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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Liz Fielding

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La boda del millonario, n.º 1839 - mayo 2016

Título original: The Billionaire Takes a Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8218-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Aquello era un error. Un gran error. Ginny sentía cómo cada célula de su cuerpo le impedía caminar, y trataba de que volviese tras el seto que dividía la terraza de su ático del jardín japonés de Richard Mallory, con rocas cubiertas de musgo, un estanque para las carpas y un pabellón con las paredes de papel.

A simple vista era perfecto.

Sus botas habían dejado huellas profundas en la gravilla, que estaba empapada por la lluvia. Desde luego, no estaba hecha para ser ladrona. Hasta su ropa estaba mal. Debería haberse vestido de negro, llevar zapatillas de tenis que no hicieran ruido y el pelo recogido bajo un gorro de nieve…

Por el amor de Dios. Era media mañana, y lo último que quería parecer era una ladrona.

En el hipotético caso de que la descubrieran, sería importante parecer exactamente lo que era: una vecina angustiada que buscaba a su mascota, alguien completamente inocente.

Y alguien así no se cambiaría los zapatos, ni llevaría la ropa adecuada para saltar un seto. Los vaqueros holgados que llevaba, junto con la camisa ancha de color morado chillón, que había adquirido por cincuenta peniques en su tienda benéfica favorita, sugerían inocencia. De todo menos de mal gusto.

Se había dicho a sí misma que nunca más se ofrecería a hacer algo así. Ni por Sophie. Aquellas famosas últimas palabras. Ni siquiera se dio cuenta de lo que decía.

Respiró hondo e ignoró su deseo de salir corriendo. Todo saldría bien. Lo tenía todo previsto, y aquello era por una amiga. Una amiga en apuros.

Una amiga que siempre estaba en apuros.

Pero también recordaba que era una amiga que siempre había estado allí para ayudarla.

Volvió a respirar con profundidad y entró en la habitación a través de la ventana francesa, que estaba abierta.

–¿Hola?

Su voz sonó rara, como una rana con laringitis. Tenía su historia preparada en caso de que alguien contestara, lo que no impedía que el corazón le golpease en el pecho como la sección de percusión de la Filarmónica de Londres al completo.

–¿Hay alguien en casa?

La única respuesta fue el sonido de la lavadora centrifugando. Aparte de aquello, no había ningún otro sonido.

Ya no había vuelta atrás.

Disponía de quince minutos. Quizá veinte, si tenía suerte. Una breve oportunidad mientras la señora de la limpieza, tras haber abierto las ventanas como cada mañana para dejar entrar aire fresco y tras haber puesto la colada, se encontraba abajo flirteando con el portero ante una taza de café.

Se limpió el sudor del labio superior. Podía hacerlo. Quince minutos eran más que suficientes para encontrar un disquete y salvar el estúpido trabajo de la estúpida de Sophie.

Pero, ¿quién era la estúpida en ese momento? Pensó Ginny.

Era ella la que estaba irrumpiendo en el apartamento de su vecino mientras la estúpida de Sophie se encontraba a salvo en su trabajo, en su oficina, rodeada de colegas que podrían proporcionarle una coartada, que era necesaria.

Mientras que la tranquila y sensata de Ginny, que debía estar metida en la Biblioteca Británica recopilando mitos sobre Homero, sería a la que arrestarían.

Aquello era razón de más para no perder tiempo. Aun así, se tomó un instante para mirar a su alrededor y orientarse. No era el momento de tirar nada al suelo.

El ático de Mallory, al igual que su jardín, tendía hacia lo minimalista. Había muy pocos muebles, tan sobrios que se veía que habían costado una fortuna, y algunas piezas de cerámica moderna. El suelo era de madera clara y brillante.

«Mantente alejada de la cerámica», se dijo a sí misma. «No te acerques a la cerámica».

Solo había una nota discordante.

Un rayo de sol que se filtraba a través de las nubes iluminaba una media de seda negra que estaba atada con un lazo al cuello de una botella de champán, junto a dos copas. Aquello desentonaba en un ambiente tan austero.

Había una servilleta de lino sujeta con el lazo en la que había algo escrito con pintalabios.

Ginny pensó que podía ser una nota de agradecimiento. Tragó saliva y resistió la tentación de echar un vistazo. Ya tenía suficientes problemas.

Sin importar lo que podía decir la nota, la escena confirmaba todo lo que ella había oído sobre la reputación de aquel hombre. No su reputación como genio o como máquina de hacer dinero. Eso era evidente. Los periódicos de economía se hacían eco con regularidad de los beneficios de sus sociedades anónimas.

Era su reputación como imán para las mujeres la que se confirmaba con la botella de champán y la servilleta.

A pesar de que eran vecinos, sólo temporalmente, sus caminos no se habían cruzado aun, así que Ginny no había tenido oportunidad de comprobarlo por sí misma. No es que ella fuese de ese tipo de mujeres al que él miraría dos veces.

La sedujese o no, a ella no le importaba lo atractivo que pudiera ser. No le atraía la idea de un hombre del que se decía que tenía muchos romances, a pesar de que las columnas de cotilleos lo adorasen por ello. Aunque, en ese momento, ella no pensaba en las columnas de cotilleos.

Se colocó bien las gafas y, tras ponerse una mano en el corazón para intentar calmarse, hizo un esfuerzo por concentrarse en lo que Sophie le había dicho.

Él se había llevado el disquete a casa a principios de semana y, con toda seguridad, estaría en su escritorio.

Estaba segura de que lo encontraría sin problemas.

–¿Qué dificultad puede haber? –había dicho Sophie, pasando por alto los detalles.

Al igual que había pasado por alto la razón por la cual no podía hacerlo ella. Si tan sencillo era, ¿por qué no podía saltar ella el seto y recuperar el disco? Al fin y al cabo, solo vivía unos pisos más abajo, en el mismo bloque.

–Pero, cariño, tú vives en el piso de al lado. Es perfecto. Como si fuera el destino. Si él sospechara que estaba cerca de su estudio, no sólo perderé mi trabajo sino que no conseguiré otro. Ese hombre es un bastardo. No tiene tolerancia por nada que no sea la perfección –había dicho Sophie.

Entonces Ginny lo recordó. Sophie no podía arriesgarse a que la pillaran. Era todo por salvar su trabajo. El único misterio era por qué trabajaba en una compañía de informática. Normalmente prefería un trabajo de relaciones públicas, o incluso hacer el vago en las galerías de arte.

Sophie había hecho que pareciese muy fácil. Un viajecito rápido al otro lado del seto para recuperar el disquete, copiarlo y volverlo a dejar. Todo eso para salvar el trabajo de Sophie y sin que él supiese jamás que ella había estado allí. Pan comido.

Un ligero gemido escapó de sus labios. No tenía madera de allanadora de morada. ¿O quizá aquello había sido entrar por la fuerza?

Era un término legal que el magistrado le explicaría al dictar sentencia si no encontraba el disco y salía de allí antes de que la señora Figgis regresara de su flirteo diario con el portero.

Por desgracia, aunque Ginny mandaba mensajes urgentes del cerebro a sus pies, estos parecían no responder. Estaba paralizada por el miedo.

«Nunca más», pensó cuando por fin consiguió despegarse del suelo. Aquella era la última vez que dejaba que Sophie Harrington la metiera en problemas.

No. Aquello era injusto. Era ella misma la que se había metido en problemas. ¿Pero quién podía resistirse a Sophie cuando se ponía encantadora?

Tenía veinticuatro años y parecía que seguía en los quince.

Aquello era como la vez que Ginny se coló en la secretaría del colegio. En aquella ocasión, se trataba de la necesidad a vida o muerte de Sophie por recuperar su diario antes de que la directora lo leyese. Solo una idiota llevaría consigo semejante documento incendiario. Solo una completa idiota sería tan estúpida como para escribirlo en clase.

Pero, en esta ocasión, si la pillaban sacándole las castañas del fuego a su amiga, se arriesgaba a mucho más que a un sermoncito de «no me esperaba esto de ti» y a un castigo sin salir de casa.

Volvió a la realidad. Pasó del guardarropa a la cocina y se detuvo en seco al ver la impresionante sala donde predominaban el acero y la pizarra. ¿Qué no podría hacer ella en semejante cocina?

Decidió que Richard Mallory no tendría que usar imanes con ella. Solo dejar que se ocupara de la cocina.

¡Por el amor de Dios! Tenía menos de quince minutos y los estaba malgastando al contemplar la increíble gama de cuchillos.

Atravesó la sala con rapidez y abrió una puerta que había al otro lado. Un escritorio, un ordenador portátil… ¡bingo!

Parecía como si un loco hubiera estado trabajando sin descanso durante una semana. Contrastaba con el resto de la casa, que parecía no haber sido habitada. Exceptuando la botella y las copas de champán. Una de las cuales casi estaba llena.

Así que, ¿cuál de los dos tenía mucha prisa?

No quería pensar en eso en aquel momento, así que se concentró en el estudio y decidió que el desorden estaba bien. Significaba que, probablemente, no sería obsesivo a la hora de guardar las cosas bajo llave.

También significaba que había mucho en lo que rebuscar. Botellas de agua vacías, envoltorios de chocolatinas y toneladas de papeles cubiertos de figuritas por todas partes.

Por desgracia, tras haber mirado por todas partes, vio que no había más que lo que se veía. Ni rastro del disquete.

Entonces se le ocurrió mirar en los cajones del escritorio, pero no se abrían. Él llevaría la llave consigo, durante su largo fin de semana en el campo. Junto con la dueña de la media de seda.

Aunque, en tal caso, ¿por qué la nota? Su curiosidad se activó de nuevo.

¿Por qué diablos debería importarle?

Comprobó su reloj y vio que había malgastado seis preciados minutos.

De acuerdo. Las llaves venían de dos en dos, así que tenía que haber una copia en alguna parte. Ginny deslizó sus dedos bajo el escritorio y los cajones, por si estaba pegada allí, pero nada. Claro, era el primer lugar en el que pensaría un ladrón. Incluso una ladrona novata como ella.

¿Dónde guardaría ella la llave de los cajones de su escritorio?

En el cajón del escritorio, para no perderla, pero ella no tenía nada que valiese la pena guardar bajo llave. Solo archivos y disquetes con meses de aburridas investigaciones. Nada que alguien quisiera robar. Pero en caso de que así fuera…

El cajón de su mesilla de noche parecía un buen lugar. ¿Quién la encontraría entre todo el desorden?

Pero, ¿un hombre pensaría de igual modo? ¿Qué guardaban los hombres en sus mesillas de noche?

No tenía modo de saberlo pero, falta de cualquier otra idea, abandonó el estudio y se dirigió por la escalera de caracol al piso de arriba. Llegó a una amplia galería donde predominaba el confort.

El suelo estaba cubierto por una alfombra turca, había un sillón de cuero bastante desgastado y las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros que parecían haber sido leídos, no colocados ahí por un decorador sólo para crear afecto. Se dirigió hacia ellos de inmediato y golpeó una mesa baja que no había visto, tirando al suelo un montón de revistas.

El ruido fue espantoso. Pero la devolvió a la realidad. No era hora de lectura.

Solo había una puerta en la galería. La abrió y se encontró con un pasillo interior iluminado desde arriba por una serie de claraboyas. Ginny se desesperó al encontrarse con media docena de puertas, que fue abriendo hasta dar con el dormitorio de Mallory. Tenía que ser su habitación. Estaba oscuro, las cortinas estaban aún corridas y no dejaban pasar la luz.

Dejó la puerta abierta para que entrara algo de luz y se puso a buscar. No había casi muebles, lo que la confundió un poco.

El apartamento entero era muy diferente al de los McBride donde, al igual que en todo el bloque que sir William había diseñado, predominaba el Art Decó. Incluso en el jardín.

Pero parecía que el gusto de Mallory por el minimalismo llegaba hasta su dormitorio. Una cama enorme y sin hacer dominaba la habitación. Estaba cubierta por una colcha abultada y almohadas y flanqueada por dos mesas bajas, con una lámpara alta en cada una.

Se aproximó a la más cercana. Al principio no sabía cómo abrir el cajón, que no tenía tirador. La lámpara habría ayudado, pero estaba tan nerviosa que sabía que la tararía al suelo si intentaba encenderla.

Así que se arrodilló y palpó bajo el cajón. Se sintió aliviada al descubrir que el truco no era más que un pequeño saliente.

Tiró y descubrió la respuesta a su pregunta. El cajón contenía una cantidad de productos que indicaban que Richard Mallory era un hombre cuyo principio en la vida era estar preparado.

Lo cerró con rapidez. De acuerdo. Ya era suficiente. Se le acababa el tiempo. Y a Sophie la suerte. Comprobaría la otra mesilla para poder decir que había hecho todo lo posible. Después saldría de allí.

Pero mientras se incorporaba, algo llamó su atención. Había algo pequeño y brillante bajo la mesa, junto a la pared. Podría ser una llave. Pero, ¿qué posibilidad había de que fuese la llave que ella buscaba?

Pero, tendría que encajar en algún lado.

Tuvo que tumbarse y estirarse para alcanzarla. En efecto, el objeto era alargado y estrecho. Se incorporó de nuevo, fatigada por el esfuerzo. Necesitaba más luz para ver mejor el objeto. Dirigió la mano hacia la lámpara pero se encendió por sí sola. En un principio se asustó, pero luego sonrió. Era estupendo. Había oído que había lámparas que hacían eso.

Pero no era hora de investigar. Centró su atención en el pequeño objeto metálico.

–No es suyo, ¿verdad?

La voz, baja y áspera, había salido de la colcha abultada, junto con una cabellera oscura y un par de ojos azules. Una mano dejó el control remoto, le tomó el objeto de la palma y lo sostuvo junto a su oreja.

No era una llave, sino un pendiente. Largo y fino.

–No –dijo él, después de mirarla durante lo que pareció una eternidad. Una eternidad en la que su corazón parecía no latir, debido al magnetismo que irradiaban aquellos ojos azules. Luego volvió a dejar el pendiente en la mano de Ginny–. No es de su estilo.

Ginny emitió un sonido que pudo ser interpretado como un asentimiento. La tienda de caridad de segunda mano era barata. Ése era su atractivo. Podría ser descrito como un estilo…

–Si me dice lo que busca, a lo mejor puedo ayudar –señaló él.

Luego se incorporó un poco para apoyarse sobre un brazo, dejando al descubierto parte de su cuerpo. Tenía los hombros desnudos, al igual que el pecho. Con algo de pelo que conducía hacia un estómago plano.

–Eh… –murmuró ella alucinada.

–¿Perdón? –preguntó él alzando una ceja–. No lo he entendido muy bien.

Sus párpados lo delataban. Sus ojos estaban completamente abiertos. ¿Cuánto tiempo habría estado observándola? ¿Habría presenciado el asalto al cajón de su mesilla?

Ginny tragó saliva. No había otra salida que mentir y esperar que saliese bien. Si podía enfrentarse a una clase llena de adolescentes de dieciocho años que creían saberlo todo, y que con seguridad sabían mucho más que ella de cualquier cosa que no fueran mitos griegos, también podría enfrentarse a un hombre solo.

–He dicho «eh» –contestó ella con su voz de profesora. Al fin y al cabo, no podía despedirla.

Claro, que podía llamar a la policía.

–¿Eh? –repitió él como si la palabra fuese de un idioma extranjero.

Mentira, mentira.

Era fácil. Lo hacía todo el tiempo. Así era como había superado sus conferencias para el doctorado. Recordaba que lo único que tenía que hacer era usar el clásico truco de imaginar que estaba desnudo. Por lo que había visto hasta el momento, no encontraba ninguna dificultad. Probablemente estaba desnudo…

Mala idea.

Ginny intentó pensar en otra cosa. Su madre.

–Se dice cuando no puedes expresar tus pensamientos con claridad –replicó ella–. Me ha asustado, señor Mallory.

–¿Espera usted que me disculpe? –preguntó él, como si todo aquello lo divirtiera.

–No es necesario –contestó ella mientras apartaba la mirada de sus anchos hombros–. Es culpa mía. No me di cuenta de que estaba usted aquí. De otro modo, simplemente no habría… –se detuvo. Se dio cuenta de que la estaba tomando el pelo.

–¿Simplemente? –insinuó él.

–Eh… –dijo ella. La palabra extranjera de nuevo.

–¿Simplemente eh?

–Simplemente no habría entrado –dijo ella de pronto. Pero vio que faltaba algo–. Habría llamado primero.

–¿De verdad? –preguntó él sorprendido–. Eso sería un comienzo.

Ginny frunció el ceño, incapaz de apartar la mirada de sus hombros, enfatizados por los fuertes músculos.

Luego se dio cuenta de lo que él insinuaba y se sonrojó al instante.

Pero ella no era una de las mujeres de Richard Mallory, se dijo a sí misma, decidida a no caer en la tentación de su irresistible cuerpo.

–Si le ocurre con frecuencia, quizá debería cerrar la puerta de su dormitorio con llave –le aconsejó Ginny, quizá con más ironía de la que era aconsejable en aquel momento.

–Quizá –convino él–. Bueno, ¿qué estaba buscando?

Su corazón dio un brinco. Debería haberse marchado cuando tuvo la oportunidad, y no quedarse a charlar. Él habría pensado que había sido un mal sueño. Ella había tenido pesadillas peores.

–¿Buscando? –repitió Ginny.

–Bajo mi cama.

–Ah.

Necesitaba ayuda.

Su excusa sonaba perfecta cuando la repetía a solas en su apartamento. Pero no esperaba tener que usarla. Sophie le había prometido que entraría y saldría en un abrir y cerrar de ojos.

¿Cuándo aprendería?

Lo que sonaba razonable en caso de que la señora de la limpieza regresara antes, no tenía ninguna credibilidad ante el individuo en cuestión.

Aquello era una locura.