Este libro es para:

Celia Zatarain, mi madre, por su fuerza y su valor.

Irma Munguía, mi hermana, porque siempre está.

Claudia Gidi, amiga, por todo lo compartido.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
LA RISA COMO CATEGORÍA ESTÉTICA
CAPÍTULO I
LA POLÉMICA ENTRE LENGUA POPULAR Y LENGUA LITERARIA. RELACIONES CON LA RISA
-Risa y seriedad en la cultura mexicana
-Oralidad y escritura. Lo popular y lo culto
-La sátira en México: utopías didácticas
-Ecos de risas festivas
CAPÍTULO II
RISA Y ORALIDAD: ELABORACIONES ESTILÍSTICAS
-Las posibilidades de la risa en la oralidad estilizada
-En la intersección de lo culto y lo popular: estética de lo grotesco
-Continuidad y renovación de la tradición literaria: la parodia
CAPÍTULO III
HUMOR, JUEGO E IRREVERENCIA EN LA LITERATURA MEXICANA
-Humor, dolor y melancolía en tres casos
-La escritura lúdica
-Las razones de la irreverencia
A MODO DE EPÍLOGO
-La risa inaudible en Pedro Páramo
BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

LA RISA COMO CATEGORÍA ESTÉTICA

La idea que rige la escritura de este ensayo parte de una verdad manifiesta, y acaso por eso pocas veces atendida: no hay un solo México, hay muchos, contradictorios y complementarios. Tampoco, en consecuencia, hay una tradición literaria que, homogénea, corra en una línea recta de evolución; son múltiples y variadas sus líneas, con quiebres y discontinuidades, diálogos y pugnas entre ellas. Sin embargo, sospecho que, con demasiada frecuencia, en los recuentos históricos y en la labor crítica, por la aspiración de alcanzar una homogeneidad ideal que respalde la imagen de la nación como un todo único y armónico, se ha pasado por alto lo diverso y lo discontinuo. El resultado es que, a estas alturas, contamos con extensos catálogos de obras y autores, análisis de textos particulares y algunas crónicas de la vida literaria de ciertos momentos, pero seguimos careciendo de revisiones abarcadoras que busquen dar un justo bosquejo de la complejidad y la diversidad de la literatura nacional.

Existe, desde luego, un trabajo precedente que ha creado un corpus fundamental y que ha ofrecido reflexiones audaces sobre la vida cultural y literaria de América Latina, a pesar de esto, cada vez es más claro que en los últimos tiempos el reto de encarar estudios que engloben un problema, aunque sea dentro de los límites de un país, arredra a los críticos, y se termina siempre fragmentando el objeto de estudio, parcelando en géneros, regiones, acotando periodos cada vez más cortos.

También es cierto que, antes de plantearnos la posibilidad de una amplia reconstrucción histórica, hace falta llenar algunas lagunas: todavía necesitamos recuperar gran parte del corpus que conformaría ese impreciso espectro llamado literatura mexicana; es esencial avanzar en investigaciones básicas para incorporar otras fuentes, además de la del libro impreso; requerimos hacer trabajos críticos de muchas obras, de periodos completos y urgen estudios de poética acerca de fenómenos específicos. En buena medida, mi búsqueda se inscribe en esta última línea.

Formulo el sentido de mi indagación como un problema de poética literaria que se cruza en muchos momentos con la perspectiva histórica, pues quiero abrir la posibilidad de releer grandes segmentos de la historia literaria mexicana, pero no desde los géneros literarios o partiendo de las escuelas o movimientos establecidos. Tampoco creo pertinente establecer una línea cronológica para organizar el estudio. Pienso que puede ser más revelador trabajar en el análisis del tono y la orientación con que se han escrito las obras literarias. Al plantear de esta manera mi modo de proceder, quiero hacer notar que es viable enfocar el estudio en la risa, una de las fuerzas fundamentales enraizadas en la cultura —la gravedad o solemnidad sería otra— que se traducen en visiones artísticas y que presentan una enorme diversidad de formas expresivas y genéricas.

La escritura literaria grave, a veces solemne, ha sido la más estudiada porque se ha identificado con los valores ideales: la seriedad, la heroicidad, la elevación espiritual, lo trascendente; lo bello, a fin de cuentas. Esto ha sido a tal punto que muchos textos canónicos compuestos en un espíritu lúdico o riente han sido leídos y analizados con una gravedad inusitada, mientras que las distintas manifestaciones artísticas de la risa en la literatura han quedado desplazadas a los márgenes de la cultura, a ese territorio incierto de lo folclórico, lo ligero, incluso lo ultrajante u ofensivo. Los rasgos estéticos ligados a la risa se han estudiado como recursos retóricos a los que los escritores apelan para hacer más serio su trabajo, como chispazos intermitentes a los que se recurriera para plasmar mejor supuestas intenciones; si no piénsese cómo se ha estudiado la ironía o la parodia en algunas obras literarias.

La gravedad, la solemnidad, el sentimentalismo y el patetismo constituyen, sin duda, fuerzas articuladoras de determinadas visiones ideales del mundo; responden a necesidades sociales educativas, de elevación, sublimación, incluso, de heroicidad. Si bien, por ejemplo, las estéticas sentimentales han evolucionado, con frecuencia, hacia manifestaciones poco artísticas como la novela rosa o cierta lírica todavía vigente en publicaciones provincianas; es preciso reconocer su importancia en el desarrollo de la literatura nacional, porque han formado gustos, educado en la apreciación de cierto tipo de arte, promovido la identificación entre héroe y lector, y ofrecido, en conclusión, un ámbito elevado de reconocimiento para el amplio público ávido de modelos ideales. Hace falta explicar cómo se ha conformado cada una de estas vertientes estéticas, de qué elementos se constituyen, hacia dónde han caminado, qué las une y las diferencia. En resumen, todavía tenemos acumulado y pendiente el trabajo de hacer relecturas críticas.

Ahora bien, si pensamos con mayor detenimiento y volvemos a muchas de las obras literarias canónicas, vamos a descubrir, casi con certeza, que no necesariamente priva en ellas el tono apesadumbrado que tanto se les atribuye. Acaso, si aceptamos releer sin prejuicios, nos sorprenderemos reconociendo también asomos de humor, incluso en las obras más trágicas y desesperanzadas. La presencia de la risa en el arte verbal no le resta a éste seriedad ni trascendencia. Por el contrario, me atrevería a afirmar que las grandes obras, las que más hondo han calado en nuestra vida, están hechas de risa y de tragedia, de humor y gravedad.

Para realizar estas relecturas más justas y pertinentes, para poder entender a fondo la complejidad de la cultura y la multiplicidad de los lenguajes artísticos de la literatura mexicana, hace falta empezar a hablar de esa otra perspectiva que no ha sido para nada atendida, la relativa al humor y la risa. La risa, de la que me interesa hablar aquí, constituye una actitud estética hacia la realidad, a la vez es también un modo de conocimiento y por ello, implica una postura ética, define, en gran medida, las formas de relación entre el yo y el otro, y determina un modo de acercarse a las diferenciadas manifestaciones discursivas. Desde este punto de vista, puede pensarse como una de las fuerzas fundamentales de articulación del discurso literario. El humor y la risa estructuran lenguajes artísticos diversos y han marcado caminos al desarrollo de los géneros literarios.

Sin embargo, cuando el estudioso se introduce en los meandros de la presencia de la risa y el humor en la cultura mexicana, se tropieza con una inmensa variedad de problemas que valdría la pena tener en consideración. Voy a mencionar algunos: es un lugar común hablar del humor y del carácter festivo del mexicano, relacionándolos con una particular actitud idiosincrásica frente a la muerte. Muchos de los intelectuales destacados de la alta cultura han reflexionado y escrito ensayos sobre el tema. Paradójicamente, el fenómeno ha merecido, en general, explicaciones solemnes, casi sentenciosas, que cierran y concluyen una imagen rígida de tal identidad. A lo anterior se puede sumar el hecho de que la actitud risueña del pueblo mexicano, en el mejor de los casos, ha pasado a los tratados de historia nacional, literaria y cultural, como un asunto de índole temática. Debido a la importancia que estas perspectivas han tenido en la determinación de un discurso generalizado sobre el ser nacional y la cultura, dedico un apartado del primer capítulo a la revisión de estos puntos de vista, para así poder ubicar con claridad el origen y la razón de ser de muchas valoraciones repetidas una y otra vez en la crítica literaria.

La risa ha sido una presencia constante en las distintas esferas de la vida cotidiana de México. Ha sido una fuerza orientadora de los destinos de los géneros literarios, de los estilos y de los trayectos por donde ha corrido la práctica literaria. La variedad de grados de presencia, procedimientos y tendencias de la risa es fundamental para definir el sentido ideológico y estético de una obra verbal. Su modo de aparecer o de ser excluida del discurso literario es significativo y puede ser una vía de entrada para estudiar el fenómeno literario. Ahora bien, es necesario tener en cuenta el amplio espectro de diferencias y hasta encontradas manifestaciones artísticas que la risa alienta, no siempre delineadas ni definidas con precisión.

El presente ensayo es apenas un primer asomo al profundo mar que representa este campo de estudio. He debido dejar de lado gran cantidad de textos porque es imposible ser exhaustivo en este tipo de trabajo; tampoco he seguido una línea cronológica; pero acaso lo más problemático sea la decisión de revisar el fenómeno en parcelas relacionadas con la orientación que cierta forma de risa le ha dado a importantes vertientes artísticas que atraviesan los tiempos. Así, he tenido que tomar como puntos de partida la tendencia didáctica en la escritura, relacionada históricamente con la sátira; la huella de lo popular en las visiones grotescas y la ambigüedad renovadora que ha implicado la práctica paródica. De esta manera quedan fuera, estoy consciente, muchas manifestaciones artísticas que no responden con precisión a ninguna de estas grandes líneas históricas, pero había que empezar de algún modo y prefiero correr el riesgo de la provisionalidad a no intentar nada.

Un concepto central para hacer comprensible mi trabajo es, precisamente, el de la risa: se debe salir de la limitación de equiparar la risa a lo alegre, a lo cómico o, en el otro extremo, de asociarla con lo malévolo, con la parte destructiva que puede encerrar o con la simple máscara que esconde la pena. Pero, sobre todo, es preciso eliminar, de una vez por todas, la tentación de ubicarla en el plano de los tropos o de los recursos retóricos. Entonces, es necesario reconocerla como fuerza articuladora de una perspectiva especial para estetizar el mundo. Habría que empezar por el intento de asentar la concepción de la risa como un fenómeno multifacético, complejo, ligado a la heteroglosia, con una infinita capacidad de transmutación de voces y acentos. La risa resulta una de las formas privilegiadas para introducir en el arte verbal, en cualquier género literario, la ambigüedad, la pugna, la inestabilidad de las certezas, para penetrar en las voces autorizadas, consagradas, reorientando los sentidos pretendidamente unívocos. La risa siembra la duda, puede funcionar como un eco distorsionador de lo que tiene valor único y lineal, y ha sido, en gran medida, una increíble fuente generadora de imágenes artísticas, aunque, como habré de insistir a lo largo de mi texto, pocas veces se le haya reconocido esta rica aportación en la historia literaria nacional.

Después de los trabajos de Miajíl Bajtín sobre la tradición carnavalesca y los lenguajes carnavalizados en la literatura europea, nadie puede negar la importancia que para el desarrollo de la novela tuvieron, por ejemplo, las figuras del pícaro, el bufón y el tonto. El problema es que para explicar la tradición literaria latinoamericana hemos seguido recurriendo a estos hallazgos, tan pertinentes para estudiar la narrativa europea; pero no nos hemos detenido a pensar en la peculiaridad de nuestros procesos culturales, incluso en las resonancias múltiples y diversas que puede tener la risa en nuestras sociedades. Menos nos hemos preocupado por entender las distintas formas en las que los escritores han trabajado estas resonancias. Hay que detectar la orientación que ha tenido la literatura por la presencia de los ecos de la risa. Es menester analizar qué imágenes artísticas se han gestado en las literaturas latinoamericanas, cómo ha penetrado la risa en los lenguajes literarios canonizados y qué capacidad ha tenido para transformarles su constitución interna y darles un giro a los trayectos por los que ha corrido la historia literaria. Sólo describiendo estos procesos, estaremos en condiciones de explicar cuáles han sido las fuentes más productivas de la risa para la composición de los distintos géneros literarios, en qué momentos se ha reído más y con qué tipo de risa.

Sin embargo, no espere el lector encontrar en mi ensayo un intento de definición de la risa, porque no hay tal. Estoy convencida de que es imposible cercar una noción tan compleja como la de la risa. Sólo aspiro a que se entienda como una amplia esfera vital que asume variadas formas de manifestación en la cultura y en especial en la literatura, y son algunas de estas manifestaciones las que me interesa estudiar. Por esta razón, a lo largo del texto, se podrán ir detectando coordenadas y matices sobre el gran “paraguas” risa que cubre las específicas nociones de humor, parodia, grotesco, etcétera. Entonces, no ofrezco un tratado teórico sobre la risa ni sobre estas nociones, porque mis esfuerzos están dirigidos a construir una propuesta metodológica para pensar algunos problemas de la tradición literaria en México, desde el punto de vista de la poética. Asumo la tarea de releer algunas obras fundamentales de nuestra tradición literaria a partir de las formas en las que se ha materializado la risa, como la sátira, la parodia o lo grotesco, tratando de rastrear el sentido ideológico y estético que estas formas han adquirido en ciertas vertientes y en distintos momentos. Aquí sólo trato de seguir algunos hilos que nos ayuden a entender cómo los perfiles de la tradición literaria mexicana se han dibujado siempre en un juego de claroscuros entre tragedia y carcajada, solemnidad y festividad. En otras palabras, no pretendo afirmar ahora, a contracorriente de los estudios críticos, que la literatura mexicana sea especialmente humorística o risueña. Creo que la risa es uno de sus elementos esenciales, pero esto no niega la parte grave o trágica que también tiene.

Las categorías alrededor de las cuales he elegido trabajar no excluyen otras posibles, ni éstas han sido claramente diferenciadas entre sí: la parodia casi siempre aparece en los discursos satíricos y viceversa; lo grotesco suele estar imbricado en textos paródicos, pero también en escritos de tipo satírico. No obstante, es preciso trabajar y desmenuzar el problema con un cierto orden, de ahí que el criterio con el que he procedido sea, en primer lugar, reconocer el predominio de, por ejemplo, un tono satírico o paródico en un texto determinado para partir de ahí en la exploración de cómo se ha manifestado cada uno de estos fenómenos en particular. Entonces, que no quede duda: estoy trabajando estas categorías como tonos y actitudes estéticas que giran alrededor de la risa.

En el capítulo I el lector podrá encontrar, como punto de partida, la revisión de algunas propuestas que se han vertido a lo largo de la historia sobre la identidad del mexicano y una exploración sobre la escritura satírica. La parodia, lo grotesco son revisados en el capítulo II, siempre en relación con la oralidad. Al humor en tanto otra de las manifestaciones de la risa está dedicado el capítulo III. Pienso que si logramos reconocer cómo han cristalizado estas manifestaciones de la risa en distintos textos de muy diversos momentos históricos se puede, posteriormente, establecer líneas de desarrollo poético en la literatura mexicana.

Quisiera que quedara claro que estas categorías no están trabajadas en mi ensayo como géneros literarios específicos, ni siquiera estoy interesada ahora en entrar a esa discusión. Están vistas y pensadas sólo como formas en las que se articula artísticamente la risa, una risa que adquiere una orientación ética, ideológica y estética particular, que se conecta de modo consciente o no con la tradición que la precede. No ignoro que no es posible asimilar, sin más, parodia o grotesco, por ejemplo, a actitudes cómicas o burlonas o desenmascaradoras; porque la risa, a fin de cuentas, tiene muy diversas intencionalidades y crea sentidos variados. En este punto quisiera detenerme a explicar por qué, contra lo que pudiera esperarse, no figura la noción de ironía como una de las claves de mi trabajo. Ésta fue una de las decisiones más difíciles de tomar y no resulta sencillo explicar.

Pienso que la ironía es uno de los recursos privilegiados para la introducción de la risa en el arte verbal, se verá que hago alusiones a ella una y otra vez, no importa si hablo de grotesco o de parodia o de sátira o de humor; aquí se halla el origen de mi decisión: es un fenómeno tan multifacético, tan común en todo tipo de discurso, que resulta casi imposible una organización medianamente inteligible a partir de la presencia del ethos irónico en un determinado texto literario. Es que en casi toda obra donde resuene la risa, se hallará, de seguro, el recurso a la ironía. A veces la inflexión irónica se ha puesto al servicio de lo didáctico-correctivo, a veces ha servido para componer juegos verbales de naturaleza paródica; aparece en la estética grotesca y es uno de los pilares en los que se alza el sentido del humor. Me interesa que se entienda lo irónico desde un sentido muy amplio, no sólo como tropo retórico, sino como actitud que implica distancia crítica, derrumbamiento de un valor propuesto para dar lugar a la construcción de otro. Desde esta perspectiva, no dudo que se pueda articular un estudio completo sobre las diversas formas en las que se ha recurrido a la ironía en la literatura mexicana. Sería un trabajo agotador pero sumamente valioso para seguir avanzando en la comprensión más plena de las manifestaciones de la risa en el arte verbal.

Hay otro rasgo de mi trabajo que me interesa explicar, y es el de la lógica de haber erigido como eje de mi búsqueda el problema de la relación entre oralidad y escritura. No desconozco la existencia de una vertiente literaria negada a reconocer algún tipo de vínculo con lo oral, que no por eso deja de trabajar con los tonos de la risa. Sin embargo, sí considero que la oralidad ha sido una de las fuentes más importantes para la incorporación a las páginas de la literatura de lenguajes vivos que han permitido introducir visiones renovadas de la vida y de la tradición cultural y artística. Me parece que la literatura mexicana acusa una relación muy estrecha con los lenguajes populares y el trabajo de estilización de la oralidad ha hecho posible la apropiación de los ecos de la risa callejera e irreverente. Evidentemente, el problema exige un mínimo de reflexión sobre la noción de popular, su relación con lo oral y un examen de algunos de los modos en los que se ha dado el vínculo entre literatura, cultura y las tradiciones de carácter oral. De ello me ocupo, una y otra vez, en los tres capítulos.

Al final del ensayo he recuperado un trabajo crítico sobre Pedro Páramo, porque me parece que el análisis de esta obra ayuda a complementar mi propuesta de pensar distintas formas de presencia de la risa en la literatura mexicana. Considero que la obra de Juan Rulfo es un ejemplo paradigmático del trabajo de estilización magistral de la oralidad y de la introducción de diversas formas de risa que confluyen en la construcción de un mundo pletórico de voces, de visiones, sin que necesariamente el lector escuche las carcajadas que pueden derivarse hacia lo cómico. Se trata de una risa fina, apenas audible, pero que atraviesa todo el texto y orienta la poética de su composición. Decidí no intercalar este trabajo en otros capítulos y reservarle el lugar final porque, desde el principio, fue escrito de manera autónoma y así fue publicado, pero considero que puede constituir un gesto de invitación a seguir pensando y buscando puertas para entrar al estudio del fenómeno literario desde nuevos puntos de vista.

Por último, me interesa insistir sobre otro aspecto en relación con el perfil y el sentido de este ensayo: he dicho líneas arriba que mi ensayo no debe pensarse como un intento de historia literaria, y es que no lo es: no he apostado por la exhaustividad ni por seguir un orden lineal para construir una ilusión de historicidad. Creo que mi indagación representa apenas uno de los primeros pasos que se deben dar antes de estar en condiciones de reconstruir desde la poética los trayectos históricos de la literatura mexicana.

Dado que nunca es suficiente declarar que no se tiene la pretensión de la exhaustividad, debo articular una excusa a modo de promesa: si bien las omisiones podrán sentirse, a veces, como indolencia, si no es que casi como afrentas, no puede ignorarse que, en buena medida, la tradición está hecha de memoria y olvido;1 la historia literaria nunca ha sido una línea continua ni homogénea, y la naturaleza de su estudio no puede sino exhibir rasgos similares. De cualquier manera espero con mi trabajo, a pesar de su provisionalidad, ensanchar algo el campo de estudio de la literatura mexicana o, en otras palabras, ganar un poco de territorio al olvido.

Por último, quiero agradecer a Claudia Gidi por el espacio de diálogo que representa su amistosa compañía, por su duda constante que obliga a repensar “verdades” una y otra vez. También agradezco la meticulosa lectura de Dahlia Antonio Romero y la revisión casi obsesiva de Silvia Manzanilla; las preguntas que me plantearon y los inmisericordes señalamientos de gazapos y demás horrores de escritura ayudan a que este texto sea un poco más legible. Finalmente, de entre las muchas personas que me han apoyado, menciono el nombre de Rafael Olea y le doy las gracias.

1 La frase es de Jorge Luis Borges y está tomada del cuento “Historia del guerrero y de la cautiva”.

CAPÍTULO I

LA POLÉMICA ENTRE LENGUA POPULAR Y LENGUA LITERARIA. RELACIONES CON LA RISA

Risa y seriedad en la cultura mexicana

En 1901, Julio Guerrero publicó un interesante estudio de psiquiatría social en el que intentaba explicar científicamente el fenómeno del crimen en México. Ahí apuntó una serie de observaciones que se han repetido de todas las maneras posibles; sentó afirmaciones que han marcado el desarrollo posterior del pensamiento sobre el ser y la identidad del mexicano. Hay ahí una serie de aseveraciones que ahora me interesa retener porque perfila con mucha nitidez algunas de las ideas que se han convertido en premisas, a veces silenciadas, pero determinantes, para estudiar y explicar la razón de ser de las formas que adquieren las expresiones artísticas en México. Lo cito en extenso:

Cuando la atmósfera no está cargada, el espíritu se sosiega; pero la reacción es en sentido depresivo; y por eso el mexicano que no tiene alcohol, aunque no es triste por naturaleza, tiene largos accesos de melancolía; como lo prueba el tono espontáneamente elegiaco de sus poetas, desde Netzahualcóyotl, o el que firma las composiciones conocidas con su nombre, la serie inacabable de románticos en los tiempos modernos; y la música popular mexicana escrita en tono menor; esas danzas llenas de melancolía, que las bandas militares lanzan en los parques públicos a las brisas crepusculares, preñadas de suspiros y sollozos; y esas canciones populares que al son de la guitarra, en las noches de luna se entonan en las casas de vecindad o por los gallos que recorren las avenidas. El medio en que habitamos suele transformar en tendencias melancólicas la gravedad del indio y la seriedad del castellano. En la Capital sin embargo, el uso del alcohol y otras causas que después estudiaré, a veces neutralizan este resultado, desarrollando un aticismo duro y malévolo que hace reír del prójimo; una filosofía semi-estoica y semi-burlona que hace desdeñar la vida y afrontar la muerte a puñaladas o balazos por cualquier chiste de banquete o párrafo de gacetilla.1

Melancolía es el legado de los ancestros indígenas y a ésta viene a unirse la atmósfera en la que el mexicano respira para hacer de él un ser depresivo, poco apto para la fiesta y la alegría genuinas. Debo añadir, a modo de observación, el tono de gravedad y contundencia con la que el estudioso expone sus conclusiones, una constante en todos los tratados posteriores.

El temperamento melancólico va a aparecer una y otra vez como uno de los rasgos caracterizadores del ser mexicano en los distintos análisis que se desplegaron a lo largo del siglo xx para tratar de reconocer la identidad del pueblo. De la melancolía se va a otros extremos: “Es susceptible y nervioso [el mexicano]; casi siempre está de mal humor y es a menudo iracundo y violento”,2 apuntaba Samuel Ramos, con lo que la belicosidad hallaba acomodo inamovible para pensar al mexicano. Unos cuantos años después, su alumno, Emilio Uranga, intentaba matizar el juicio, aunque mantenía más o menos los mismos argumentos y añadía principios que ya estaban en la imaginación colectiva sobre la propia identidad:

Es el mexicano criatura melancólica; enfermedad que pertenece más a la imaginación que al cuerpo, y que expresa de la manera más aguda la condición humana. El mexicano es un ser de infundio, con todos los matices de disimulo, encubrimiento, mentira, fingimiento y doblez que entraña la palabra, pero principalmente con ese rasgo de carencia de fundamento o de asidero a que nos lanza de inmediato la etimología del vocablo.3

El desencanto que vivían los intelectuales en la época en la que escribían estos tratados no les dejaba mucho espacio para el optimismo, ni mucho menos para el humor. Se habían derrumbado las esperanzas revolucionarias, no había lugar para construir utopías; de ahí la acuciante duda a la que se intentaba dar respuesta por todos los medios: ¿hay una deficiencia intrínseca en el mexicano que le impide llegar a buen puerto? Ésta es la sospecha que va a anidar detrás de la mayor parte de los análisis sobre la identidad del mexicano; de ahí, en gran medida, la gravedad y el innegable aire de desencanto que los recorre.

Pero para hacer un mínimo de justicia al importante corpus de estudios dedicados a la exploración del ser del mexicano, es necesario tener en consideración que el principal motor que los impulsó era el afán redentor, así lo dejaban asentado una y otra vez: “Más que una limpia meditación rigurosa sobre el ser del mexicano, lo que nos lleva a este tipo de estudios es el proyecto de operar transformaciones morales, sociales y religiosas con ese ser”.4 El ensayo de Octavio Paz, El laberinto de la soledad, es una especie de continuación y culminación literaria de la ya añeja tentativa de búsqueda de explicaciones para construir conciencia sobre el modo de ser mexicano. En su obra se funde lo moral —aspecto que el propio autor nunca negó que estuviera en la base de sus reflexiones— con lo cognitivo, en tanto exploración histórico-cultural del ser del mexicano; pero su escritura está presidida por el hálito de lo poético.

No voy a intentar una síntesis ni una crítica de los planteamientos principales del libro de Octavio Paz porque no es el objetivo que persigo aquí; sólo quiero detenerme en la orientación hacia la gravedad que también le da a su estudio, para que se aprecie cómo ha sido una constante en los análisis que se han hecho sobre la identidad nacional. Él considera y busca explicar las formas de la fiesta y las expresiones de la alegría del mexicano. Reconoce que en México abundan las fiestas alegres y quiere entender cómo es que “un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas”.5 Sin embargo, la propia lógica de su pensamiento lo lleva a la negación de tal alegría porque desde la raíz de sus reflexiones reconoce la sonrisa como máscara defensiva, ocultadora; la alegría la ha pensado como expresión de nuestras cohibiciones y asfixias internas; la fiesta, como la gran coartada para la fuga: “Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la Fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo en el aire, fuego de artificio”.6 Desde esta perspectiva, es obvio que no puede reconocerse la existencia de una fiesta verdaderamente alegre.

Octavio Paz recurre también a la comparación entre el mexicano y el ciudadano de Estados Unidos para tratar de entender y explicar mejor a aquél; casi como fatalidad, tiene que apelar a ideas muy hechas, sintéticas, apretadas, de dudosa comprobación, pero eficaces para llegar a establecer la caracterización que se propuso: “Ellos son crédulos, nosotros creyentes […] Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcásticos; ellos alegres y humorísticos”.7 Así, desperdigados a lo largo de todo el texto, se hallan los apuntes sobre la tristeza radical del mexicano.

Es el heredero de una larga tradición de reflexiones, de intentos de acercamiento y explicación del ser de los mexicanos. Él recoge y reorganiza un cúmulo de aserciones vertidas en muy distintos contextos; les da coherencia poética, de ahí la dificultad para dialogar polémicamente con las ideas trabajadas en El laberinto de la soledad: guarda siempre distancia de la filosofía, de la sociología, del psicoanálisis, de la historia misma, a la vez que se compone a partir de los materiales aportados por dichas disciplinas; la enunciación se vierte desde la autoridad de la sola voz poética que ha llegado a la revelación; la exposición no pide ni admite una relación dialógica sino su pura aceptación empática. Es en estos términos como se han leído y adoptado sus sugerencias, de ahí que el ensayo se haya vuelto referencia inevitable para propios y extraños que buscan explicaciones sobre el carácter de los mexicanos.

Puede apreciarse, si se siguen con atención estos tratados, más allá de las diferencias y las complejidades de cada uno, la unanimidad para valorar al pueblo mexicano como un pueblo esencialmente triste o melancólico, rayano en lo violento; sea por la influencia de la atmósfera, por haber desarrollado un complejo de inferioridad al haber llegado tarde al banquete de la historia, por la insuficiencia que nos da la accidentalidad de nuestra condición8 o por tratarse de un pueblo poco original, engendrado en la violencia. No puede dejar de sorprender, sin embargo, que algunos sí reconocieron rasgos de risa y de humor que han alcanzado a expresarse en la literatura; pero siempre ha habido una decidida valoración negativa de las manifestaciones provenientes de la esfera de la risa.9 Al final de cuentas, se termina por negar de raíz el humor al atribuirle el sentido destructivo de la burla malsana: desde el estudio pionero del psiquiatra Julio Guerrero, se dejó asentada la idea de que el perfil de la literatura nacional era resultado de un temperamento burlón, factor decisivo, según él, en la orientación del talento hacia la sátira y el sarcasmo;10 de ahí que nuestras letras se hayan centrado en retratar la miseria y la abyección de la gente de la calle.

La literatura nacional ha sido vista, a lo largo del siglo xx, salvo, quizás, en las últimas décadas, como la más clara expresión de estos rasgos identiicados como caracterizadores del pueblo mexicano. En la crítica siempre ha estado presente la idea de la melancolía como marca identitaria del ser mexicano y, consecuentemente, de su literatura. Así, por ejemplo, lo afirma en 1917 Luis G. Urbina:

Y es de notar que si algo nos distingue principalmente de la literatura matriz [la española], es lo que, sin saberlo y sin quererlo, hemos puesto de indígena en nuestro verso, en nuestra prosa, en nuestra voz, en nuestra casa, en nuestra música: la melancolía.11

La melancolía, según expone el poeta viene de nuestro pasado indígena, pero en gran medida se la debemos o por lo menos está en consonancia con los tonos que nos brinda la naturaleza, la de la Mesa Central; ya que durante mucho tiempo la literatura nacional ha sido la literatura escrita y reconocida en la capital del país.

Pedro Henríquez Ureña, combatiendo el prejuicio extendido en América Latina y en el extranjero de que nuestra literatura es exuberante porque exuberante es la naturaleza, no puede evitar rendir tributo al pensamiento de la época y, a pesar suyo, asume la lógica de quienes han derivado rasgos literarios de la naturaleza donde se gesta; para combatir el prejuicio de la exuberancia debida a la influencia tropical, afirma:

No es de esperar que la serenidad y las suaves temperaturas de las altiplanicies y de las vertientes favorezcan “temperamentos ardorosos” o “imaginaciones volcánicas”. Así se ve que el carácter dominante en la literatura mexicana es de discreción, de melancolía, de tonalidad gris (recórrase la serie de los poetas desde el fraile Navarrete hasta González Martínez), y en ella nunca prosperó la tendencia a la exaltación, ni aun en las épocas de influencia de Hugo, sino en personajes aislados, como Díaz Mirón, hijo de la costa cálida, de la tierra baja.12

Estas consideraciones, escritas en 1925, evidentemente no se quedan en un mero apunte accidental. La sagacidad de Pedro Henríquez Ureña le permite ir más allá, hacia el problema del desarrollo de la cultura en cada nación hispanoamericana. Sin embargo, sí se puede apreciar la convicción que anidaba en su pensamiento sobre el carácter melancólico de la literatura mexicana, pues ya desde 1913 dejó apuntadas las siguientes ideas que, de modos diversos, habrían de fundar escuela y se irían parafraseando:13

Como los paisajes de la altiplanicie de la Nueva España, recortados y aguzados por la tenuidad del aire, aridecidos por la sequedad y el frío, se cubren, bajo los cielos de azul pálido, de tonos grises y amarillentos, así la poesía mexicana parece pedirles su tonalidad. La discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico, crepuscular y otoñal, van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de las tierras tórridas, otoño de temperaturas discretas, que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas.14

Octavio Paz se detiene a hacer una reflexión acerca de estas afirmaciones que se han ido repitiendo de pluma en pluma como verdades comprobadas. Polemiza con las ideas aludidas e intenta demostrar la diversidad de tonos que ha tomado la poesía mexicana y para ello elige algunos poetas representativos de las distintas horas del día; por ejemplo, la hora de Salvador Díaz Mirón sería el mediodía —aunque afirme que su mejor poema es un nocturno—; Manuel José Othón es crepuscular, Carlos Pellicer es el poeta de la mañana, Javier Villaurrutia sería el poeta nocturno.15 Con la propuesta de Octavio Paz se salva la diversidad de tonos y coloraciones que ha tenido la poesía mexicana, pero esencialmente sigue figurando en su valoración un predominio de lo trágico, de lo doloroso, sobre la alegría celebratoria; pues parece inevitable que en el mismo artículo vuelva a la idea de la nostalgia, la melancolía, la angustia, como los rasgos caracterizadores de estos poetas.

Entonces, a veces la raza, a veces la naturaleza, frecuentemente unidas, son los principales elementos que han sido útiles para definir una identidad nacional y su expresión artística. Las coordenadas han estado muy claras para concluir una valoración casi unánime sobre el alma mexicana: es triste y melancólica. En consecuencia, el arte verbal que responde a la gravedad, a la melancolía, es el único que ha podido ser considerado digno representante de un pueblo con esas características. Desde tal perspectiva, el humor y la risa no son más que desviaciones aberrantes de un destino claramente trazado por la herencia sanguínea, y marcado por el entorno donde ha crecido. De esta suerte, resulta que la risa de los mexicanos no puede entenderse sino como una violencia que se hace a lo definitorio de su ser, de ahí que suela asociarse risa con gesto sombrío, burla, sarcasmo. Es como si la risa del mexicano estuviera preñada de oscuridad; no parece haber en esta nación lugar para la alegría o para la jovialidad. La risa es, así, una rasgadura en la dura máscara del diario vivir.

No es extraño, pues, que casi no se haya prestado atención a las manifestaciones artísticas del humor en una cultura en la que muchos de sus intelectuales decidieron cerrar esa ventana porque estaba condenada de antemano. Si había humor en el arte mexicano, éste tenía que ser agresivo, gris, mordiente, burlón. Lo más cercano a la risa que ha podido entrar al canon literario es la sátira, género, de entre todos, el menos festivo, el menos solidario por su decidida vocación moralista, por la posición de superioridad que adopta el escritor satírico. Es literatura que ríe para cumplir con su misión magisterial, de catequismo.

A los contundentes trazos con los que críticos e historiadores han desdibujado el perfil complejo y heterogéneo de la cultura mexicana, unificándola y acallándole la diversidad, se une, por supuesto, la larguísima tradición occidental de desdén y desautorización de la risa en la vida y en el arte. Lo cómico no parece haber tenido nunca los mismos derechos que han tenido las manifestaciones trágicas, las líricas, las épicas e incluso las emanadas de la lógica. Lo cómico ha debido permanecer en los márgenes de la cultura culta, porque reírse no ha sido ni muy serio ni muy estético.

Pese a lo anterior, queda claro que no hay razones para seguir ignorando la dimensión estética de la risa. Ahora bien, ¿cómo procedemos en la tarea de reubicar la risa en el plano de lo artístico o de lo literario en particular? ¿Podríamos hablar de géneros propiamente cómicos o humorísticos o rientes? ¿Serán la comedia, la farsa, la sátira, los géneros donde vive con mayor plenitud la risa artística? ¿Qué género literario le es connatural? Tal vez sea posible apreciar de primer vistazo que no pueden ir por el deslinde genérico las respuestas que ayuden a formular con precisión el fenómeno. Si bien hay géneros que de entrada se inclinan hacia tonos sombríos o graves, donde no parece haber lugar para la risa, casi todos han admitido las modulaciones humorísticas; de ahí que no sea muy fructífero entrar a estudiar este problema desde el punto de vista del género, porque, en el mejor de los casos, obtendríamos respuestas muy parciales.

Por otra parte, es preciso tener en consideración que no es inmediatamente comprensible la noción de risa como categoría estética: no puede ser asimilada sin más a lo cómico, a lo humorístico o a lo terrible. En otras palabras, la risa no equivale a lo alegre, a lo chistoso; pero tampoco se resuelve nada con asociarla en abstracto a lo satánico, a la pérdida de Dios, a la antigua caída, a la pena; y una última negación: la risa tampoco puede ser disminuida al grado de ubicarla entre los tropos literarios, al lado del símil, del oxímoron y demás.

Recuperemos la idea de la risa como un fenómeno multifacético, complejo, ligado a la heteroglosia, con una infinita capacidad de transmutación de voces y acentos. Detrás de la risa puede acechar la garra del llanto, puede estar la alegre burla del que desenmascara verdades oficiales, la ironía mordaz. La risa no enciende hogueras, decía Mijaíl Bajtín, no crea dogmas; sin embargo, replica S. Averintsev, en seria polémica con la versión parcial de la risa, que “[…] cuando una hoguera ya aparece edificada, a su lado no pocas veces suena la risa, formando parte del plan inquisitorial”.16 Si la risa es solidaria y liberadora, también es cierto que puede ser un arma para sembrar el terror y la violencia; S. Averintsev añade que existe, “la risa cínica, la risa grosera, en cuyo acto el riente se despoja de la vergüenza, de la piedad, de la conciencia”.17 Por tanto, no puede tratarse el fenómeno de la risa como un puro problema de valoración moral, ni mucho menos puede ser reducido a una sola dirección ética.

Si volvemos al punto de vista estético, encontramos que la risa resulta muy interesante en la medida en que es una de las formas privilegiadas para introducir en el arte verbal la ambigüedad, la pugna, la inestabilidad en las certezas, para penetrar en las voces asentadas, reorientando los sentidos pretendidamente unívocos. La risa abre las puertas a la duda, puede funcionar como un eco distorsionador de lo que tiene valor único y lineal y es, sobre todo, una increíble fuente productora de imágenes artísticas que han sido sumamente fecundas en la historia literaria.

Ahora regresemos a la particularidad de nuestra propia historia literaria y de lo que puede ofrecernos la risa en tanto categoría estética, para entender el proceso de construcción de una serie de vertientes y facetas de la tradición literaria, no siempre atendidas en nuestro medio. Para ello debo aclarar que no me interesa una sola de las posibles valoraciones éticas que pueda tener la risa, ni quiero analizarla como su manifestación en un determinado tropo literario; más bien quiero verla a partir de la capacidad que tiene para estructurar lenguajes artísticos; es necesario estudiarla en cuanto fuerza que ha empujado el desarrollo y la transformación de los géneros literarios; y me interesa especialmente en ese aspecto que la revela como uno de los vínculos privilegiados de la cultura letrada con la oralidad y, en esta medida, como factor decisivo en las orientaciones que le ha dado a nuestra historia literaria.

Si bien gran parte de esta vida cultural de México ha permanecido intocada, invisible para críticos literarios y para algunos escritores, no por ello ha sido menos importante y trascendente en la conformación de nuestro ser nacional; ha sido fundamental para entender las diferencias en el proceso de construcción de nuestra tradición literaria culta.