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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Sherryl Woods

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La caricia del viento, n.º 87 - septiembre 2015

Título original: Wind Chime Point

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6792-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

¡Embarazada y en paro! Aquellas eran dos palabras que Gabriella Castle jamás se había imaginado aplicándose a sí misma, por lo menos no combinadas de aquella forma. Pero en aquel momento, por una vuelta del destino que habría sido imposible anticipar, estaba sin empleo y, sorprendentemente, esperando un hijo. Un auténtico exceso después de años de absoluta dedicación a su carrera y tendencias adictivas hacia el trabajo.

Sentada en medio del confortable cuarto de estar de su casa de Raleigh, en Carolina del Norte, tenía la mirada fija en un cuadro que costaba más de lo que algunas personas ganaban en un año. Su hermana Emily la había convencido de que lo comprara cuando se había quedado a dormir en su casa varias semanas atrás. Lo había visto en el catálogo de una casa de subastas, Sotheby’s se llamaba, o algo así, y había insistido en que era justo lo que necesitaba para poner cierto orden en la anárquica decoración de aquel cuarto.

–Además, es una buena inversión –había añadido con entusiasmo–. Dentro de unos años, probablemente habrá triplicado su valor.

Gabi se preguntó si podrían devolverle el dinero. Probablemente lo iba a necesitar.

Y, entretanto, no pudo evitar preguntarse si su hermana no podría encontrar un cuadro, o una fórmula mágica, que pusiera su vida en orden.

Aunque ya habían pasado tres días desde que había entrado en el despacho de su jefa, esperando que la felicitara por su última campaña como relaciones públicas de la compañía de biomedicina para la que trabajaba, para terminar saliendo con una indemnización por despido, todavía no podía creer lo que había pasado. Gabi llevaba trabajando desde los dieciocho años y ascendiendo en la empresa desde que había cumplido veintiuno.

Guiada por la ambición y la determinación de demostrar a su padre su valía, se había trazado un plan desde que empezó a estudiar en la universidad, y había aceptado toda una sucesión de prácticas y trabajos de verano para adquirir la experiencia que le permitiera conseguir un trabajo de primera en cuanto se licenciara. Había tenido la esperanza de que aquel trabajo se lo proporcionara su padre, pero Sam Castle la había rechazado.

Una vez contratada por una empresa de la competencia y más decidida que nunca a conseguir su objetivo, había disfrutado de un meteórico ascenso y, a los veintiocho años, se había convertido en la directora ejecutiva del departamento de relaciones públicas. Todo el mundo había dado por sentado que sería la vicepresidenta del futuro. Desde luego, se lo merecía.

Desgraciadamente, aquel destino profesional no conjugaba bien con el hecho de ser madre soltera, por lo menos, en ciertos círculos.

Y no era que su jefa la hubiera despedido. No, Amanda Warren se había limitado a hacer imposible que se quedara. Había diseñado un plan para esconder a Gabi de la mirada pública mientras durara el embarazo. Además, le había dejado las cosas bien claras. Sus días como portavoz de la compañía habían terminado.

Gabi podía haberse quedado a luchar por sus derechos, pero estaba tan afectada por la noticia de su embarazo que no tenía la energía necesaria para emprender una batalla legal. De modo que había optado por llegar a un acuerdo que le proporcionara un mínimo de dignidad, una indemnización decente y tiempo para considerar sus opciones de futuro.

¡Un futuro que incluía la presencia de un hijo! Por supuesto, aquel era el verdadero golpe, la inesperada noticia que al principio la había dejado completamente estupefacta y que la había lanzado a aquella espiral.

Evidentemente había sido consciente de que ningún método anticonceptivo era cien por cien infalible, pero había pensado que la combinación de la píldora con los preservativos sería razonablemente efectiva. Paul Langley, su novio, con el que llevaba saliendo cinco años, también lo había pensado. De hecho, había estado tan convencido de ello que su primera reacción había sido negar que el bebé fuera suyo.

Después, una vez convencido de la verdad, le había dejado claro que lo del embarazo era cosa de ella, que un hijo no formaba parte del trato. Hasta entonces, Gabi no había sido consciente de que su relación fuera un trato de duración condicionada al tiempo que Paul estimara conveniente.

Mientras reflexionaba sobre la manera tan busca con que había perdido el control de su vida, sonó su móvil. Vio en la pantalla que era Samantha, su hermana mayor. Consciente de que no dejaría de insistir hasta que ella aceptara la llamada, contestó intentando inyectar una nota de ánimo a su voz.

–Como no contestabas he llamado a tu oficina y me han dicho que ya no trabajas allí –le explicó Samantha, asombrada–. ¿Qué ha pasado?

Gabi suspiró. Habría dado cualquier cosa por poder ocultar a su familia su catástrofe profesional, por lo menos durante algunos días más.

–He renunciado –le explicó a su hermana–. O me han obligado a renunciar, eso depende del punto de vista.

–¿Pero por qué? –preguntó Samantha indignada–. Espero que no haya sido por los días de vacaciones que pediste para ir a ayudar a la abuela después del huracán.

–No, claro que no. Eso lo comprendieron. Además, me debían muchos días de vacaciones. Si hubiera sido ese el problema, me habrían despedido hace meses.

–¿Entonces por qué? –preguntó Sam con gratificante incredulidad–. Tú le has dado a esa compañía presencia en todo el territorio nacional. ¿Qué les ha pasado a esos desagradecidos?

Gabi sonrió ante aquella apasionada defensa.

–En realidad, ha sido su propio trabajo el que les ha proporcionado esa presencia. Lo único que yo he hecho ha sido darla a conocer.

–Tú siempre tan humilde, pero las dos sabemos cuál es la verdad –Samantha vaciló un instante y preguntó–: ¿Qué vas a hacer ahora, Gabi? ¿Ya lo has decidido? Sé lo importante que era para ti ese trabajo. Era tu vida.

–¿Y eso no te parece terrible? –preguntó a su vez Gabi.

Por primera vez veía claramente el error que había cometido al concentrarse casi exclusivamente en su trabajo. Definitivamente, su relación con Paul había ocupado un papel secundario, algo que les había convenido a ambos. Desgraciadamente, teniendo en cuenta la actitud de Paul tras los últimos acontecimientos, dudaba que incluso una dedicación a tiempo completo a su pareja hubiera cambiado algo.

–La próxima vez harás las cosas de otra manera –la tranquilizó Samantha–. Ahora ya sabes que no hay ninguna empresa que merezca que le dediquen tanto tiempo y energía, si después puede terminar tratándote así. ¿Has empezado a buscar algo?

–Todavía estoy intentando asimilar lo que ha pasado –admitió Gabi–. Con la indemnización que me han dado, tengo para algún tiempo.

–Bueno, ya sabes que en cualquier otra compañía te contratarían inmediatamente. Llama a papá. Tiene un millón de contactos en el mundo de la biomedicina. A lo mejor incluso decide reconsiderar la decisión de no contratar a nadie de la familia y lo hace él mismo.

–No, ahora no –respondió Gabi.

No quería que su padre se enterara todavía del embarazo y, además, tenía la impresión de que su embarazo podría suponerle un problema con otros anticuados directivos. En cuanto a su padre, bueno, bastaba con decir que todavía no estaba preparada para enfrentarse a su reacción.

–¿Por qué no? –la presionó Samantha–. Este es uno de los raros momentos en los que papá podría ayudarte. Siempre ha querido hacerlo.

–No estoy segura –contestó Gabi.

Su padre era un hombre muy conservador. Era muy consciente de que en su campo de trabajo era necesario causar siempre muy buena impresión, demostrar seriedad en sus objetivos. En su empresa no se permitían los errores, ni personales ni profesionales. Con su familia había sido igual de rígido. Gabi tenía la impresión de que se pondría de parte de su jefa y, si ese era el caso, no quería saberlo hasta que se hubiera recuperado del impacto y hubiera trazado algún plan para su vida.

–¿Hay algo que me estás ocultando? –preguntó Samantha con recelo–. Te conozco y sé que no es propio de ti el quedarte parada sin hacer nada. Me sorprende que no tuvieras otro trabajo el mismo día que te despidieron.

–¿No te has enterado? Estamos atravesando una época de crisis.

–Y tú eres muy buena en tu trabajo y tienes a papá como mentor. De todas nosotras, eres la que está más unida a él. ¿Por qué no le has pedido ayuda?

Consciente de que su hermana no iba a dejar de presionarla, Gabi tomó aire y lo soltó.

–Porque estoy esperando un hijo, ese es el motivo –estuvo a punto de atragantarse con el sollozo que acompañó sus palabras.

Se produjo un silencio mortal ante aquel anuncio, hasta que Samantha exclamó suavemente:

–¡Dios mío! ¿Vas a tener un hijo, Gabi? ¿Estás segura?

–¿No crees que no se lo habría dicho a mi jefa si no lo estuviera? –replicó Gaby secamente.

–¿Y esa es la razón por la que te han despedido? –preguntó Samantha, claramente impactada por la noticia–. ¿Eso no es ilegal?

–Técnicamente, no me han despedido. Me han degradado, así que he sido yo la que ha propuesto que llegáramos a un acuerdo. Un acuerdo beneficioso para todo el mundo, en palabras de Amanda. ¿Quién iba a imaginar que tenía más labia de la que yo jamás habría soñado tener? –se preguntó Gabi, incapaz de disimular la amargura que impregnaba su voz.

–Muy bien, olvidémonos por un momento del trabajo. Ahora eso no importa –le dijo Samantha–. El hijo es de Paul.

Gabi agradeció que no hubiera ninguna sombra de duda tras las palabras de su hermana.

–Por supuesto.

–¿Y cómo se lo ha tomado?

–Como si yo hubiera hecho algo imperdonable. Por supuesto, no hace falta que te diga que ha desaparecido de escena.

–¡Qué miserable! –exclamó Samantha–. A mí nunca me ha gustado.

A pesar de la tensión del momento, Gabi sonrió.

–Pero si no le conocías.

–Precisamente por eso no me gustaba. ¿Qué clase de hombre se niega a conocer a la familia de su novia? Ni siquiera dio la cara cuando estuvimos ayudando a la abuela después del huracán.

–Gracias a Dios. Si le hubiéramos puesto un martillo en la mano, probablemente habría sido un desastre.

–No es la clase de hombre que necesitas –afirmó Samantha–. ¿Y qué me dices de Wade Johnson? Es el hombre perfecto para una crisis.

Gabi se tensó ante la repentina mención de aquel hombre que no había dejado de pasar un solo día por Castle’s by the Sea, el restaurante de la familia, mientras estuvieron haciendo las reparaciones después del huracán.

–¿Por qué lo sacas ahora a relucir?

–Porque estuvo todo el rato en el restaurante después de la tormenta, igual que Boone. Y porque vi cómo te miraba, como si no hubiera visto nada tan perfecto en toda su vida.

–Estás loca.

–Déjame recordarte que le dije lo mismo a Emily sobre Boone y mira cómo están ahora los dos. Dentro de unos meses, Emily y Boone estarán casados, siempre y cuando él pueda convencerla de que fije ya una fecha para la boda. Ese tipo de cosas se me dan bien, Gabi. Reconozco la química entre un hombre y una mujer incluso cuando ellos la niegan.

–Bueno, pues esta vez te estás equivocando. Además, ¿no te parece que este no es el mejor momento para pensar en una relación? Dentro de unos meses voy a tener un hijo de otro hombre.

Samantha tomó aire al recordarlo.

–¿Por lo menos estás contenta con la noticia? –preguntó vacilante–. ¡Un hijo, Gabi! Me parece increíble.

Gabi posó la mano en su vientre y notó un ligero movimiento. La primera vez que había sentido aquella diminuta vida en su interior, se había quedado encantada. Estar embarazada podía ser un problema. Aquel embarazo ni siquiera había sido el fruto del amor. Y le había costado un empleo. Pero aun así, ya quería a aquel niño más que a nada en el mundo. Haría cualquier cosa para protegerlo y se aseguraría de que tuviera todo lo que se merecía, incluyendo dos padres que le recibieran como un preciado tesoro cuando llegara el momento.

–Estoy pensando en darlo en adopción –admitió ante Samantha, decidiendo que aquel era un buen momento para sopesar una idea que no había mencionado a nadie más.

Sus palabras fueron recibidas por un silencio cargado de estupefacción.

–¿Samantha? ¿Sigues ahí?

–¿Vas a renunciar a tu hijo?

Gabi cerró los ojos.

–Creo que es la única manera de asegurarme de que disfrute de una buena vida. Y, para ser sincera, no quiero sentirme atada a Paul por este niño. No quiero aceptar ni un céntimo suyo para mantenerlo. No quiero que una persona tan egoísta forme parte de la vida de mi hijo.

–¡Pero cariño! Olvídate por un momento de Paul –protestó Samantha–. Tú puedes ofrecerle a ese niño una vida maravillosa. Puedes ofrecerle una familia que le adorará desde el instante en que nazca.

–Ningún niño debería llegar a este mundo con una madre soltera y sin trabajo –repuso Gabi con cansancio.

–No hables como si fueras una indigente. Y encontrarás un trabajo en cuanto lo necesites –insistió Samantha–. Además, todos te ayudaremos. Emily, la abuela, yo… incluso papá en cuanto llegue el momento. Será su primer nieto. Sabes tan bien como yo que se emocionará en cuanto se entere.

–¿Estás segura? –preguntó Gabi con escepticismo, en un tono más propio de Emily que suyo.

Emily era la única de las hermanas que jamás había creído que su padre las quisiera de verdad. Además, Sam Castle apenas prestaba atención a sus propias hijas, a no ser que se metieran en algún problema. Era muy poco probable que le entusiasmara la idea de tener un nieto. La imagen de su padre sentado en una mecedora y acunando a un bebé era tan absurda que invitaba a la risa.

–En cualquier caso, todavía no tienes que decidirlo –dijo Samantha, evitando presionarla–. Seguiremos hablando de ello cuando nos veamos.

–¿Cuando nos veamos? –preguntó Gabi con recelo–. ¿Desde cuándo tienes pensado venir?

–Mañana iré en coche a casa –contestó Samantha, como si llevara semanas preparando aquel viaje, y no solo unos pocos minutos–. Podemos reunirnos en Sand Castle Bay. Ahora mismo no tienes nada que te retenga en Raleigh, así que no quiero protestas. Ya me has dicho que todavía no estás buscando trabajo, de modo que podrías intentar disfrutar de estos inesperados días de vacaciones. Necesitas el sol y la brisa marina para poder analizar tu situación con cierta perspectiva. Y sabes que tengo razón. Estoy segura de que así podrás verlo todo con mayor claridad.

–No sé si estoy preparada para contarle todo esto a la abuela.

–Como no vayas, Emily y yo vendremos a buscarte y te llevaremos a rastras si hace falta –insistió Samantha, negándose a concederle ninguna tregua.

–¿Emily ya está allí? –preguntó Gabi sorprendida–. Yo pensaba que estaba trabajando día y noche en ese puesto que le ofrecieron en Los Ángeles.

–También tiene que organizar una boda. Y sigue insistiendo en que la abuela modernice un poco el restaurante. Boone y ella llevan un par de días allí. Dice que necesita nuestra opinión sobre sus planes de boda. Por eso te llamaba, para decirte que nos ha pedido que nos pongamos en acción.

Gabi soltó una carcajada.

–¿Desde cuándo Emily está dispuesta a escuchar nada de lo que tengamos que decir respecto a su vida?

–Dice que hay bodas increíbles en esos culebrones en los que he actuado yo y que seguro que sabré alguna cosa al respecto. Además, somos sus hermanas y tendremos que estar en el banquete de boda. Y te sugiero que si no quieres terminar vistiendo de un color muy poco favorecedor, pero que está de moda últimamente en Hollywood, vayas a hablar con ella. Hazme caso, soy la mayor y sé de lo que hablo.

Gabi soltó una carcajada.

–¿Desde cuándo? Yo siempre he sido la más sensata y todo el mundo lo sabe.

–Si eso fuera cierto, no te habrías metido en este lío –bromeó Samantha–. Hasta mañana, cariño. Y no te preocupes, todo va a salir bien, te lo prometo.

Gabi colgó el teléfono y suspiró. Sand Castle Bay era el último lugar al que le apetecía ir en aquel momento, pero Samantha tenía razón en una cosa. Era exactamente el lugar al que realmente pertenecía.

 

Wade estaba sentado en el suelo del cuarto de estar de su hermana, con dos niños de menos de tres años trepando sobre él. Bueno, solo uno de ellos trepaba. El otro babeaba abrazado a su pecho.

–¿Tío Wade? –susurró Chelsea sentándose en su regazo y acurrucándose contra él.

–¿Qué te pasa, cariño? –preguntó Wade, cambiando la postura de Jason para hacerle más sitio a su sobrina.

–Quiero un gatito para mi cumpleaños –anunció la niña, que estaba a punto de cumplir los tres años.

Wade sonrió, completamente consciente del intento de manipulación. En cuanto alguna de sus sobrinas ponía sus enormes ojos azules en él, estaba dispuesto a concederles cualquier capricho. Pero un gatito… Louise se enfadaría. Su hermana siempre había dicho que no habría mascotas en su casa hasta que su hijo más pequeño hubiera dejado de llevar pañales y, si Wade la conocía bien, preferiblemente hasta que fuera a la universidad.

–¿Y mamá qué dice? –le preguntó a la niña, que apoyó la cabeza contra su pecho con un profundo suspiro.

–Dice que no –admitió con tristeza.

–Pues me temo que vamos a tener que hacerle caso. A lo mejor lo consigues cuando crezcas un poco más y puedas cuidar tú sola al gatito.

–Pero yo ya voy a cumplir tres años –le recordó su sobrina.

–Creo que necesitas crecer todavía un poco más. Tener un gatito es una gran responsabilidad.

Alzó la mirada hacia su hermana, que se cernía sobre él con los brazos en jarras.

–Buena respuesta –le dijo, y miró después a su hija con el ceño fruncido–. Y en cuanto a ti… ¿no habíamos quedado en que no intentarías convencer ni a tu tío ni a tu padre de comprar nada que yo ya te había dicho que no?

Chelsea le dirigió una sonrisa con la que normalmente conseguía encandilar a cualquiera que se cruzara en su camino.

–¡Pero yo quiero un gatito! ¡Y lo quiero de verdad!

–Y yo te he dicho que no, y también de verdad –respondió Lou, aunque las comisuras de sus labios delataban una sonrisa–. Ahora, ve a lavarte las manos antes de cenar. Papá está a punto de llegar.

Chelsea dejó escapar otro suspiro de resignación y se alejó obediente.

–Cuando sea mayor, esa niña se va a convertir en una política artera, será una experta en llegar a todo tipo de acuerdos secretos –predijo Lou.

Wade se echó a reír.

–O a lo mejor llega a ser una abogada tan inteligente como su mamá –sugirió–. Un hombre más débil le habría traído el gatito mañana mismo, pero yo ya la conozco. Y también he oído la norma sobre la prohibición de las mascotas miles de veces con los más mayores.

Lou se sentó en el borde del sofá y, por un momento, Wade distinguió el agotamiento en su rostro. Frunció el ceño, se acercó a ella y le tendió al bebé. La miró de reojo mientras Lou acariciaba instintivamente la mejilla sedosa de Jason con los nudillos y parecía relajarse.

–¿Estás bien, hermanita?

–Solo intentando hacer malabares con todo lo que tengo encima. No sé en qué estaba pensando cuando decidí tener todos esos hijos y trabajar al mismo tiempo.

–Estabas pensando en que serías una madre increíble, en los hijos tan maravillosos que ibas a tener con Zack y en que siempre contarías con mi respaldo.

Lou consiguió esbozar una sonrisa al oírle.

–Eres un regalo del cielo –se mostró de acuerdo con él–. Creo que conservo la cordura gracias a que te tengo aquí durante un par de horas cuando vuelvo a casa del despacho. Los niños te adoran y eso me permite darme un respiro y convertirme en una persona civilizada para cuando llega Zack. Y, créeme, mi marido lo aprecia.

–A mí también me viene bien estar con los niños –contestó Wade con voz queda–. Sobre todo, ahora.

Lou alargó la mano para apretarle el hombro con cariño.

–Estás de tan buen humor el noventa y nueve por ciento del tiempo, que a veces me olvido de que tu vida no ha sido precisamente un lecho de rosas durante estos últimos dos años.

–No sigas por ahí –le suplicó Wade–. Todavía no estoy preparado para hablar de Kayla y del bebé.

–Ya han pasado dos años –continuó Lou con voz suave, ignorando su súplica–. Sé que perder a tu mujer y a tu hijo te desgarró, Wade, pero nunca quieres hablar sobre ello. Y guardarse todo ese dolor no tiene que ser bueno.

Wade le dirigió una mirada cargada de ironía.

–Es algo que me viene de forma natural. Los Johnson no hablan de sus sentimientos. Es una lección que aprendimos de papá. Cuando mamá nos dejó, no volvió a mencionarla nunca más. Y se suponía que nosotros tampoco teníamos que hacerlo.

–Y los dos sabemos que eso lo consumió vivo –repuso Lou–. No pienso permitir que sigas sus pasos. Si no quieres hablar conmigo, busca a alguien con quien puedas hablar.

–¿Te refieres a un profesional? No, gracias.

–¿Entonces piensas aferrarte a ese dolor durante el resto de tu vida? ¿No quieres volver a salir con nadie, ni casarte, ni tener hijos? –le preguntó–. Eso sería una auténtica lástima. Tú has nacido para ser padre, Wade. Pregúntaselo a mis hijos. Todos estarían dispuestos a decírtelo. Bueno, excepto Jason, pero estoy segura de que lo hará en cuanto aprenda a hablar –miró sonriente al bebé, que acababa de agarrarle un mechón de pelo–. ¿Verdad, cariño?

Wade sonrió al verla. Jason, un bebé de siete meses, había llegado al mundo como una inesperada bendición. Aunque, con dos hermanos y dos hermanas mayores, su llegada había sido la gota que había colmado el vaso de Louise, que había enviado a su marido a hacerse la vasectomía como medida de precaución.

–Ahórrate el discurso, hermanita. Mi vida está perfecta como está. Y te aseguro que no estoy viviendo como un monje.

La expresión de Lou se iluminó.

–¿De verdad? Cuéntame.

¿Qué podía decirle? ¿Que por fin había conocido a una mujer que le había llamado la atención? ¿Que ella no le había hecho ningún caso? ¿Que la mujer en cuestión vivía en Raleigh y no había vuelto a Sand Castle Bay desde hacía semanas? El único contacto que tenía eran los informes de su entrometida abuela. Sí, definitivamente, eso tranquilizaría a su hermana.

–Ya te informaré cuando haya algo que contar –dijo al final, y se levantó–. Ahora, creo que será mejor que me vaya.

Lou le miró sorprendida.

–¿No piensas quedarte a cenar?

–No, esta noche no. He estado trabajando en una nueva talla y me gustaría ponerme otra vez con ella.

–¿Y no puedes atrasarlo durante una hora para comerte unos espaguetis con tu familia? –le preguntó Lou con expresión escéptica–. No me engañas, Wade Johnson. Estás intentando evitar que siga entrometiéndome en tu vida.

Wade sonrió.

–En ese caso, te servirá de lección –le aconsejó–. Deja de entrometerte.

Lou se levantó y le abrazó.

–Jamás. Eres mi hermano y te quiero. Mi trabajo consiste en asegurarme de que seas feliz.

–Ya soy suficientemente feliz –le aseguró Wade–, así que deja de preocuparte por mí.

Mientras se alejaba en el coche, Wade vio a su cuñado aparcando en el sitio que él acababa de dejar libre y le saludó con la mano. Era un hombre afortunado. Se preguntó si Zack sería consciente de lo maravilloso que era contar con una familia, si sabría hasta qué punto le envidiaba él.

Pero, a pesar de la atracción que sentía hacia Gabriella Castle, se preguntó si alguna vez tendría el valor suficiente para arriesgarse a soportar un dolor como el que había supuesto su primer matrimonio. ¿Podría un hombre soportar una pérdida como aquella más de una vez en la vida?

 

Como ya era mediodía cuando Gabi llegó a la costa, se dirigió directamente a Castle’s by the Sea. Sabía que allí encontraría a su abuela y muy probablemente también a Emily que, poco a poco, estaba transformando la decoración del restaurante. Sus esfuerzos progresaban a paso de tortuga porque su abuela se resistía a cambiar y porque Emily pasaba cada vez más tiempo en Los Ángeles, volcada en un proyecto que la apasionaba.

Eran cerca de las dos cuando llegó. Como en Castle’s solo servían desayunos y comidas, la clientela había comenzado a marcharse y la puerta estaba cerrada para evitar que siguieran entrando clientes. Gabi entró por una puerta lateral y se dirigió a la cocina.

Tal y como esperaba, su hermana estaba encerrada en el pequeño despacho, mirando muestras de tela. Gabi asomó la cabeza.

–¿Has conseguido venderle la idea de cambiar la tapicería de los bancos? –le preguntó.

La frustración cruzó el rostro de Emily por un instante, pero se levantó de pronto y envolvió a Gabi en un abrazo.

–¡Un bebé! ¡Qué alegría!

Gabi parpadeó.

–¿Pero ya lo sabes?

–Samantha nos lo dijo después de hablar contigo. Pensó que te resultaría más fácil no tener que dar la noticia tú misma.

–¿De verdad? –Gabi parecía dudarlo–. ¿Y no estaría intentando poneros a Cora Jane y a ti de su parte?

–No sabía que había partes –respondió Emily en un lamentable intento de aparentar inocencia.

Samantha, dada su condición de actriz, podría haberlo conseguido, pero Emily fracasó rotundamente.

–Estoy pensando en dar el bebé en adopción. Samantha lo desaprueba. ¿Te suena eso de algo?

–Es posible que lo haya mencionado –dijo Emily–. Pero no hablemos de eso ahora. Me alegro de que estés aquí. Boone y yo tenemos noticias que daros.

–Así que por fin habéis fijado una fecha para la boda –aventuró Gabi, consciente de que aquel había sido el tema estrella desde la Navidad anterior.

Emily asintió feliz.

–El dos de junio. Sorprendentemente, de pronto me di cuenta de que me apetecía disfrutar de una boda tradicional en verano –se encogió de hombros–. O a lo mejor eso es lo que quiere la abuela. En cualquier caso, esa es la fecha. Creo que Samantha y tú vais a estar despampanantes vestidas con colores pastel. Eso también he querido tenerlo en cuenta.

–¿Eres consciente de que para entonces ya estaré muy, pero que muy embarazada? ¿Estás segura de que el pasillo será lo suficientemente ancho como para que yo pueda pasar?

–Si no lo es, apartaremos los bancos. Hablaré con Wade al respecto.

Gabi entrecerró los ojos ante la segunda mención intencionada de aquel nombre.

–¿Wade?

–Sí, al fin y al cabo, es maestro carpintero –contestó Emily despreocupadamente–. Se pasa por aquí de vez en cuando. Yo creo que viene a buscarte, y la abuela también.

Gabi sacudió la cabeza y posó la mano en su muy visible barriguita.

–No me parece el mejor momento para hacer de casamentera, ¿no crees?

–No estoy haciendo de casamentera –insistió Emily–. Solo estoy diciendo que suele pasarse por aquí y que siempre está dispuesto a ayudar. De hecho, es posible que esté cortejando a la abuela. Sus tartas le entusiasman.

–Como tú digas –replicó Gabi–. Será mejor que vaya al comedor y me enfrente a lo que me espera. ¿La abuela está muy afectada con la noticia?

–Se le iluminaron los ojos cuando se enteró –respondió Emily–. Si esperas que esté dolida y cargada de reproches, olvídalo. Siempre se pone de nuestro lado, sea cual sea el error que cometamos –se tapó la boca con la mano y la miró arrepentida–. No quiero decir que ese bebé sea un error. No era eso lo que quería decir y lo sabes.

Gabriella abrazó a su hermana.

–Lo sé. Y curiosamente, a pesar de todo lo que ha pasado, yo tampoco lo he pensado nunca. Incluso en el caso de que decida entregar a este niño en adopción, sé que será una bendición para una familia que desea desesperadamente un hijo.

Pero mientras lo decía, sintió un ligero aleteo en el vientre que hizo que el corazón se le subiera a la garganta. Una cosa había sido tomar la decisión de dar al niño en adopción al conocer la noticia del embarazo. Entonces había estado enfadada con Paul, y más enfadada todavía consigo misma. El bebé ni siquiera había sido una realidad para ella. Pero en aquel momento sí lo era.

Y aquello, sospechaba, iba a complicar seriamente su determinación de hacer las cosas bien.