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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Harlequin Books S.A

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Lazos de familia, n.º 2 - febrero 2014

Título original: Secret Admirer

 

© 2005 Harlequin Enterprises Limited S.A.

Título original: Secret Kisses

 

© 2005 Harlequin Enterprises Limited S.A.

Título original: Hidden Hearts

 

© 2005 Harlequin Enterprises Limited S.A.

Título original: Dream Marriage

Publicados originalmente por Silhouette® Books.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4109-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

 

Besos secretos

Ann Major

 

Corazones ocultos

Christine Rimmer

 

Matrimonio de ensueño

Karen Rose Smith

Besos secretos

Ann Major

Prólogo

 

Sábado

 

—Ha llegado el momento de tomar medidas drásticas —musitó Bill Sinclair para sí mientras conducía por la avenida principal.

Miró hacia el sol, que comenzaba a asomar por una de las lejanas colinas que daban nombre a la población.

El problema de un pueblo del tamaño de Red Rock, Texas, era que todo el mundo se creía especial. Y todos esos enormes egos del tamaño de Texas servían para hacer miles de cosas interesantes.

Servían, en pasado. Porque últimamente, el pueblo se estaba convirtiendo en un lugar aburrido.

Las seis de la mañana era una hora demasiado temprana para que los decididos habitantes de Red Rock estuvieran levantados. El viejo Bill Sinclair era la excepción a esa regla. A sus setenta y dos años, que en aquel momento se hacían notar más de lo habitual, conducía con prudencia hacia una playa tranquila en la que hacer estragos en los castillos de arena de los pequeños. Aquella mañana de mayo en particular, se sentía radiante, alegre y particularmente travieso.

Se suponía que la Fiesta de la Primavera era el momento de las grandes aventuras en el pueblo, pero no había ningún problema a la vista. Y como a algún ciudadano concienciado no se le ocurriera hacer alguna diablura rápidamente, corrían el peligro de que aquella ciudad que se enorgullecía de su herencia del salvaje oeste, terminara aburriéndose mortalmente.

Bill era un vaquero de corazón. Y no porque estuviera en condiciones de montar a caballo. En aquella etapa de su vida, dedicaba la mayor parte del tiempo a organizar los archivos de la ciudad en la biblioteca y a trabajar en la Red Rock Gazette. A veces, cuando se publicaba alguno de sus artículos sobre religión o política, la gente se le echaba encima y le decía que debería retirarse. Helen Geary, sin embargo, le había regalado un azulejo de cerámica con la leyenda: «El silencio es el mejor sustituto del cerebro».

Los admiradores como Helen eran algo tan excepcional como valioso para cualquier escritor. Era emocionante saber que había gente allí fuera que lo leía y lo apreciaba. Bill estaba tan orgulloso de su azulejo que lo había colgado en el cuarto de baño para asegurarse de verlo regularmente.

El cielo estaba adquiriendo todas las posibles tonalidades del rosa cuando Bill frenó bruscamente y su maltrecha camioneta se detuvo ante el último semáforo de la avenida, evitando a un conductor adolescente que cruzaba a toda velocidad la autopista de San Antonio.

¡Uf! Su viejo corazón se aceleró.

Si no hubiera frenado, podría haber muerto en la carretera. Durante un par de segundos, se preguntó qué apetitoso plato habría llevado Helen Geary a su velatorio para preparar su retiro definitivo.

Lentamente, pasó el semáforo para incorporarse a la autopista. Unas cuantas manzanas más abajo, giró hacia el aparcamiento de su cafetería favorita para disfrutar de un buen desayuno, el Dairy Café.

Fue dando botes por los ya familiares baches del aparcamiento con alegre orgullo. Sí, señor, como siempre, el viejo Bill era el primer cliente del día. Al igual que, como siempre, llevaba uno de sus petos favoritos que, por cierto, su esposa pretendía tirarle. Y al igual que siempre, lo acompañaba un maletín lleno de cartas al director del periódico que pretendía leer sentado en uno de los reservados de plástico y bebiendo café en una de esas tazas de cartón blanco que él detestaba. ¡Ah, lo que daría por poder tomar café en una taza de cerámica...!

Si tenía suerte, encontraría al menos un par de cartas suficientemente provocativas. En caso contrario, tendría que escribir él algo... quizá diera algunos consejos sobre política para excitar a sus admiradores. Tenía que alborotar el gallinero de alguna forma para que sus conciudadanos estuvieran del humor adecuado para la Fiesta de la Primavera de Red Rock.

La Fiesta de la Primavera, que casi siempre se celebraba el quince de mayo, era, normalmente, un momento de caos. Y como no actuara rápido, la fiesta de aquel año podía llegar a celebrarse sin que se insinuara siquiera un mínimo desastre o un escándalo.

Absorto en aquel sombrío pensamiento, Bill pidió el café y se sentó. Un trago de aquel negro y fuerte brebaje le hizo rememorar viejos tiempos. Vaya, el año pasado Megan Holston se había citado con dos hombres para el baile. ¿Quién podía haberse imaginado una cosa así? Durante las semanas anteriores al baile, ninguna de sus citas sabía nada de la otra. Después, ya en la fiesta, cuando los dos pretendientes se habían descubierto el uno al otro, se había producido un tiroteo infernal.

El pretendiente número uno le había pegado un tiro al segundo en el dedo gordo del pie; después había recibido un golpe con la culata de la pistola que lo había dejado sin sentido. Y mientras aquel par de enamorados se destrozaban el uno al otro, la dulce Megan se había fugado con su verdadero amor, Johnny Ambush, para vivir aburridamente feliz con él durante toda la vida.

El año anterior, alguien le había añadido al ponche algo tan fuerte que todo el pueblo había terminado bañándose en cueros en el lago Mondo, incluso las viejecitas más remilgadas de la ciudad, para júbilo del periódico en el que habían aparecido sus fotografías. El periodista había fotografiado a las ancianas desnudas hasta el ombligo y había convertido a Red Rock en el hazmerreír de Texas.

Y no era aquélla la primera ocasión en la que unas fotografías lascivas habían provocado revuelo durante la fiesta.

Años atrás, y eso sí que había sido impresionante, Matt Harper, un joven con mucho desparpajo, había puesto al pueblo al límite con sus obras de aficionado.

El viejo Bill se frotó la frente intentando recordar. Primero, Matt había invitado a la tímida de Jane Snow, que llevaba años enamorada de él, a acompañarlo a la fiesta. Por supuesto, Jane había aceptado y los más románticos del lugar estaban más contentos que unas castañuelas. Pero Jane había rechazado finalmente la cita. Nadie sabía por qué hasta que, la noche anterior a la fiesta, Matt había empapelado el vestuario del campo de fútbol de fotografías en las que aparecía Jane con una camiseta mojada.

Aquella pobre chica siempre se había avergonzado de su voluptuosa figura y hacía todo lo posible para ocultarla. Había desaparecido de Red Rock al día siguiente. Sus padres la habían matriculado en un colegio para chicas de San Antonio y había permanecido fuera de la ciudad durante años. Matt había sido expulsado temporalmente del instituto y había tenido que repetir el semestre.

Sí, señor. Las primeras semanas de mayo debían inducir a la locura a los auténticos habitantes de Red Rock. De modo que, definitivamente, algo andaba mal.

Era curioso. Al cabo de los años, Matt Harper y Jane Snow habían regresado al pueblo. Y se rumoreaba incluso que los habían visto besándose bajo el muérdago el día de Navidad. ¿Qué demonios estaba pasando?

El asiento de plástico se le clavaba en la espalda mientras comenzaba a leer las cartas. Las primeras le parecieron de lo más aburridas. Y estaba a punto de renunciar cuando la decimotercera carta cayó al suelo justo en el momento en el que un camión de ganado cruzaba con tal estruendo la autopista que todo el edificio tembló.

Bill sintió la premonición en los huesos. Incluso temblaba cuando se agachó por la carta. ¿Habrían sido las lágrimas las que habrían arrugado el papel mientras su autor la escribía? Sí, definitivamente, se había corrido la tinta.

Diablos, quizá estuviera desesperado, pero la primera frase que leyó removió su alma de viejo. Y mientras leía, las palabras que siguieron avivaron las llamas de sus instintos más alborotadores.

 

Mi único amor:

Desde el momento en que te vi, me enamoré de ti y ese sentimiento crece día a día. Sé que tenemos que estar juntos y siento no haberte dicho nunca lo que siento.

Es posible que mi conducta no siempre haya sido perfecta. Por favor, créeme, haría cualquier cosa para dar marcha atrás en el tiempo y no haberte hecho sufrir. He sido un completo idiota. Nada es como imaginaste y siempre he sido demasiado orgulloso como para explicártelo o decirte que lo siento. Y por no haberlo hecho, te he perdido.

No importa lo mal que estén las cosas entre nosotros ahora; nunca ha habido nadie en mi corazón, salvo tú. Es posible que no te lo haya demostrado, pero eso va a cambiar, porque pienso pasar el resto de mi vida contigo y sólo contigo.

De modo que aquí estoy, confesándote mi amor en público. Si nos das una oportunidad, sé que podremos ser felices.

 

 

¡Perfecto!

Pero eso no significaba que no tuviera que hacer alguna pequeña modificación. Eran raras las cartas que no podían ser mejoradas con un buen tijeretazo. Pero en aquel caso, lo único que tenía que hacer era suprimir la firma.

Los entrometidos habitantes de Red Rock asaltarían la Gazette para averiguar quién la había escrito. Todo el mundo comenzaría a ver admiradores secretos detrás de cada cáctus, de cada pedrusco; en cada sonrisa, en cada saludo, en cada apretón de manos.

¡Publicaría la carta ese mismo lunes!

Leyó la carta otra vez y pensó en el número de parejas desafortunadas que podrían aplicársela. La mayor parte de sus pensamientos estuvieron dirigidos hacia la tímida Jane Snow y hacia Matt Harper, que cada vez eran mayores y continuaban solteros.

Sí, señor. Aquello iba a provocar un auténtico incendio en la ciudad.

1

 

Los dedos de Jane Snow volaban por el teclado mientras daba los toques finales al informe que tenía que presentar aquella tarde en la empresa. Se empujó las gafas con el índice, leyó sus estadísticas y sonrió complacida.

«¿Soy buena o soy buena?», pensó.

Suficientemente buena como para ser la directora de estudios de mercado.

Mucho mejor que ese atractivísimo Matt Harper. Infinitamente mejor.

Se frotó las manos y se sopló las yemas de los dedos. La suficiencia y el orgullo quizá fueran dos de sus defectos. Pero había trabajado duramente hasta alcanzarlos. Demasiado duramente. A ella nada le había resultado tan fácil como a Harper, que había nacido siendo inteligente, popular y seguro de sí mismo.

—Harper, siempre el primero, el más atractivo, el mayor candidato al éxito —dijo en voz alta mientras presionaba una tecla para comenzar a imprimir.

A ella misma la sorprendió el timbre vengativo de su voz.

Se estremeció. Toda aquella furia... Aquella pasión reprimida... Por no mencionar el miedo a un hombre que no se merecía absolutamente nada. Aun así, los dientes le castañeteaban cuando pensaba en lo que estaba en juego y en todo lo que Matt era capaz de hacer mejor que ella.

Aquel ascenso lo significaba todo para Jane. Era su oportunidad de ser respetada en aquel pueblo. Quería ser conocida por algo más que por sus voluminosos senos y las extrañas circunstancias de su nacimiento.

Se sentía como si su vida entera dependiera de aquel ascenso, lo cual era ridículo. En el fondo, continuaba siendo una niña insegura, necesitada y tímida. La niña de la que todo el mundo se reía porque había nacido en una mesa de billar y porque había comenzado a desarrollarse en cuarto grado, cuando el resto de las chicas seguían siendo como los palos de una escoba.

De modo que, aunque quería mucho a su familia, al terminar la universidad se había trasladado a Atlanta, Georgia. Sólo volvía durante períodos muy cortos en vacaciones, hasta que su madre había enfermado. Entonces, tanto su madre como Mindy, su hermana, le habían dicho cosas que le habían hecho reconsiderar sus prioridades.

De modo que allí estaba, viviendo en Red Rock, trabajando para Fortune TX y compitiendo con Matt Harper por un puesto de trabajo.

Matt sería capaz de matar para llegar a ser director.

No literalmente. Pero ganar siempre lo había significado todo para él. Y, especialmente, ganarla a ella, a la que probablemente consideraba muy inferior a él.

Los labios le temblaron. Matt estaba siendo muy amable con ella últimamente, al menos desde Navidad. Pero no confiaba en él. Ella, mejor que nadie, sabía que era un hombre acostumbrado al juego sucio. Nadie podía prever qué sorpresas tendría preparadas para la reunión de aquella tarde.

Pero sus dulces atenciones estaban conquistándola. Y estaba hecha un manojo de nervios.

Ella ya sabía que Matt estaba trabajando para Fortune TX cuando Ryan le había dicho que optara a aquel puesto. Lo que no sabía era que terminaría disputándose con él el mismo puesto de trabajo.

Aquel hombre era un ser despiadado.

Pero atractivo.

Jane odiaba ese tipo de conversaciones consigo misma. Desde que estaba en la escuela elemental, sólo hablaba consigo misma sobre Matthew Harper. Como era tres años mayor que ella, además de varón, tenía enormes ventajas sobre ella cuando estaban en la escuela. Entre otras cosas, siempre había sido el chico más guapo del colegio y uno de los más populares. Era un chico desenvuelto, valiente y temerario, siempre desafiando a los profesores. Justo la clase de insolente que podía impresionar a una jovencita tímida y callada como ella.

Además, la familia de Matt era más rica que la suya. Cuando estaban en el instituto, Matt se había convertido en una estrella del fútbol y salía con las animadoras más atractivas. Jane era entonces pobre, tímida y un ratón de biblioteca. Cuando la mencionaban, la gente sólo hablaba de su nacimiento y de sus senos, por eso era normal que ella hiciera todo lo posible para no llamar la atención.

Matt era entonces un auténtico fanfarrón. Y continuaba siéndolo. Pero tenía una sonrisa increíble y una profunda risa capaz de fundirle a Jane las entrañas.

¿Y aquel hombre arrogante y machista iba a ser su perdición? ¿Por qué no podía olvidarlo? ¿Por qué continuaba humillándola y atormentándola en sueños el hecho de que la hubiera seguido y le hubiera hecho aquellas fotografías que después había colgado en el vestuario?

Entonces estaban en el instituto, por el amor de Dios. Y para él sólo había sido una broma.

Una broma muy cruel.

Jane había abandonado deliberadamente el estado parar ir a la universidad. Había ido hasta Colorado, aunque odiaba las montañas y el frío. Él se había trasladado a Los Ángeles durante una temporada. Después, el padre de Jane había perforado un pozo de petróleo que los había hecho ricos. Y no había nada como el petróleo para subir de estatus, por lo menos en Texas.

El año anterior, su madre había enfermado y Jane había decidido regresar a casa.

Por su parte, Ryan Fortune, el propietario de Fortune TX, se había puesto en contacto con Matt para pedirle que trabajara para él.

De pronto, cuando menos lo deseaba, la imagen de Matt apareció en su mente, haciéndola estremecerse. A los treinta y cinco años, era un hombre alto, moreno y letalmente atractivo. Tenía una mandíbula fuerte y disfrutaba de un bronceado permanente. Era fuerte, sensual y tenía un cuerpo musculoso y delgado. Y, excepto por sus corbatas excesivamente llamativas, sabía vestir. Tenía el pelo negro, muy oscuro, y los ojos verdes. Y últimamente, aquellos ojos parecían mirarla con una especial profundidad, haciéndole excesivamente consciente de él. Y además, Matt reía mucho.

Jane se humedeció los labios mientras recordaba su boca perfectamente dibujada. Una boca por la que merecería la pena morir.

«No pienses en su boca».

Pero Jane pensaba en su boca mucho más de lo que debería... sobre todo desde que Matt la había estrechado contra su musculoso cuerpo y la había besado bajo el muérdago el día de Navidad. Cada vez que pensaba en sus besos, se sentía como si la hubiera atravesado un rayo y se hubiera quedado sin aire en los pulmones.

Otras personas también habían estado pensando en aquel beso. Demasiadas. Principalmente su madre, que no parecía dispuesta a olvidarlo. En consecuencia, todo el mundo la miraba de reojo cada vez que mencionaban a Matt. Exactamente igual que como había ocurrido después de que Matt colgara aquellas horribles fotografías en el vestuario de los chicos.

Los padres de Matt y los suyos, que frecuentaban los mismos círculos, pensaban que lo pasado, pasado estaba. Su madre no dejaba de decirle que aquellas fotografías no eran más que una broma entre niños.

—Él era aficionado a la fotografía, y era natural que tuviera interés en el sexo contrario —le había dicho su madre en una ocasión—. No deberías haber ido sin sujetador con esa camiseta, y tampoco haber dejado que tu hermana te mojara con la manguera.

Muy bien. Al final la víctima era la culpable.

—Estábamos en casa, intentando broncearnos las piernas. Y hacía mucho calor.

—Tu padre también me gastó algunas bromas para llamar la atención cuando éramos jóvenes. Pero Matt ha cambiado, y tú también. Y creo que le gustas... o que le gustarías, si le dejaras.

A Jane le habría encantado que su madre se metiera en sus propios asuntos.

Pero eso era tanto como desear que desaparecieran de Texas las serpientes de cascabel.

Cuando la impresora dejó de sacar hojas, Jane se levantó e hizo algunos estiramientos antes de decirse a sí misma que lo único que tenía que hacer era dejar de pensar en él. Con intención de concentrarse en su presentación, abrió las cortinas y se asomó justo a tiempo de ver el sol de Texas asomando por encima de la fila de cedros. Una paloma solitaria zureaba mientras las hojas de los robles iban vistiéndose de rojo.

Fingiendo no haber oído los tentadores zureos de la paloma, Dennis, su gato, se acercó perezosamente al cristal de la ventana y le dirigió a Jane esa mirada. Gracias a Dios, aquella mañana no había ido a saludarla con un ratón o un lagarto entre los dientes. Jane lo odiaba cuando hacía ese tipo de cosas. Lo dejó entrar. Después de frotarse contra sus piernas, Dennis se dirigió directamente hacia el cuenco que tenía a su disposición en la cocina.

Jane miró el jardín con nostalgia. Por difícil que le resultara enfrentarse al pasado, por nada del mundo viviría en una gran ciudad. Aunque tuviera que conducir diez kilómetros desde Red Rock hasta San Antonio diariamente.

Cuando regresó a su escritorio, levantó la carpeta que contenía el proyecto de recaudación de fondos destinados a las actividades extraescolares. Revisó la lista de tareas pendientes y se alegró al comprobar que estaba todo al día.

Por lo menos Harper no se había presentado como voluntario para ese proyecto, de modo que no tendría que tratar con él en la subasta que se iba a celebrar el miércoles por la noche durante el partido de béisbol de los dos equipos del instituto. Aunque las actividades benéficas no eran muy del estilo de Matt, podía llegar a participar en ellas para ganarse algunos puntos para el ascenso. Pero Matt era la última persona que Jane quería que estuviera presente cuando se subastaran sus servicios como cocinera.

Miró el reloj. Tenía el coche en el taller para una revisión de rutina y su madre le había prometido llevarla al trabajo. Pero su madre, que era artista además de adivina, podía olvidarse perfectamente. Estaba a punto de llamarla para recordárselo cuando sonó el teléfono.

—¡Feliz cumpleaños! —exclamó alegremente Mindy, su hermana.

Mindy era la más atrevida de las dos hermanas. Y la más enérgica.

—Se me había olvidado. No me lo puedo creer, me había olvidado de mi propio cumpleaños.

—Trabajas demasiado.

—Treinta y dos —susurró Jane con cierta tristeza—. Soy vieja, quizá por eso he preferido olvidarlo.

—La edad es un estado mental.

—Para ti es fácil decirlo. Todavía no has cumplido ni treinta. ¿Sabes?, ni siquiera puedo recordar la última vez que tuve una cita.

—Porque le dices que no a todo el mundo.

—O porque no me la ha pedido el hombre adecuado.

Mindy vaciló un instante.

—Acaba de llamarme mamá.

—¿Se acuerda de que tiene que venir a buscarme?

—Sí, pero no es ésa la razón... quiero decir, he pensado que era preferible que te avisara. Mamá estaba en medio de uno de sus ataques de llanto.

—Oh, cariño, ¿qué ha pasado ahora?

—¿Todavía no has leído el periódico?

—Mindy, esta tarde tengo que hacer una presentación muy importante, me gustaría...

—Helen Geary ha llamado a mamá en cuanto lo ha visto. Estaba muy afectada.

Mala señal. Helen era la mejor amiga de su madre desde que iban al colegio y cada una de ellas era una pésima influencia para la otra. Helen era la persona más cotilla y metomentodo de Red Rock, si se exceptuaba, claro, a Bill Sinclair.

—¿Y qué ha hecho esta vez Bill para enredar a Helen? ¿Ha vuelto a escribir algo sobre política?

—No, esta vez ha publicado una carta de amor.

—No te comprendo.

—Ha quitado la firma de la carta y no quiere decirle a Helen quién la ha escrito. Mamá tiene sus propias ideas sobre quién puede ser el autor y ha llamado a la madre de Matt.

—¿Y?

—La señora Harper cree que su hijo está interesado en ti. Y mamá quiere que te lea la carta para ver si suenan campanas.

—No me digas que mamá cree que la carta la ha escrito Matt.

—Exacto.

—Bueno, pues ya puede ir olvidándolo. Matt no es ningún amante de la literatura.

—No deberías haberlo besado en Navidad, en la fiesta de los Harper.

Jane se ruborizó hasta la raíz del cabello, como le ocurría cada vez que se acordaba de aquellos besos.

—Fue él quien me besó bajo el muérdago.

—Todos recordamos ese momento tan romántico.

—Matt habría besado a cualquiera que hubiera estado en aquel momento debajo del muérdago.

—Pero no así. Los dos parecíais completamente arrebatados. Y una vez empezasteis, daba la sensación de que nada os podía detener.

—Yo... estaba demasiado desconcertada... e indignada.

—Y todo el mundo recuerda también que durante el resto de la noche, parecíais borrachos. Matt es tan mono... Y tan ardiente... No sé por qué lo odias. Yo todavía estoy celosa porque a mí no me hizo ninguna foto.

—Si no dejas de hablar de esto, voy a colgar.

—De acuerdo, ya está.

—Además, Matt ha estado saliendo con Carol Frey.

—A las pruebas me remito. Mira quién está al tanto de su vida amorosa. Pero, por cierto, te alegrará saber que mamá dice que esa historia ya ha terminado.

A Jane le dio un vuelco el corazón. Durante un largo minuto, fue incapaz de tragar, y mucho menos de hablar. Al final, consiguió decir:

—Mira, de verdad tengo que irme.

—No sin que antes te haya leído la carta.

Jane escuchó en contra de su voluntad. Por supuesto, después de las primeras palabras, en cuanto comenzó a pensar que realmente podría haberla escrito Matt, quedó completamente cautivada. Frases como «me gustaría dar marcha atrás en el tiempo y no haberte hecho sufrir», la hicieron encenderse entera mientras evocaba con expresión soñadora la presión de los labios de Matt sobre su boca.

—¿Entonces, qué te parece? —preguntó Mindy cuando terminó.

El corazón de Jane latía a un ritmo preocupante mientras valoraba la frase «nunca ha habido nadie en mi corazón, salvo tú». Pronto comenzó a resultarle imposible respirar.

Recordaba el calor y el entusiasmo de sus ojos después del beso que habían compartido en Navidad. Al día siguiente, cuando se había negado a saludarlo o hablar con él en la plaza, después de que Matt la hubiera saludado con la mano, éste parecía dolido. Desde entonces, había sido increíblemente amable con ella. Pero Jane no le había correspondido.

—Yo... creo que será mejor que vaya a vestirme —dijo Jane rápidamente.

—De acuerdo, como tú quieras. Pero no lo olvides, voy a llevarte a comer a uno de los restaurantes del río para celebrar tu cumpleaños.

—He estado pasando hambre durante toda la semana para poderme comer tres creps con chocolate de postre. No estoy acostumbrada a que me invites, hermanita.

—¿Puedo poner como excusa mis complejos de crecimiento? A diferencia de ti, nunca he tenido unos pechos tan grandes como los tuyos, que pudieran consolarme.

Jane suspiró. Ella odiaba su cuerpo.

—¿Estás segura de que mamá no se va a olvidar de venir a buscarme?

—Tan segura como puede estarlo una de una madre que se pinta las uñas de color azul y consulta su carta astral antes de tomar cualquier decisión.

—Probablemente le hable de esa carta a todo el mundo —dijo Jane—. Por cierto, ¿cómo se encuentra? —preguntó, suavizando la voz.

—Más fuerte cada día desde que dejó la quimioterapia.

—Me alegro de haber vuelto a casa, aunque se dedique a leernos el futuro y a entrometerse en nuestras vidas para convertirlo en realidad.

—Lo sé. Mamá puede causar muchos problemas, pero también es muy divertida.

Por ninguna razón en concreto, al pensar en problemas y diversión, Jane se acordó de Matt, y sonrió.

2

 

La alarma de Matthew Harper bramó desde el mostrador de la cocina de su viejo remolque. Dios, tenía una resaca del demonio. Había dormido con la gata en el colchón de una caravana más caliente que el mismísimo infierno. El aire acondicionado se había estropeado hacía meses, lo cual no debería haberle importado porque Jerry Keith tendría que haber tenido construida su casa nueva antes de mayo. Diablos, J.K. le había jurado que terminaría en marzo. Pero los hermanos pequeños no eran muy aficionados a cumplir sus promesas.

El sudor le empapaba la frente. Maldita fuera, ¡hacía un calor horroroso! El sol apenas había asomado por el horizonte y tenía las sábanas pegadas al cuerpo. Definitivamente, aquel día, después del trabajo, pondría el aparato nuevo de aire acondicionado.

Tendría tiempo, pues Carol había anulado su cita de aquella noche; había anulado todas sus citas, por cierto, incluso la de la Fiesta de la Primavera. Cuando Matt le había dicho que no estaba preparado para el matrimonio, había roto con él.

El teléfono comenzó a sonar, pero intentó ignorarlo. Nadie en Red Rock, salvo un lunático o alguna mujer furiosa que quería una sortija de compromiso llamaría por teléfono antes de que un hombre se hubiera tomado el primer café. Dejó que el teléfono sonara e intentó no escuchar cuando saltó el contestador.

—Matt, soy Lula Snow. Necesito que me hagas un favor. Tiene que ver con Jane, contesta.

¿Jane? ¿Lula? A Carol podía manejarla. Pero era demasiado temprano para que un hombre con resaca pensara en algo relacionado con las mujeres de la familia Snow.

Las gotas de sudor corrían por su frente. Por primera vez, fue consciente de que su hermano pequeño, Jerry Keith, que también era el informal constructor de su futura casa, tenía razón cuando le había aconsejado que sería preferible terminar la casa y construir después el garaje.

¿Pero qué ocurriría si caía una granizada? Un hombre tenía que saber dónde guardar su coche. Y no un coche cualquiera, sino un Porsche Carrera GT.

Pero, diablos, si le hubiera hecho caso a su hermano, en aquel momento no estaría durmiendo en aquel pésimo sofá, en un pésimo remolque y soportando llamadas telefónicas de Lula para hablar sobre Jane.

Quizá debería haber dicho que sí cuando Carol le había pedido el matrimonio. Era la mujer perfecta para él. Hermosa, complaciente, inteligente y suficientemente inteligente también como para ocultarlo. Otros hombres lo envidiaban cuando salía con ella. Jane, por otra parte, llevaba gafas, escondía su silueta y hacía alarde de su inteligencia. Y tenía además la mala costumbre de guardarle rencor.

Al pensar en Jane, cosa que hacía con frecuencia últimamente, surgió en su mente la visión de su adorable boca. Aquella boca, un demonio ya familiar, era enorme, roja y absolutamente deliciosa.

Inmediatamente, el órgano masculino del que normalmente estaba tan orgulloso, se levantó bajo las sábanas para decirle «hola, estoy aquí», a esa boca gigante. Matt no tardó en comprender el motivo de aquella inoportuna excitación.

—¡Maldita sea!

No debería beber tanto cuando al día siguiente tenía que ir a trabajar.

La noche anterior, había estado tan contento después de haber ido a su casa y haber visto a Jerry Keith con todo un equipo de trabajadores en la casa, que los había invitado a cenar. Y no habían empezado todavía a asar la carne, cuando Carol lo había llamado para saber si se había olvidado de su cita. Matt se había disculpado y la había invitado a cenar con él y con aquellos tipos. Pero a Carol no le había hecho gracia. De alguna manera, se las había arreglado para abordar el tema del matrimonio. El resto ya era historia.

Y ésa había sido la razón por la que Matt había estado con aquellos tipos hasta altas horas de la madrugada, observando al armadillo que tenía como mascota. Dillard se había dedicado a excavar la tierra en busca de larvas, bajo la luz de la luna. Habían comenzado después a hablar de mujeres, a decir palabras sucias, a gastar bromas y a beber. Sobre todo a beber. Todo el mundo quería oírle contar cómo Jerry Keith y él se habían colado en el jardín de las hermanas Snow cuando estaban tomando el sol una fatídica tarde del mismo año en el que él le había pedido a Jane que fuera su acompañante en la Fiesta de la Primavera. Había sido una pena que las hermanas comenzaran a mojarse con la manguera y Jerry le hubiera quitado la cámara para fotografiarlas. Pero aunque viviera cien años, Matt jamás olvidaría lo atractiva que estaba Jane con aquella camiseta de algodón pegada a los senos.

Se frotó la cabeza. El problema de estar soltero eran los momentos en los que no contaba con una mujer que lo regañara y lo obligara a llevar una vida más sensata. Carol le habría hecho parar en la tercera cerveza.

De pronto, sonó la alarma del despertador, haciendo latir con tal fuerza su cerebro que habría jurado que acababa de salírsele del cráneo. La boca roja de Jane se disolvió en la neblina de su mente. Gimiendo, colocó la tercera almohada sobre su cabeza y rodó sobre la gata, que le arañó furiosa el pecho. Cuando gritó, la gata saltó de la cama hasta la lámpara, tirándola y haciendo añicos la bombilla.

—¡Maldita seas, gata!

Aunque él no fuera muy amante de las normas, un hombre debería ser suficientemente sensato como para no dormir desnudo con una hembra indigna de su confianza y con las uñas demasiado largas.

Matt se sentó de un salto y fulminó con la mirada a Julie Baby, que lo miró a su vez con expresión serena. ¿Acaso los gatos nunca parpadeaban? Gruñendo, Matt le tiró una almohada al despertador, que cayó al suelo y murió felizmente junto a los restos de la lámpara.

El teléfono volvió a sonar. Era Lula otra vez. Pero ya la llamaría más tarde.

El interior de la caravana, que Matt contemplaba desde el destartalado sofá, le habría hecho sentirse orgulloso a un cerdo. En el fregadero apenas cabían los platos de la noche anterior. En el cubo de la basura desbordaba la pestilente basura de varios días.

Lo arreglaría más tarde. Después de poner el aire acondicionado, quizá pasara la aspiradora. Incluso él era capaz de darse cuenta de que había llegado el momento de limpiar.

El teléfono dejó de sonar. Lula no dejó un segundo mensaje.

Si Jerry Keith llegaba a terminar su casa en algún momento, Matt pretendía ser más limpio.

Matt había sido demasiado paciente con ese mimado, pero su hermano pequeño ya tenía suficientes problemas en casa, entre otras cosas, una mujer embarazada.

Por lo menos, al no tener aire acondicionado y al verse obligado a mantener las ventanas abiertas, Matt podía disfrutar del zureo de las palomas. El olor a cedro y a hierba que transportaba la brisa, casi lo invitaba a salir. Pero sonó el teléfono otra vez. Y contestó.

—Lula, querida, no vas a darte por vencida, ¿verdad?

—¿Cómo sabías que era yo? —parecía encantada.

—Soy adivino.

—En ese caso, seguramente sabrás por qué te he llamado.

—Déjame imaginármelo, quieres que te haga un favor.

—El coche de Jane está en el taller, ¿podrías llevarla al trabajo?

Jane. Jane apenas había hablado con él desde que había conseguido que lo expulsaran en el último año del instituto. Se había visto obligado a renunciar al puesto de delegado de curso y algunos de los honores que se había ganado le habían sido retirados. Él y sus amigos habían caído en desgracia.

—Si me llama ella para pedírmelo, me lo pensaré.

Silencio.

—Lula, ¿todavía estás ahí?

Como Lula no contestó, Matt empezó a pensar en el ascenso por el que iban a competir Jane y él. Si Jane necesitaba que alguien la llevara, ¿por qué no se lo pedía personalmente? Si alguna vez había habido una persona reprimida, ésa era ella. Y las sorpresas, especialmente las que procedían de él, la ponían muy nerviosa.

—¿Has leído la Gazette? —preguntó Lula—. Han publicado una carta anónima que seguramente encontrarás interesante. Y un pajarito me ha dicho que en realidad está dirigida a ti.

La madre de Jane no podía estar hablando de Carol.

—¿Estás diciéndome que la ha escrito Jane?

—¿Por qué no la llevas al trabajo y se lo preguntas tú mismo?

Aquella enorme y deliciosa boca volvió a tentarlo. Vio fruncirse aquellos labios rojos. Apretó con fuerza los ojos, pero la boca, la boca de Jan,e continuaba allí, tentándolo.

Y él besaría aquella boca.

Los labios se fruncieron seductoramente. Diablos, casi podía saborearlos. Recordaba exactamente lo satinados y sedosos que le habían parecido aquellos labios por fuera, y en lo húmeda, tórrida y dulce que era aquella boca por dentro. Pensó en el cuerpo ardiente de Jane, y su segundo cerebro se excitó de tal manera que levantó las sábanas.

—Ah, y una cosa más, Matty —Matt apretó los dientes al oírla utilizar el nombre con el que lo llamaban en el jardín de infancia—. Mi Jane no tiene pareja para la Fiesta de la Primavera.

—Porque es demasiado quisquillosa y ha rechazado a todos los que se han atrevido a invitarla. ¿A quién está esperando? ¿Al príncipe azul?

—Sí, podría ser —contestó la madre de Jane con picardía—. ¿Así que continúas estando al tanto de los amores de Jane?

—En un pueblo que es un hervidero de chismes, haría falta no tener cerebro para no estar enterado de la vida amorosa de todo el mundo. ¿Cómo te has enterado de que Carol ha roto conmigo? ¿Porque ha vuelto a Houston una semana antes de lo que pensaba?

—Ha roto contigo porque no le has propuesto matrimonio, ¿verdad?

—Maldita sea, eres genial.

Lula soltó una carcajada.

—Ya era bastante tarde cuando me llamó —musitó Matt.

—Para ser exacta, las ocho y media. Porque la habías dejado plantada.

—La próxima vez que quiera saber algo de mi vida, te llamaré.

—Si vas a llevar a Jane, ella espera que pase a buscarla a las siete y media. ¡En punto! Ya sabes lo gruñona que se pone si tiene que esperar un solo segundo.

—Sé lo gruñona que se pone cada vez que aparezco.

—Eso es porque tiene miedo de que te des cuenta de lo mucho que le gustas.

—¡Exacto!

—Confía en mí, la conozco. Y recuerda que fui yo la que tuvo que volver a centrarla después de que la besaras bajo el muérdago.

—Adiós, Lula.

—Pero lee esa carta. A mí me ha hecho llorar.