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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Juan Carlos Pérez-Toribio

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El viento sopla de nuevo, n.º 131 - agosto 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8678-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Segunda parte

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

A todos los que laboran para Médicos Sin Fronteras

 

Primera parte

 

 

 

El último de los enemigos en ser aniquilado será la muerte.

 

Apóstol Pablo a los corintios (1Co 15, 20-27)

1

ENCUENTRO CON PEGGY OSBOURNE

 

Mike miró a través de los grandes ventanales del aeropuerto de Denver. Como grandes animales hibernando y a la espera de que terminara el invierno, una veintena de aviones, cubiertos por la nevada, permanecían alineados en la pista. Los pequeños copos de nieve eran empujados de un lado a otro por las ráfagas de viento. Desvió la vista de las aeronaves y echó una mirada al cielo. El color plomizo indicaba que seguiría nevando por un largo rato. Esta vez tampoco llegaría a tiempo a la cena de Nochebuena. La tormenta había hecho que se cancelaran todos los vuelos programados para esa hora. Sin embargo, había decidido permanecer en el aeropuerto hasta que se levantara la prohibición de volar. No quería arriesgarse a perder el próximo vuelo a Providence si pasaba la noche en un hotel.

Caminó hasta la barra desde la puerta del bar donde se encontraba y tomó asiento frente al televisor. Marcó en su teléfono móvil el número de Lara. Sonó varias veces pero nadie contestó. Esta vez Lara tampoco pasaría la Navidad con él, lo que le había llevado a tomar la decisión a última hora de viajar a Newport a ver a sus padres. Lara sufría nuevamente esas fiebres que solían darle de vez en cuando por los muralistas y la revolución mexicana. Cuando eso pasaba, se marchaba a su México lindo y querido a cantar corridos y rancheras hasta amanecer en la plaza Garibaldi, harta de licor y tortillas. Era un pueblo extraño ese de los mexicanos, con su regusto por el picante y su adoración a la muerte. Mike no pegaba en ese ambiente, pero para Lara todo aquello era más fuerte que su vida misma. Era como si de aquellas tierras brotaran unas costumbres más persistentes y espinosas que el agave, y que se las arreglaban, como aquel, para seducirla con atávicos vapores similares a los que despedían el mezcal y la tequila.

Puso el sobretodo y la bufanda en la silla que tenía al lado. Se desanudó la corbata y tomó un sorbo del bourbon que le había traído el barman. Este era un individuo canoso, de tez morena y maneras amables. Tras servirle el whisky, le alcanzó un tazón con frutos secos y trató de entablar conversación con él. Pero Mike no estaba de humor para conversar. El barman se dio cuenta y se fue al otro extremo de la barra, donde un nuevo cliente ya había tomado asiento. Mike se quedó observando el televisor que tenía enfrente sin prestar mayor atención a las imágenes. Mientras tanto, recordó que un día exactamente igual a ese, de vuelos cancelados y tormenta, había conocido a Peggy.

En aquella oportunidad, las imágenes provenientes de Kabul mostraban a una joven con el rostro cubierto de gasas ensangrentadas. Aparentemente su esposo le había cortado la nariz y los labios porque se había negado a comprarle drogas. Mike se encontraba aterrorizado. En su ensimismamiento no se había percatado de que uno de los asientos de mano derecha se había ocupado.

–¿Qué es lo que le impresiona tanto? En Occidente, a partir de esa época psicologista que fue el siglo XIX, nos hemos preocupado más por los males del alma que por los sufrimientos del cuerpo. Nos hemos olvidado de que hay gente que sobrelleva infecciones, enfermedades, virus mortales, heridas de guerra, torturas, ablaciones genitales, etc. Es tanta la preocupación por la psiquis que tenemos a este lado del mundo que incluso olvidamos cuánto habrán sufrido físicamente los que nos antecedieron; cuántas epidemias, hambrunas y heridas en batallas tuvieron que soportar para que ahora nosotros podamos tener la vida que tenemos hoy en día, la aspiradora y el lavavajillas.

Tres asientos más allá se encontraba una chica rubia, sin maquillaje, con una falda estampada y larga de las que usaban las jóvenes en los años setenta. No había nadie más y el barman estaba al otro extremo de la barra. Por lo que Mike supuso que la joven se había dirigido a él.

–Es como si quisiéramos olvidar lo frágiles que somos… ¿No le parece?

Mike no atinó a decir nada. Solamente hizo un pequeño movimiento de afirmación con la cabeza.

–Peggy Osbourne… Y por favor, no me hable del clima –dijo la chica mientras se acercaba y le alargaba la mano a Mike. Este respondió mecánicamente, diciendo su nombre y alzando también su diestra.

Peggy Osbourne era de un pequeño pueblo de Wisconsin, donde su padre, el señor Osbourne, tenía una tienda de abarrotes con la que había levantado a toda la familia. Nunca se había despegado del negocio, ni siquiera tras la muerte de su esposa, y todavía se le podía ver al frente del mostrador o trajinando lentamente en la trastienda entre sacos de frijoles y forraje para animales. Cuando Peggy decidió ir a la universidad, el señor Osbourne se había alegrado de que su hija fuera por fin a estudiar Medicina, pues era de la opinión de que cada vez se incrementaría más la demanda de las carreras de salud y computación. Después de prepararse y haber pasado el examen de admisión, Peggy consiguió una media beca por sus dotes de gimnasta, y con la ayuda del señor Osbourne fue a dar a la Facultad de Medicina de la Universidad de Madison. Pero Peggy no estaba allí por las razones que pensaba el señor Osbourne. Peggy creía que a nadie le debía faltar la atención médica, que el Estado estaba en la obligación de cuidar y proteger a sus ciudadanos y que la salud era un derecho que tenían todos los habitantes del planeta. Sea porque la muerte de su madre ocurrió cuando era muy pequeña y le había afectado mucho, o porque había nacido con esa condición, al traspasar la puerta de la universidad, Peggy se prometió que nunca usaría la medicina para especular o enriquecerse económicamente. Fue así como nada más terminar la carrera de Medicina se incorporó a Médicos Sin Fronteras.

–En un mundo como el que tenemos no puedo fingir y mirar para otro lado… o sentarme cómodamente en un lugar de Wisconsin a esperar que alguien entre a mi consultorio, como si nada pasara –dijo Peggy.

Mike sintió un poco de vergüenza. Comparado con lo que hacía aquella joven pecosa, su trabajo no significaba gran cosa. ¿En qué podían beneficiar a los demás las labores que realizaba en el museo? ¿A quién le importaba que un cuadro estuviera en un lugar o en otro, que se organizara determinada exposición o que se escogiera cierto artista? Muchos nazis apreciaban el buen arte y eso no les había impedido llevar a cabo la matanza que realizaron, ni siquiera habían cambiado sus métodos por mucho que se extasiaran con las obras de arte que robaron por toda Europa. ¿No era esa una prueba de que el arte era solo un lujo del alma?

–No se preocupe. No hay por qué cuestionar todo lo que uno hace. Los malvados son una especie irreductible. Hay muy pocas cosas que los puedan hacer cambiar. Los hay en todos lados y en todas las corrientes de pensamiento. Lo que yo hago es solo un trabajo de profilaxis. Alguien tiene que hacerlo. Digamos que colaboro para reparar los daños que hacen otros, que trato de restablecer la armonía… ¿No tiene hambre, Mike?

También Mike sentía un poco de hambre, así que pagó las copas y ambos se dirigieron a un local donde había varias neveras abiertas en las que se exhibían botellas de diferentes contenidos, ensaladas y sándwiches envueltos en plásticos transparentes. Peggy tomó una ensalada y una botella de agua mineral. Mike se sirvió un sándwich de atún y una botella de jugo de naranja. Esta vez, Peggy se adelantó y pagó por los dos. Mike le dio las gracias y ambos fueron a sentarse en una mesa de la que tuvieron que retirar algunas servilletas y vasos plásticos.

Mientras comían, Peggy se enteró de que Mike era un curador importante del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York; también de que venía de Iowa, donde había estado recabando información para una exposición sobre Grant Devolson Wood y los llamados pintores de la escuela Ashcan (aquella «pandilla de revolucionarios negros», como se les conoció en un tiempo); y que además estaba casado con una bella y obstinada mexicana, estudiosa del Barroco y del arte figurativo español del siglo XVII.

Mike se enteró a su vez de la pasión del padre de Peggy por la informática y la medicina. Peggy le habló también sobre el pequeño pueblo de Wisconsin que la había visto nacer y cómo, al fin, había decidido dedicarse a la medicina social.

A medida que la conversación transcurría y Peggy hablaba de los diferentes destinos en los que había estado con Médicos Sin Fronteras, Mike se asombraba cada vez más. Era sorprendente que aquella delgada muchacha que aparentaba apenas unos treinta y tantos años hubiera estado tanto tiempo en el Congo, en Guinea y hasta en la Franja de Gaza mientras el ejército israelí sometía a la población a un despiadado fuego de artillería. Peggy se refirió a su estancia en ese territorio. Le contó que había tratado a una niña herida en un acto suicida llevado a cabo por Hamás. La muchacha había perdido parte de la cara y sus miembros superiores cuando el autobús en el que viajaba había saltado por los aires. Le explicó que, sin ser especialista en el área, había tenido que proceder a hacer una cirugía maxilofacial de emergencia y que tuvo que ligar las arterias y las venas de los brazos para evitar la hemorragia. Incluso, y aunque la cara de Mike se había ido descomponiendo, le explicó cómo cortó los músculos y aserró ambos húmeros.

Mike, tras escuchar la explicación, puso su plato a un lado, se limpió la boca con una servilleta y tomó un largo trago de jugo. Aquella noche, después de tomar el avión y llegar a su apartamento de Nueva York, soñó que Peggy Osbourne hablaba con unos muertos cubiertos con sábanas blancas, a los que preguntaba qué deseaban. Los muertos exigían todo tipo de medicinas, pero extrañamente no abandonaban su condición de difuntos. Había sido un sueño terrible que todavía no podía olvidar.

Estimados usuarios. El aeropuerto de Denver pide disculpas por las molestias causadas. En breves minutos comenzaremos a embarcar para los diferentes destinos. Gracias.

La voz melodiosa que salía de la megafonía del aeropuerto lo sacó inmediatamente de su ensimismamiento. Miró hacia los grandes ventanales y pudo observar que ya había dejado de nevar. Las pantallas de los vuelos de salida, que alcanzaba a ver desde el bar, comenzaron a titilar. Fue hasta una de ellas y vio que su vuelo a Providence embarcaría en una hora. Todavía tenía tiempo para pedir otro bourbon. Se volvió a sentar en la barra e hizo señas al barman. Marcó el número de teléfono de Peggy y al segundo repique la contestadora saltó. Nuevamente marcó el de Lara. El teléfono sonó y sonó, pero nadie contestó.

2

VIAJE A MILWAUKEE

 

Desde el mismo momento en que Peggy Osbourne dejó la universidad, se decidió a cumplir con el que era su sueño. Ya antes de recibirse como médico y de vestir la usual indumentaria para la ocasión (la toga, el bonete negro y la medalla dorada), había contactado con el personal administrativo de la organización Médicos Sin Fronteras. Así que cuando le entregaron su diploma, al son de la muy americana Pompa y circunstancia marcha n.° 1 de Edward Elgar, aunque se estremeció y se le erizó la piel porque en ese momento se sintió la persona más importante del mundo, en el fondo solo pensaba en cómo iba a ser el recibimiento que aquellos le darían en sus oficinas del 333 de la Séptima Avenida de Nueva York. De modo que al día siguiente de su graduación, y en una mañana especialmente lluviosa, dejó Wisconsin resuelta a salvar el mundo, al que entregaría todos los conocimientos que había adquirido en la Universidad de Madison.

Aquella mañana, el señor Osbourne introdujo la pequeña maleta de Peggy (llena de algunas prendas de vestir y de pequeñas cosas que le recordaban su niñez) en el asiento trasero de su viejo Oldsmobile y se sentó frente al volante, callado, esperando a que Peggy saliera de la casa. Peggy llegó corriendo con un vaso de café en la mano y se sentó a su lado, en el puesto de copiloto. Cuando el auto arrancó, Peggy se dio cuenta de que iba a ser un largo trayecto. Y tenía razón. En las tres horas aproximadas que duró el viaje desde el pequeño pueblo de Armstrong Creek, de donde eran los Osbourne, hasta el aeropuerto General Mitchell, en Milwaukee, padre e hija apenas se dirigieron la palabra. El señor Osbourne no entendía qué le había picado a Peggy desde que había entrado a la universidad. Estaba bien que estudiara medicina para salvar vidas, pero eso de irse al tercer mundo, y encima a curar a negros, heridos y leprosos, no le cabía en la cabeza.

Cuando llegaron cerca de Green Bay, pararon en un motel que se encontraba junto a la carretera para almorzar e ir a los excusados. El motel era muy sencillo y el restaurante, sin ser ostentoso, era bastante acogedor. Junto a la barra había una buena cantidad de sillas de madera con cojines cubiertos de semicuero rojo. Las mesas también eran de madera y de las paredes colgaban algunas cabezas de alces y animales de caza. Después de tomar asiento, el señor Osbourne pidió a la chica que los atendió unos huevos fritos con tocino, porque con la prisa y los nervios había dejado de hacer la primera comida de la jornada y nunca dejaba un día sin comer huevos fritos, estuvieran o no acompañados con salchichas o tocino. Peggy, por su parte, pidió una simple hamburguesa con papas fritas.

Mientras comían, ninguno de los dos se dirigió la mirada. El señor Osbourne tenía la vista fija en su plato y Peggy se distraía mirando por la ventana hacia la carretera. Cuando terminaron, el señor Osbourne pagó la cuenta. Peggy se subió al Oldsmobile y el señor Osbourne se dirigió al baño. Peggy observó que su padre ya no caminaba con la agilidad con que lo hacía apenas unos años atrás y se dio cuenta de que poco a poco estaba envejeciendo, que lentamente había dejado de ser aquel ser fornido que cargaba víveres y mercancías en la tienda para convertirse en un anciano. Entonces sintió ganas de llorar por el largo tiempo que había pasado lejos de su padre mientras estudiaba en la universidad y porque ahora también lo dejaría solo para ir a otro país.

El auto arrancó de nuevo y nuevamente ambos insistieron en mantener la actitud que habían tenido durante todo el viaje: el señor Osbourne mirando al frente, callado, y Peggy distraída, observando el paisaje a través de la ventana. Pero minutos antes de llegar a Milwaukee, el señor Osbourne no aguantó más:

–¿Realmente sabes lo que estás haciendo, Peggy? –le espetó de repente a su hija.

Peggy no podía entender a qué se refería su padre.

– Sabes que te he dado todo lo que tengo desde que se murió tu madre. La carrera de Medicina sobrepasaba los ahorros que había ido acumulando para que fueras a la universidad, y sin embargo eso no me importó y te apoyé hasta el último momento para que te pudieras graduar. ¿Y qué haces tú? Pues te vas a un país subdesarrollado a entregar todos nuestros esfuerzos y ahorros a unas gentes que no nos son nada. Es decir, el pueblo americano y la familia Osbourne han preparado a la señorita Peggy para que ella ejerza gratis en otro país. ¿Qué te parece?

Peggy no quería discutir con su padre ese día, no precisamente ese día, cuando su corazón se desgarraba porque sabía que de la Séptima Avenida saldría con la misión de ir a un destino lejano y que dejaría de ver a su padre y su pueblo por largo tiempo. Sabía que ese viaje tampoco estaría exento de riesgos, por lo que cabía la posibilidad de incluso no verlos nunca más. Y si se trataba de dinero, seguramente con los pocos honorarios que cobrase podría retribuir a su padre el dinero que había puesto en su educación. Si ese era el problema, le pagaría hasta el último centavo, pero no quería recordar ese día como aquel en el que había peleado con su padre. Sin embargo, nada ni nadie podía interponerse a estas alturas entre ella y aquellos enfermos que la esperaban en un lejano destino y por los que sentía un extraño afecto desde que era una niña.

Peggy no pronunció palabra. Permaneció callada mirando a la calle.

–¿Sabes?, hubiera preferido que no estudiaras. Tal vez estarías mejor manejando la tienda, como he hecho yo toda la vida.

Peggy no contestó. Estaba absorta observando los espectaculares edificios de Milwaukee, enfocando su mente en aquella franja de modernas edificaciones que se adentraba en el lago Míchigan. No es que Madison no tuviera grandes construcciones, pero le pareció que Milwaukee era más moderno y cosmopolita. Pensaba en esto para evitar prestar atención a lo que había dicho su padre. Sabía que no era lo que él sentía en realidad y que lo hacía para herirla. En el fondo tampoco le perdonaba que lo dejara solo. Siempre había pensado que Peggy ejercería la medicina en el pueblo que la había visto nacer, que seguramente allí se casaría y tendría hijos, que podría verla cuando quisiera y que nunca se separaría de su lado.

Cuando finalmente el señor Osbourne dejó a Peggy en las puertas del aeropuerto General Mitchell, porque se negó a acompañarla al mostrador de Delta Air Lines (la compañía con la que volaría Peggy), ambos tenían los ojos enrojecidos y se esforzaban por no dar rienda suelta al llanto y a las lágrimas que luchaban por abrirse paso. Peggy se acercó a su padre y lo abrazó fuertemente. Entonces los dos comenzaron a sollozar y a decirse cosas al oído como si fueran viejos amantes. Ambos sabían que no tenían a nadie más en este mundo, que eran la única familia con la que contaban. Fue un momento particularmente triste y prolongado, como suelen ser las despedidas entre padres e hijos. Ninguno de los dos quería ser el primero en separarse. Pero al fin el señor Osbourne retiró a Peggy de su pecho y le dio un beso en la mejilla, resignado a dejarla ir tal vez para siempre.

–Eres la mejor hija del mundo. Por favor, perdóname todo lo que te he dicho. Te quiero mucho –dijo el señor Osbourne, con lágrimas en los ojos.

–Lo sé, papá. Yo también te quiero. Te escribiré, no te preocupes.

Y Peggy se internó entonces en el aeropuerto sin mirar atrás, también con las lágrimas corriéndole por las mejillas.

3

GALIMATÍAS

 

Galimatías

 

El inspector de la brigada de homicidios, Buruno Owono Ndongo, fijó su vista en un punto en la pared tratando de comprender las letras escritas a lápiz. Había algunas frases en español y alguna que otra palabra en lengua fang, pero el resto era un amasijo de letras que no parecían corresponder ni a esa lengua ni a las de las otras etnias minoritarias, como los bubis, los bengas o los bisios.

Se encontraba en medio de un dormitorio bastante modesto, provisto de una cama desordenada, una cómoda sin espejo y dos cuadros de copias baratas. Los muebles y la poca luz que se filtraba por las ventanas le daban al cuarto un toque algo sombrío. La inspección policial había desordenado toda la habitación y algunas prendas íntimas de mujer se encontraban esparcidas por el suelo. Alguien le había puesto en las manos aquel cuaderno hallado en la parte de atrás de una de las gavetas de la cómoda, donde había permanecido sujeto con cinta adhesiva. Cerró la libreta sin haber podido encontrarle sentido al montón de caracteres y a las pocas frases que bailaban en aquella sopa de letras, mientras pensaba que tendrían que fotocopiar ese material antes de que se borraran los trazos del carbón.

Dejó la habitación y se dirigió a la cocina. El fregadero estaba limpio y seco, sin rastro de haber sido utilizado recientemente. Aunque era una cocina sencilla, todo se encontraba pulcramente ordenado y en su lugar: los platos, las ollas y los diferentes aparatos eléctricos. Con sus manos enguantadas de látex siguió revisando los objetos que estaban sobre una pequeña mesa: un lápiz mongol de punta roma, una cucharilla y una taza de café a medio llenar en cuyo interior ya habían crecido hongos.

Se dirigió al cuarto de baño sin saber a ciencia cierta qué buscaba. Corrió la cortina de la ducha y miró dentro sin encontrar nada que llamara su atención. Se fijó también en que el asiento del inodoro estaba abajo y sonrió. No recordaba la película, pero estaba seguro de que, en una de las tantas de detectives que había visto, el protagonista se percataba de la infidelidad de su esposa cuando al llegar a su casa veía que el asiento del inodoro estaba arriba, como lo acostumbra a colocar los varones. Aquella ocurrencia se le había quedado en la memoria y cada vez que veía un retrete se fijaba en si el asiento estaba abajo o no. Su esposa había colaborado un poco con esa manía, pues cuando todavía vivía con él no dejaba de reclamarle que la bendita tapa estuviera siempre mojada.

Abrió el pequeño gabinete que estaba sobre el lavamanos, no sin antes verse la cara reflejada en el espejo y darse cuenta de que el pelo se le había ido poniendo blanco y las entradas eran cada vez más pronunciadas. Las prominentes ojeras, producto de las 24 horas de guardia que llevaba sin dormir, destacaban en la negrura de su rostro y, junto a los cañones de su barba entrecana, terminaban formando un todo desalentador.

Mientras veía su imagen, se ajustó por costumbre la corbata a rayas. Echó un vistazo a varios de los frascos de pastillas que había allí con la convicción de que eran ansiolíticos o algún tipo de sicotrópicos. También había unas cápsulas para la diarrea y un frasco de Maalox. Cerró el pequeño mueble, volvió a verse la cara reflejada en aquella superficie que el tiempo comenzaba a poner oscura, y de nuevo se ajustó la corbata. No sabía exactamente qué estaba buscando, pero su intuición le decía que en ese pequeño apartamento estaba el secreto del caso que lo había traído hasta allí a esas altas horas de la noche.

Cuando dejó el apartamento, ya el sol despuntaba en el horizonte. Le dijo a Dana Bangán Nvuar, su ayudante, una joven mulata con corte de pelo de niño, que se iba a dormir y que si no había nada nuevo por favor no lo molestaran hasta el mediodía. Se comunicó con la central e hizo que se transmitiera un boletín con las señas de la sospechosa.

Mientras manejaba su viejo Honda Civic gris del 98 hasta su casa, iba repitiendo las frases leídas en el cuaderno de tapas duras. ¿Qué habría querido decir esa chica con las frases en español que se mezclaban con aquel montón de letras? ¿Tendría que ponerse también a ver toda la cantidad de series horrorosas de televisión que pasaban actualmente para encontrar el significado de aquellas oraciones sueltas? Todos los casos de homicidios que había resuelto habían sido cometidos por seres que no estaban en su sano juicio, por lo que le seguía pareciendo un sinsentido perder el tiempo en juicios interminables que sufragaban los ciudadanos, cuando lo que tendría que hacerse era encerrar de una vez a todos esos individuos en un manicomio. Estaba seguro de que este caso no sería la excepción y de que otro loco andaba suelto.

Echó mano al Maalox que llevaba en la chaqueta para paliar la acidez que lo perseguía desde hacía más de una hora, y en ese momento se percató de que había cometido una falta de procedimiento al traerse consigo un objeto que podía constituir una prueba importante.

4

NICK LOGAN

 

Frente a Peggy se encontraba un individuo regordete, de cachetes colorados, pelo rubio y uñas excesivamente limpias y esmaltadas, llamado Nick Logan. De pie tras su escritorio, parecía estar incómodo con la indumentaria que llevaba: una ajustada camisa rosa de rayas muy finas (apenas imperceptibles), corbata de pintas rojas con fondo blanco, blazer azul marino con botonadura dorada y pantalones grises. De vez en cuando estiraba la barbilla hacia adelante, tratando de zafarse de la corbata y la apretada camisa. Otras veces metía el dedo índice entre su piel y el cuello de la camisa, buscando ensanchar el espacio que ocupaba su hinchada papada.

Al fin le tendió la mano y luego la invitó a sentarse, señalando una de las sillas que tenía delante. A Peggy no le gustó la sensación que le produjo el roce de su piel, ni el aspecto porcino y a la vez relamido de aquel sujeto; no encajaban con la imagen que tenía de la labor humanitaria llevada a cabo por la organización médica que la había citado. Sin embargo, cuando se fijó en que a su espalda, y en una pared completamente blanca, estaban colgados el emblema en azul de la Organización Mundial de la Salud (con una serpiente amarilla enroscada en el bastón de Esculapio) y el de Médicos Sin Fronteras (en rojo y blanco), supo definitivamente que estaba en el lugar correcto y que no se había equivocado de oficina.

En un rincón descansaba, olvidada y colgada de un pequeño mástil, una bandera americana, con unos barrotes y unas estrellas demasiado relucientes para su gusto. A pesar de todo, el ambiente era agradable.

Peggy hizo caso a su anfitrión y tomó asiento, un poco nerviosa, pero entusiasmada porque por fin veía que comenzaban a cumplirse sus ansiados sueños.

Peggy había llegado a Nueva York la tarde anterior y apenas había dormido unas horas en toda la noche. Cuando llegó al aeropuerto John F. Kennedy tomó inmediatamente uno de los taxis amarillos que esperaban junto a las puertas de salida. Le sorprendió el acento y la cadencia en el hablar del chófer pakistaní. Después de varios embotellamientos y frenazos repentinos llegó por fin al sitio donde se hospedaría: un pequeño y modesto edificio situado en una de las calles más transitadas de Greenwich Village, en cuya fachada dos faroles escoltaban una pequeña puerta roja que parecía sacada de una cabina telefónica inglesa y sobre la que se encontraba un toldo o tapasol verde con el nombre del hotel. Pagó al taxista y se introdujo en el lobby del hotel, al que se llegaba subiendo unas pequeñas escaleras que daban a la puerta acristalada de color rojo. Se registró, subió a la habitación y desempacó lo necesario para pasar solo un par de noches: los elementos de tocador, un pijama y un par de blusas.

El pantalón de mezclilla que llevaba debía durarle al menos una semana, así que no había por qué molestarse en sacar otro. Había calculado que dos días era el tiempo necesario para poder dejar la ciudad y trasladarse al lugar que seguramente le asignarían. Si la cosa iba bien, sus contratantes seguramente le harían la reservación del vuelo y la ayudarían en todo lo necesario para partir inmediatamente a su nuevo destino.

Esa noche hacía frío. El radiador de la calefacción apenas servía, por lo que agradeció que la habitación fuera tan pequeña como para no dejar escapar el calor de su propio cuerpo. Apenas cabían una mesa redonda con una silla, una cama individual y dos mesitas de noche. El televisor estaba colgado en la pared de enfrente. Aunque estaba cansada, sabía que si se iba a la cama en ese momento, estaría horas y horas dando vueltas, sin poder dormir. Buscó el control y encendió la televisión. Se distrajo haciendo zapping en busca de un canal de televisión que la entretuviera. Paró en CNN. Allí hablaban de un chino acaudalado, procedente de la industria cinematográfica, que en una subasta había comprado una naturaleza muerta de Vincent van Gogh por sesenta y dos millones de dólares. Increíble. La pintura (un jarrón con amapolas y margaritas) era realmente hermosa, pero con tanta hambre y enfermedad en el mundo era inexplicable que un individuo gastara tal cantidad en algo tan suntuario como un cuadro; sobre todo alguien procedente de un país comunista. Disgustada por la noticia, siguió pasando los canales hasta que topó con uno donde pasaban un capítulo de una serie televisiva casualmente ambientada en la zona donde se encontraba su hotel. El episodio resultó repetido y esto bastó para que apagara definitivamente el aparato. Miró por la ventana y decidió salir a pasear y comer algo.

Transitaba por aceras franqueadas por edificios de ladrillos rojos (provistos de escalinatas que daban a la calle y escaleras de incendios de hierros ennegrecidos y desgastados), al lado de tiendas de antigüedades o de libros raros y ventas de comida rápida, cuyos emblemas estaban pintados en vidrieras enmarcadas en maderas oscuras. El viento le daba con fuerza en la cara. Nunca había estado antes en Manhattan, pero había oído tanto sobre ella que la conocía como si hubiera vivido allí. Se ajustó la bufanda y se cerró el abrigo. Deseaba ir a Battery Park y observar desde allí la Estatua de la Libertad, pero estaba demasiado lejos como para llegar andando. Decidió ir en metro. Le desagradaron la rusticidad de los torniquetes para entrar en el andén y algunas pintadas de los vagones, pero eso no la detuvo. Se fijó en un muchacho negro de cabeza rapada. Por un momento sintió que él la estaba observando y decidió apretar con fuerza su bolso. Bajó en la estación más cercana al parque, fijándose en que el chico no la siguiera, y continuó caminando hasta dar con el puerto. Efectivamente era como lo había supuesto. Desde donde estaba, podía ver las luces del Museo de la Inmigración en la Isla de Ellis y la Estatua de la Libertad a lo lejos: una borrosa figura verde entre la bruma, de la que sobresalía la iluminación de la antorcha que llevaba en la mano derecha, que se colaba por unos orificios situados en el pedestal.

Permaneció allí un largo rato, recordando lo que le habían contado en el pequeño colegio de Armstrong Creek. Aparentemente la estatua, en la que también había tenido que ver el ingeniero Eiffel, había sido un regalo de Francia para conmemorar el centenario de la Declaración de Independencia de Estados Unidos; pero tanto en Francia como en Estados Unidos había habido muchas dificultades para obtener el dinero para finalizar la obra. Se hicieron muchas rifas y bailes de beneficencia, pero sobre todo había tenido éxito la campaña llevada a cabo por el New York Wold para que los estadounidenses pudieran colaborar y se terminara la base que albergaría la estatua traída desde el otro lado del Atlántico.

Comenzó a sentir hambre y frío. Se apartó de la baranda donde se encontraba y se volvió a internar en una de las calles que conducían al parque. Decidió entrar a un café para tomar algo y calentarse. Cerca de allí había uno de esos que eran parte de una cadena cuyo nombre le recordaba siempre al primer oficial del Pequod, el ballenero del capitán Ahab. Cuando entró al local, agradeció que estuviera puesta la calefacción. Pidió un café americano y se sentó en un rincón, desde el que podía ver la calle. A medida que tomaba sorbos de café y entraba en calor, comenzó a sentir que sobre sí caía todo el peso de su soledad. En la universidad no había hecho ninguna amistad importante, ocupada como estaba en estudiar y preparar los exámenes, y las chicas de su pueblo seguían siendo tan insoportables como cuando eran pequeñas. Una vez más se percató de que estaba sola en el mundo y de que únicamente contaba con su padre. Una sensación de desarraigo la embargó, como si con el paso que estaba a punto de dar ya no perteneciera más al mundo del que venía y del que había formado parte hasta ahora. En ese momento deseó llamar a su padre y hasta sacó el teléfono móvil del bolsillo de su abrigo, pero se dijo que tenía que vencer esa dependencia que tenía de su progenitor, de lo contrario no podría permanecer en otros países y cumplir con lo que tanto había soñado. Sacudió la cabeza como si tuviera la cabellera mojada, se enjuagó las lágrimas que habían asomado a sus ojos y guardó nuevamente el teléfono.

El café no le había mitigado las ganas de comer. Decidió ir al barrio chino, comer algo y volver caminando al hotel. Estaba deseosa de conocer todo lo que pudiera mientras estuviera allí y tenía la impresión de que Chinatown no estaba tan lejos de donde se alojaba. Además no quería estar sola en ese momento, por lo que prefería confundirse con el bullicio de la gente.

Por un momento dudó de cómo llegar. Consultó el pequeño mapa que llevaba consigo. Bajó a la estación más cercana del subterráneo y en pocos momentos se encontró rodeada de personas de aspecto oriental, tiendas que exhibían mercancías de todo tipo en sus frentes y restaurantes humeantes en los que se podían ver patos colgando en las vidrieras, así como partes de cerdos expuestas en bandejas. Entró en uno de ellos y pidió una sopa con fideos que le sirvieron hirviendo.

Después había perdido el sentido del tiempo. Llegó caminando al hotel, pero, como suponía, no pudo dormir en las horas subsiguientes. Pasó la noche en una especie de duermevela, hasta que el sonido del despertador le indicó que debía vestirse y dirigirse a la Séptima Avenida, donde la estaban esperando. Y allí estaba ahora, frente a aquel individuo que observaba la carpeta que contenía su hoja de vida y sus documentos, y que la escrutaba por encima de sus gafas contra la presbicia.

–Muy bien, señorita Osbourne. No tengo nada que objetar a estos papeles. Me gustaría que usted tuviera alguna experiencia laboral, pero estoy seguro de que la adquirirá muy pronto. Por ahora me entusiasman sus notas, sobre todo las que ha obtenido todos estos años en idiomas. ¿Cómo está su francés?

–Bien, bastante bien. También hablo un poco de español

–Oh, eso es perfecto. ¿Y en qué le gustaría especializarse, si se puede saber?

–Traumatología –dijo, secamente, Peggy.

Sabía que en los posibles lugares donde le gustaría ejercer encontraría muchos lesionados a causa de la violencia que se practicaba en la mayoría de esos sitios, y eso le había convencido de que aquel era el mejor camino para ayudar a sus semejantes.

–Muy bien, señorita Osbourne. Veo que tiene las metas muy claras –dijo Logan, mientras volvía a halar el cuello de la camisa con su dedo índice y repetía el tic de empujar la barbilla hacia delante–. ¿Qué me dice de su disponibilidad? Tenga presente que nuestros contratos de trabajo requieren estancias largas en el terreno.

–Sí, claro. No tengo problema con eso y, si lo desean, puedo comenzar de inmediato.

–Bien. Bien. Como debe de saber, señorita Osbourne, Médicos Sin Fronteras tiene varios proyectos en África y específicamente en el lugar seguramente más atrasado y pobre de este mundo: la República Democrática del Congo, el antiguo Zaire.

–Sí, claro. Lo sé.

–¿Conoce usted el Congo, señorita Osbourne?

–No. Solo he leído algunas cosas sobre él, y también sobre la labor que realiza allí Médicos Sin Fronteras.

Peggy se había puesto rígida. Tenía conocimiento de algunos de los proyectos que se venían desarrollando en el Congo, pero le pareció que, si al fin la aceptaban y ese iba a ser su primer destino, sería un comienzo demasiado grande para el que tal vez no estuviera preparada.

–Bueno, la República Democrática del Congo es el ejemplo por antonomasia de lo que dejaron los colonialismos en África.

–Sí, me imagino.

–No; le aseguro que usted no puede imaginárselo… Aunque veo que no tiene experiencia, se da el caso de que allí necesitamos personal médico para trabajar en el hospital de Rutshuru, al este del país –continuó hablando Logan sin percatarse del terror que exhibía la cara de Peggy–. Uno de nuestros médicos ha vuelto a su país y, además de los heridos que llegan continuamente al hospital, producto de la guerra y las luchas que persisten allí, tenemos un nuevo brote de malaria. Como usted sabe, señorita Osbourne, en África no solo la violencia es el pan de cada día, los anopheles tampoco descansan y las compañías farmacéuticas parece que todavía no han considerado rentable desarrollar una vacuna para la malaria. Le aseguro que si esos mosquitos estuvieran entre nosotros, o en un sitio como Berna o Lausanne, tendríamos ya la solución. ¿No le parece?

A medida que Logan hablaba, Peggy sentía que iba cambiado la sensación que este le había producido al principio. La gerencia médica no era cualquier cosa y aquel elemento seguramente había sido escogido por algunas cualidades difíciles de percibir a primera vista.

–¿Sabe una cosa, señorita Osbourne? Si usted está dispuesta, yo la recomendaré para ese puesto con mucho gusto. En realidad su caso ya había sido estudiado y solo faltaba esta entrevista. Si acepta, creo que aprenderá mucho con nosotros.

–Sí, acepto. Y le estoy muy agradecida –dijo apresuradamente Peggy–. ¿Y cuándo cree que podré viajar?

–Me gusta su entusiasmo, señorita Peggy. Hablaré con mi secretaria para que tenga todo listo en la mayor brevedad posible. Ella se comunicará con usted en el transcurso del día para ultimar los detalles.

Logan se puso de pie y le extendió la mano.

–Que tenga un buen día.

Peggy la estrechó tímidamente y salió al vestíbulo convencida de que el mundo le sonreía.

5

CENTRO MÉDICO LA PAZ

 

Cuando el teléfono sonó, el reloj de la mesa de noche marcaba la una y diez minutos de la mañana. La oficial Dana Bangán estaba al otro lado de la línea.

–Inspector, hemos recibido una llamada de alguien que insiste en que es importante. Esta persona ha llamado a la estación desde la sección de neurología del Centro Médico La Paz y desea hablar con nosotros personalmente. Por lo que ha dicho, el asunto guarda relación con el caso del doctor Boleká Micha.

Dana Bangán conocía lo suficientemente bien al inspector como para suponer que este había esbozado una sonrisa al escuchar lo de «neurología». Para el inspector Owono Ndongo neurología y psiquiatría siempre habían sido lo mismo, lo que encajaba con su tesis de que los homicidas eran unos orates sin remedio.

–Está bien, espérame en la puerta de la estación en 10 minutos –dijo, mientras se calzaba la horrorosa y molesta corbata a rayas. Un día, cuando dejara el servicio y se acogiera a la jubilación, la sepultaría con todos los casos horribles con los que había tenido que lidiar durante tantos años, pero hasta que ese momento no llegara no tenía más opción que cargar con aquel horrendo trapo, pues si algo le molestaba más que usar esa bendita corbata era ir de compras y probarse ropa.

En el momento en que entraron en el hospital, también lo hacían unos camilleros que llevaban a un hombre ensangrentado que daba alaridos y sostenía sobre su pecho una botella de suero. El Hospital General de Bata era una de las mayores instituciones médicas de la ciudad. Había pocos centros hospitalarios que tuvieran una emergencia tan completa como este. Aquel sitio era siempre un hervidero. Día y noche se veían desfilar camillas colocadas en la puerta por aullantes ambulancias, médicos que corrían de un lado a otro dando órdenes, personal paramédico conduciendo sillas de ruedas y policías conteniendo a personas que querían saber de sus familiares recién ingresados. Para colmo, a esa hora la entrada principal del hospital se encontraba cerrada y la de emergencias era la única puerta de acceso.

El inspector Owono y su ayudante se identificaron ante el agente de policía que estaba de guardia. Los dos esperaron a que se despejara un poco el paso y luego continuaron hacia el área de neurocirugía, una sección aparte y en el lado contrario de la sala de emergencias. Para ello tuvieron que tomar el camino adoquinado que bordeaba la plaza donde se encontraba el emblema de la institución: una gran paloma blanca junto a una cruz azul de igual tamaño.

Una enfermera negra y obesa, de pelo ensortijado y cara de pocos amigos, revisaba en ese momento las instrucciones de una historia clínica. Más allá, un viejo enfermero, embutido en una bata blanca, llenaba una inyectadora con un líquido verdoso extraído de un pequeño frasco, y una asistente pelirroja, muy risueña, con los codos apoyados en el mostrador, hablaba distraídamente por teléfono.

Dana preguntó por la persona que hacía poco había llamado a la Policía. Pero al parecer nadie estaba al tanto del asunto. La enfermera sonriente no parecía haber oído la pregunta, sin embargo negó con la cabeza y continuó hablando por teléfono.

–La llamada fue recibida en la estación de policía a las 1:05 a. m. desde este mismo lugar. ¿Se podría saber quién estaba en ese momento de guardia? –comentó Dana a la enfermera con cara de pocos amigos, mientras ella pestañeaba insistentemente y el inspector se miraba distraídamente la punta de sus zapatos negros y desgastados.

Al parecer, a esa hora estaban todos los presentes pero ninguno de ellos había hecho la llamada ni recordaba que desde allí se hubiera hecho ninguna a los cuerpos policiales, a no ser que hubiera sido la doctora nueva de la sección de traumatología, que compartía el mostrador de las enfermeras y cuyo horario terminaba a la una en punto. Conocían al doctor que buscaban, pero no habían sabido nada de él últimamente. En cuanto a la nueva doctora era poco lo que sabían de ella. Había comenzado hacía apenas unos meses y con el trajín del hospital todavía no habían tenido tiempo de socializar con aquella chica extranjera, algo diminuta y de unos ojos azules un poco saltones. En todo caso, ninguno la había visto salir ni ella se había despedido en ningún momento.

–Si no se ha ido a su casa, debe estar todavía en los vestuarios –dijo la enfermera gorda de pelo ensortijado que parecía llevar la voz cantante en el lugar.

El inspector Owono pidió que los condujeran a los vestuarios. Guiados por la obesa enfermera se internaron en un corredor en penumbras donde abundaban los colchones y los somieres arrimados a las paredes. Caminaron por espacio de algunos minutos, tropezándose con todo tipo de objetos, hasta que por fin llegaron a un pequeño cuarto en el que solo había un grupo de armarios grises cerrados con candados y dos literas de hierro usadas por las enfermeras y los médicos cuando hacían sus guardias nocturnas. Tras una cortina plástica se escuchaba una ducha goteando, pero tampoco había nadie allí.

Owono no pensaba gastar su tiempo buscando a la autora de una llamada anónima. Hizo que llamaran al departamento de personal a fin de solicitar la dirección y todos los datos de aquella chica, pero nadie contestó al teléfono. No estaba para perder el tiempo, así que, molesto, solicitó que le comunicaran con el gerente del hospital. Pero nadie parecía tener permiso para hacer una cosa así. Pidió entonces que viniera la jefa de enfermeras. Esta no podía venir en ese momento porque se encontraba en uno de los pisos superiores con uno de los enfermos graves, sin embargo prometió devolver la llamada a la sección de neurología en pocos minutos con todos los datos que solicitaba el inspector.

Cuando se despidieron, Owono estaba hasta la coronilla de tanta burocracia. Con razón morían tantas personas en los hospitales. Mientras se dirigía al Honda Civic, instó a su ayudante a que le hiciera un recuento de lo que tenían hasta ese momento sobre el caso del doctor Boleká Micha, un asunto que no le agradaba en absoluto. Estaba acostumbrado a lidiar con homicidios y este era un asunto donde faltaba lo más importante en cualquier homicidio: el cadáver.

Aparte de lo que había salido en la prensa todos aquellos días, era poco lo que sabían. El dueño de un lujoso apartamento al sur de la ciudad, un afamado cirujano ortopédico y coleccionista de arte, llamado Engonga Boleká Micha, se había esfumado y no había rastro de él. Si lo habían secuestrado no se había pedido un rescate ni los secuestradores habían contactado con sus familiares o allegados, por lo que estrictamente hablando aquel tampoco era un caso de secuestro.

El asunto estaba en una especie de limbo y, como él suponía, nada mejor para aquellos casos complicados, con pocas posibilidades de ser resueltos, que asignárselos a él, al inspector Owono Ndongo. Estaba tan harto de toda aquella basura como de su horrenda corbata a rayas.

–En fin, Dana, no me hagas caso, sigue.

Dana pestañeó y prosiguió su relato. La puerta del apartamento del doctor Engonga no había sido forzada y según había declarado su ayudante, un joven doctor de maneras afeminadas, todas las cosas de valor estaban en su lugar, por lo que había que descartar también el móvil del robo. Los objetos artísticos que decoraban las habitaciones, entre los que se encontraban algunas esculturas antiguas, varios cuadros de gran valor y unas pocas máscaras fang, estaban intactos. Sin embargo, se había encontrado una pequeña figura de lo que parecía ser un niño al que le faltaba la cabeza montado en un poni. En relación a este caso solo habían recibido hasta ahora aquella llamada desde el hospital. Eso era todo.

–Sé lo que está pensando, inspector, pero todavía no hemos encontrado la maldita cabeza –dijo Dana al ver la forma en que Owono Ndongo la había mirado al mencionar la pequeña estatua decapitada.

–Anda, vamos a casa de esa chica, igual la encontramos allí –dijo este.

Pero allí no había nada más que aquel cuaderno de hojas emborronadas con algunas frases inexplicables. Nada de cabezas de niños o cosas por el estilo. ¿Por qué los llamaría esta joven doctora? ¿Qué tenía que ver ella con el doctor desaparecido? ¿Quiénes eran esos seres astutos y perversos a los que se refería aquel acertijo escrito en la libreta? ¿Qué más había en ese cuaderno? ¿Qué querría decirles cuando los llamó y por qué habría huido después?

Cuando el inspector Owono aparcó el auto junto al edificio donde residía, ya el sol era una gran masa de fuego cuyo resplandor le hería las pupilas. Acababa de pasar otra noche en vela.