CLÁSICOS HISPÁNICOS

Nueva época, n.° 5

Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (ILLA)

CSIC

Director: Abraham Madroñal           Secretario: Óscar Cornago.

Comité Editorial: Alfredo Alvar, Joaquín Álvarez Barrientos, José Checa Beltrán, Paloma Díaz Mas, Luciano García Lorenzo, Carmen Menéndez Onrubia.

Consejo Asesor: Javier Blasco Pascual (Universidad de Valladolid), Pedro M. Cátedra García (Universidad de Salamanca), Trevor J. Dadson (Queen Mary, University of London), Philip Deacon (University of Sheffield), Francisco Javier Díez de Revenga (Universidad de Murcia), Jean-Pierre Étienvre (Casa de Velázquez), Aurelio González (Colegio de México), Luis Iglesias Feijoo (Universidad de Santiago de Compostela), Alberto Montaner Frutos (Universidad de Zaragoza), José Antonio Pascual Rodríguez (Real Academia Española), Jesús Pérez Magallón (McGill University, Montreal), Evangelina Rodríguez Cuadros (Universidad de Valencia), Fernando Rodríguez de la Flor (Universidad de Salamanca), Enrique Rubio (Universidad de Alicante), Jesús Rubio Jiménez (Universidad de Zaragoza), Germán Vega García-Luengos (Universidad de Valladolid).

ÍNDICE

PRÓLOGO DE PIEDAD BOLAÑOS DONOSO

INTRODUCCIÓN

EL AUTOR Y LA ÉPOCA. JOSÉ DE CAÑIZARES (1676-1750) Y EL TEATRO ENTRE DOS SIGLOS (1680-1724)

LA OBRA. ACIS Y GALATEA (1708): UNA FIESTA CORTESANA MITOLÓGICA

La materia dramática: el mito de Acis y Galatea

Antigüedad grecolatina

El mito en España y en Europa

La tradición española hasta 1708: los líricos

La tradición española hasta 1708: la novela pastoril

La tradición española hasta 1708: los dramaturgos

El mito en Europa hasta 1708

La fábula a lo largo del siglo XVIII hasta finales del siglo XIX

La presencia del mito en la actualidad

Palabra y versificación

Diálogos

Intervenciones musicales

Recitativos

Arias

El coro

Cuadros métricos y musicales. Su valoración

Las acotaciones

La kinesia de los actores, los movimientos y apartes

Caracterización externa de los actores

Atrezo

Sonido y luz

Cuadros didascálicos

Construcción teatral

Cuadros estructurales

Unidades dramáticas

Cuadros espaciales

Los personajes

Lengua y estilo

Proyecto de espectáculo

El lugar de representación

La puesta en escena. Mutaciones

La compañía

ACIS Y GALATEA (1708): UN FESTEJO PARA FELIPE V Y EL PUEBLO DE MADRID

HISTORIA DEL TEXTO

Estudio textual de Acis y Galatea (1708)

Ms. M. 2210(19). Biblioteca Nacional

Ms. 14605 (6). Biblioteca Nacional

Ms. 15207. Biblioteca Nacional

Tea-1-5-12. Biblioteca Histórica Municipal de Madrid

Cód. CLI/2-5 (20). Biblioteca Pública de Évora

Otras fuentes musicales

Ediciones modernas

El manuscrito editado

CRITERIO EDITORIAL

BIBLIOGRAFÍA

Fuentes documentales

Catálogos y diccionarios

Catálogos en Red

Manuscritos e impresos

Bibliografía crítica

Bibliografía sobre José de Cañizares

Manuscritos e impresos

Ediciones críticas

Bibliografía actualizada

Siglas y abreviaturas utilizadas

ACIS Y GALATEA

JORNADA PRIMERA

JORNADA SEGUNDA

APARATO CRÍTICO

Variantes textuales

Índice de notas

PRÓLOGO

Ana María Matute, en su discurso de agradecimiento por habérsele concedido el premio Cervantes (2011), citaba unas palabras de San Juan: «El que no ama, está muerto», frase que emparejó con otra personal: «El que no inventa, no vive». Como estas aseveraciones de juicios personales puede ser indefinida, contribuiré a ello añadiendo esta otra: «El investigador revive el pasado para hacer más creíble el presente». Este ‘ser’, cada día más extraño en los tiempos que corren —como hace años recordaba el doctor Pablo Jauralde—, no se inventa la historia personal de uno u otro personaje, solo bucea en las profundidades de los archivos para hacer patente aquello que la Historia ha olvidado. Y ambos siguen viviendo.

Esto es lo que la autora de este estudio nos presenta al realizar la revisión biográfica de José de Cañizares (1676-1750), puntualizando lo más relevante de su quehacer vital y aportando datos —hasta el presente desconocidos— del autor para rellenar esas lagunas temporales que a los investigadores nos atormentan, pues, siempre que nos lo permiten las fuentes, tratamos de completar el perfil de nuestro personaje, sin olvidar el trazo lineal y simple de la Historia. No es fácil y mucho más cuando se ha tenido que acercar a un autor y una época nada consagrados por la historiografía, por decirlo delicadamente o prácticamente olvidados, en palabras más cercanas a la realidad de los hechos.

La visión del teatro palaciego en los primeros años de la dinastía borbónica (1700-1724), con todas las respuestas a las innumerables preguntas que se puedan hacer, es lo que los lectores encontrarán a lo largo de este estudio. Un panorama general que se concretará en la personalidad del dramaturgo —entre otras varias actividades— de José de Cañizares y su zarzuela mitológica Acis y Galatea. Rosario Leal ha realizado una labor crítica editorial, tan denostada por muchos filólogos como imprescindible (y paciente), si queremos reconocer, —al menos— el arquetipo de la obra; pero no solo se ha proporcionado un texto óptimo desde el punto de vista de la creación literaria, sino desde el de la puesta en escena: nos podemos acercar con bastante fidelidad al texto dramático que, al fin y al cabo, es el que interesa al espectador.

El hecho de tomar como ‘fuente’ la mitología grecorromana para la creación de las obras por parte de nuestros autores, no fue exclusivo de los neoclásicos, como se constata en la producción de Cañizares (al que jamás reconoceremos bajo este marbete), y sí fue una excelente fuente de inspiración para toda la literatura española, en sus más diversas manifestaciones y sus múltiples períodos. El teatro, no ajeno a los valores universales que estos temas transmitían (aunque casi siempre con una adaptación de los mismos a un carácter nacional, algo más autóctono), supo inferir a sus producciones valores útiles para el didactismo de la sociedad cortesana (espejo de costumbres) y entretenimiento (por su espectacularidad), ociosa y carente de referentes vitales. La contemplación de esos valores podría infundir en su espíritu cierta inquietud para redefinir su vida: «la vida natural y sencilla», en la que sobran las leyes, representada por el Cíclope; o la encarnada por Odiseo que se mueve en la «convención, la razón y la ley».

La presentación del largo recorrido que del tratamiento del mito se ha hecho por los diversos autores (nacionales y extranjeros), géneros y épocas, nos faculta para valorar las aportaciones que Cañizares realiza al ‘tema’ y la asunción de las mismas para trasladárnoslas a su versión teatral: la presencia del ‘retrato’ en manos del amante —detonante del amor entre Galatea y Acis—; la concepción del amor, recogido de la tradición poética culta y burlesca; el tratamiento de ciertos elementos procedentes de la novela pastoril; y un largo etcétera que el lector sagaz podrá añadir tras la lectura de la propia obra.

Nos encontramos ante una obra novedosa que, posiblemente, abra el camino a nuevos investigadores interesados en desvelar la obra de Cañizares y ratificar —con datos concretos y no meramente con intuición, como es mi caso— cómo su producción supuso ese eslabón necesario para mantener la cadena que significa la tradición teatral española. Su público —en su primera recepción, cortesano— será el que desaparezca de la sociedad dieciochesca, razón por la que los temas de esta naturaleza decaerán entre el gusto popular. Lo mismo ocurrió con las tragedias históricas-legendarias de la tradición clásica: no conseguían provocar sentimientos universales. Pero ello no significa que, en su época, no produjeran la admiración de un público y el reconocimiento de sus contemporáneos.

Todo estudio literario, estimado lector, escrito con la pulcritud, claridad y sincretismo, como es el que se presenta a lo largo de estas páginas, merece nuestra alabanza y agradecimiento. Espero que su lectura le recompense, por encima de su precio, reconsiderando exclusivamente su valor.

Piedad Bolaños Donoso

Universidad de Sevilla

A mi familia

«Un roi sens divertissement est
un homme plein de miserès»

(Pascal, Pensées)

INTRODUCCIÓN

Al presentar este libro, no puedo evitar aludir y rememorar su génesis y desarrollo que, al modo de tejer de Penélope, ha implicado sucesivos adelantos y retrocesos, pero siempre con la esperanza de ver terminada la pieza en el momento más adecuado para ser expuesta.

En la raíz de este estudio se encuentra la tesina de licenciatura realizada sobre el teatro y parateatro entre 1728 y 1733, ante el rey Felipe V, en la que se incluía el estudio sobre Amor aumenta el valor (1728), libreto de José de Cañizares y música de José de Nebra, Felipe Falconi y Giacomo Facco, representada ante la nobleza española y lusitana en Lisboa (Leal 2001). Comprobé que, posteriormente a Calderón, había un periodo largo y dilatado de nuestra historia del teatro —enmarcado por la muerte del citado dramaturgo en 1680 y la publicación del Teatro crítico universal de Feijoo en 1726 (Sánchez-Blanco 1991:17)— que adolecía de estudios generales, ediciones modernas de las obras más comerciales y de corral, o de las comedias destinadas a palacio1.

Consideré que la profundización en estos años de transición podría enriquecer tanto al teatro áureo como al neoclásico y así, poco a poco, aclarar y limpiar nuestra historia teatral de tópicos y claroscuros, uniendo esta visión renovada a la de investigadores, autores y profesores que se dedican a esta época.

Los años comprendidos entre 1680 y 1725 corresponden culturalmente a un momento al que algunos historiadores le han llamado la primera crisis de la conciencia española (Abellán 1981: 284; Sánchez Blanco 1999: 12), cuando se fragua el cambio intelectual de la nación. Dentro de este periodo, el año de 1700 tuvo una indudable significación política y marcó una nueva época en la historia de España (Domínguez Ortiz 1990: 104).

A la hora de establecer unos márgenes cronológicos en este estudio, me he decantado por un criterio marco: sin perder de vista el arco de tiempo cultural, en el que se inscribiría la actividad teatral, he señalado el año de 1700 como punto de partida. Las razones son también de índole teatral: desde 1681 hasta principios del siglo XVIII aún está presente entre el público y los autores la dramaturgia calderoniana (Andioc 1987: 13-26) y, según se deduce de los trabajos sobre estos decenios2, hay actualmente un mayor interés por parte de los investigadores hacia el teatro de los últimos años del siglo XVII. Por estas razones, estudiar el teatro a partir de 1700, año de la entronización de una nueva dinastía, representada por Felipe de Borbón, duque de Anjou, implica no solo observar las posibles derivaciones de la última propuesta escénica del Barroco, sino también comprobar en qué medida el cambio político contribuyó a innovar —o no— en el teatro y si, de manera implícita, facilitó el surgimiento de la nueva visión escénica.

Además, este año lo consideré como un límite temporal con la suficiente fuerza histórica para ejercer tal función y, a la vez, también me di cuenta de la oportunidad de la elección, ya que en el año 2000 se celebró el tercer centenario del advenimiento de los Borbones a nuestro país. Con este motivo, está siendo revisada, especialmente, la figura de Felipe V3: estas nuevas perspectivas y deslindes son convenientes para objetivar mejor la figura del primer Borbón y su significación cultural (García Cárcel 2002: 261-270). El límite final del estudio coincide prácticamente con el final aproximado de este periodo de crisis cultural: 1724, año de la abdicación del rey en su hijo Luis.

De esta forma, queda delimitado casi en un cuarto de siglo los primeros años del reinado, caracterizados por la adaptación del Borbón a sus súbditos: sus costumbres, una nueva forma de gobernar, la Guerra de Sucesión o los dos matrimonios del monarca, etc.

Después de aclarar el marco histórico-cultural de transición de una época y, apoyándome en dos fechas importantes en el terreno político que influirán en el ambiente cultural, considero que ya podemos entrar en la materia de este estudio: el teatro cortesano.

Este periodo ha sido estudiado por distintos investigadores desde ópticas muy diversas, como la Historia, la pintura, la Filosofía, la Sociología (Bottineau 1986; Abellán 1988), que han aportado datos necesarios e importantes sobre las influencias en el reinado y su plasmación en la cultura española; sin embargo, respecto al teatro, al ser los años inmediatamente posteriores a la muerte de Calderón (1680), con el que se cerraba un etapa estética, y previos a la publicación del libro Teatro crítico de Feijoo (1726), que pretende dar inicio al gusto neoclásico, además del cambio de dinastía, el teatro cortesano no ha sido estudiado con el mismo rigor que el que se ha realizado para la Casa de los Austrias4.

El interés por este tipo de teatro se deriva del papel que tuvo en la anterior dinastía, cómo colaboraron en las fiestas cortesanas los distintos autores desde Lope de Vega hasta Calderón y sus continuadores y, sobre todo, las obras que destinaban al divertimento real. Es evidente que unos festejos tan señalados en los Habsburgo, y por ende, en la sociedad española, no morirían tan fácilmente; por esta razón, estudiar el teatro palaciego en los primeros años de los Borbones implica poner en tela de juicio algunas cuestiones tradicionalmente admitidas en la centuria anterior: ¿lo potenció la nueva dinastía?, ¿hacia qué tipo de obras sentían más inclinación los nuevos reyes?, ¿entendían el teatro español y sus coordenadas?, ¿por qué se representaron ciertas comedias y otras no? Numerosas cuestiones para responder y algunas más que se hará el lector, a las que espero dar satisfacción adecuada con documentación oportuna y específica que presentaré a lo largo del presente trabajo.

Dentro de esta realidad palaciega y teatral, aparece José de Cañizares (1676-1750), dramaturgo a caballo entre dos siglos, y que desempeñó un papel importante en la corte de Felipe V con sus obras representadas en Palacio y en el Coliseo del Buen Retiro. Esto entronca perfectamente con el estudio previo realizado que ha sido inevitable continuarlo.

Entre las comedias palaciegas de Cañizares representadas en estas fechas (1700-1724), elegí la zarzuela mitológica Acis y Galatea: un estudio y su correspondiente edición crítica puede ayudarnos a entender mejor qué papel desempeñaba el teatro en la corte de Felipe V. Esta obra era la que ofrecía más testimonios manuscritos: además de tres libretos, hay dos partituras de la música compuesta por Antonio de Literes, maestro de la Real Capilla. Esta zarzuela mitológica fue representada con éxito el 19 de diciembre de 1708, vigesimoquinto cumpleaños del rey.

Aquí convendría resaltar el esfuerzo que en estos últimos años, musicólogos, intérpretes y compositores han realizado para rescatar la música barroca, que descansa en las partituras diseminadas en bibliotecas, archivos musicales, catedrales, etc.5, especialmente si se trata de compositores de la talla de Antonio de Literes. Además no podemos olvidar —como me comentó Eduardo López-Banzo, director del grupo instrumental de música barroca Al Ayre Español— que la edición crítica filológica de estas zarzuelas del siglo XVIII es un gran apoyo para la labor de los compositores e investigadores de este tipo de música. Esta opinión me hizo considerar de nuevo la importancia del estudio interdis-ciplinar de una obra de creación en la que intervienen distintas artes para no ofrecer una sola visión: de esta forma se muestra la riqueza y variedad que contiene; espero que resulte así con esta zarzuela. Fue una grata sorpresa descubrir que el citado grupo tenía en su repertorio el montaje escénico y/o concierto de Acis y Galatea, representado en Europa y América; gracias a su trabajo, he podido contar para mi estudio con la reproducción fílmica y la grabación sonora digital de la citada zarzuela.

Siguiendo con el mito de Penélope, he desentrañado la madeja de la investigación, sobre todo, mostrando las posibilidades de estudio y sus razones. Ahora, la tela de Penélope está ya hilada y dispuesta a ser utilizada; pero aún faltan por comentar algunos detalles, sin los cuales, Penélope hubiera tenido más dificultad a la hora de terminar su pieza. Los lectores habrán deducido que me refiero a las personas que me han facilitado, con su trabajo, buen hacer y generosidad en el tiempo, reunir toda la materia prima para la madeja, a coser determinados agujeros en la bibliografía, o a comprender mejor cómo se elabora parte de la tela: el director escénico Gustavo Tambascio y Alicia Lázaro, musi-cóloga, me facilitaron el vídeo de una de las representaciones de la obra analizada; Eduardo López Banzo, director de Al Ayre Español, me solucionó dudas y me aportó información y distintas sugerencias; Ma Victoria Puy Moreno y su equipo del servicio de Préstamo Interbibliotecario de la Biblioteca General de la Universidad de Sevilla, con su paciente trabajo consiguieron los manuscritos estudiados y el material que necesitaba; Carmen Sanzo, de la Biblioteca de la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla, me internó en el mundo de las bases de datos; las sucesivas becarias que han trabajado en la biblioteca del Departamento de Literatura Española y el personal auxiliar de la BGU han atendido todas mis peticiones con profesionalidad y buen humor; el coronel Pedro Ortega, director del Archivo del la Región Militar Sur, me orientó en la carrera militar del Antiguo Régimen y en los fondos de la Biblioteca de Capitanía General de Sevilla; la profesora Dña. Ma del Carmen del Camino atendió sin restricciones de ningún tipo mis dudas de tipo textual y la profesora Dña. Mercedes de los Reyes me ayudó de forma generosa en los criterios formales de las citas. En los meses finales de la elaboración de este trabajo, no puedo olvidar la interesante y provechosa conversación que mantuve una mañana fría de sábado en Granada con el catedrático D. Antonio Martín y que después fue continuada a través de la Red. Le agradezco su prontitud en resolver mis dudas y su paciencia con una filóloga.

A Penélope la mantenía en su constante hacer y deshacer el amor a Ulises y la esperanza de su regreso; por esto, no puedo dejar atrás a las personas que materialmente no me han ayudado pero sí han estado a mi lado, apoyándome en el verdadero sentido de la investigación y dándome ánimos, como mi familia y amistades. Merecen una especial mención Carlos y José Luis Leal, por su ayuda concreta, práctica y eficaz, Toñy Carrasco, Carmen Rubio y Macarena Castro me ayudaron con sus conocimientos informáticos en bastantes momentos de «ofuscación» técnica.

Es obvio también que en esta labor ha estado presente una persona que sabía muy bien coser distintos tipos de telas y transmitir su arte. Le agradezco todo esto a la profesora Dña. Piedad Bolaños Donoso, especialmente su dedicación a pesar de todos los imprevistos de distinto tipo que le han surgido en estos años y que no la han detenido en su labor investigadora y docente.

Finalmente, no quisiera omitir algo experimentado: la búsqueda de la objetividad en una parcela de la realidad humana valdría bien poco si no llevara a la unión de las personas que están implicadas en ella; así comparto una buena relación con las personas anteriormente citadas y, especialmente, con la profesora Dña. Piedad Bolaños, amistad que nació al amparo de los manuscritos, legajos, archivos y que continúa más allá.

EL AUTOR Y LA ÉPOCA. JOSÉ DE CAÑIZARES (1676-1750) Y EL TEATRO ENTRE DOS SIGLOS (1680-1724)

El año 1700 tuvo una indudable significación política y marca una nueva época en la Historia de España (Domínguez Ortiz 1990: 104); sin embargo, culturalmente, no deja de haber historiadores que plantean los años finales del siglo XVII como los momentos preliminares del cambio intelectual en la nación (Abellán 1988 y Sánchez-Blanco 1999). Por estas razones y considerando los años que le tocaron vivir a nuestro autor, vamos a presentar un breve esbozo del ambiente cultural durante ese corto espacio de tiempo en el que, según algunos críticos denominan y plantean, se produciría la primera crisis de la conciencia española. Esta experiencia crítica de la sociedad española se situaría, fundamentalmente, entre los años 1680 y 1724, y daría su fruto al final de la centuria, con el movimiento ilustrado en su total plenitud (Abellán 1988: 284). Además, coincide con el límite temporal de este trabajo, 1724, ya que por la amplitud de la vida de nuestro autor, estimamos que sería esta fecha la idónea, por ser, además, el año en que abdicó Felipe V.

En los veinte años que median desde 1680 hasta la llegada de la nueva dinastía, algunos autores señalan que se perciben cierta inquietud y tensión espiritual, aun sin encontrar una expresión clara y decidida (Sánchez-Blanco 1999: 16). Políticamente, se vislumbran unos cambios positivos en economía y demografía, el resurgir de la periferia frente a un estancamiento de Castilla y, concretamente, de Madrid, ciudad a la que más le costó salir de la crisis (Kamen 1994: 14). Sin embargo, en el campo artístico aún se podrá disfrutar de obras donde se observa una continuidad del Barroco en sus formas, en la corte aún trabajan los seguidores de Velázquez como Carreño de Miranda (+ 1685), Francisco Rizzi (+ 1685) y Claudio Coello (+ 1693); o bien, destacan en Andalucía Murillo (+ 1682), Valdés Leal (+ 1690), los escultores Pedro de Mena (+ 1688), Roldán (+ 1699) y José Churriguera (+ 1725) (Kamen 1981: 500-3) y, en el campo literario, no podemos dejar de citar la muerte de Calderón de la Barca en 1680, que prolongará su influencia a través de seguidores como Antonio Solís y Rivadeneyra (1662-1686), Antonio Coello y Ochoa (1611-1682), Juan Bautista Diamante (1625-1687), Bances Candamo (1662-1704), Antonio de Zamora (1664-1722) hasta José de Cañizares.

En estos momentos no podemos obviar la existencia fuera de nuestras fronteras de una cultura europea que sí influyó en nuestro país más de lo que habitualmente se piensa (Pérez-Magallón 2002: 305-8 y 319-35). En este periodo de tiempo hay que tener en cuenta la influencia aún latente y presente de la cultura italiana en distintos ámbitos; por ejemplo, en el campo de las publicaciones sale a la luz el catálogo del bibliófilo catalán Toda i Güell, y la Bibliotheca Hispana nova y la Bibliotheca Hispana vetus de Nicolás Antonio o también en las artes pictóricas. Así, hubo artistas que estudiaban en Italia y asimilaban sus influencias (por ejemplo, Sebastián Muñoz estudió con Carlos Maratta en Roma, Herrera «el Mozo» adquirió allí la técnica de la perspectiva) o bien había italianos afincados en España como Giovanni Gianini, médico de don Juan José de Austria, precursor y transmisor de las influencias extranjeras de Harvey, Descartes o Bacon. Además, el hijo de Felipe IV y la actriz María «La Caldero-na» consiguió que vinieran a España el jesuita La Faille, al que le encomendó la cátedra de Matemáticas del Colegio Imperial, y Fabro Bremundan, que fundó La Gaceta de Madrid. En cuanto a la moda, de hecho, quien empezó a desterrar el uso de la golilla en nuestro país fue don Juan José de Austria (Domínguez Ortiz 2001: 203).

Junto a formas nacionales que van degenerando, aparecen otras ideas y planteamientos que emergen, favorecidos por los distintos autores «modernos» y que esperan solamente una coyuntura favorable para salir a la luz (Sánchez-Blanco 1999: 22). Se intenta reformar la cultura imperante en el momento; concretamente, en el pensamiento científico es donde se observa de manera más patente esta nueva postura: Luis Rodríguez de Pedrosa (1599-1673), Isaac Cardoso (Lisboa, 1615-Venecia, 1680), Juan Caramuel (Madrid, 1606-Lom-bardía, 1682), Juan de Cabriada (1665-1714) y Diego Mateo Zapata (Murcia, 1664-1745) son los precursores que extenderán su influencia desde el reinado de Carlos II hasta los primeros años del de Felipe V. Intentarán abordar los distintos fenómenos con una metodología racionalista y empírica frente a la escolástica tradicional. El resultado es, según Abellán, «la constatación de que el siglo XVIII comienza mucho antes de lo que se había considerado tradicionalmente, y que se inicia por una transformación radical en el mundo de las ideas» (1988: 282). Evidentemente, hasta este momento nos hemos movido en el campo ideológico y científico; el paso de la especulación a hechos culturales concretos, dirigidos al gran público, no es inmediato y tendremos que esperar unos años.

Cuando subió Felipe V al trono, se encontró rodeado de ciertas personas que tenían conciencia de la crisis y que la vivieron a fondo (ibíd.: 289); así, el duque de Montellano, presidente del Consejo de Castilla, era uno de los principales animadores de las tertulias que se organizaban en su casa y en las que se hablaba de filosofía cartesiana, y lo mismo sucedía en casa del marqués de Mondéjar; el propio médico privado de Felipe V es Diego Mateo Zapata, miembro perteneciente a la Academia de Medicina de Sevilla, que el rey aprueba en 1700 y a la que le otorga el título de «Real» y, desde 1702, el citado médico es su presidente. A la hora de fundar la Biblioteca Real, el cargo de bibliotecario mayor recae en Gabriel Álvarez de Toledo, poeta y autor de una Historia de la Iglesia y del mundo con tintes de la filosofía de Maignan (ibíd.: 360-361).

Estos ejemplos son claros para observar cómo la nueva visión de la cultura no se difundía en las universidades, sino en tertulias, academias y laboratorios, y cómo van ganando terreno lentamente en distintos ámbitos. La presencia de estos personajes alimentó polémicas6 en los diversos campos del saber, «adelantándose, de este modo, a la Ilustración española» (Martín Vega 1989: 106), con la intención de difundir sus conocimientos y hacerlos llegar al gran público (Sánchez-Blanco 1999: 35). En 1714 ya aparece para calificar a este grupo el término de novatores, es decir, que tenían suficiente peso social para ser nombrados y calificados de esta determinada manera:

Tras los estudios que diversos especialistas han dedicado al periodo se tiende a señalar —por quienes están al día y pretenden dar una visión más completa y ajustada de la realidad— la producción de una serie de escritores como un verdadero movimiento intelectual que cada vez menos se puede analizar como la presencia de meras individualidades aisladas (Pérez Magallón 2002: 86).

En este ambiente discurre la vida de nuestro dramaturgo. José de Cañizares nace el 14 de julio de 1676 en la madrileña calle del Carmen. Los últimos veinticinco años del siglo coinciden con su época de formación. En este periodo se constatan las carencias de la enseñanza a todos los niveles: las clases populares terminaban sabiendo algo de Gramática y de lengua latina; los hijos de la nobleza acudían a unas universidades que estaban totalmente desprestigiadas y en decadencia. A nuestro autor solo le quedaría la posibilidad de aplicarse a las letras de manera autodidacta y, por esta razón, «resulta difícil asegurar y defender que sus primeras obras dramáticas las hubiera escrito a los trece años» (Leal 2008: 242-243).

Los primeros textos conocidos de Cañizares surgen al abrigo del ambiente cortesano: un panegírico dedicado a Mariana de Austria, fallecida el 16 de mayo de 1696 (Al lamentable s. a.); también, probablemente, en este mismo año, Cañizares escribió un romance, con motivo de la recuperación de Carlos II después de una enfermedad (Demostraciones s. a.). En 1697, sometió a la censura su obra dramática El Sol de Occidente, san Benito y, en este mismo año, para celebrar la onomástica del monarca, se representa en Palacio Montes afirma el desdén por la compañía de Juan de Cárdenas (Fuentes VI: 298); es su primera zarzuela. En 1698, estrena en Palacio Salir el amor del mundo, zarzuela con música de Sebastián Durón, maestro de Capilla de Carlos II (Fuentes IX: 208). En este mismo ambiente cortesano, Cañizares participa en las academias en honor al rey en Carnestolendas junto con personajes importantes de la corte y dramaturgos del momento, donde hemos localizado un poema escasamente conocido hasta ahora, en tono jocoso y festivo, propio de Carnaval (Leal 2008: 246-249) y también aparece el único retrato hasta ahora conocido de nuestro autor:

Venia don Ioseph de Cañizares, con passos de garganta, muy de júbilo, gorgeándose, y cantando las tres Anades Madre, poniéndoles vn Papagayo, que fué su Assumpto, que parecía Periquito entre ellas. Jactavase diziendo, que si Apolo era Poeta y Cantor, que tambien sus numeros, tenian su solfa en el Rollo. Dixo entonces el Ayudante: Está muy bien quisto, porque es como los doblones, que tienen Armas, y letras. Dizen que tiene bien cortada la pluma, y aun la mano, reliquias de los Exercitos en que ha sido Soldado, pues no ay parte en su cuerpo que no acuerde su profession; porque hasta las narices tiene soldadas; pero lo que falta en ellas, puede remediar el Assumpto porque

  Bien pudiera por ensayo,
  En casos tan infelices,
  Añadirles las narices
  El pico del Papagayo (23-24)7.

Cañizares llegó a ser capitán de los caballeros corazas. No sabemos exactamente cuándo ingresó en el ejército, pero por los datos de la Ordenanzas, presumiblemente, el hecho habría tenido lugar cuando cumplió dieciocho años, alrededor de 1694. En 1700 nos consta que era teniente reformado, es decir, no tenía en propiedad el empleo y finalmente, parece que le concedieron el empleo de capitán en 1704 (Leal 2008: 246). Nuestro autor perteneció a uno de los cuerpos más destacados de la Guerra de Sucesión, ya que, por ejemplo, a la victoria en Villaviciosa, se le denominó «la batalla de la Caballería»; además, por los datos de la época conocemos que recibiría un sueldo de 145 escudos: debería tener un cierto capital personal para mantener su caballo propio y todas sus necesidades de campaña (ibíd.: 250).

La Barrera señala que se hallaba fuera del servicio en 1711 (1968: 68). Felipe V efectuó una reducción de tropas de Caballería entre los años 1715 a 1718. A raíz de estas disposiciones y teniendo en cuenta también la edad de Cañizares —alrededor de cuarenta— y los años de servicio —más de veinte—, resulta plausible que decidiera abandonar la vida militar.

Según La Barrera, nuestro autor fue nombrado en 1702 fiscal de comedias y ejerció este cargo hasta el final de su vida. Hasta ahora no queda clara la fecha exacta de su comienzo en este nuevo trabajo; pero por investigaciones que hemos realizado, se puede delimitar el periodo de tiempo de su incorporación: entre finales del verano y diciembre de 1702 (Leal 2008: 255). A su lado trabajaron cinco censores distintos: Lanini y Sagrado, Benegassi y Luján, Juan de la Hoz y Mota, Juan Salvo y Vela y Julián Amerín y Velasco.

En la corte, está atestiguada una relación de trabajo y de confianza con el mayordomo mayor, don José Fernández de Velasco y Tovar, VIII duque de Frías. La influencia de este cortesano se pone de manifiesto en las obras que estrena Cañizares en Palacio y en el Coliseo del Buen Retiro, para Su Majestad: Acis y Galatea (1708) y Con música y por amor (1709). Sin embargo, queda aún más claro este servicio cuando el condestable de Castilla le encarga a Cañizares que redacte en 1711 España llorosa…, dedicada al difunto padre de Felipe V, el delfín de Francia y cuando, en 1712, compone Pompa funeral… en honor de los príncipes delfines de Francia, don Luis y doña Ma Adelaida, es decir, el hermano y la cuñada de nuestro rey.

Para comprender mejor cómo llevaría adelante Cañizares su oficio militar, su ocupación como fiscal y dramaturgo, proponemos la fecha de 1715, a partir de la cual, dejaría la milicia y se dedicaría plenamente al teatro (Leal 2008: 251-252). A la vez, es importante considerar su trabajo en la contaduría de la Casa Ducal de Osuna, en donde su verdadera ocupación, quizás, fuera suministrar copias de comedias a la biblioteca del duque y encargarse de todo el trámite (ibíd.: 263). No es de extrañar que nuestro dramaturgo vaya entrando en la vida palaciega poco a poco ya que, además de sus cualidades, contaba con el apoyo del condestable, familia directa del duque de Osuna, para el que también trabajaba. Así, cuando el marqués de Villena es nombrado mayordomo mayor en 1715, nuestro dramaturgo ya tiene el camino preparado para ser el escritor que ponga en escena un mayor número de comedias delante de los reyes, como se demuestra en este periodo (ibíd.: 264).

En sus principios como dramaturgo se ha iniciado en la zarzuela palaciega y las comedias novelescas; en los años sucesivos irá explorando el resto de los géneros: histórico, de santos, heroico… y su presencia en los corrales y en Palacio es continua. El éxito lo acompaña en los escenarios. Sus comedias son elegidas para inaugurar las temporadas o en fiestas tan señaladas como Navidad o Martes de Carnaval, llegando incluso a cubrir todos los inicios y cierres en las temporadas y en Palacio es el único dramaturgo español que llega a representar delante de los reyes y de la corte (Leal 2006: 467), además de intervenir en las fiestas del Coliseo del Buen Retiro (ibíd.: 469).

En Palacio, hasta 1724, el teatro español era puesto en escena por las compañías españolas (470-472) que, en palabras de Madame de los Ursinos, solo les producía aburrimiento durante dos o tres horas por la tarde8. Las consideraban en la corte como un medio para divertirse unas horas sin grandes pretensiones, además de considerarlas totalmente ajenas a la tradición francesa: sin regla, ni decencia; hablando las mujeres y hombres con una libertad poco apropiada y, el marqués de Villena, que es considerado como un hombre de letras y próximo al sentimiento francés, opina que no hay ni rima ni razón y que Calderón, Solís y los otros autores más famosos no tenían nada que ver con Corneille y Racine9. Sin embargo, esto no fue óbice para que Cañizares pusiera en escena Las Amazonas de España (1720), Júpiter y Anfitrión (1720), Semele abrasada, Amando bien no se ofenderá un desdén (1721), La hazaña mayor de Alcides (1723), todas ellas estrenadas en Palacio o en el Coliseo del Buen Retiro (ibíd.: 470-472), y que llegara a ser, como él mismo se denomina, «Comisario de las reales Fiestas de S. M»10 en el encabezamiento de una loa que compuso (Fiesta, s. a.).

A lo largo de los años aumentará su producción con las comedias de magia (El asombro de Francia, Marta la Romarantina [1716], El Anillo de Giges, Don Juan de la Espina en su patria, Don Juan de la Espina en Milán), de figurón, (El Dómine Lucas [1716]), zarzuelas y fiestas palaciegas, etc., hasta sumar unas 80 obras conocidas (Merimée 1983: 82). Como señala Andioc y se puede comprobar en los documentos aportados por Shergold y Varey (Fuentes XVI: 375 y ss.), es el autor más representado, visto y aplaudido por el pueblo de Madrid.

Está documentado que se casó dos veces: la primera, con doña Gertrudis Galán en fecha desconocida (Agulló 2003: 138) y la segunda, con doña Lorenza Álvarez de Losada, según las capitulaciones matrimoniales, fechadas el 31 de enero de 1729 (ibíd.: 138-139). Gracias a las documentos localizados por Agulló, conocemos que ambos eran viudos y que Cañizares no tenía ningún hijo de su primera mujer; sí tuvo descendencia de la segunda: José y Jerónima (ibíd.: 134). En 1747, el matrimonio se otorga mutuos poderes para testar (ibíd.: 149-150), tres años antes del fallecimiento de nuestro dramaturgo.

LA OBRA. ACIS Y GALATBA (1708): UNA FIESTA CORTESANA MITOLÓGICA

La materia dramática: el mito de Acis y Galatea

Desde la Antigüedad hasta nuestros días, el mito de Acis y Galatea ha estado presente —y aún lo está— en la cultura occidental, en su vertiente más artística: pintura, escultura, música o literatura. Cañizares ha sido uno de los autores que lo ha tratado y por esto, para calibrar la tradición que recibió y la originalidad con que dotó su versión dramática, vamos a elaborar una historia del mito que irá descubriendo los distintos elementos de la composición de Acis y Galatea (AG) y su integración en ella. Este propósito nos llevará a las fuentes remotas y directas del mito.

Antigüedad grecolatina

La primera alusión que recoge la literatura europea se encuentra en La Teogonía de Hesíodo. En ella se nos relata que Brontes, Estéropes y Arges, hijos de Urano y Gea, eran tres cíclopes «de soberbio espíritu» (Hesíodo 1983: vv. 140-145). Estos forjaron y regalaron a Zeus el trueno y el rayo; eran poderosos porque «el vigor, la fuerza y los recursos presidían sus actos» (vv. 140-145). Nos cuenta también el origen de Galatea, «la hermosa», hija de Nereo y de Doris, hija de Océano; curiosamente, Hesíodo las enumera entre las nereidas más importantes.

En la Odisea, en su canto IX, reside una de las principales fuentes sobre nuestro mito, donde se relata el encuentro de Odiseo con Polifemo. En ella, el cíclope es hijo de la ninfa Toosa y de Poseidón (Homero 1982: vv. 70-75). En nuestra zarzuela se mantiene esta filiación del cíclope (AG, vv. 99-101) frente a la de Hesíodo.

La acción del poema homérico transcurre en la llamada «isla de los Cíclopes», donde no hay cultivos sino solo hierbas para las cabras. Homero describe a Polifemo de forma hiperbólica, comparándolo a un «pico selvoso / que se eleva señero y domina las otras montañas» (Homero 1982: vv. 190-191), además de poseer una fuerza sobrehumana, ya que, en un determinado momento,

después en sus brazos

levantado en enorme peñón, ajustólo a la entrada.

Veintidós buenos carros de cuádruple rueda no habrían

del umbral removido aquel cierre: tal era el abrupto

pedrejón con que aquel afirmaba su puerta (vv. 240 y ss.).

Es un cíclope pastor, como otros que habitan en la isla; pero Polifemo vive apartado del resto, no tiene en cuenta a los dioses ni a sus leyes y no cumple las reglas mínimas que rigen la hospitalidad, por lo cual, Odiseo empleará toda su astucia para librarse él y sus compañeros de ser devorados por el cíclope antropófago y sanguinario. Lo hará de la manera conocida por todos: mientras duerme Polifemo, sumido en el sueño de una gran borrachera, le clavará una estaca ardiente en su único ojo; finalmente, los náufragos saldrán de la isla no sin antes ser blanco de la ira de Polifemo:

Él, entonces, alzando un peñón muy más grande que el otro

con inmenso vigor, lo lanzó a rodeabrazo

(vv. 535 y ss.).                               

El motivo recurrente del peñasco es una manera de hacer ver al lector la fuerza extraordinaria del cíclope y así lo recibirá la tradición literaria.

En la época de la polis griega, momento de auge del teatro, conservamos una única pieza satírica completa del drama griego; me refiero a El Cíclope, de Eurípides (1983: 102). El dramaturgo toma como fuente de su sátira el episodio de la Odisea y sitúa la acción a los pies del Etna. Al igual que el monstruo homérico, Polifemo vive en una cueva y se alimenta de la leche, del queso, de la carne de los rebaños y de la de los extranjeros.

Es hijo de Poseidón; su condición de origen divino la hace valer el cíclope ante sus visitantes, lo que no dejaría de ser un punto paródico en la concepción del personaje: «¿No sabían que yo soy un dios y descendiente de dioses?» (Eurípides 1983: v. 230). Además, también causaría cierta hilaridad la escena de la embriaguez del cíclope y de la ceguera, en la que Polifemo se tropieza con todo, «sabiamente» guiado por los sátiros. En AG se advierten varias escenas de carácter burlesco y humillante para el cíclope que, aunque, evidentemente, no están escritas con una intención tan sarcástica como la de Eurípides, sí que reflejan una visión satírica de Polifemo, sobre todo, al eliminar su condición de divinidad ante los ojos de los villanos y pastores (AG, vv. 1293-1299 y vv. 1358-1363).

Eurípides interrumpe su obra en el momento en que Ulises y sus compañeros huyen, y el cíclope va en busca de una piedra para tirarla al buque (Eurípides 1983: vv. 695 y ss.). Esta es la primera pieza teatral conocida sobre el mítico Odiseo y Polifemo, basada en los hechos narrados en la Odisea: aún no hemos podido contemplar al cíclope enamorado.

En el drama de Eurípides encontramos la primera interpretación no ligada estrictamente a relatar un episodio mitológico; hay una clara intención satírico-política por parte del dramaturgo griego: el cíclope simbolizaría la vida natural y sencilla, en la que sobran las leyes, y Odiseo encarna el ideal de la vida ateniense, regulada por la convención, la razón y la ley (ibíd.: 104).

En los últimos años del s. V a.C., en Grecia, la mayoría de los géneros quedaron eclipsados por el drama, excepto la poesía lírica coral plasmada, entre otras manifestaciones, en el ditirambo. Estos poemas se recitaban con música, que alternaba vivaces ritmos y tonos, pero desgraciadamente no se ha conservado nada de la música (Lesky 1985: 442-443). Entre estos poetas líricos, destaca Filóxeno de Citera (380/379-435/434 a.C.), que cantó la historia de Polifemo y Odiseo, además de introducir el personaje de Galatea, amada por el cíclope y que, gracias a este amor, el héroe griego pudo escapar. Está narrado en el Ciclope, uno de sus 24 ditirambos (ibíd.: 444) que Aristóteles cita en su Poética como ejemplo de imitación distinta sobre un mismo tema (Aristóteles 1974: 250).

Después de hacer este breve recorrido por la literatura clásica griega, llegamos a uno de los autores que más han influido dentro de este periodo, junto con Hesíodo y Homero, a configurar el mito: se trata del poeta siciliano Teócrito de Siracusa (primera mitad del siglo III a.C.). Los años que vivió corresponden al periodo del helenismo y su producción se encuadra dentro de la poesía alejandrina (749). La obra que nos ha llegado a través de los siglos son sus Idilios y el tema de dos de ellos versan sobre el amor de Polifemo y Galatea.

En el Idilio VI, llamado «Los cantores bucólicos», dos pastores, Dametas y Dafnis cantan en concurso los amores de Galatea por Polifemo. Dafnis refleja el amor de la ninfa por el cíclope. Esta sale del mar, tira manzanas a Polifemo y a su perra para llamar la atención y desde las olas le hace carantoñas:

Cuida de que no vaya a arrojarse [la perra] a las piernas de la doncella, cuando salga ésta del mar y desgarre su hermosa piel. Ella, aún desde allí te hace carantoñas. Como las resecas hojuelas que se desprenden del cardo cuando quema el bello estío, también ella, te huye cuando la amas, y si no la amas te persigue y agota la última esperanza. La verdad es que el amor, Polifemo, hace parecer bello lo que no lo es (Teócrito 1963: 87).

Pero Polifemo la desdeña hasta que no le prometa que se entregará a él, porque «no tengo fea facha, como dicen de mí. Sí, porque el otro día miré hacia el Ponto —estaba en calma— y mi barba ofrecía, al reflejarse un bello aspecto» (88). Aquí se podría suponer que Teócrito toma como base otra leyenda que existía sobre los amores de Galatea y Polifemo. Estos llegarían a engendrar tres hijos: Gálata, Celto e Ilirio, epónimos de los gálatas, celtas e ilirios (Grimal 2000: 209).

En el Idilio XI, «El Cíclope», asistimos a las quejas de Polifemo, que canta ante el mar para aliviar sus penas por Galatea. En su lamento recuerda la primera vez que vio a la ninfa, al acompañarla a recoger flores. Considera que su aspecto es lo que retrae a Galatea, pero valora que sus ganados pueden suplir esa falta, además de hacer valer sus posesiones y las ventajas de habitar en la tierra frente al mar:

¡Ea, ven a mí! Y no saldrás perdiendo: deja que el glauco mar rompa contra la orilla (…) Hay laureles allí, hay esbeltos cipreses, hay negra hiedra (…) ¿Quién en lugar de esto preferiría quedarse con el mar y sus olas? (Teócrito 1963: 122).

Hace alusión a su madre, ninfa al igual que Galatea, y le reprocha que nunca dijera nada positivo sobre él a su amada ni se preocupe por su salud, porque se encuentra mal y está adelgazando. Es un amor ingenuo: está dispuesto a dejarse quemar el ojo, tener branquias y aprender a nadar. En este idilio, sucede lo contrario que en el anterior: es Galatea la que se resiste a los amores de Polifemo y es el que ofrecerá, a la postre, más juego en la literatura universal.

Ahora, nos acercamos a la tradición latina, donde vuelve a aparecer este mito de la mano de Virgilio (70-19 a.C.) en la Eneida. En el largo recuento de Eneas a la reina Dido sobre sus peripecias desde Frigia a Sicilia, se narra un episodio en la isla de Trinacria. Él y sus hombres desembarcan en ella y se encuentran con uno de los compañeros de Ulises, Aqueménides, superviviente de la matanza de Polifemo, y le pide que lo saquen de la isla (Virgilio 1992: vv. 600-605). Este personaje, introducido libremente por Virgilio, relatará a los asustados viajeros quiénes son los cíclopes y la actuación de Polifemo (vv. 606-654). La presentación de este, yendo al mar para cicatrizar su herida sangrante del ojo, dista mucho de la descripción homérica, y el poeta latino intercala una variante: Polifemo intentará detenerlos no con el lanzamiento de peñas, ya que, como es ciego, le resulta imposible, sino con sus gritos estentóreos (vv. 670-675).

Como es bien conocido, en el libro XIII de Las metamorfosis (Ovidio 1995: vv. 740-897) se cuenta la historia de Galatea, Polifemo y Acis. El mito ovidiano lo narra una Galatea llorosa y resignada, que solo pudo escapar del amor del cíclope «al precio de una muerte» (v. 744) y comienza su relato en conversación con Escila. La ninfa recuerda los gratos momentos pasados junto a su amado y, cómo, a la vez, Polifemo la cortejaba; este sentía «lo que es el amor y ardía en una violenta pasión / olvidado de sus rebaños y de sus cuevas» (vv. 762-763) e incluso llegó a olvidar su ansia de matanza, su sed de sangre; sin embargo, la ninfa lo odia. No sabe qué es mayor si el amor que siente por Acis o el odio hacia Polifemo. Esta misma aversión siente la ninfa de nuestra obra dieciochesca (AG, vv. 747-748); también Polifemo reduce su capacidad antropófaga y, en principio, rechaza el amor e, incluso, la idea de amar (AG, vv. 169-174).

De nuevo con el texto ovidiano, este sigue a Homero en la genealogía del cíclope y en su ocupación pastoril en la isla de Sicilia. Polifemo canta sus desdichas con la siringa en un lugar no lejano donde se encuentran Acis y Galatea. En este lamento, el poeta elabora y refleja de manera más variada y sensible que Teócrito el desdeño de Galatea hacia el cíclope y también el elenco de todas sus riquezas en rebaños y cultivos que le ofrece a la ninfa. Ovidio, a través de la amplificatio, aumenta las posesiones del cíclope al enumerar los frutos de los árboles, las fresas, las cerezas, las castañas, etc., que no aparecen ni en la Odisea ni en la EneidaAG