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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Sophie Pembroke

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mejor proposición, n.º 5532 - enero 2017

Título original: A Proposal Worth Millions

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradaspropiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.

 

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9318-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

CEGADA por el sol, Sadie Sullivan parpadeó e hizo un gesto de despedida, mirando hacia el coche de alquiler que se alejaba del Azure Hotel. Si aguzaba bien la mirada, casi podía ver el pequeño rostro de Finn, apretado contra el parabrisas posterior. También le decía adiós con la mano. Su padre, al volante del vehículo, estaba concentrado en la carretera, pero Sadie atinó a ver el reflejo del cabello rubio cenizo de su madre, junto a la cabecita de Finn. Sin duda, era ella quien le mantenía en su sitio para que no se moviera, tras haberle asegurado bien la correa del cinturón de seguridad.

Estaba en buenas manos. Tenía que recordar eso. Aunque el corazón le doliera por tener que separarse de su pequeño, debía tenerlo muy presente.

El vehículo bordeó la última curva y desapareció tras la fila de juníperos. La carretera les llevaría a lo largo de la costa para después adentrarse en el país, en dirección a las carreteras principales y hacia el aeropuerto de Izmir. Sadie respiró profundamente y se secó las lágrimas con el dorso de la mano rápidamente, por si acaso alguien la pudiera estar observando. Lo último que necesitaba en ese momento era tener que dar explicaciones y contar por qué la jefa estaba hecha un mar de lágrimas.

Profesionalismo.

Esa era la clave.

–Solo va a ser una semana, Sullivan –murmuró para sí–. Aguanta. Dentro de siete días vas a estar en Inglaterra con él, lista para traerle de vuelta. Disfruta de la paz hasta entonces.

Pero tal vez sería por más tiempo la próxima vez, quizás un curso completo incluso. ¿Y si no quería volver con ella en las vacaciones? No. No podía pensar en eso. Independientemente de la importancia de tener a la familia cerca, Finn debía estar a su lado. Los colegios de la zona eran muy buenos y Finn ya empezaba a hablar mejor el turco. Todo saldría bien.

Tragó con dificultad y volvió a entrar en el fresco vestíbulo del hotel. Incluso a finales de septiembre, el cálido clima de Turquía estaba muy presente en Kusadasi. En cuestión de semanas los lugareños comenzarían a sacar sus suéteres y empezarían a quejarse del frío, pero ella y el resto de turistas seguirían en las playas, disfrutando del sol.

A esas alturas, el año siguiente, Finn ya habría empezado el colegio. Sin embargo, la única pregunta que aún estaba sin respuesta era…

¿Dónde?

–¿Tus padres y Finn llegaron sin problemas al aeropuerto? –le preguntó Esma, levantando la vista del mostrador de recepción.

Sus largas uñas rojas aún estaban apoyadas sobre el teclado.

Sadie asintió con la cabeza. No se sentía lo bastante segura de sí misma en ese momento como para decir algo.

–Está muy emocionado con la idea de pasar unas vacaciones con los abuelos –dijo Esma, la mano derecha de Sadie–. Y es el momento perfecto.

Sadie siguió asintiendo con la cabeza y entonces parpadeó, sorprendida.

–¿Ah, sí?

Esma ladeó la cabeza y la miró fijamente. Mientras tanto, Sadie intentaba poner su mejor postura de jefa y una expresión a la altura de la circunstancia. Tenía el traje adecuado, el pelo, el maquillaje… todas esas cosas detrás de las que solía esconderse cuando no sabía qué hacer. Esa armadura la había ayudado a superar la muerte de su marido, y gracias a ella había sido capaz de ponerse al frente de ese absurdo proyecto tan ambicioso que había dejado atrás, y del que no tenía mucha idea.

¿Por qué iba a fallarle la armadura en ese momento, solo porque iba a pasar una semana separada de su hijo?

La pose debió de funcionar porque Esma se encogió de hombros y empujó el diario de trabajo sobre el mostrador, en dirección hacia ella.

–Me refería a lo de ese inversor que llega esta semana. Como no vas a tener que preocuparte por Finn, vas a tener más tiempo para pasarlo con él, ¿no?

–Sí. Claro.

Sadie contestaba de forma automática. Tenía la vista fija en las letras rojas que decían: Visita del inversor, escritas en las hojas correspondientes a los cinco días siguientes. ¿Cómo podía haberlo olvidado?

Era la prioridad esa semana. La única cosa a la que debía destinar su tiempo y su preocupación debía ser ese inversor nuevo, y todo su maravilloso dinero.

No había querido recurrir a ayuda externa, pero las cosas se estaban complicando y ya se habían encendido todas las alarmas, aunque solo Neal y ella conocieran la verdadera extensión de los problemas del Azure. Tras buscar a inversores locales, sin éxito, Neal había sugerido buscar inversiones en el exterior, pero la cosa tampoco había salido bien. Una última posibilidad se había presentado de repente, no obstante. Se trataba de un empresario conocido suyo que se dedicaba a la industria hotelera, al parecer. Con un poco de suerte, el empresario tal vez tendría algo de interés en el negocio, tanto como para enviar a un asistente a visitar el Azure.

Sadie se había mostrado escéptica desde el principio, pero también era cierto que se estaba quedando sin opciones. Confiaba en Neal. Él era mucho más que un simple contable, y había sido uno de los mejores amigos de su difunto esposo, Adem. Además, seguramente Neal le había pedido a su amigo empresario que no fuera muy duro con ella. Todo el mundo lo hacía.

«Es viuda», pensó, imaginándoselo mientras decía las palabras.

Todo el mundo sacudía la cabeza con tristeza al oírlas.

«Perdió a su esposo en un trágico accidente de coche, cuando era muy joven».

Normalmente eso era todo lo que la gente sabía de ella, eso y también que se había quedado con un gigantesco hotel aún por reformar. Con el ritmo que llevaban, esa reforma iba camino de convertirse en una faraónica obra que jamás llegaría a terminarse.

Sadie estaba casi segura de que en otra época su vida y su persona solían tener muchas otras facetas…

Tras el mostrador de recepción, los ojos de Esma parecían más grandes que nunca, llenos de preocupación, así que Sadie no tuvo más remedio que reforzar esa sonrisa que casi le dolía esbozar. Tenía que huir de la negatividad. Amaba a ese hotel, tanto como Adem cuando vivía, tanto como su pequeño Finn. Ese era su hogar, y lo convertiría en todo un éxito, de una forma u otra.

Había hecho promesas, compromisos. Y tenía intención de cumplirlos todos. No le venía mal algo de ayuda durante el proceso, no obstante.

–¿Llamó Neal para decir cómo se llama el tipo que va a venir en representación de la empresa? –preguntó Sadie–. Vamos a recogerle en coche al aeropuerto, ¿correcto?

–Sí, a las cuatro en punto –le confirmó Esma–. Mandé a Alim.

–Bien.

Alim era un empleado de confianza, y hablaba muy bien inglés, mucho mejor de lo que ella hablaba el turco, después de cuatro años en el país y de haber invertido mucho esfuerzo y ganas para aprender. A Finn se le daba mucho mejor.

Y de repente, así, sin más, había vuelto a pensar en su hijo. Debía de ser cosa de madres.

Miró el reloj. Ya eran más de las cinco.

–¿Te ha mandado algún mensaje Alim para decirte que están en camino?

–Me escribió hace casi una hora. Deberían llegar en cualquier momento –Esma se mordió el labio–. Todo va a salir bien, Sadie –añadió un momento después en un tono que intentaba ser reconfortante.

Sus palabras, sin embargo, más bien sonaron llenas de incertidumbre.

Sadie sonrió de oreja a oreja.

–¡Claro que sí! Estoy segura –dijo, mintiendo.

De pronto se le ocurrió algo. Esma solo había contestado a una parte de su pregunta.

–¿Y cómo se llama? Neal te dio el nombre, ¿no?

Esma se movió tras el escritorio, removiendo un montón de papeles que tenía entre las manos. Mantenía la vista fija en sus llamativas uñas rojas. De repente, Sadie sintió que un peso caía sobre su estómago. Era similar a lo que sentía durante todas esas noches que pasaba en vela, atormentada por miedos y pesadillas interminables, preguntándose cómo iba a lograr todo aquello que les había prometido a su esposo y a su hijo.

–¿Esma? ¿Cómo se llama?

Pálida, la joven levantó el rostro por fin.

–Neal me dijo que sería mejor si…

–¿Qué? ¿No sabía el nombre de la persona que podría tener en sus manos el futuro de este lugar? ¿Por qué demonios iba…? A menos que…

A sus espaldas oyó el sonido de las puertas automáticas al abrirse, seguido del golpe de una pesada maleta sobre el suelo. Sadie sintió que el corazón le daba un vuelco, y ese plomo que se había alojado en su estómago le subió hasta el pecho, asfixiándola.

Sadie se dio la vuelta y de repente el reloj pareció dar marcha atrás hasta remontarse a trece años antes. Casi podía ver a Adem a su lado, más joven, nervioso, pero vivo, deseoso de presentarles a su novia a sus dos mejores amigos, Neal Stephens y Dylan Jacobs.

Pero Adem estaba muerto, Neal estaba en Inglaterra y, por tanto, no podía desquitarse dedicándole unos buenos gritos. El único que estaba en el vestíbulo del hotel era Dylan Jacobs. Dylan… Se suponía que tenía que estar a miles de kilómetros, en Australia, en el sitio al que pertenecía. Pero estaba allí, en el Azure, tan seguro de sí mismo y engreído como siempre, pero también igual de guapo.

No era de extrañar que Neal no le hubiera dicho nada. A lo mejor su amigo no estaba al tanto de todo, pero sí debía de haberse dado cuenta de que había hecho un esfuerzo notable para no volver a ver a Dylan desde el funeral.

En ese momento no había escapatoria, no obstante. Tenía compromisos que atender y, por increíble que resultara, necesitaba a Dylan Jacobs para sacar el hotel adelante.

Sadie esbozó su mejor sonrisa plástica y dio un paso adelante, tendiéndole una mano.

–¡Dylan! Me alegro mucho de verte de nuevo –dijo, rezando para que no se notara demasiado que era una mentira.

 

 

Dylan sintió que se le encogía el pecho en cuanto la vio. Tras varias horas de vuelo y una hora en autobús, aún seguía sin estar preparado. De hecho, al dar un paso adelante para estrecharle la mano, se dio cuenta de que seguramente nunca estaría listo, no para eso.

Cinco minutos antes había estado a punto de cancelar la visita. Sentado dentro del coche, mientras avanzaban por el largo camino zigzagueante que llevaba al hotel, había estado a punto de decirle al conductor que diera media vuelta.

Pero Dylan Jacobs nunca desperdiciaba una oportunidad. Además, se trataba de Sadie, así que había tomado el teléfono y había vuelto a mirar los mensajes, correos electrónicos, el buzón de voz y el resto de alertas, en el orden habitual. Cualquier cosa era buena para no pensar en ella.

Llevaba dos años sin verla. Habían pasado dos largos años desde el funeral. No había vuelto a tener noticias de ella. Ni siquiera le había enviado una respuesta a la tarjeta que le había enviado, aquella en la que le decía que lo llamara si necesitaba algo.

Y entonces, de repente, parecía necesitarlo todo, y lo había llamado por fin.

Dylan solo hubiera deseado que lo hubiera hecho en persona, en vez de hacerlo a través de Neal. Hubiera querido hablar con ella, oír su voz, ver cómo se encontraba.

«Lo lleva lo mejor que puede, mucho mejor que muchos, pero… perdió a Adem, Dyl. Evidentemente no ha vuelto a ser la misma. Y te necesita. El Azure es todo lo que le queda de él, y tú puedes ayudarla a salvarlo», le había dicho Neal.

Tras un rápido intercambio de correos electrónicos, Dylan había comprado un billete para el próximo vuelo a Izmir y allí estaba por fin, en el hotel de ensueño de Adem, con la mujer de ensueño de Adem.

Al ver el letrero situado sobre las puertas principales del hotel, no había podido evitar fruncir el ceño. El Azure. ¿Por qué ese nombre? Había cientos de nombres de hoteles más que aceptables. ¿Por qué había escogido precisamente ese nombre su difunto amigo?

Un recuerdo casi olvidado irrumpió entre sus pensamientos. Adem le había llamado, agitado, para contárselo todo acerca de su nuevo proyecto. Le había dicho que se iba a mudar a Turquía con Sadie para restaurar un viejo hotel que había pertenecido al abuelo de su madre, que era de origen turco. Lo que más recordaba era la aguja afilada que se había clavado en su pecho al oír el nombre, y también lo irracional que era todo aquello.

«Solo es un nombre. No significa nada», se recordó a sí mismo.

Pero los simbolismos eran traicioneros y para él el nombre «Azure» siempre significaría una pérdida, la pérdida de su padre, de su libertad, tantos años atrás, la pérdida de la esperanza, oportunidades que se habían ido por el desagüe.

Sin embargo, a lo mejor iba a ser distinto esa vez. Muchas cosas habían cambiado. Era un hotel distinto, a cientos de miles de kilómetros, más de dos décadas después… El Azure que iba a visitar ese día no tenía nada que ver con aquel hotel del mismo nombre y en el que el hombre que le había criado había abandonado a toda su familia, sin mirar atrás.

Se trataba del hotel de Sadie.

Jamás le había contado a Adem la historia completa de su padre, y nunca había mencionado el nombre del hotel. De haberlo hecho, Adem seguramente hubiera escogido otro nombre para no incomodarle. Así era Adem, un hombre bueno, cariñoso, alguien que cuidaba de los suyos, la clase de hombre que se merecía el amor de una mujer como Sadie.

Imágenes de la última vez que la había visto se colaron en su cabeza. Iba vestida completamente de negro, nada que ver con los colores llamativos que siempre solía llevar, y estaba junto a un ataúd en un frío cementerio de Inglaterra, bajo la lluvia. Asía con fuerza la mano de su pequeño hijo… Recordaba haber pensado que ella jamás hubiera dejado que el niño asistiera al funeral, de haber podido elegir. Todavía se preguntaba quién podría haber insistido en que el niño estuviera presente, hasta el punto de hacerla ceder.

Perdida. Esa era la palabra adecuada. Parecía totalmente perdida aquel día, pequeña, cansada, triste. Era como si su vida hubiera perdido todo sentido con la muerte de Adem.

A Dylan se le había roto el corazón al verla así…

De pie, delante del hotel, se preguntaba en quién se habría convertido Sadie Sullivan con el paso de los años. Y había llegado el momento de averiguarlo. Con el corazón latiendo a toda velocidad, subió los peldaños que llevaban a la entrada principal y las puertas se abrieron automáticamente, dejándole pasar. Nada más entrar, arrugó los párpados, cegado por la repentina penumbra del vestíbulo. Cuando sus pupilas se adaptaron por fin, lo primero que vio fue la silueta de Sadie. Estaba frente al mostrador de la recepción, de espaldas a él, así que no podía verle la cara. No había duda alguna, no obstante. Era ella, aunque llevara ese traje sencillo de color gris y se hubiera cortado el pelo.

Había tantos recuerdos encerrados dentro de ese traje elegante, recuerdos de la amiga a la que había perdido, de una oportunidad que jamás había llegado a materializarse… Con solo verla sintió una presión en el pecho que se convertía en un nudo por momentos.

Dylan se preparó al verla darse la vuelta, pero no fue suficiente. Nada hubiera podido prepararlo para la expresión de incómoda sorpresa y horror que vio en su rostro durante una fracción de segundo, justo antes de que esbozara una sonrisa forzada.

«No sabía que iba a venir. Voy a matar a Neal, lenta y dolorosamente», se dijo al darse cuenta de lo que había ocurrido.

Levantando un muro de autodefensa, tomó la mano que ella le ofrecía en un acto reflejo. Le daba la mano, como si fueran dos empresarios a punto de hablar de negocios, y no dos viejos amigos.

–¡Dylan! Me alegro mucho de verte –dijo ella, sin dejar de sonreír.