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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Cindy Gerard

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rendido a tu corazón, n.º 1199 - marzo 2016

Título original: Taming the Outlaw

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8054-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Cuando Cutter Reno se marchó de Sundown, Montana, seis años atrás, estaba seguro de que algún día regresaría. Tenía amigos allí, y tenía recuerdos, algunos buenos y otros no tanto. Y Sundown era lo más parecido a un hogar que había conocido en sus veintiséis años de vida.

Lo que nunca se imaginó era que cuando finalmente apareciera por allí lo haría para encabezar el desfile anual del Cuatro de Julio. Pero es que tampoco había contado nunca con ganar el Concurso Nacional de rodeo. Y había sido la notoriedad alcanzada por el campeonato lo que había llevado a su viejo amigo Sam Perkins a localizarlo y pedirle que fuera para encabezar el desfile.

Cutter se revolvió sobre la silla de montar y sonrió a la gente que rodeaba la calle, tratando de no pensar en las competiciones que se estaba perdiendo y en el dinero que estaba dejando de ingresar.

–Medio condado vendrá mañana para verte en el desfile –le había dicho Sam la noche anterior cuando quedaron en el bar para organizarlo todo.

Cutter pensó que no estaba mal para una población como Sundown, de cerca de quinientas personas. Mientras el desfile serpenteaba por la calle principal, Cutter calculó que habría unas cuatro manzanas en todo el pueblo, adornadas todas ellas con banderas blancas, azules y rojas. En la cabecera había una banda de música escolar formada por veintiún miembros.

–Tendríamos veintidós músicos si Billy Capper no se hubiera roto la nariz ayer en un partido de béisbol al golpearse la cara con el bate de Joe Gillman –había comentado Snake Gibson, un viejo vaquero que se había unido a su conversación la noche anterior en el bar.

La banda parecía arreglárselas bastante bien sin Billy, aunque deberían estar cocidos dentro de sus uniformes de lana roja mientras trataban desesperadamente de mantener el paso y tocar una marcha. Era una pena que se esforzaran tanto, pensó Cutter algo avergonzado, porque a pesar de los esfuerzos de la banda, era evidente que todas las miradas estaban puestas en él.

Bueno, casi todas. En el momento en que Cutter divisó a Peg Lathrop regresaron sus recuerdos de seis años atrás y se olvidó hasta del abrasador sol de verano que le atravesaba la camisa.

La banda, las risas y las exclamaciones de la multitud, todo se convirtió en un ruido de fondo cuando contempló aquella mujer de pelo castaño que avanzaba entre la muchedumbre evitando conscientemente cruzarse con su mirada.

 

 

Peg Lathrop se cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió. Contempló a Cutter saludando a la multitud subido en el caballo que la organización del desfile le había proporcionado, repartiendo por doquier su encantadora sonrisa. No parecía haber cambiado ni un ápice, pero Peg se dijo a sí misma que no le había hecho daño verlo de nuevo. Ni tampoco estaba ya enfadada con él.

–¿Quieres hacer el favor de mirarlo? –la amonestó su amiga Kristal Perkins, que estaba a su lado en el desfile–. Desde luego, está de un guapo…

–Si Sam te pilla mirando de esa manera a Reno, me temo que esta noche tendrás que buscarte otro sitio para dormir –comentó Peg, consciente de que Krystal era la mujer casada más feliz que conocía.

–No es ningún crimen mirar el envoltorio –contestó su amiga con una carcajada mientras subía en brazos a Grant, su hijo de dos años–. Siempre y cuando el único sitio en el que busque el amor sea en brazos del padre de esta criatura. ¿Verdad, cariño?

–¿Dónde está papá? –preguntó el pequeño mientras se ponía la cara y la camiseta perdidas de helado de chocolate.

–Enseguida vendrá, cielo –dijo su madre colocándolo de nuevo en el suelo–. Mientras, déjame disfrutar de esta visión…

–Espero que te parezcas a tu padre cuando crezcas –dijo Peg dándole al niño una palmada amistosa en la espalda–. Es difícil encontrar hombres tan buenos como él.

«Y aún más difícil conservarlos», pensó sin poder evitar que su mirada viajara por su cuenta hasta clavarse en la radiante sonrisa de Reno.

Peg sintió un escalofrío en el momento en que sus ojos se encontraron con los de él. Aquellos ojos azules y cálidos le aceleraron el corazón, que comenzó a golpearle contra el pecho.

Peg apartó finalmente la vista y apretó con más fuerza la mano de su hija de cinco años.

–Vamos, Shell. He visto al abuelo Jack. Vamos a preguntarle si ha encontrado algún sitio bueno para ver esta noche los fuegos artificiales.

–Pero yo quiero ver el desfile –protestó Shelby, clavando en la acera sus botitas rojas de vaquera.

Peg bajó la vista para mirar a su niñita. Por debajo de su sombrero vaquero le asomaba una melena rubia y rizada. Tenía la camiseta amarilla teñida con las mismas manchas de helado de chocolate que tenía Grant, y las mejillas rojas por el sol y la emoción. Sus ojos azules brillaban y echaban chipas de determinación.

–Estoy segura de que lo verás mejor desde los hombros del abuelo –dijo su madre señalando en dirección de Jack Lathrop, que estaba con unos amigos en la esquina–. Despídete de Krystal y de Grant.

–¿Has decidido ya si vas a verlo? –preguntó Krystal mientras le decía adiós con la mano a la niña.

Era absurdo hacerse la tonta. Desde que Sam, el marido de Krystal y organizador del desfile, le había informado de que su amigo Cutter Reno había accedido a presidir el desfile, Krystal no la había dejado en paz.

–No si puedo evitarlo. Bueno, me tengo que ir –dijo Peg antes de que Krystal la siguiera interrogando.

–De acuerdo –replicó su amiga mirándola fijamente–. No más preguntas sobre este asunto. Pero supongo que sigue en pie el picnic antes de los fuegos artificiales…

–¿Va a ir Cutter? –preguntó Peg entornando los ojos.

Krystal asintió con la cabeza.

–Entonces creo que me lo saltaré, gracias –dijo con convicción sin darle a su amiga la oportunidad de protestar–. Por favor, déjalo estar, ¿de acuerdo? Es mi manera de enfrentarme a este asunto. Seguramente nos veamos en los fuegos. Gracias por cuidar de Shell esta mañana.

Peg le dio un abrazo a su amiga y emprendió su camino entre la multitud en dirección a su hija y su padre, tratando de ignorar al vaquero de pantalones ajustados y sombrero negro que presidía la comitiva. Luego se tranquilizó a sí misma. Cutter se marcharía al día siguiente, y la vida y el ritmo de su corazón volverían a la normalidad.

 

 

«La hermosa Peggy Lathrop», pensó Cutter mientras la veía moverse a lo largo de la ruta del desfile. Siempre había sido una visión muy agradable de contemplar. El paso del tiempo no había hecho otra cosa que mejorar sus curvas. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros cortos que marcaban su estrecha cintura y dejaban al descubierto unas piernas largas y bronceadas. Una camiseta blanca servía de escondite a un par de exuberantes pechos.

Mientras su caballo recorría a paso lento el circuito del desfile, Cutter hizo todo lo posible por no perderla de vista. Llevaba puesto un sombrero vaquero que dejaba parte de su rostro en sombras, y su larga melena de seda le llegaba casi a la cintura. El sol de julio revoleteaba sobre su cabellera, arrancándole destellos de luz brillantes como las chispas de una hoguera. Cuando Cutter consiguió finalmente doblar la esquina para contemplar su rostro de frente, se quedó tan impresionado como con el resto del conjunto, y se hundió en el recuerdo placentero de un dulce verano.

Sin dejar de mirarla, Cutter se quitó el sombrero y, con una sonrisa de puro placer, se preparó para dejarse caer sobre el fuego de una hoguera que nunca se había extinguido del todo. Habían tenido una pequeña historia seis años atrás, cuando él estaba iniciando su carrera en la Asociación de Vaqueros Profesionales del Rodeo. Había trabajado muy duro y había conseguido que lo nombraran «mejor debutante del año». Con el título bajo el brazo, había regresado a casa, a Sundown, convertido en un héroe también entonces. Y se había encontrado con la pequeña Peg hecha una mujer. Cuando volvió a marcharse de la ciudad, lo hizo convertido en un triunfador también en otro sentido.

Sin apartar la vista de ella, Cutter aflojó las riendas. No podía ser que ella no lo recordara. Lo había visto en sus ojos cuando sus miradas se cruzaron unos instantes antes en medio de la multitud. Había esperado que ella le sonriera, pero Peg había torcido la cara rápidamente.

Puede que él hubiera estado muy ocupado todos aquellos años, y solo le hubiera dedicado algún pensamiento fugaz a aquellas noches de verano que habían compartido, pero no las había olvidado. La hierba fresca, la luna llena de julio, los suaves gemidos… Volver a verla había colocado todos aquellos recuerdos en primer plano. En aquel entonces, Peg era de una inocencia conmovedora unida a una desinhibición que lo había vuelto loco. Su sabor, aquella dulce calidez… y aquella pasión, una pasión que le hacía ahora preguntarse en qué andaría en aquel momento Peg.

–¡Cutter! ¡Eh, Cutter, aquí!

Él giró la cabeza y compuso una mueca de ganador en dirección de una docena de cámaras de fotos mientras saludaba a un niño con sombrero vaquero que lo miraba como si Cutter tuviera la llave para entrar en el país de las maravillas.

Peg no le había sonreído de aquella manera. De hecho, no le había sonreído. Todo el mundo sonreía a Cutter. Algunas mujeres hacían algo más que eso. La misma Peg había hecho mucho más que sonreír seis años atrás. Lo habían pasado bien, al menos él. Y todo había dado a entender que ella también. Y ahora ni siquiera le sonreía. Cutter no estaba muy seguro de si aquello lo hacía sentirse mal o simplemente descolocado.

Cutter volvió a distinguir el perfil del sombrero de Peg mientras ella caminaba entre la multitud, y captó la sonrisa que ella le dedicó a una pelirroja que debía tener su edad, mostrándole sus dientes blancos como perlas.

En aquel instante, se escuchó una salva y los espectadores, enfervorizaros, se le echaron encima, sacándole a hombros del caballo mientras la banda interpretaba la versión country de una melodía patriótica.

Cuando Cutter miró a su alrededor, Peg había desaparecido. Sin una sonrisa. Decidió ahí mismo que conseguiría una sonrisa suya antes de abandonar la ciudad al día siguiente.

Todo el mundo sonría a Cutter Reno. Todo el mundo.

 

 

–¡Eh, Peggy Sue! Estaba seguro de que eras tú, cariño.

Aquellas palabras, pronunciadas en un tono entre divertido y arrogante, atravesaron una distancia de al menos cincuenta metros de césped. Peg quiso fingir que no había oído nada, pero se había quedado petrificada en cuanto lo vio a lo lejos. Así que no le quedaba más opción que estirar los hombros, armarse de valor y enfrentarse a él.

Se dio la vuelta muy despacio, esforzándose al máximo para que no se le notara su reacción ante el cuadro que tenía delante.

–Qué tal, Cutter.

Los fuegos artificiales habían acabado hacía apenas cinco minutos. Un cierto olor a azufre vagaba a lomos del aire veraniego. Por suerte, Shelby se había ido a dormir a casa de unos amigos de Peg. Se había quedado medio dormida en brazos de su abuelo Jack antes de que la última figura pirotécnica se hubiera convertido en cenizas.

El hombre que ahora avanzaba hacia ella la había estrechado entre sus brazos en una noche estrellada muy parecida a aquella, cuando ella era más joven y no estaba tan prevenida contra el encanto de una figura del rodeo como lo estaba ahora.

Aun así, Peg tuvo que admitir que seguía siendo muy atractivo, y tremendamente varonil. Así era Cutter. Tenía los hombros anchos y el cuerpo musculoso. Su hermoso rostro parecía esculpido a cincel, y bajo su sombrero vaquero se escondía una mata de cabello castaño oscuro. Era todo un hombre, y un hombre muy sensual.

Bajo la luz de las estrellas, tenía una expresión dura… hasta que sonrió, y entonces suavizó aquella expresión tan viril, se enternecieron aquellos ojos increíblemente azules y Peg recordó… recordó muchas cosas. Como la facilidad con la que Cutter se echaba a reír, o bromeaba, o posaba sus labios sobre los de ella, aquellos labios que tenían la facultad de llevarla incluso a perdonar lo sencillo que le había resultado a él alejarse de ella.

Peg aspiró el aire con fuerza para serenarse, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones vaqueros que se había puesto por la noche y se obligó a sí misma a encontrarse con su mirada.

–Estás estupenda, cariño –afirmó Cutter acercándose tanto a ella que se rozaban las puntas de sus botas.

La estaba agobiando, pero no intimidándola. Cutter nunca intimidaría a nadie, aunque podía hacerlo perfectamente desde su metro ochenta y cinco de estatura. Pero no, la intimidación no formaba parte de su naturaleza. Pero tocar sí. Cutter había sido siempre un sobón, y estaba a un paso de abrazar a Peg en un saludo de reencuentro.

–Tú también, Cutter –contestó ella dando un paso atrás.

No estaba dispuesta a que el piropo de Cutter, o su manera de pronunciar la palabra «cariño», o lo imponente de su presencia minaran su determinación de reaccionar ante él poniendo tierra de por medio.

No quería que Cutter Reno la abrazara. O al menos no quería reconocerlo.

Durante un instante interminable, él no dijo nada. Se mantuvo allí de pie, con la luz de la luna a sus espaldas y la expresión de su rostro ensombrecida por el sombrero vaquero. Peg no necesitaba verle la cara para saber que estaba tratando de entender el porqué de su reacción.

–Me ha sorprendido verte en Sundown, Peg –comenzó a decir Cutter con delicadeza–. Pensé que tenías planes para ir a la ciudad y estudiar en la universidad. ¿No querías convertirte en contable, o algo parecido?

–Sí, bueno, ya sabes lo que pasa. Los planes cambian.

Cuando estás embarazada de cinco meses, enferma y sola, los planes cambian. Es duro ir a clase cuando no haces más que vomitar el desayuno y tienes el corazón roto porque tu bebé no va a tener un padre, y el hombre del que has tenido la desgracia de enamorarte locamente no se acuerda ni de que existes.

Peg pensó que seguramente a Cutter no le interesaría su historia, y tampoco ella tenía la intención de contársela, así que se liberó de aquellos recuerdos y estiró los hombros.

–Pero tú no cambiaste de planes –dijo en un intento de enfocar la atención hacia él–. Has hecho exactamente lo que dijiste que harías. Ganar el campeonato nacional. Eso es todo un logro.

Cutter se encogió de hombros y continuó mirándola no solo como si tratara de ver cada detalle de su rostro, sino como si intentara además adivinar sus pensamientos.

–Supongo que he tenido suerte.

Peg no quería admirarlo por su modestia. Hacía falta algo más que suerte para llegar a la cumbre del rodeo nacional.

–Bueno –continuó diciendo ella, alargando a su pesar la conversación–. Ha estado muy bien lo que has hecho, volver a casa para presidir el desfile. Sam por poco se vuelve loco de alegría cuando le dijiste que aceptabas.

Cutter sonrió. Peg se miró los pies para disimular que el corazón había comenzado a latirle de nuevo como un tambor.

–Necesitaba tomarme un descanso, y está muy bien volver a casa. Hacía mucho tiempo que no veía a Sam, a los demás amigos… ni a ti –dijo suavizando el tono de voz.