En memoria de José Antonio Mayoral

ÍNDICE

1. PRESENTACIÓN

2. EL CONCEPTO DE MÍMESIS: HITOS EN LA HISTORIA DE UN CONCEPTO

El mundo antiguo: Platón y Aristóteles

El Renacimiento: Sydney y Cervantes

Prerromanticismo y Romanticismo:

3. LA NOCIÓN DE FICCIÓN NARRATIVA: PROPUESTAS MODERNAS

El paradigma mimético-realista

El enfoque retórico-formal

La pragmática

El hábitat de la ficción: la construcción de mundos

Los cometidos de la ficción: el giro cognitivo

Ficción narrativa y realidad virtual

4. FICCIÓN IMPLÍCITA Y EXPLÍCITA

5. CIERRE

APÉNDICE: TEXTOS DE CREACIÓN CITADOS

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ANALÍTICO

1. PRESENTACIÓN

A estas alturas resulta poco cuestionable que la noción de ficción —en sus diversas manifestaciones— ha entrado a formar parte del horizonte intelectual de las últimas décadas del siglo XX y comienzos del XXI y es objeto de estudio en este momento por parte de numerosas disciplinas: Filosofía, Lingüística, Sociología, Neurología, Psicología, Antropología, Evolucionismo, Teoría literaria, etc. Dicho interés se ha visto reforzado, sin duda, por algunos rasgos o tendencias característicos del tiempo en que vivimos, como la crisis del sujeto, la indistinción de fronteras entre realidad y ficción, la creciente virtualización del mundo como consecuencia del auge de las tecnologías de la comunicación (en especial, Internet), el escepticismo respecto de la capacidad de la lengua para reflejar el mundo, el influjo de corrientes como la deconstrucción, etc.

Este libro aborda el análisis de esta compleja noción desde una perspectiva preponderantemente diacrónica y puede muy bien considerarse un recuento de sus diversas acepciones a lo largo del tiempo, comenzando por el mundo antiguo (Platón, Aristóteles, Luciano, Pseudo-Longino) y deteniéndose en aquellos momentos en que se está gestando o se lleva a cabo un cambio de paradigma, como es el caso del Renacimiento (Sydney, Cervantes), Romanticismo (fundamental para la moderna consideración del concepto) y, de manera especial, en los planteamientos surgidos en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI: el mimético-realista (nuevas versiones), sintáctico-formal, semántico y pragmático, constructivismo, poética de la imaginación, hermenéutica, Nueva Ficción y cognitismo, fundamentalmente. Pero, como se irá viendo en el decurso de este trabajo, no son los teóricos de la literatura los únicos protagonistas de la reflexión en torno a este controvertido concepto que debe mucho, además del interés despertado por él entre los estudiosos de otras disciplinas humanas, a los propios creadores.

La categoría de ficción —obviamente, no el término, que es mucho más reciente— arrastra de los mismos comienzos de la reflexión en torno a ella una enorme conflictividad a causa, principalmente, de las divergencias a que dan lugar los diversos enfoques. Tal es el caso, como se verá muy pronto, de Platón y Aristóteles; otras, en cambio, han de atribuirse a las actitudes de los escritores ante el producto de su trabajo. Una larguísima tradición —que, con el paso del tiempo, ha adquirido rango de ley dentro de la institución literaria— trata de presentar como verdadero incluso lo más fabuloso o apartado de la realidad empírica: mitos, relatos fantásticos, etc. Luciano de Samósata constituye una excepción realmente notable por cuanto nada contra corriente respecto de esta tendencia y, aun a costa de socavar su propia credibilidad como narrador, confiesa sin titubeos ante el lector lo que opina de tales relatos y sobre el grado de verdad que encierran:

Concluí por no reprocharles mucho por todas las mentiras que encontré al leerlos, viendo que eso ya es algo habitual incluso entre los que prometen filosofar. Pero me extraña en ellos lo de que hubieran pensado que pasaría inadvertido que no escribían la verdad. Por lo que también yo, empeñándome por vanagloria en dejar algo a los venideros, para no ser el único desheredado en la libertad de contar mentiras, puesto que nada verdadero tenía que referir —porque nada digno de mención me había ocurrido—, me he dedicado a la ficción de modo mucho más descarado que los demás. Aunque en una sola cosa seré veraz: en decir que miento… Escribo, por tanto, de lo que ni vi ni comprobé ni supe por otros, y es más, acerca de lo que no existe en absoluto ni tiene fundamento para existir. Con que los que me lean no deben creerme de ningún modo (Relatos verídicos, & 4).

Es preciso reconocer que esta cita anticipa de algún modo la quiebra de una larga tradición según la cual la credibilidad del narrador trata de apoyarse en factores externos: la invocación de los antiguos a los dioses o a las musas, la de los escritores medievales a la autoridad de los clásicos, la que argumenta a partir del protagonismo de los hechos referidos, la del que, a modo de historiador, trata de fundamentar racional y documentalmente la narración, etc. Con todo, lo realmente innegable es que leer la ficción con la disposición que recomienda Luciano daría lugar sin duda a más de un conflicto lógico y, en última instancia, a buscar sustitutivos para la tarea —por muy gratificante que resulte— de entregarse sin prejuicios ni limitaciones a la lectura de un libro. De esta actitud resultarían también indudablemente otros inconvenientes catalogados por F. Martínez Bonati (1997: 159) como un ‘escándalo gnoseológico’:

En verdad hace falta un esfuerzo nada fácil de extrañamiento para percibir la peculiaridad lógica y gnoseológica del discurso novelístico: hay que tratar de leerlo, no como novela, sino como si fuera un relato de hechos reales. Efectuado el traspaso a esta clave del contexto real de nuestra vida, nos damos cuenta de que no podemos leer así el texto novelístico; solo podemos leer, imperfectamente, algunos trozos de él, y nos vemos forzados a dejar esta empresa. Y es que, leyéndolo así, como relato de veras, no podemos tomarlo en serio, no podemos darle crédito.

Además de las muy convincentes razones que aporta Martínez Bonati para apoyar su tesis, es preciso admitir que los argumentos últimos a favor de los posibles obstáculos que ofrece un texto de ficción cuando se acomete su lectura como si se tratara de un texto no ficcional se encuentran en otra parte y se vinculan directamente con la naturaleza de los textos y de los mundos que portan en su interior. En otros términos, se hace imprescindible recurrir a la compleja noción de ficción para, desde ella, ir solucionando paulatinamente las dificultades que los textos literarios plantean de continuo.

No quiero terminar esta presentación sin dejar constancia de mi agradecimiento a la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de la Junta de Andalucía por la subvención concedida para la publicación de este libro.

2. EL CONCEPTO DE MÍMESIS: HITOS EN LA HISTORIA DE UN CONCEPTO

EL MUNDO ANTIGUO: PLATÓN Y ARISTÓTELES

La primera propuesta importante en el tiempo en torno al concepto de ficción es la de Platón y es preciso reconocer que su figura ha vuelto a concitar durante las últimas décadas el interés de los estudiosos y, desde luego, razones no faltan. En la postura platónica suelen distinguirse dos épocas bastante diferenciadas: la primera abarcaría diálogos como lón, Apología de Sócrates y Menón; la segunda corresponde a una etapa de madurez y está representada por La República. En los trabajos de la primera época se aborda el estudio de la ficción desde la perspectiva del mito y la valoración que se ofrece de ella es relativamente positiva. Las creaciones literarias, sostiene el autor, se alojan en el dominio de las manifestaciones religiosas, la adivinación, la posesión demoníaca y la locura; de ahí la analogía entre el poeta y el sacerdote o intermediario de los dioses, el vate o iluminado, el poseso, el médium o el demente. Todos ellos tienen en común el no pleno disfrute de sus facultades mentales en el momento de llevar cabo las funciones que le son propias. Dicho en otros términos: se impone la imagen del poeta enajenado, que escribe al dictado de las fuerzas externas —sobrehumanas, por supuesto— que se han posesionado de él y lo utilizan como transmisor de los mensajes que los dioses desean hacer llegar a los hombres. De ahí que los poetas no tengan motivos para la presunción que es tan habitual en ellos: nada de lo que dicen ni cómo lo dicen les pertenece, limitándose a expresar lo que les inspira el daimon correspondiente.

La poesía es, pues, revelación, y de ello dejan poca duda las palabras del autor:

Porque todos los poetas épicos, de los buenos poetas hablo, producen sus hermosísimos poemas no como efecto de un arte que poseen, sino por ser ellos mismos inspirados y poseídos por un dios. Y otro tanto les ocurre a los poetas líricos. Porque así como los que son presa del delirio de los Coribantes no están en su razón cuando danzan, así tampoco los poetas líricos disfrutan del pleno dominio de su razón cuando componen sus hermosísimos versos, pues apenas han hecho pie en la armonía de la cadencia son presa de báquicos transportes y poseídos de este fuego - tal como les ocurre a las bacantes… (Ión: & 533e-534a).

Con todo, los argumentos más contundentes y descalificadores se presentan en los libros III y X de La República. En el primero —en el que se ofrece una visión secularizada de la poesía— son razones de índole moral las que animan las palabras de un Platón empeñado en la construcción de la ciudad ideal. La poesía es condenada porque atenta directamente contra dos de los valores básicos de dicha ciudad: la verdad y el perfeccionamiento humano. Contra la primera, porque las creaciones de los poetas constituyen un conjunto de mentiras y exageraciones que ejercen un influjo nefasto sobre la juventud; pero son, además, perniciosas por cuanto ponen ante los ojos de niños y jóvenes toda una galería de malos ejemplos de conducta que puede inducirlos a hacer lo que no deben: el padre que muere a manos de su propio hijo, el tío que trata de impedir el enterramiento de su sobrino, la suegra enamorada de su yerno, la madre que sacrifica a sus hijos por vengarse del marido, etc. Con todo, lo peor es que, llevados de un afán de impresionar a sus receptores, pintan con tal crudeza y exageración los horrores de la guerra que, después, los jóvenes se niegan a realizar el servicio militar. Por si fuera poco, propenden a hablar de los dioses en términos demasiado humanos, atribuyéndoles defectos, errores e incluso maldades. No queda, pues, más opción que la condena y el destierro de la poesía, a no ser que se someta al criterio de los rectores de la ciudad: “Por todas estas razones desterremos de nuestra ciudad esta clase de ficciones, por temor de que engendren en la juventud una lamentable facilidad para cometer los mayores crímenes” (República, libro III, 391b-392a).

Por si las razones de índole moral pudieran considerarse poco pertinentes, Platón retoma la cuestión de la imitación en el libro X para asestar el golpe definitivo a cualquier intento de justificación del arte mimético. Los argumentos esgrimidos son ahora de carácter mucho más consistentes y se apoyan decididamente en los pilares básicos de su sistema filosófico. La literatura es acusada aquí de máximo alejamiento de la fuente del ser, no obstante su propalada cercanía a aquellas realidades (objetos, personas, acciones, etc.) a las que pretende imitar. El ejemplo de la cama le permite organizar su argumentación a partir del establecimiento de varios grados o niveles de realidad de acuerdo con la mayor o menor proximidad al mundo de las ideas (donde se encuentra la esencia del ser). Así, pues, en el centro de la ontología platónica se encuentran las ideas y, en este caso concreto, la idea de cama; la cama que construye el carpintero constituye una primera imitación de la idea correspondiente y, así, la cama que tanto el pintor como el poeta representan es inevitablemente una ‘imitación de imitaciones’, alejada por tanto en tres grados de la idea de cama. Por consiguiente, las imitaciones de los poetas están afectadas, no obstante su pretendida fidelidad a la realidad, de un agudo proceso de desrealización que las descalifica en cuanto modelos o sucedáneos de la misma (por cierto, ideas parecidas pueden encontrarse en la polémica de Lukács con la Escuela de Frankfurt —y, específicamente, con B. Brecht— al enjuiciar el papel de las vanguardias).

Así, pues, la literatura es un arte de apariencias, practicado por alguien que, precisamente por su ignorancia de lo que imita, podría representar igualmente la luna, un caballo o un árbol sin tener ningún conocimiento de estos objetos, ya que se limita a ofrecer una serie de impresiones subjetivas:

El arte de imitar está, por consiguiente, muy distante de lo verdadero y si ejecuta tantas cosas es porque no toma sino una pequeña parte de cada una; y aun esta pequeña parte no es más que un fantasma. El pintor, por ejemplo, nos representará un zapatero o un carpintero o cualquier otro artesano, sin conocer nada de estos oficios. A pesar de esto, si es un excelente pintor, alucinará a los niños y al vulgo ignorante mostrándoles de lejos el carpintero que haya pintado, de suerte que tomarán la imitación por la verdad (República, X, 598b, c).

En suma, la descalificación platónica de la literatura dramático-narrativa se lleva a cabo en base a tres criterios: su origen, el objeto y la naturaleza de la imitación. En cuanto al primer punto, Platón deja muy claro que tanto la energía que anima al poeta como el objeto del mensaje e incluso el género literario y el discurso de que se vale es algo que le viene al poeta de afuera y es lo que el propio autor denomina posesión, alucinación, iluminación, adivinación y, más técnicamente, inspiración. El objeto de la imitación es o bien la realidad sensible —con todo lo que tiene de imitación o simulacro de la verdadera realidad contenida en las ideas correspondientes— o constituye una sarta de patrañas y exageraciones sin cuento, que acarrean graves perjuicios morales a los jóvenes. Finalmente, por su relación con la esencia del ser, la imitación se caracteriza por su gran distanciamiento —o, en otros términos, por el culto a la apariencia (desrealización)— y este no es el mejor camino precisamente, por su carácter de simple copia del mundo exterior, para acceder a la verdad (W. Tatarkiewicz 1996: 302-303).

Es sumamente curioso —y aquí parece residir una de las causas de la paulatina recuperación de Platón en la actualidad— que el alegato contra la imitación artística contiene, cuando se interpreta en positivo, los rasgos con los que la moderna teoría de la ficción tiende a caracterizarla. Decir que la ficción es el ámbito de la exageración y la deformación sistemática de la realidad, de la mentira (aunque sea regulada por un pacto) y el alejamiento del mundo empírico, de las apariencias y la simulación, en suma, constituye una definición de lo que es literatura, que podrían suscribir no pocos representantes de las corrientes actuales. Es más: el temor que subyace a la condena platónica de la poesía por sus efectos negativos sobre la juventud tiene como contrapartida una gran fe en el poder de la literatura para influir en el mundo real y, más específicamente, en el comportamiento de sus receptores. Se trata, en definitiva, según algunos, de un miedo cerval a que los lectores-espectadores se dejen influir por las conductas que se ofrecen en los textos de ficción (J.-M. Schaeffer 2002: 14-31).

Otros, en cambio, consideran que lo que prima en la concepción platónica de la imitación-ficción es un irreprimible deseo de regeneración del modelo educativo griego anclado en un pasado excesivamente alejado de las circunstancias que condicionan la vida de los jóvenes del siglo v a.C. Por consiguiente, los ataques se dirigirían no tanto contra los autores de la tradición sino contra un sistema de enseñanza desfasado que, por consiguiente, debería actualizarse con nuevos autores y, sobre todo, nuevos valores:

Si Sócrates escoge sus víctimas entre los poetas, es porque hay que acabar con ellos para acabar con la tradición cultural griega, con el pensamiento fundamental (en sentido no platónico, naturalmente) de los griegos en materia moral, sociológica e histórica. Preguntar en qué consistía la enciclopedia tribal equivalía a reclamar que se expresase de modo diferente, sin poesía, sin ritmo, sin imágenes (E. A. Havelock 1994: 197).

La supuesta limitación de lo literario por parte de Platón y de Aristóteles a los géneros imitativos —esto es, los que implican, narración o dramatización de acciones— ha llevado a postular a algunos estudiosos como K. Hamburger (1995: caps. 3-5) —opinión compartida por G. Genette (1988:189)— que el concepto de mímesis se aplica únicamente al género épico-narrativo y al drama. No es este la opinión de A. García Berrio (1988: 58), quien sostiene, frente a Genette, que, en el inicio de la Poética aristotélica, el término mímesis cubre un amplio abanico de manifestaciones artístico-culturales, entre las que se encuentra la lírica (de la misma opinión es Pozuelo Yvancos 1997: 243-251).

Estudiosos del concepto como Havelock (1963), H. Koller (1954) y G. F. Else (1958) insisten, entre otros, en la importancia de la poesía recitada y cantada para conservar tradiciones de toda índole en una época anterior al uso de la escritura. De acuerdo con el primero, la enemiga de Platón contra los poetas respondería al intento de imponer un nuevo tipo de cultura apoyado en la escritura y en el pensamiento racional, para el que considera más aptos a los filósofos que a los poetas. La vinculación de la poesía con la música y la danza tan ardientemente defendida por Koller vendría a ratificar colateralmente lo adecuado de la interpretación ofrecida más arriba sobre cómo ha de entenderse el término mímesis en los prolegómenos de la Poética de Aristóteles y a qué géneros afecta.

Doctrinalmente —y a la luz de cuál ha sido su evolución a lo largo de la tradición— el concepto de imitación aparece estrechamente ligado a la Poética de Aristóteles. De él parte el concepto del que se ha nutrido no solo la tradición mimética sino que es un punto de referencia obligado en cualquier acercamiento a la espinosa cuestión de la ficción. Es este un caso evidente —por lo demás, relativamente frecuente a lo largo de la historia del pensamiento y de la ciencia— en el que se pone de manifiesto cómo el empleo del mismo término no consigue ocultar las profundas diferencias conceptuales que se esconden tras él. En efecto, aun manejando el mismo vocablo, la noción de mímesis que maneja Aristóteles se encuentra muy distanciada de la examinada a propósito de Platón; las diferencias son tanto de orden ontológico como epistemológico (y, por supuesto, artístico). Y esas dificultades terminológico-conceptuales se han prolongado a lo largo de la historia: Segre (1985: 247-267); J. Valles Calatrava y otros (2002: voces ‘ficción’, ‘ficcionalidad’ y afines); B. Weinberg (1961: 389, 954-1077), Tatarkiewicz (1996: 301-345), L. Dolezel (1999a: 45-47) y J.-M. Schaeffer (2002: 41 ss.)

Lo que encierra el concepto aristotélico de mímesis nada tiene que ver con el escepticismo cognitivo ni con la degradación moral ni, sobre todo, con la pasividad que se advierte en el correspondiente de Platón. Mímesis implica conocimiento (y reconocimiento), forma parte del proceso general de la educación del ser humano, tiene un componente placentero y, en sí misma, carece de referencias éticas o morales (estas aparecen más tarde cuando se alude, entre los componentes de la fábula trágica, a los actantes) y, sobre todo, responde a una concepción activísima de la actividad imitativa. Es P. Ricoeur (1987, I: 83-116) quien más ha insistido en esta dimensión cuasi artesanal del poeta al manipular los materiales que reciben su configuración en el marco de la fábula o mythos. Para ello, el pensador francés establece una estrecha correlación entre póiesis, mímesis y mythos; la primera define el arte como un quehacer cuyo objeto es definido precisamente por la mímesis —‘imitación de una acción o de hombres actuantes’— mientras la actividad designada por mythos consiste en la configuración u ordenación de los materiales que integran esa historia o acción. Así, pues, cada uno de estos términos remite inevitablemente a los otros dos como si se tratara de tres fases de un mismo proceso y todos destacan asimismo el carácter activo del papel del poeta o imitador, que se define precisamente como un buen compositor de fábulas (más que de versos).

Con todo, el verdadero sentido de mímesis surge del cotejo entre poesía e historia. En ella se contraponen dos formas de relato cuyas coincidencias —a causa de su pertenencia común al género narrativo— no pueden ocultar, según Aristóteles (Poética, 1451b-1452a), las profundas divergencias entre ellas. El dominio de la historia es lo que ha ocurrido de hecho y resulta por consiguiente empíricamente demostrable; se ocupa, pues, de lo concreto y se mueve, por tanto, en el ámbito de la experiencia. Por el contrario, lo que define a la poesía o literatura es lo verosímil, aquello que no ha ocurrido realmente, pero que podría muy bien haber sucedido. Este rasgo hace que el dominio de la poesía sea más universal que el de la historia, ya que su carácter simplemente verosímil no obliga a circunscribir los hechos a un tiempo o un espacio determinados y, por consiguiente, se habla del ser humano en general a través de la narración de lo ocurrido a individuos ficcionales. De aquí se deduce, en suma, que el ámbito de la literatura es el propio de la invención, de la creación de mundos y, en definitiva, de la ficción.

A la luz de esta comparación la literatura queda definida como mímesis o representación verosímil de la realidad, consideración que, con mayor o menor fortuna (según las épocas) ha prevalecido a lo largo del tiempo. Como es sabido, de las acciones humanas como objeto de imitación se pasa, durante el Renacimiento, a la ‘imitación de la naturaleza’, hecho que tendrá enormes consecuencias en la historia del pensamiento estético. Con todo, es preciso reconocer que se trata de un cambio de alguna manera inducido por el propio Aristóteles cuando afirma que “en algunos casos el arte completa lo que la naturaleza no puede llevar a término, en otros, imita la naturaleza” (Física, II: 8, 199a, 15-17). W. Iser (1993: 283) señala oportunamente que, si bien es cierto que el arte completa lo que está incompleto en la naturaleza, arte y naturaleza no son lo mismo; en cualquier caso, lo importante, añade, es que dicha operación no se lleva a cabo por exigencias de la propia naturaleza sino del ser humano.

Sin embargo, la exposición del pensamiento aristotélico quedaría incompleta si no se tomaran en cuenta otros pasajes de la misma obra. Se trata, específicamente, de apostillas o alusiones relativamente recurrentes en el tramo final del libro; allí el autor se refiere a determinados tipos de arte que rehúyen claramente el calificativo de verosímil o plantean serias dificultades a una consideración tal del arte literario. Es el caso de manifestaciones de lo literario, ciertamente minoritarias, inscribibles en el ámbito de lo maravilloso, irracional o absurdo. El autor repite no menos de tres veces —1456a, 1460a, 1461b— que “lo imposible que es verosímil es preferible a lo posible que es increíble” y llega a admitir incluso lo que entra en contradicción con la razón con la condición de que ‘parezca racional’.

Así, pues, es preciso reconocer que con estas precisiones de última hora se ensancha muy notablemente la noción de mímesis hasta el punto de incluir en ella todas las manifestaciones de lo verosímil —verdadero núcleo y rasgo definitorio del concepto aristotélico— pero sin excluir lo que desborda sus límites: lo maravilloso y lo absurdo; en otros términos, lo que, con categorías actuales, cabría catalogar como fantástico, extraño, etc.). La razón es, como tantas otras veces dentro de la Poética, de naturaleza pragmática: “Sin duda es preciso tratar en las tragedias lo maravilloso, pero que se acoja preferentemente en la epopeya lo irracional, que es por lo que ocurre casi siempre lo maravilloso… Y lo maravilloso es agradable; una prueba de esto es que, en efecto, todos cuantos narran algo hacen algún añadido por su cuenta para agradar” (1460a).

La definición aristotélica de mímesis no implica, desde luego, un parecido a priori entre el objeto exterior y el representado artísticamente (que puede darse) sino, fundamentalmente, una semejanza conseguida a través de los procedimientos del arte y la subjetividad del artista. Del logro o no de ese parecido depende esencialmente la credibilidad que el receptor pueda prestar a los productos artísticos. Por eso, incluso lo absurdo y lo maravilloso entran en la definición de lo mimético, si son presentados como verosímiles, esto es, si resultan literariamente convincentes. Ésa es precisamente la opinión de Pozuelo Yvancos (1993: 51) al referirse al concepto de ficción derivable tanto de las palabras como de la práctica narrativa de Cervantes: “La cuestión de la ficción no es metafísica, no es ontológica, es pragmática, resulta del acuerdo con el lector, pero precisa ese acuerdo de la condición de poeticidad: lo creíble lo es si es estéticamente convincente. Lo maravilloso no es verdadero ni falso, lo fantástico se dirime en la credibilidad de la obra poética”. Todo ello tiene que ver directamente con el activísimo papel del creador, de cuya manipulación de los materiales en el seno de la fábula — en suma, de una composición presidida por la unidad, orden, decoro, verosimilitud y coherencia— depende el éxito de la empresa global. En eso consiste la inveterada labor de crear imágenes, duplicados o modelos de mundo, labor sobre la que fundamentalmente descansa, según I. Lotman (1998: 152-162), la ‘memoria hereditaria de la humanidad’.

El deslinde aristotélico permite —como recuerda oportunamente S. Reisz (1989a: 135-190)— distinguir entre realidad (abarca tanto lo ocurrido o actual como lo posible) y facticidad (que alude a lo realmente sucedido en un lugar y un tiempo determinados), identificar la historia con lo fáctico y asignar a la literatura los rasgos de lo real.

Aristóteles refuta así la condena platónica de la poesía de un modo tácito e indirecto, con argumentos poetológicos: afirmar que los poetas mienten supone desconocer que su objeto de referencia es lo no-fáctico, lo aún no acaecido o lo que eventualmente jamás acaecerá. Ya desde la primera frase se descubre, empero, que Aristóteles no exime al poeta de toda sujeción a la realidad ni postula la existencia de un mundo poético autónomo sin conexión con la experiencia colectiva del mundo real. Sería, por otro lado, banalizar su pensamiento entender que tan solo quiere significar que en tanto que el historiador registra hechos fácticos, el poeta inventa personajes y sucesos. Lo no-fáctico a que el texto se refiere es definido desde un comienzo como “las cosas posibles según lo verosímil o lo necesario” y finalmente redefinido con mayor precisión: “qué calidad de cosas le corresponde decir o hacer a qué calidad de individuo según lo verosímil o lo necesario” (Reisz 1989b: 114).

En cuanto a la noción de verosimilitud, la autora piensa que Aristóteles no lo considera un concepto cerrado, inamovible, sino algo históricamente variable y esencialmente vinculado a la noción de realidad sostenida por una determinada comunidad cultural (inseparable, por tanto, de la idea del universo defendida por el mundo de la ciencia). Todo ello constituye, sin olvidar la inevitable y positiva disposición del receptor a colaborar, el soporte del concepto de realidad en el marco de los textos de ficción. Dando un paso más, la autora aprovecha el aserto aristotélico (1451a) de que “no es obra del poeta decir lo que ha sucedido, sino qué podría suceder, y lo que es posible según lo que es verosímil o necesario” para señalar las modalidades de existencia propias de la ficción y cuáles son las modificaciones a que son sometidas en el ámbito ficcional: real, fáctico, no-fáctico, posible, posible según lo necesario, posible según lo verosímil, posible según lo relativamente verosímil, imposible o irreal. Estos modos de existencia experimentan diversos procesos de transformación en el interior de los universos ficcionales, dando lugar al paso de lo fáctico a lo posible o imposible, de lo posible o imposible a lo fáctico y de lo posible a lo imposible y viceversa (piénsese en las frecuentes audacias de la narrativa moderna y de todos los tiempos: metamorfosis, juegos con el espacio y el tiempo, cuentos de hadas, literatura fantástica, hagiografías, etc.) (Reisz 1989a: 144-190). La autora considera (1989: 68 ss.), por otra parte, que la noción de mímesis se ve notablemente enriquecida si se la filtra a través de los modernos conceptos de ‘modelo’ y ‘sistema modelizante’ —tal como son concebidos, respectivamente, por la teoría de la ciencia y el enfoque semiótico patrocinado por I. Lotman— y termina reconociendo que, a través de dicho concepto, se resalta el dinamismo de los sistemas artísticos.

Sin embargo, al referirse a Aristóteles no todo son adhesiones; tal es el caso de Jesús G. Maestro (2006: 98-120, especialmente), quien considera, desde las tesis del materialismo filosófico, reduccionista y errónea la noción de ficción adoptada por el autor griego. Se trata de una realidad que no debe explicarse en términos epistemológicos sino a partir de una ontología materialista que considera la literatura una actividad constructora de mundos ‘físicos’, ‘fenomenológicos’ y ‘lógicos’ (ibid., 111) no definible en modo alguno desde el concepto de ficción sino del de construcción:

No cabe, pues, hablar de ficción literaria, sino de construcción literaria, a cargo de sujetos operatorios, y dotada de contenidos pertenecientes a los tres géneros de materialidad, cuyo conocimiento hace de la ficción literaria una realidad literaria, que puede y debe ser sin duda analizada e interpretada categorialmente —esto es, materialmente, científicamente— mediante conceptos. No puede decirse sin más, que la literatura es ficción, cuando sabemos positivamente que sus componentes materiales son ontológicamente reales, y cuando podemos comprobar que solo los contenidos pertenecientes al segundo género de materialidad, es decir, los contenidos psicológicos y fenomenológicos (M2), atribuidos formalmente a algunos de los referentes literarios, principalmente personajes y acciones, carecen de existencia operatoria, es decir, son, real y efectivamente, ficciones. Solo un tercio de los materiales literarios son a priori ficticios (ibid., 110).

Los demás géneros se incardinan en el ámbito de la materialidad: tanto el que alude a los procesos de producción, recepción, recursos y actividades propias de la institución literaria (M1) como los que se relacionan con el mundo de las grandes ideas contenidas en las obras: paz, amor, muerte, etc. (M3).

A modo de conclusión de este apartado, es preciso señalar que, en este como en otros campos, la figura y las aportaciones de Aristóteles no han hecho más que crecer con el paso del tiempo. En lo que a la teoría de la ficción se refiere, pueden bastar las menciones a que se ha hecho referencia anteriormente, además de las que, indudablemente, irán surgiendo en el decurso del presente trabajo. Como se verá oportunamente, la actualidad de su pensamiento es reivindicada, entre otros, por J.-M. Schaeffer, que lo sitúa en el punto de partida de planteamientos muy recientes llevados a cabo desde perspectivas realmente diversas: cognitismo, neuropsicología, filosofía, etc. Para el autor (2002: 39), lo importante —y a este objetivo consagra su trabajo— consistiría en integrar las definiciones platónicas (cuyas acepciones fundamentales son fingimiento, mentira, engaño, apariencia) y aristotélica: la defensa de la capacidad de representación (sin peligro de confusión ni de influjo pernicioso entre ficción y realidad). Como se indicó anteriormente, la noción de mímesis terminó desvirtuándose y convirtiéndose en un auténtico cajón de sastre, pasando a funcionar como sinónimo de imitar, reproducir, representar, parecer, fingir, ficción, simulacro, imagen, mentira, semejanza, etc., cuando algunas de ellas son realmente incompatibles. Es un hecho evidente, según Dolezel (1999: 45-47), en no pocos trabajos actuales, que induce a plantearse la conveniencia de buscar un nuevo término (antes de seguir contribuyendo a la ya muy dilatada polisemia de mímesis).

Por otra parte, las prácticas miméticas rebasan con mucho el ámbito de la ficción y se adentran, según Schaeffer, sin rubor en el campo de disciplinas como la psicología del desarrollo, teoría del aprendizaje, psicología cognitiva, inteligencia artificial, haciéndose presentes en multitud de tareas cotidianas: actividades proyectivas, juegos ficcionales, juegos de rol, sueños, ensoñaciones, imaginaciones, etc., en las que se articulan aptitudes cognitivas con actitudes mentales o físicas elementales. No es de extrañar, por tanto, el elevado número de acepciones del término imitación: engaño (biología y etología: animales y plantas que se metamorfosean para defenderse, etc.), reproducción fiel de comportamientos motores elementales (etología, psicología: los bebés tienden a reproducir movimientos faciales por medio de respuestas-reflejo), réplica observacional (animales y seres humanos), aprendizaje por observación y aprendizaje social (la adquisición del lenguaje o competencia lingüística constituye un buen ejemplo) y simulación (inteligencia artificial, creación de modelos cognitivos).

Como se ve, las actividades miméticas son compartidas por la ficción y determinados usos de la vida práctica y se aplican a objetivos bien diferenciados: la producción de una cosa que se parece a otra (reinstanciación), el fingimiento (implica que la imitación se toma por lo imitado) y la representación o producción de un modelo mental o simbólico. Las tres aplicaciones tienen en común una relación de semejanza en base a la cual elaboran, respectivamente, una copia, una apariencia o una simulación modelizante.

De ellas es sin duda la representación la que desempeña un papel más determinante; por medio de ella se alude a tres tipos de hechos: la existencia de un procedimiento cognitivo de gran transcendencia para el ser humano (dado que le permite el conocimiento del mundo a través de modelizaciones mentales), la relación entre dos realidades (en la que una reemplaza a la otra en determinadas situaciones: un embajador a un país, un actor a un personaje, etc.) y, finalmente, la puesta a disposición de los medios o de la representación (imágenes, convenciones gráficas o fónicas, etc.). Todas ellas comparten el hecho de ser ‘entidades intencionales’ que, por tanto, remiten siempre a otra realidad. La representación mimética no es más que una modalidad de un tipo más general, que forma parte de un conjunto de mecanismos a través de los cuales el hombre se relaciona con el mundo en términos de conocimiento, disfrute, utilidad, etc. Es un hecho que viene a ratificar una vez más el fuerte arraigo antropológico de la imitación (y su enorme eficacia en el aprendizaje, por ejemplo, de actitudes y normas sociales) (ibid., 85-87).

De lo dicho se deduce, pues, que la semejanza forma parte de la capacidad del ser humano para percibir y organizar la realidad y, por consiguiente, es condición necesaria de la imitación. En cualquier caso, esta no es nunca un reflejo pasivo de la realidad imitada sino que implica la “construcción de un modelo de esa cosa” apoyado en “una parrilla selectiva de similitudes entre imitación y cosa imitada” (ibid., 72-73). Se trata, por consiguiente, de una relación de interacción entre dos elementos o realidades.

Entre las modalidades o usos de la imitación figuran también dos subformas del fingimiento, como simulación y simulacro, que, a pesar de las apariencias, poseen un estatuto diferente: en el primer caso, se establece entre la imitación y lo imitado una relación de representación (pertenecen a la misma clase ontológica), mientras que en el segundo se trata de una relación de sustitución (en la que se encuentra implícito el engaño). Ahora bien, para prevenir posibles contagios conceptuales, el autor advierte (ibid., 83): “Toda concepción de la ficción que se limita a definirla en términos de apariencia, de simulacro, será incapaz de dar cuenta de la diferencia fundamental que hay entre mentir e inventar una fábula, entre usurpar la identidad de otra persona y encarnar un personaje…”.

Para completar el cuadro terminológico, quedaría por ver la relación existente entre sueño y ficción. Schaeffer (2003: 149-159) señala el paralelismo entre ambos afirmando que tanto la ficción como el sueño implican elaboración de materiales: actividad inconsciente en el primer caso y plenamente consciente en el segundo. Tanto en uno como en la otra se activa un sistema de estimulación que da lugar a la producción de representaciones sin la presencia de una fuente perceptora y en los dos se aprecia también la existencia de un ‘mecanismo de bloqueo’, que impide el contagio del mundo real por las representaciones generadas a través de la estimulación imaginaria.

G. Gebauer y Ch. Wulf (1995: 1-3) insisten en el importantísimo papel de la mímesis en casi todos los ámbitos de la realidad humana —pensamiento, acciones, ideas, lengua hablada y escrita, la lectura… — llegando a ver en ella una condición indispensable en multitud de procesos que tienen que ver con el ser humano. Más específicamente, la instauración de mundos producidos simbólicamente, la articulación entre sujeto y objeto, lo actual y lo posible, interior y exterior. En suma, la mímesis supone el reconocimiento de su intermediación entre los mundos y las personas:

La historia de la mímesis es la historia de las disputas respecto de la capacidad para construir mundos simbólicos, esto es, el poder de representación de la propia conciencia y la de los demás para interpretar el mundo (Gebauer/Wulf, 1995: 3; la traducción es mía).

La mímesis presenta, por otra parte, una serie de notas características: implica un conocimiento práctico (heredado de su enraizamiento en la cultura oral), pone en marcha pautas de comportamiento y procedimientos para la designación, el sentido y la representación y no se limita a la semejanza sino que reinterpreta mundos ya sometidos a otras interpretaciones (actividad que representa una nueva percepción y redescripción de los mismos). La actividad mimética funciona, además, como intermediario entre un mundo producido simbólicamente y otro; recuérdese la concepción platónica, según la cual el mundo de las ideas constituye la realidad básica en términos ontológicos, mientras que el mundo terrenal no es más que una pálida imitación del anterior. Con dicha actividad se instaura, pues, un mundo de apariencias, de semejanzas —estético, en suma— cuyas imágenes facilitan la relación entre el individuo y la realidad empírica. Como es sabido, la capacidad explicativa de la mímesis decrece sobre todo a partir del siglo XVIII, que es cuando se produce el desarrollo de la psicología individual y se acrecienta el interés por la representación de la vida interior ajena. Son, pues, relativamente numerosos y diversos los términos que se han empleado y se emplean comúnmente para designar el fenómeno de la ficción y dar cuenta de su contenido conceptual y, aunque desde una perspectiva general, todos apuntan rasgos más o menos pertinentes respecto del objeto de la definición, no todos son realmente equivalentes; como se ha visto, los matices son a veces decisivos.

La imaginación —y, por tanto, la ficción— que había inundado la mitología y contagiado en mayor o menor medida la tragedia y epopeya del mundo griego terminó por alojarse, en los siglos posteriores a la Edad de Oro ateniense, en una nueva manifestación genérica surgida, según la concibe M. Bajtín (1991:239-298), de la aglomeración de elementos cultivados en multitud de géneros precedentes: la novela. En sus diversas manifestaciones —novela de aventuras y de la prueba, novela de aventuras costumbrista, novela biográfica y autobiográfica— el nuevo género es consciente del alto nivel alcanzado por la ficción en su interior hasta el punto de que autores como Apuleyo comienzan su relato advirtiendo al lector de que se encuentra ante una fábula milesia, esto es, el fruto de una imaginación que goza de gran libertad. Otro es el caso de Luciano que, como se vio en el inicio de este trabajo, confiesa abiertamente que va a contar mentiras y critica a aquellos que, sean escritores o historiadores, pretenden pasar por verdad lo que no es más que producto de su invención. El sentido crítico de las creencias (en todos los ámbitos) que anima la labor lucianesca le lleva a censurar duramente en el Philopseudés a quienes se dedican a la tarea de narrar, sean historiadores o literatos, por su excesiva afición a la mentira:

—¿Puedes decirme Filocles, de dónde le viene a la gente la afición al cuento, por qué hasta disfrutan refiriendo cosas dañinas y escuchan sin pestañear a quienes se las cuentan?… yo me refiero a los que, sin necesidad alguna, anteponen la fantasía a la verdad, recreándose con ello una y otra vez sin ningún motivo que los requiera… Mejor que yo tienes que conocer a los Heródotos y Ctesias de Cnido, y, antes que este, a los poetas y al mismísimo Homero, venerables varones, que de tal modo hicieron uso de la mentira por escrito que no solo se burlaron de quienes entonces les escuchaban, sino que hasta nuestros días han llegado sus cuentos… Con todo, la conducta de los poetas quizá sea la más tolerable… (Cuentistas o el descreído, en Relatos fantásticos, 115-117).

En este caso, como en el de Platón, resulta muy útil la prueba a negativo, es decir, la constatación de la consideración de la ficción como ámbito de la mentira y del fingimiento. Lo que parece criticar Luciano no es tanto el cultivo de la mentira —a la que él confiesa ser tan aficionado— sino su no reconocimiento (especialmente, en el caso de los historiadores). En el tratado Sobre lo sublime (15, 1 y 12), finalmente, se vinculan imitación e imaginación y se presenta a esta como una de las fuentes de lo sublime; se afirma, por lo demás, que los objetivos perseguidos por la actividad imaginaria no son los mismos en el ámbito de la retórica y de la literatura.

Al finalizar, pues, la Edad Antigua el concepto de ficción es, dentro del pensamiento griego, sinónimo de imitación, representación verosímil, apariencia, simulacro, mentira y, también, de invención; dichas acepciones se presentan a veces asociadas a otras marcadas negativamente como mentiras o patrañas, exageraciones, alejamiento de la realidad, mínima ejemplaridad, etc. La aportación de Roma al concepto de imitación-ficción es notablemente más reducida; la noción que más interesa aquí es la puesta en circulación por los retóricos y oradores, que considera la imitación como emulación del espíritu o procedimientos estilísticos de los clásicos. Es la acepción que puede rastrearse en Cicerón, Séneca y, sobre todo, en Quintiliano: todos ellos insisten en la importancia de leer a los buenos escritores para imitar su manera de escribir, determinadas técnicas, etc. Se trata, en suma de la imitación de los grandes escritores tomados ahora como modelos de elocuencia (Cicerón, Diálogo del orador, libro II, 22; Séneca, Epístola a Lucilio, carta 2; Quintiliano, Instituciones oratorias, X, 2). De los tratados retóricos de Cicerón y de la Rhetorica ad Herennium se desprende que la ficcionalidad se cuela en el ámbito de la narración a través de los ejercicios —específicamente, la narración de carácter verosímil y, sobre todo, la fábula— que formaban parte del plan de formación del futuro orador. Conviene señalar también que, como apunta Tatarkiewicz (1996: 281-282), los latinos —desde el horaciano ut pictura poesis— comienzan a extender al ámbito de las artes plásticas lo que hasta ahora solo se predicaba de la poesía: la imaginación.

EL RENACIMIENTO: SYDNEY Y CERVANTES

Más interesante es, por su variedad, la actitud del Renacimiento al respecto. La recuperación de los clásicos en los albores del Humanismo y, de manera más específica, el acceso directo a la Poética de Aristóteles tuvo como consecuencia no solo un fervoroso entusiasmo hacia la Antigüedad grecolatina sino el traslado y replanteamiento de las cuestiones básicas formuladas por el autor heleno. Entre ellas destaca —al lado de las que presenta Horacio en la Epistola ad Pisones, exhaustivamente reseñadas por A. García Berrio (1977)— la concerniente al concepto de mímesis, que ahora experimenta cambios importantes. Como muestra de las actitudes renacentistas hacia este controvertido asunto, en este apartado serán objeto de análisis las posturas al respecto de dos autores muy representativos: Philip Sydney y Cervantes.

Al menos en apariencia, una de las posturas más llamativas sobre este controvertido asunto es sin duda la que sostiene Philip Sydney en su Defensa de la poesía, texto en el que el término poesía es definido de forma reiterada como creación y ficción. Aunque no de forma exclusiva, en el Renacimiento se manejan habitualmente hasta cuatro conceptos básicos de mímesis: el platónico, el aristotélico, el que reduce el anterior a la imitación fiel de la naturaleza y el que sitúa en los clásicos el modelo a imitar (B. Weinberg 1961: caps. 7-8; A. García Galiano 1992: 21-30 y cap. 5; M. C. Bobes y otros 1998, II: 233-240; J. Gomá Lanzón 2005: 172-206). El neoplatonismo renacentista encuentra un nuevo alojamiento para el topos ouranos o mundo de arriba (adonde remite sistemáticamente el filósofo griego), que no es otro que la mente divina; es allí donde tienen su asiento las ideas o arquetipos, de los que los objetos mundanos no son más que una pálida imitación. En la concepción de Plotino (Enéada V, 8), el mundo material se convierte en una plataforma idónea para el ascenso hacia la fuente del ser, el Uno, donde residen la plenitud, la perfección y la belleza. En realidad, el camino permite circular en dos direcciones; lo es de ascenso, como acaba de verse, porque primero lo es de descenso: todo lo que existe —y, específicamente, el mundo sensible— se concibe como una emanación o participación del ser Uno. Para ejemplificar esta realidad, Plotino recurre (Enéada III, 3, 7 y 8, 10) a los ejemplos del manantial y el árbol e insiste en que, cuanto más alejada está la realidad del Uno, más debilitada se encuentra; es lo que ocurre con el mundo sensible, donde solo se aprecian destellos de la luz primordial (Enéada V, 9, 3). El retorno al Uno se efectúa de manera privilegiada a través de la belleza; por eso, la poesía se convierte en un medio óptimo para remontarse desde el mundo de las formas sensibles hasta las más altas esferas con vistas a mejorar en el conocimiento y lograr la reunificación con el origen del ser, del bien y de lo bello. El autor alude en realidad a cuatro tipos escalonados de belleza: la sensible, del alma, de la inteligencia y la asociada al Bien, fuente de todo lo bello. Cuando el artista imita la naturaleza, no se limita a una representación de la forma sensible de los objetos sino, principalmente, de la forma interna que él ha forjado en la mente, esto es, la esencia. Por este camino se pasa de la idea del artista como artesano a la de creador, aunque limitado, porque su actividad remite indefectiblemente al mundo de las ideas y estas, a su vez, siempre a la mente divina (Enéada, II, 9, 16 y V, 8, 1).