Barroco latente forman parte de las rupturas, es decir, que las mencionadas discontinuidades no son exclusivas del Barroco manifiesto y como manifestación del siglo xx. Además, las distintas características del discurso barroco anotadas por Chiampi serían reconocibles ya en los comienzos de la escritura hispanoamericana. Julio Ortega ubica precisamente el Barroco en el comienzo del texto americano.

En primer término, además de un estilo es una morfología, que se hace privilegiada en algunas instancias históricas y textuales, pero que afecta a buena parte de los mecanismos de procesamiento y reformulación con que el arte en América Latina incorpora la información europea y la transcodifica. Así, este movimiento incorporador que reorienta los sentidos y reformula los órdenes de los repertorios informativos, se expresa fecundamente a través de los operativos textuales del barroco, a partir de la figuración hiperbólica, la heterodoxia radical, la sintagmática desplazadora, y, en fin, la mecánica retórica del desplazamiento, que va de la práctica sinecdótica a la antítesis, de la parodia a la proliferación, de la teatralidad de la escritura a su materialidad inmamentista. En este sentido habla Lezama de “contraconquista”: el museo de los modelos es subvertido por la disfuncionalidad del barroco.14

Ortega, al entender el Barroco como una morfología, lo sitúa en el comienzo del texto hispanoamericano, el cual nacería como una escritura desplazada y desplazante, transcodificadora de la información europea.

En segundo término, el barroco es en Hispanoamérica no un espacio cerrado sobre sí mismo sino uno abierto sobre la textura cultural. Y, por lo tanto, posee una calidad determinativa propia, una combinatoria libérrima, un trazado interdiscursivo, que lo convierte en el modelo latente o en el modelo alterno siempre presente. Escritores tan distintos como Martí, Rubén Darío, Vallejo, Neruda y Borges tienen en común ese intertexto del barroco, que afecta en uno y otro la dimensión central de su escritura. Por lo demás, el barroco no es solamente un periodo literario: es una textura sincrónica hecha de operativos formales y disformales, de acumulaciones autorreferenciales, de series que intercambian sus signos y funciones sígnicas para subvertir la representaciones codificadas y abrir un escenario restitutivo del diálogo.15 (Mi cursiva.)